Había pensado llamar a este Post “Recomendaciones para pasar la Semana Santa en Andalucía, sin entrar en ninguna iglesia ni ver ninguna procesión”. Eso, o algo por el estilo. Lo de Aponiente se me ha ocurrido luego, deprisa y corriendo, porque cuando estaba a punto de conseguir mi objetivo de no ver ningún capirote en toda la Semana Santa y poder entrar así en el Libro Guinness de los Records, me topé de narices con la Muy Antigua, Real e Ilustre Hermandad del Santísimo Cristo de la Vera Cruz y Nuestra Señora de la Soledad en los Misterios Dolorosos del Santo Rosario, saliendo la tarde del Viernes Santo en Estación de Penitencia de la Iglesia Mayor Parroquial de Nuestra Señora de la O, situada en la Plaza de la Paz, en el corazón del Barrio Alto de Sanlúcar de Barrameda, entre el Palacio Ducal de Media Sidonia y las Bodegas Barbadillo, muy cerca de Los Aparceros, bar en el que, si vas al mediodía, te invitan a una tapa hecha con ajo, tomate, pimiento y pan de telera. La Iglesia está cerca también del Bar Navarro, de la calle Menacho, esquina con Caño Dorado, y del Rincón del Abuelo Enrique, que está en la misma calle, pero más hacía allá, y que solo abre los fines de semana y está siempre a rebosar: “Quería reservar una mesa”, “Uzté se pasa luego por aquí y si ve una mesa libre, se sienta y ya la tiene reservá”. Pues vale. Por ahí está también La Herrería de Paco Félix, otro bar antológico en el que se comen berzas, guisos de rabo de toro y papas aliñás; y bajando la cuesta del Castillo se encuentra uno con un despacho de vinos del que no recuerdo ahora el nombre, pero en el que por sesenta céntimos te dan un vaso de vino a granel y una tapa de papas “en veranillo”, que además de ser el nombre de un restaurante cercano a la orilla del río Guadalquivir, en el que se sirven pucheros suculentos y postres delicadísimos y nada gomosos, es un guiso típico de Sanlúcar consistente en un sofrito de laurel, cebollas, pimientos, ajos y tomates (yo recomiendo añadirle un chorrito de manzanilla), al que luego se le incorpora el ingrediente principal del plato, en este caso unas patatas, aunque también se pueden preparar “en veranillo”, conejos, o chocos, esos choquitos pequeños que por la zona se llaman castañitas y que están muy ricos, o cualquier otra cosa que le dicte a usted su instinto de cocinero.
Siguiendo nuestro instinto y huyendo de la televisión, hicimos otro día una excursión a Vejer de la Frontera, donde pensábamos comer en un restaurante que me había recomendado un amigo jerezano que entiende un rato de esto: La Casa del Califa. Pero como ese día estaba lleno hasta la bandera, terminamos, como siempre, en Barbate, atún y chocolate, comiendo en El Campero mojama, huevas, corazón, escabeche, morrillo, lasaña, piruletas, tartar, tataki, sashimi, ventresca y un plato de atún encebollao, que no podía estar más rico de lo que estaba. Nos pareció buena idea irnos de Vejer, porque se celebraba ese día la fiesta del “toro embolao”, estupidez que consiste en soltar a un toro por las calles del pueblo, para que los vecinos y forasteros pasen un rato agradable martirizando al bicho. Esta animalada se celebra durante estas fechas en varios pueblos de la provincia. En unos sitios el festejo se llama “El toro de Resurrección”; en otros, “El toro del Aleluya” y en Grazalema, “El toro de Cuerda”, ya que allí se le ata una cuerda a la cabeza del animal, para que la gente se divierta agarrándola. Un vecino me contó que estas cosas son manifestaciones culturales que hay que respetar.
