miércoles, 29 de septiembre de 2010

Tórtola en dos cocciones


Una de mis tiendas favoritas en Madrid es Hermanos Gómez, en el mercado de Chamartín. Quizá por lo difícil que es ver tenderos agradables y con profesión a las espaldas, o por la exposición de aves francesas que luce en su escaparate -normalmente del jueves en adelante, pues en Madrid el domingo es día de pollo familiar-, siempre que piso el mercado de la calle Potosí me paso, aunque sólo sea a admirar su producto: pollos y pulardas de las Landas, capones gallegos o de Bresse, caza variada. De finales de agosto en adelante, se añade el hecho de que empiezan a llegar las primeras piezas de la media veda; concretamente en Madrid, en el año 2010, se pudieron cazar desde el 19 de agosto y hasta el 12 de septiembre, tórtolas, paloma torcaz y bravía, codorniz, urraca, estornino pinto y zorro. De todos ellos me quedo con la tórtola común -Streptopelia turtur arenicola-, una especie de paloma pequeñita, en mi opinión de sabor y textura más fina que su hermana mayor.

Por desgracia por España pasa cada vez menos tórtola. Los expertos hablan de varias hipótesis: modificación en sus hábitos migratorios debido a la disminución de terreno cultivado de cereal, uso de herbicidas, uso de cebos para su caza masiva o la presencia de las tórtolas turcas, una especie sedentaria e incompatible con la especie nativa; razones que, en mayor o menor medida, explican la escasez o degradación en la calidad de otras aves, sin ir más lejos la perdiz o la becada.


Tan tierna como es apenas necesita maduración -desde luego nunca un faisandé como el que se le aplica a la becada-, quizá su preparación más popular sea en un arroz caldoso, como la paloma. Sin embargo, dado que tiene una carne muy fina y sabrosa, se me ocurre que una preparación en dos cocciones, a la manera del pichón, puede ser adecuada. Pertrechados con nuestro cuchillo cebollero favorito despiezaremos la tórtola sacando las patas y los muslos y guardando la carcasa, las alitas y el cuello -todo aquello que no vayamos a comer-. Tostaremos a fuego fuerte en un poco de aceite de oliva los despojos y cuando veamos que el fondo de la olla empieza a coger color, añadiremos cebolla, zanahoria y un par de dientes de ajo, cortados groseramente, sin demasiado cuidado. Removeremos de tanto en tanto la verdura y cuando consideremos que el tostado es suficiente, añadiremos agua hasta cubrirlo todo, desglasando cualquier pegote pegado a la olla. En cuanto empiece a borbotear, bajaremos el fuego y dejaremos que el fondo oscuro vaya chupando los sabores a ritmo de chupchup. ¿Cuánto tiempo? tanto como queráis; si Horcher utiliza una prensa para extraer los jugos de las perdices, nosotros destilaremos la tórtola con fuego y tiempo. Tres horas pueden ser suficientes para extraer el 99% de la sustancia de los huesos, aunque recientemente he probado una cocción extremadamente larga, en la que literalmente se destintegraba la carcasa de un pichón en el caldo.

Una vez tengamos nuestro consomé de ave, colándolo y limpiándolo de impurezas con mimo, lo reduciremos con fiereza. Nada menos que a una cucharada sopera por cada tórtola. Será en este proceso de reducción cuando iremos añadiendo un poco de pimienta, una cucharada sopera de brandy y otra de vino. En los fondos extremadamente concentrados cualquier exceso desequilibra el resultado: así el vino le dará color y acidez y el brandy dulzor. El duzor puede que haga más agradable la acidez, pero en ningún caso la compensa. Añadiremos la sal en el último momento sólo si lo consideramos necesario, pero puede que el resultado sea ya muy sabroso. Conseguir una reducción equilibrada en la que lo que prime sea el sabor del animal - como en ese maravilloso extracto esencial con el que Joan Roca acompaña su plato de gamba roja- no es sencillo, así que mejor pecar por defecto que por exceso.

