domingo, 31 de mayo de 2009

Vinagre


He reconocido las señales, el aire cálido a las 8 de la mañana, las minifaldas y los puestos de helado que, amanecen en cualquier esquina de un día para otro. Florecen terrazas aparcadas al lado del cemento llenas de madrileños que no desprecian una buena calle para plantar sus reales. Donde en la costa se oye el rumor del mar, aquí manda el rugido de los coches; en lugar del moreno suave del sol que refleja en la arena, nosotros usamos palidez en la cara, transporte público, esfuerzo y día a día.

El verano aplaca el apetito, no es sencillo hacer hambre, se aparcan los cocidos y las fabadas durante meses, son platos que piden frío y tiempo en la cocina; ya se deseperezarán en el otoño cuando el cuerpo pida grasa y pimentón. No, ahora no, buscamos el alivio que contraste el calor, es el momento del frío en la piel, de la piel, del vinagre, el momento del vino agrio.

Sorprende la sofisticación a la que se ha llegado en España en materia de aceites sin apenas correspondencia con el vinagre. Pensad por un segundo en cuántos vinagres conocéis, marcas y tipos, comparadlo con la oferta de aceites que, incluso, en el supermercado más modesto podéis encontrar. El ácido ataca las agallas de un crochet, abre el hambre, pide más; se ha puesto de moda casi de manera inconsciente entre los enófilos que piden vinos frescos, de paso fácil, gustan entre los aficionados los vinos ácidos.

El vinagre debió nacer de dos despistes, dos fermentaciones, del primero nació el vino, la fermentación alcohólica; en el segundo se debieron dejar olvidad el vino en algún sitio y la presencia del oxígeno, conviertió el alcohol en ácido acético. Por supuesto hay mil alcoholes que se pueden convertir en vinagre, desde el más básico -vinagre blanco-, hasta el más noble que bien podría ser el de jerez. Cada uno tiene sus usos, si el vinagre es vulgar podría bien para hacer unas banderillas -pepinillo, aceituna y boquerón-, si es manzana, quizá uno quiera macerar un pescado para hacerse un escabechado, si es de módena, dulce y almendrado, podría valer para aliñarnos una ensalada verde. No es lo mismo aliñar una perdiz que un jurel y ahí, en fin, está el talento y gourmetismo del autor, para distinguir que el uno sólo es un escalofrío helado y el otro lleva almendras, oxidación y una civilización entera en sus venas.

Entre ellos hay un caso excepcional: el vinagre de Módena. Me preguntaréis por qué si hoy por hoy cualquier mindundi adorna con una reducción de esta versión hasta una tortilla de patatas. Pues bien, porque hay una versión exquisita, exclusiva, cara y maravillosa del líquido. El vinagre de Módena tradicional -repito, tradizionale- no debe ser jamás parte de una receta si no es en una cuchara cuidadosamente apartada para distinguirse de la plebe. Carlos Torres, propietario y cocinero de La Buena Vida, tuvo a bien darme otra clase más de cocina, esta vez en su especialidad, el producto.

Cada golpe de vinagre bien acabado deja la firma en el libro de visitas de mi memoria. El del Maruja Limón con su escabeche de jurel y fresas, el del muslo de pavo en el Támara Casa-Lorenzo, el de bonito de Piñera, la ensalada de perdiz escabechada del Figón del Huécar. Abre mi apetito, macera mi memoria.

domingo, 24 de mayo de 2009

No estaba DiverXO

“En Hollywood ya no se hace cine, están demasiado ocupados concediéndose premios los unos a los otros”. Esto decía Woody Allen hace unos años, dejando claro que a él los premios de la Academia se la soplan.