Pero decía que, antes de dejar atrás tanta cultura, tuvimos que huir de la tele, porque si nuestro objetivo era no ver procesiones, con Canal Sur por medio eso nos iba a resultar imposible, y si cambiábamos de canal nos encontrábamos a todas horas con informativos que daban noticias de la lluvia y de las procesiones, con películas de romanos o con tipos hablando del Madrid-Barça. Comentaba ayer Javier Sampedro en su columna de El País, que ya empieza a estar hasta los huevos de las películas de romanos en Semana Santa, y que ruega a los programadores de las cadenas que el año que viene pongan “Blade Runner”, por favor. Según parece, a Javier Sampedro no le gusta “Quo Vadis”. A mí, en cambio, sí que me gusta. Aunque reconozco que cuando aparecen los cristianos la cosa puede resultar bastante aburrida, la verdad es que le tengo cogido el puntito a Popea, y me encanta ver a Peter Ustinov soltando gorgoritos ante la aburrida mirada de Cayo Petronio. Y ya que hablábamos antes de toros, diré que también me gusta mucho el enfrentamiento de Ursus con el toro sobre la arena del circo romano, mientras el vaporoso vestido de Deborah Kerr es agitado por el viento. Yo, esta Semana Santa no he visto “Quo Vadis”, aunque sí que pude ver un ratito de “Los Diez Mandamientos”, que también se suele incluir, vaya usted a saber porqué, en la categoría de “película de romanos”, y eso que no aparece ni un solo centurión en las cuatro horas que dura. De esta película recuerdo lo pesadísimo que se ponía Moisés interrumpiendo las juergas que organizaba Edward G. Robinson en el desierto, lo guapas que estaban Anne Baxter e Ivonne de Carlo, y los efectos especiales. Es posible que la columna de fuego que detiene el paso de los carros egipcios resulte ahora un poco cutre, pero a mí ningún efecto del siglo XXI me ha impresionado tanto como la primera vez que vi a Moisés separar las aguas del Mar Rojo en esta película.
La final de Copa la vi en Cádiz. Ese día me tocó hacer de guía turístico por la capital: la Guapa de Cádiz (ver foto: medio kilo de churros finos, de los que no se salta un Espeto, y que luego se come uno sentado en alguna de las cafeterías que rodean a la churrería), la Plaza de la Candelaria, la taberna La Manzanilla de la calle Feduchy, mla Torre Tavira, el Oratorio de la Santa Cueva, la Plaza de la Mina, la Alameda Apodaca, los bares de la calle Zorrilla, la plaza de San Antonio, las ortiguillas que ponen en ese bar de la calle Veedor, el Teatro Falla, el Kaserón del 3x4, Casa Manteca, la barra de El Faro, la morena en adobo del bar El Palillo (buena recomendación del maestro Ligasalsas), la calle Virgen de la Palma, la playa de la Caleta, el Campo del Sur, la Catedral, el barrio del Pópulo, la tienda de atún de la calle Plocia…. (al Oratorio de San Felipe Neri no pudimos ir, que está en obras). El caso es que llegué al partido cansado, sin ganas.
Además habíamos comido muy mal en un sitio del Paseo Marítim que había leído donde el Obélix de San Félix: El Show de Tapas. Pero esta vez el fútbol me devolvió la sonrisa. El Barça es un equipo muy glamoroso y Mourinho es un ser deleznable, de acuerdo. Pero desde que han perdido la final, están que no paran de decir tonterías. Cuando se gana continuamente, uno puede permitirse muchos lujos. Incluso el de ser condescendiente con el rival. Pero los culés tienen detrás de sí un historial que me hace pensar que bastaría con que el Madrid les eliminara de la Champions para que dejaran de hacer el tonto agitando la manita, y empezaran a ponerse nerviosos, echándole la culpa de todo al Guruceta de turno. A mí desde luego me encantaría verlo.
Lluvias, caravanas, atascos, vuelta a casa, vuelta al trabajo, listas para papanatas… Qué manía les ha dado ahora a todos con las listas. Woody Allen proponía, ya puestos a hacer bobadas, realizar una lista de los diez mejores dictadores fascistas o de los diez mejores asesinos en serie, ya no recuerdo. Pero a mí me da igual lo que diga Woody. Me dejo arrastrar por las corrientes de la moda y caigo en la tentación de hacer mi propia lista, la cual sí tiene credibilidad, ya que yo, a diferencia de otros listadores o listeros, he visitado personalmente al menos cinco veces todos los restaurantes del mundo. Bueno, no quiero mentir. Tengo alguna laguna con los restaurantes de la costa oeste de Nueva Zelanda, pero los demás los conozco todos. Para mantener la expectación de mis ansiosos lectores, la lista la iré publicando en próximos artículos. Hoy me limito a adelantar que el primer lugar lo ocupa el restaurante Aponiente, del Puerto de Santa María. Y no me lo vayan a discutir, que para eso la lista es mía. Además, para darles a ustedes pelusa, les voy a contar la comida que Ángel León y Juan Luís Fernández nos prepararon el Viernes Santo, acompañada por los vinos que trajeron Juan Ruíz Henestrosa y Fernando Angulo. Fue acojonante.