Finalmente modificaremos la textura del jugo con una puntita de mantequilla -apenas nada-, que también le aportará brillantez y en una plancha a fuego muy fuerte, con una gota de aceite, pasaremos las pechugas y los muslos de la tórtola, las primeras por el lado de la piel y los muslos por ambos lados. Estos, los habremos tenido cociendo en el caldo durante dos o tres minutos para conseguir que la carne se despegue fácilmente del hueso. Conviene dejar la carne de las pechugas roja pero templada, 45 grados en el corazón de la pechuga puede ser una buena guía, pero si os apetece que la cocción sea uniforme, el horno es la solución.

Con la caza normalmente elijo vinos con mucho tiempo en botella; Burdeos o Riojas con cuero y cuerpo suficiente como para competir con la carne. Sin embargo tampoco me disgustan los vinos frescos y con acidez. Es el caso de La Bruja avería, proyecto personal del Comando G -Fernando García de Bodegas Marañones, Daniel Gómez Jiménez Landi de Bodegas Jiménez Landi y Marc Isart Bodegas de Bernaveleva-, una garnacha de la sierra de Gredos -en concreto de Cadalso de los Vidrios- que en su primera añada, la del 2009, sale ligera y afrancesada, se bebe con alegría. Los menos de diez euros que cuesta, también arrancan mi sonrisa.

"El paisaje puesto en el plato" (Josep Pla), un buen aperitivo hasta lleguen las primeras piezas de caza menor, con la apertura de veda que que comenzará la segunda semana de octubre. Ya falta poco.

Foto que ilustra: torpe preparación casera.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Trece tomates


Artículo de Don Antonio de Quintero-León y Quiroga publicado en “The Cádiz Times” el pasado día trece de septiembre de los corrientes. El artículo habla sobre la vida y la obra de Juan Alberto Smith Montoya, bandolero, poeta y gourmet gaditano que se convirtió en la pesadilla de los nobles y de los viajeros que transitaban por los caminos de la provincia de Cádiz a principios del siglo pasado. Por su indudable interés, una vez obtenidos los correspondientes permisos, lo reproducimos aquí, en nuestro blog amigo:


Anécdotas del bandolerismo andaluz
Antonio de Quintero-León y Quiroga
CÁDIZ

En los próximos días se cumple el septuagésimo quinto aniversario de la muerte del bandolero gaditano Juan Alberto Smith Montoya, “El Dillinger de la Isla”, quien fue abatido a tiros en un enfrentamiento con la Guardia Civil, que tuvo lugar cuando salía del cine “Alameda”, sito en la localidad gaditana de San Fernando, después de asistir a la proyección de la película “El enemigo público número uno”.

Huérfano de padre y madre desde muy temprana edad, fue educado por su padrino de bautismo Don Vicento de Carranza y Salazar, aristócrata gaditano, generoso mecenas impulsor de la carrera de muchos artistas, y fundador y primer presidente de la peña “Ese cadi oe”, muy arraigada en nuestra ciudad. Don Vicento, pariente lejano del alcalde gaditano al que debe su nombre el estadio del Cádiz C. de F., fue siempre un hombre muy atareado y de muchas ocupaciones, por lo que no tuvo tiempo de darle suficiente atención y cariño al pequeño Juan Alberto, hecho que algunos historiadores citan como causa de ese carácter bravucón y pendenciero que le llevó a apartarse de la senda de la ley e iniciarse en actividades delictivas. Sin embargo la mayoría de las fuentes consultadas por este cronista, se inclinan por considerar que el verdadero motivo de que su vida se torciera de mala manera, fue el desengaño amoroso que le causó la infidelidad de su primera novia, Rosita “La Guapa” (no confundir con su prima Lola, que con el mismo apodo, abrió un puesto de churros junto a la Plaza de Abastos, puesto que a día de hoy no sólo se mantiene abierto a todas horas, sino que cuenta además con una exitosa sucursal en la ciudad de Londres, muy cerca del Circo de Picadilly) y citan como prueba la letra de esta copla atribuida al propio Smith Montoya:

¡Qué malas son las mujeres
Virgencita del Perdón!
tú les regalas claveles
y ellas en vez de quererte
te parten el corazón.