Yo estoy de acuerdo con Woody. A mí tampoco me gustan mucho los premios. Pero como corro el riesgo de que alguien pueda pensar que no tiene ningún merito proclamar la voluntad de rechazar un premio cuando no se tiene la oportunidad de recibir jamás alguno, voy a apoyar mi argumentación con el ejemplo de gentes destacadas que fueron capaces de rechazar los premios que a ellos sí les concedieron. Hablo de Marlon Brando y de George C. Scott, por ejemplo. Mientras que el primero rechazó el Oscar que le concedieron por su interpretación de Vito Corleone en “El padrino”, el segundo no sólo se limitó a rechazar su candidatura como mejor actor secundario por “El buscavidas”, sino que, además, cuando ganó el Oscar al mejor actor principal por su papel del general Patton, se excusó diciendo que no podía acudir a recoger el premio porque daban en la televisión un partido de su equipo favorito.

No son muchos los que se han atrevido a rechazar un premio, sea cinematográfico, literario, gastronómico o de cualquier otra actividad; y es que, por un lado, a todos nos gusta que nos reconozcan nuestros méritos, pero, además, es difícil renunciar a la publicidad y al impacto positivo que tienen los premios en la taquilla, en las listas de venta o en la caja registradora; en suma, en la cuenta corriente de quien los recibe.

Pero, ya que parece inevitable que se concedan premios y que estos no se rechacen, sería de agradecer que hubiera coherencia en los criterios que deciden la concesión de los mismos. Digo coherencia pero podría decir justicia. Hablemos, por ejemplo, de los Oscar y comentemos algunas curiosidades:

En 1980 el gran Martin Scorsese fue designado como candidato al Oscar por “Toro salvaje”, enésimo ejemplo de lo bien que se llevan el boxeo y el cine desde que Buster Keaton se calzara los guantes en 1926 en “El boxeador” o desde que Chaplin se escondiera detrás del árbitro antes de noquear a su rival al ritmo de “La violetera” (o antes de ser él noqueado, ya no me acuerdo) en la maravillosa “Luces de la ciudad” (abro otro paréntesis para detenerme un segundo en esta película: “¡sólo me reconoces cuando estás borracho!, ¡sólo me quieres cuando me necesitas!” Han pasado casi ochenta años de aquello y me cuesta trabajo nombrar una película a la vez tan amarga y tan dulce, tan alegre y tan triste, tan hermosa). Más ejemplos de cine y boxeo: “Marcado por el odio”, “Más dura será la caída”, “La ley del silencio”, “Cuerpo y alma”, “De aquí a la eternidad”, “Forajidos”, “Mi desconfiada esposa”, “Nadie puede vencerme”, “Fat City”, “El hombre tranquilo”, “Million Dollar Baby”….

La primera vez que vi “Toro salvaje” fue en un cine de estreno de la Gran Vía madrileña y he de decir que ha sido una de esas películas que cambió mi manera de ver el cine. Una historia que me encogió el estómago y un modo de contarla que me paralizó en la butaca. La vida de Jake La Motta, sus sueños, sus esfuerzos por llegar a ser el número uno, su vida privada, la mafia, la vuelta a sus orígenes, Robert de Niro delgado, bailando en el ring al compás del “Intermezzo Sinfónico “de la “Cavalleria rusticana” (escuchando a Pietro Mascagni, vimos bailar a Robert de Niro y morir a Michael Corleone, una vez más, juntos, música y cine); luego más gordo, pidiéndole a su hermano que le golpee en la cara, “más fuerte te he dicho”; mirándose en un espejo y, además, viéndose. Golpes, sangre, cine, cine. Joe Pesci. El sueño convertido en pesadilla. Una película inolvidable.

Ese año el Oscar fue para “Gente corriente”, una buena película que supuso el debut de Robert Redford como director y que, después de casi treinta años, se ve con agrado.