Sean la razones éstas o aquéllas, el caso es que Smith Montoya, gran aficionado a los ostiones de estero, comenzó su carrera delictiva como contrabandista de lamelibranquios junto a una bailaora conocida como María “La Amamoná”, a la sazón, manceba del bandolero. La pareja gozó en vida de gran popularidad, debido en parte a su habilidad para burlar las emboscadas que con insistencia les tendían los agentes encargados de salvaguardar el orden público, pero también por sus cualidades como artistas, bailaora ella y poeta él, autor de cientos de poemas (muchos de ellos relacionados con su otra gran pasión: la gastronomía) que se transmitían de boca a boca y que tuvieron mucha aceptación entre la población local.

Con motivo de la celebración del aniversario de su muerte, la editorial Canaya acaba de publicar un libro que bajo el título de “Pucherito de habichuelas y otros poemas. Antología Poética de Juan Alberto Smith Montoya”, recoge las obras completas del célebre bandolero. Desde aquí, saludamos con entusiasmo una iniciativa que contribuirá, sin duda, a rescatar del olvido su figura entre los modernos aficionados a la literatura, y a ver si de paso se enteran los americanos (que están todo el día hablando de Bonnie y Clyde y de otros facinerosos) que en este modesto rincón de nuestra querida España también tenemos forajidos de leyenda, cuyas historias merecen ser recordadas.

A modo de primicia, publicamos hoy el soneto “Trece tomates dicen que es gazpacho”, correspondiente al periodo en el que el poeta abandona definitivamente los postulados del movimiento romántico y comienza a abrazar las tendencias del realismo. En este soneto Smith Montoya, a pesar de la opresión que le provoca el rígido corsé del endecasílabo, culmina una bellísima recreación lírica del que posiblemente sea el plato más popular de nuestra tierra. Pasen, lean y buen provecho:

Un gazpacho me manda hacer Vicento
para cenarlo fresco en el despacho.
Trece tomates dicen que es gazpacho,
si percibo su olor, ya estoy contento.

Ya vienen la cebolla y el pimiento,
rojo, verde, amarillo, sólo un cacho.
Del gusto del vinagre no me empacho,
que es perfume de aliño suculento.

Cordobesa, picuda la aceituna,
proviene de un olivo que refleja
la palidez serena de la luna.

Colada del tomate la pelleja,
Sin huella de pepino, inoportuna,
no quedará una gota en la bandeja.”



Por la transcripción: Los Amigos de Ligasalsas.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Marmitako de bonito


En cada costa de tradición pesquera a la que me he arrimado siempre encuentro algún guiso marinero: zarzuelas, calderetas, caldeiradas, marmitakos… La historia de los platos no puede ser otra que la necesidad de comer del único recurso natural que los marineros tenían en el mar, el pescado. Y así, con verduras, patatas –tan fáciles de conservar en una bodega- y unas pocas especias se cocinaban platos, en su origen modestos, que se han convertido en un lujo que los turistas de interior pagan con gusto y, normalmente, a buen precio en cualquier tasca de aldea marinera. Al lado del mar es seguro que están más ricos pero, en el fondo, son guisos sencillos y ¿por qué no? podemos intentarlos en casa cualquier fin de semana en el que dispongamos de un poco de tiempo

En Septiembre todavía llegan a Madrid buenos bonitos, no sé si del Cantábrico, pero sabrosos y a buen precio. Es un buen momento para intentar afinar una versión del marmitako, ese plato vasco preparado en marmitas basado en el atún blanco -Thunnus alalunga- del que podemos encontrar diferentes versiones –un poco de miga de pan por aquí, un poco de tomate por allá - a lo largo de la costa norteña, como el sorropotún o el marmite, ambos cántabros. No tengo muy claro si la receta que en adelante transcribo se corresponde con la ortodoxia de alguna de estas recetas, sí os digo, con total inmodestia, que el resultado es realmente bueno.

Así pues empezaremos por el principio: comprando. Elegiremos si es posible la parte más alta del bonito, la que está pegada al cogote. Necesitamos hacerlo tacos y quizá la consistencia del propio cogote –la parte más deliciosa del bonito en mi opinión- no sea la adecuada, pero sí la del lomo adyacente. Con unos 600 gramos de pescado para dos personas, cortaremos la carne en tacos hermosos, y procederemos a tostar las espinas, una cebolla, medio pimiento verde, una zanahoria, unas hebras –tres o cuatro- de azafrán y un par de dientes de ajo en unas gotas de aceite. Con un poco de sal gorda y unas canicas de pimienta –yo uso una mezcla de rosa, blanca y negra- esperaremos a que la cebolla esté transparente y empiece a tostarse. En este momento cubriremos con un vaso de vino blanco, un golpe de muñeca de fino y agua, añadiéndole después la carne de tres pimientos choriceros.

Dejaremos hervir lentamente durante un buen rato, asegurándonos siempre de que esté cubierto de líquido y completándolo si no fuese así. Sin prisa, la teoría dice que en media hora está listo, pero yo lo mantengo al menos un par de horas, desespumándolo con mimo y limpiando cualquier suciedad para conseguir un caldo tan nítido como sea posible. Colaremos el fondo que resulta y corregiremos el punto salado, teniendo en cuenta que ha de estar muy sabroso, pues las patatas que añadiremos a continuación, necesitarán parte de esa sal.

Y así, sin sofrito ninguno, triscaremos unas patatas y las pondremos a cocer en nuestra sopa –una vez más asegurándonos de que estén cubiertas por el líquido-, añadiremos una cucharada de tomate rallado y, si tenemos a mano, un tomate seco que le aportará un regusto dulce muy agradable. El corte de la patata – con ese crac final-, permite que el tubérculo expulse parte de la fécula, ligando la salsa de manera natural. Coceremos en un suave borboteo las patatas –jóvenes en esta época del año- meneando la olla de tanto en tanto hasta que estén al punto, todavía enteras pero casi deshaciéndose y el fondo en ese punto intermedio que va de lo caldoso a lo cremoso, lo suficiente para sentirlo líquido en la boca pero con consistencia.

Cuando las patatas estén a punto, añadiremos los tacos de bonito y los mantendremos a fuego mínimo apenas cinco minutos. El bonito estará en su punto óptimo –a mi gusto- jugoso y con una textura agradable cuando alcance los 53 grados en su interior y se deshaga en lascas, pero es una opinión personal y hay quien lo prefiere rojo en el interior. Para esto nada mejor que probar y medir con un termómetro de cocina hasta encontrar la temperatura que mejor se adapte a nuestros gustos.

Me doy cuenta de que os he hecho perder un buen rato hablando sobre el marmitako del bonito, cuando de lo que quería hablar es del tiempo. El que tardan la vaca de seis años o el cazón en perder la fibra muscular que los hace chiclosos y por ende desagradables; el que le lleva al colágeno convertirse en gelatina en un jarrete o al escabeche macerar un ave. Los años de botella que convierten un buen vino en un gran vino o el día casi completo que el gluten necesita para desarrollarse y hacer un buen pan.

Las casi tres horas que se tarda en que un conjunto de verduras, hortalizas y un trozo de pescado se conviertan en algo delicioso. Las sorpresas son sólo sorpresas, pero esto es otra cosa, no hay atajos.


Foto que ilustra: Fuente fishbase.org