Veinte años antes, en 1960, la pareja mas deliciosa de la historia del cine fue designada como candidata al Oscar por “El apartamento” (fueros designados cada uno por su lado, claro, porque, que se sepa, todavía no existe el Oscar a la mejor pareja). Esto ya se ha dicho por aquí alguna vez pero no hay inconveniente en repetirlo: “El apartamento” es una película maravillosa y, posiblemente, ninguna pareja de actores mereció un premio con mayor justicia que sus protagonistas: “soy como Robinson Crusoe, náufrago entre ocho millones de personas; entonces vi una huella en la arena y allí estabas tú”. Quien estaba allí era la ascensorista más guapa de la historia del cine, “ojalá pudiera enamorarme de alguien como usted”, le dice ella. Cuando tengáis oportunidad, volved a escuchar esas frases. Frases tremendas que se esconden bajo la apariencia de una comedia divertida. Un espejo roto que revela la verdad, un puñetazo que devuelve la dignidad a quien lo recibe y el travellng más hermoso que jamás he visto, y que nos la muestra a ella, tan guapa, correr con el viento acariciándole en la cara “¿Ha oído lo que acabo de decirle, señorita Kubelik? ¡La adoro!”. Una mirada que le responde y que te acelera la respiración: “cállate y reparte”. ¿Es posible imaginar algo más hermoso? Es cine, cine, cine. Jack Lemmon y Shirley MacLaine. Yo también la adoro señorita Kubelik.

Ese año el Oscar al mejor actor fue para Burt Lancaster por “El fuego y la palabra”, y el premio a la mejor actriz fue para Elizabeth Taylor por “Una mujer marcada”. Buenas películas y buenas interpretaciones.

Veinte años antes, en 1940 Ernst Lubitsch rompió el molde rodando en una tienda de artículos de regalo de Budapest la comedia romántica perfecta: “El bazar de las sorpresas”. Esta película tiene algunas secuencias maravillosas. Escojamos algunas de ellas, como aquella en la que James Stewart y Felix Bressart buscan a la desconocida enamorada del primero, a la entrada de un café:

- “Sí, sí, ella lleva un clavel rojo y un libro. Y es Anna Karenina, sí”
- “Pero, ¿es bonita?”
- “¡Oh, sí, es muy bonita! Me recuerda mucho a la señorita Novak”
- “¿Por qué me habla usted ahora de la señorita Novak”
- “Porque es la señorita Novak”

O cuando un solitario Frank Morgan (el mago de Oz, ahora propietario de la tienda cuya mujer le engaña con uno de sus empleados) busca compañía para la cena de Navidad:
- “Rudy, ¿te gusta la sopa de pollo con fideos?”
- “Ya lo creo señor Matuschek”
- “¿Y el pato asado con col roja, puré de patatas y pepinillos?”
- “¡Oh, señor Matuschek!”
- “Y una ración doble de pastel de manzana con helado de vainilla”
- “¡Me encantaría!”
- “Pues te lo vas a comer”

O cuando James Stewart le descubre su oculta identidad a Margaret Sullavan:
- “Si hubiera sabido que yo le gustaba, todo habría sido distinto, señorita Novak. Podríamos estar juntos. Y, si estuviéramos juntos, no seríamos de aquellos que están discutiendo a todas horas. Y si hubiéramos de discutir no sería por maletas o por bolsos, sino por cosas importantes como si su madre o su tía debieran venir a vivir con nosotros.”
- “No se burle de mí Señor Kravitz”
- “Klara, coge tu llave, sácame del casillero y bésame.”
- “¿Cómo?”
- “Querida amiga”
- “¿Eres querido amigo?”
Gesto de asentimiento y rápida pregunta:
- ¿”Estás decepcionada?”
Ella responde:
- “Psicológicamente estoy confusa…”.
Se le ilumina la cara y termina la frase:
“… pero personalmente estoy muy bien”

Parece sencillo pero no lo es. Como dijo Bernard Shaw en su lecho de muerte: “morir es fácil, lo difícil es hacer comedia”. “El bazar de las sorpresas”, por cierto, no recibió ninguna nominación a los Oscar.

Si repasamos la lista de los que no recibieron jamás ningún Oscar nos encontraremos con gente como Alfred Hitchcock, Cary Grant, Charles Chaplin, Peter O’Toole, Kirk Douglas, Gene Kelly, Enrnst Lubitsch, Judy Garland, Howard Hawks, Marilyn Monroe, Orson Wells, Stanley Donen, James Mason…. ¡Madre mía! Podríamos ponernos dignos y comparar estos nombres con los de algunos premiados: Ron Howard, John G. Avildsen, Roberto Benigni, Nicolas Cage, Marlee Matlin, Harold Russell, Michael Douglas…. Ya basta de ejemplos. Sólo quería decir que en el año 2009 se ha publicado la lista de los 100 mejores restaurantes del mundo (creo que estamos de acuerdo en que aparecer en una lista así, es igual que un premio) y en esa lista no estaba DiverXo.

domingo, 17 de mayo de 2009

La codorniz



“La revista más audaz para el lector más inteligente”. Así decía el eslogan de “La Codorniz”, la mítica revista fundada por Miguel Mihura en 1941 que contribuyó a alegrar un poco la vida de los españoles durante aquellos años tan tristes. En “La Codorniz” dejaron su firma Edgar Neville, Álvaro de Laiglesia, Enrique Jardiel Poncela, Ramón Gómez de la Serna, Evaristo Acevedo, Manuel Vicent, McMacarra o José Luís Coll y comenzaron a publicar sus dibujos humoristas como Mingote, Gila, Chumy Chúmez, Máximo, Forges, Ops o Serafín. Todos ellos llenaron las páginas de la revista de un humor absurdo, atrevido e irreverente en unos tiempos en los que la crítica al sistema no era posible. Ese humor provocó que un régimen que carecía de él secuestrara las ediciones de “La Codorniz” en varias ocasiones, como cuando la revista propuso a sus lectores la resolución de un jeroglífico en el que aparecía una piña y tres frascos en la parte inferior y cuya solución se daba en las páginas interiores, “frasco, frasco, frasco, arriba es piña”, o cuando, en una viñeta, el hombre del tiempo daba la información meteorológica y decía que “reina un fresco general procedente de Galicia”. Irónicamente, la revista que había sido maestra en el arte de sortear la censura, no supo adaptarse al fin de la misma y así, incapaz de competir con la pujanza de las nuevas revistas satíricas como “Hermano Lobo”, “El Papus” o “Barrabás”, “La Codorniz” dejó de publicarse en 1978.

Ignoro la razón del nombre de la revista, y si fue alguno de los rasgos que caracterizan a las codornices lo que inspiró a su fundador. Las codornices son aves migratorias, tienen un gran coraje que les permite enfrentarse a los depredadores para proteger a sus crías, y son muy libertinas, tanto que las hembras son capaces de abandonar a un macho en pleno apareamiento si aparece un ejemplar más fuerte y vigoroso.

Es posible que el carácter migratorio de las codornices esté motivado por su promiscuidad, pues se dice que fue un escandalizado Rey Salomón quien condenó a las aves a viajar todas las primaveras, cuando comienza su época de celo, como castigo por sus malas prácticas sexuales, pero en el Antiguo Testamento podemos leer que todo comenzó el día en que el pueblo de Israel, cansado de comer maná caído del cielo en su travesía por el desierto de Sinaí durante el Éxodo, volvió sus ojos a Dios y le dijo: ¡quien nos diera a comer carne!, pues nada sino maná ven nuestros ojos” y Dios compasivo les envió codornices desde el otro lado del mar.

Sea por orden del Rey Salomón o por mandato divino, el caso es que cuando apenas se empieza a sentir la primavera, el cielo andaluz se puebla de codornices que huyen del calor del verano marroquí y vienen aquí a reproducirse. Algunas volverán a África en otoño, otras se quedarán a pasar el invierno en los campos andaluces y la mayoría se quedarán para siempre en el agradecido estómago de algún comensal, satisfecho por haber sabido escoger bien el menú.

Y hablando de menús, como se han puesto de moda los menús monográficos, nosotros vamos a proponer uno en el que la codorniz sea protagonista. A ver si os gusta:

Salmorejo con atún y huevo de codorniz cocido. No hace falta dar la receta, pero sí insistir en la necesidad de que todos los ingredientes sean de primera calidad. Yo recomiendo hacerlo con aceites procedentes de aceitunas hojiblanca y picual, tomates de Chipiona, vinagre de Jerez y telera cordobesa. Y no hay inconveniente en que el atún sea de lata.

Ensalada de codorniz en escabeche. La receta es sencilla: poner sobre el plato hojas verdes cortadas en juliana, trozos deshuesados de la codorniz escabechada y aliñar con el escabeche.

Arroz de codorniz. Según el insigne teórico gaditano D. Mariano del Río, el arroz puede ser “arroz con” o “arroz de”. El “arroz con” consiste en realizar un sofrito, añadir el ingrediente que sea, el arroz y el caldo, pudiendo, eso sí, variar el orden que, por si no lo saben ustedes, no debe cocer el mismo tiempo un muslo de pollo que una cigala. El “arroz de” parte de la elaboración de un plato de tierra, mar o aire, de modo que terminada la cocción del guiso se retiran los ingredientes sólidos, se cuece el arroz en el líquido resultante y, cuando este ha alcanzado ya casi el punto, se vuelven a incorporar aquellos debidamente deshuesados, descascarillados o desconchados, según corresponda.

Codornices a las uvas. Como las que le servía su esposa al desconsolado inspector jefe de Scotland Yard en la película “Frenesí”. Y es que Hitchcock, al que le gustaba comer mucho y bien, frecuentemente incluía en sus películas alguna escena con fondo gastronómico. Como en “Los 39 escalones”, donde los protagonistas esposados por unos falsos policías intentan cenar unos sándwiches; o en “La soga”, donde los asesinos esconden el cadáver en un baúl que servirá luego de mesa para la cena; o cuando James Stewart intenta comer con escaso éxito un pato con aceitunas en un restaurante de Marrakech en “El hombre que sabía demasiado”; o la merienda campestre de Grace y Cary en “Atrapa a un ladrón”; o la trucha que almuerza Roger O. Thornhill en el vagón restaurante del expreso de Chicago escondiéndose de la policía y de los revisores del tren y coqueteando con Eva (“yo que usted no pediría postre”); o el ya citado inspector jefe Oxford dando buena cuenta de un desayuno inglés con huevos, salchichas y bacon.

- “Desayuna usted con apetito, señor”
- “Sargento, mi mujer asiste a un curso de cocina para gourmets y todavía no se ha enterado de que la base de una buena alimentación consiste en desayunar tres veces al día. Desayunar al modo inglés, naturalmente, y no ese ridículo café acompañado de un bollito relleno de aíre que sirven en el continente y que mi mujer me ha servido hoy para desayunar.”

Para acompañar este menú, llenaremos las copas de manzanilla, champán y un merlot, versátil y elegante, para brindar por Don Alfredo y por los humoristas de “La Codorniz”.

Bon appetit.

domingo, 10 de mayo de 2009

La olla express y el termostato Roner


Cualquier buen aficionado a la gastronomía desprecia la olla a presión, de la misma manera que el aficionado al fútbol odia el catenaccio.

La olla express es un invento de principios del siglo XX, supuso desde su introducción efectiva en las cocinas -años 70- un cambio en la realidad gastronómica, en el día a día; quizá y con el microondas y la Thermomix, el avance más importante en las técnicas de cocina de los últimos cincuenta años. El funcionamiento de la olla, una especie de caja mágica, era un colorario directo de la ley de Boyle-Mariotte: cuando la presión aumenta en un entorno cerrado, también lo hace la temperatura de ebullición del agua.

En el momento inicial, tendremos dentro de la cocotte a temperatura ambiente un entorno de agua y aire; según aplicamos calor, el agua se va evaporando sin llegar a bullir, aumentando pues la presión dentro de la olla; es más, por más calor que apliquemos no lograremos otra cosa que cambiar el estado del agua de líquido a gaseoso de manera tranquila. La válvula -conocida vulgarmente como pitorro- regula la presión para evitar peligros, dejando escapar el vapor de agua si fuera necesario. Así las cosas, la cocción se realizará en entorno mixto líquido-gaseoso, agua, aire y vapor de agua mezclado a unos 130 grados. Desde un punto de vista práctico, supondrá una disminución drástica en los tiempos de preparación de los alimentos y, por tanto, un ahorro desde un punto de vista energético.

Tiempo y dinero, comodidad, ahorro, casi nada. La sociedad adoptó rápidamente el invento, era el regalo perfecto, de cualquier boda en los años 70 y 80. Los recetarios se desdoblaron e incluían la receta tradicional y la versión "express" -más tarde incluyeron la versión "Thermomix". Quien más y quien menos tenía una en su casa, pero al tiempo que pasó a ser parte del menaje de cualquier hogar, adquirió tintes negativos, peyorativos.

Ni que decir tiene que la alta cocina la alejó de sus enunciados, ningún cocinero se hubiera atrevido a reconocer que hacía el jarrete "en olla express", tampoco hubo un trabajo empírico sobre su cómo y su porqué, si resolvía algún problema de la mejor manera posible, al igual que el microondas fue sentenciado, culpado de exceso de rapidez. Simplemente se despreció.

Si tradicionalmente la tecnología para la cocina había nacido de manera aislada de la alta cocina, a partir de los 90, el proceso se invirtió. Los cocineros empezaron a pensar, tuvieron necesidades y las plantearon a las universidades. Y en algunos casos tuvieron respuesta. Harold Mc Gee publicó una tabla de temperaturas de coagulación de proteínas y, quizá como consecuencia, Joan Roca y Narcís Caner diseñaron una máquina capaz de cocinar los alimentos a un temperatura constante y muy estable. A diferencia de la olla express, el termostato Roner sí fue parte del vocabulario de la alta cocina desde el minuto cero, aunque no penetrara en la gastronomía del ama de casa.

El termostato Roner tuvo un efecto brutal en la alta cocina, generó un nuevo modelo de negocio. Nacieron decenas de pequeños restaurantes que, envasando alimentos al vacío -duraban mucho más- eran capaces de ofrecer alta cocina a precios moderados; se pasó de descongelar a regenerar y la coletilla "a baja temperatura" se multiplicó, las cartas eran hijas de la técnica. Como cada problema tiene su propia solución, no todos los platos mejoraron con este método, las carnes gelatinosas o los pescados se beneficiaron, pero el cordero, el cochinillo, las partes más magras de la tenera no encontraron un acomodo fácil. Además, generó un efecto nocivo, algunos cocineros se enamoraron de la ingeniería obviando el resultado. De manera diferente a la olla express pero por el mismo motivo -el dinero-, se fue haciendo su sitio en la gastronomía. No hace falta ser un genio para aventurar que, dado los tiempos de cocción que requiere esta técnica -además del precio, 800 euros en Mayo del 2009- la Domo Roner, versión casera del invento, jamás llegará a las cocinas españolas

En épocas de rececesión se agudiza el espíritu crítico. Entre los propios cocineros y las universidades se empiezan a oir voces críticas, la transmisión de fluidos no es la óptima en la cocción a baja temperatura, alguno de ellos reconoce, en voz baja, que la olla express es imbatible en según qué platos y que, por ejemplo el rabo de otro, plato emblemático de la cocina española, mejora de manera exponencial. La realidad económica y el mercado, tan necesarios para el sentido común, se van a imponer lentamente y el cocinero inteligente decidirá si al vapor, asado o a baja temperatura, pero lo hará en base al resultado final, pensará en su cliente.

La inteligencia y el espíritu crítico contra el esnobismo y la novedad futil. Cada problema, su solución.

domingo, 3 de mayo de 2009

No hay más remedio que volver a Cádiz

Entre el castillo de San Sebastian y el castillo de Santa Catalina, adornado por el precioso Balneario de la Palma, se encuentra un pequeño paraíso que se llama la playa de La Caleta, uno de los rincones más encantadores de Cádiz: barcos de pesca, puestas de sol y olor a caballas asadas con piriñaca (la piriñaca, ya lo sabéis, es un picadillo gaditano con tomate, cebolla, pimiento, aceite, vinagre y sal, que acompaña a las caballas asadas recién pescadas. Os juro, pichas, que, aunque mediase el mejor cocinero del mundo, en ningún sitio os sabrán mejor que en La Caleta después de contemplar a las barcas acercándose a la playa con el pescado, recordando el desembarco del Capitán Alatriste.)

La caballa me gusta mucho en adobo, compartiendo, a veces plato, con el cazón o con la morena, también en adobo, ¡menudo plato combinado, un mixto de bienmesabe!, o formando parte como ingrediente de un canapé excelso: el dobladillo, que consiste en colocar sobre una rebanada de pan un poco de pimiento morrón, caballa en aceite y un poco de mayonesa (los cocineros imaginativos pueden sustituir la caballa por ventresca de atún o por melva canutera, pero, como es otra cosa, tendremos que decir que no es lo mismo). También están ricas “a la moruna”, incorporando la caballa abierta y sin espinas a un sofrito de ajo, cebolla, pimiento y tomate, y dejándolas cocer brevemente junto a las verduras, un chorrito de vino blanco y algunas hierbas; o el guiso de caballa con fideos (caballa en amarillo, le dicen algunos) que se sirve en la playa de La Caleta (siempre aquí) en la fiesta del entierro de la caballa que pone punto final al verano.

Antes, habrán caído unos churros para desayunar, que, por alguna extraña conexión en mi cerebro, la caballa me recuerda a los churros y viceversa, fijaos que tontería. A mí la caballa me sabe a playa de La Caleta y los churros a Mercado de Abastos, cosas de la memoria del gusto, que va a por libre y que consigue que un pescado sepa a playa, un tomate a verano y un poema a pan caliente y a piel de mujer. O que toda mi niñez se guarde en un papelón de churros de La Guapa y en un corte de helado de tres gustos, un duro en Madrid, tres pelas en Cádiz.

Buscando caballas, tomates y pan salimos de la playa, cruzamos la avenida Duque de Nájera, recorremos el Pericón de Cádiz, nos plantamos en La Viña y abrimos signos de admiración. ¡Estamos en el Barrio de La Viña y nos vamos a ir de tapas, picha! Pero no corras que vamos a parar primero en la Iglesia de la Palma (miradla allí, al fondo, no os sentéis todavía en esas mesitas que parece que nos están llamando) para admirar a la Virgen milagrosa que salvó a la ciudad de los efectos de un terrible maremoto que, en el siglo dieciocho, destruyó Lisboa e hizo temblar la tierra desde el norte de Italia hasta el Brasil. ¡Ah, la calle de la Palma!

Y para empezar, cómo no, caballas asadas en el Mesón Ca Felipe, a diez metros de la iglesia. Un letrero te tranquiliza y te deja las cosas claras: “casi tós estos pescaos han trabajao como extras en los documentales del Comandante Custó”. Ca Felipe es conocido en el mundo entero, e incluso en otros planetas del espacio sideral, desde el día en que al dueño, mientras limpiaba el congelador, le dio por tirar por la ventana un trozo enorme de hielo, el cual fue confundido con un aerolito y estudiado por la NASA y por el CSIC. Tanto interés generó el asunto que incluso se dice que acudieron al lugar los agentes de la TIA. “Picha, ¿pero cómo va a ser eso un aerolito si tiene restos de los bigotes de los camarones de las tortillitas, duyuanderstanme?”, les respondía Felipe a los sorprendidos reporteros de la BBC. Como decía Paco Gandía, “un caso verídico”. Más allá, casi al final de la calle, estaba Casa Ramón (ahora le han cambiado el nombre y le han quitado, además, la gracia al sitio) donde se servía la morena en adobo más rica del mundo. Según cuenta Antonio Burgos, el nombre de Ramón le venía no porque así se llamara el dueño, como cabría imaginar, sino porque aquí se inventó la costumbre de celebrar, además del Domingo de Ramos, el Sábado de Ramo. Un solo ramo, pero un ramo muy grande, un ramón. Y no vayan ustedes a poner en duda la veracidad de estas historias del barrio.


Y en medio el Manteca. La Taberna Casa Manteca de la calle Corralón, sitio que sabe a Cádiz, a Carnavales, a chicuelinas y a Camarón. Mil fotos en las paredes que repasan la historia de la ciudad en mil rostros, mil botellas en los estantes, mostrador curvo de mármol, tizas para apuntar, papelón de estraza, algún artista entre el público que, a lo mejor, se apunta a cantar. Una de las tabernas más bonitas de España. “Arte puro”, como dice el cartel. Aquí hay que pedir muchas cosas, carne al horno, mojama, jamón, caña de lomo, chicharrones, morcilla de hígado, queso añejo, ensalada de tomate. Todo está bueno.

as gaditanas dicen que en Casa Manteca están buenos hasta los camareros. Y los clientes, picha. Y los vinos. Finos, manzanillas, palos cortados, olorosos, amontillados, cream y PX. Ya se sabe que todas las viñas del mundo dan uvas, menos la Viña de Cádiz que da directamente el vino. ¿Qué nos queda? Pues más recuerdos taurinos, más Camarón y más pescado en la Taberna El Albero. Probar los quesos payoyos, los guisos y las frituras de Casa Tino. Visitar la barra de El Faro, para probar el bienmesabe, las tortillitas de camarones o el pastel de cabracho y comprobar, satisfechos, que siempre les salen buenos. Y luego, pasear un poco por el Campo del Sur para confirmar el parecido del paseo con el Malecón de la Habana (¡ay!, gaditana no te vayas a dormir sin comerte un cucurucho de maní) y hacernos la foto más bonita del mundo con la Catedral al fondo (algo hay que caminar, picha, que para recorrer todos los bares de la ruta no hemos tenido que andar más de doscientos metros) y descansar un poquito en una de las terrazas de la Plaza del Tío del Tiza, con sus macetas de flores adornando las paredes encaladas, vestigios de una forma de engalanar las calles ya casi desaparecida. O, si tenemos ansía de ver el mar (yo siempre) elegir entre el océano, a la sombra de un ciprés en el Parque Genovés, o la bahía, junto a un ficus centenario en la Alameda Apodaca.

Oye, picha, no hay más remedio que volver a Cádiz.

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Dedicatoria (como hoy no hace falta comentar las fotos, voy a utilizar este hueco para hacer una dedicatoria. Ahí va.)

A Rafael Alberti, Camarón, Lola Flores, Paco de Lucía, Manuel de Falla, Emilio Castelar, Sara Baras, Niña Pastori, Rafael de Paula, Ángel León, Mauro Martínez, Rocío Jurado, Javier Ruibal, Paco Alba, el Carapapa y los camareros del Balbino, por ser artistas y gaditanos. Y al Mágico González, Espeto y Weirdo porque, sin ser gaditanos, lo son.