(Jean Lallement et Fils Brut Reserve Magnum)
Matanza Marina de pescado, butifarra, salchichón, chorizo y sobrasada (Oloroso Tradición Añada 1975)
Ostiones atemperados en vinagre de Jerez y enfangados con un isochrysis (La Bota de Manzanilla Pasada nº 20 – Bota Punta)
Sardinas de poniente en brasas de huesos de aceitunas (La Bota de Fino Macharnudo nº 7 – Saca de abril de 2007)
Caballas de La Caleta curadas en sal, marinadas en un licuado de zanahoria y comino (Didier Dagueneau Pur Sang 1994 – Pouilly Fumé)
Tomaso curado y reposado en el fondo del mar, matices cítricos morunos (Chapoutier Hermitage Chante Alouette 1982 – Hermitage)
Sopa impregnada de maruca, lapas, trufa negra y yemita de huevo (André Clouet Vieilli sur lattes depuis 1977)
Empanadillas de calamares de potera rellenas de sus dulces interiores guisados, infusión de mojama y poleo (Château Mouton Rothschild 1995 – Pauillac)
Langostino, jugo asado, fabes frescas, algas de samaluco (Domaine du Vieux Telégraphe La Crau 1995 – Châteauneuf du Pape)
Arroz de plancton marino tetraselmis chuii con calamares y alioli de Dunaliella (Leflaive Puligny Montrachet Clavoillons 1996)
Acedia de Sanlúcar de fondos limosos de cieno (André et Mireille Tissot Arbois Vin Jaune 2002)
Sutil de manzana (Château Climens 2001 – Sauternes Barsac)
Pastel de Medina Sidonia (Gérard Bertrand Rivesaltes 1959) (Dr. Loosen Bernkasteler Alte Badstube am Doctorberg Spätlese 1985)
Lo dicho: acojonante.
miércoles, 27 de abril de 2011
martes, 19 de abril de 2011
Espumas
En 1994 Ferrán Adrià presentó una receta que marcará una época en la gastronomía de vanguardia: espuma de judías blancas con erizos. Gelatinizando una crema de judías y usando una evolución del sifón montador de nata crea una mousse ligera. El sifón utiliza cargas de N2O -el gas de la risa- para inyectar aire al líquido y formar un sistema coloidal,
Aunque suene extraño, un sistema coloidal no es más que una suspensión de pequeñas partículas -aire en este caso- en un medio continuo -la crema de judías-. Para que se forme es necesario que el medio continuo tenga una proporción adecuada de grasas o proteínas que permitan "sujetar" las pequeñas burbujas, por eso Adrià usó gelatina. Así, si inyectáramos aire en agua, las burbujas simplemente escaparían, cosa que no ocurrirá por ejemplo en uno de los coloides más conocidos, la mayonesa. En este caso dispersamos pequeñas partículas de aceite en el huevo -tanto el medio continuo como las partículas son líquidos- mientras batimos para que se forme la emulsión. La espuma de afeitar, la piedra pómez o la espuma de la cerveza -coloide, por otro, lado poco estable-, son otros ejemplos.
Sin embargo el sifón alcanza la notoriedad entre el gran público en el año 97. En elBulli se presenta crea un plato que busca la provocación: la espuma de humo, agua ahumada gelatinizada y procesada por el sifón que genera la sorpresa y, en algunos casos, el asco de los que lo prueban. El propio Robuchon había avisado ya en el año 1996 sobre la inminente supremacía de Adrià y la prensa francesa reacciona de mala manera, aprovechando este plato para estampar un lema que hemos oído en múltiples ocasiones en los últimos años: "la gastronomía española vende humo".
Desde un punto de vista puramente gastronómico, la introducción de "aires" -con lecitina de soja- y mousses en la cocina salada supone la posibilidad de aligerar las recetas creando texturas casi etéreas en las que no es necesario usar leche o huevos. Supone pues una transformación de la forma en la que se presentan los alimentos, que espanta a los que les "gusta saber lo que están comiendo". Curioso por otro lado, porque una espuma no es demasiado diferente en lo que se refiere a la modificación de la presentación, de unas patatas revolconas -patata machacada con aceitunas prensadas, carne de cerdo picada y pimiento seco y pulverizado-.
Más de quince años después el aire está mal visto en la gastronomía, es difícil ver restaurantes donde usen el sifón. En los hogares su penetración es prácticamente inexistente, a pesar de haberse vendido un buen número de unidades durante los últimos años del siglo XX. Hacer una espuma supone en la práctica una complicación notable de las recetas para un resultado -normalmente un acompañamiento en el plato- que raramente es apreciado excepto, quizá, en entornos gastronómicamente muy maduros. El apodo de "sifoneros" acuñado por el cocinero Abraham García no ha ayudado a popularizar la herramienta en un sector que tienta con mucho miedo cualquier innovación que aleje clientes.
Para evitar que acabe al lado de mi yogurtera, yo lo uso para los postres donde la ligereza del resultado me parece fácil de entender para cualquier comensal. Entre los mejores que he probado últimamente se encuentra la copa de gelatina de café con espuma de chocolate blanco y pepitas de chocolate negro que disfruté en el restaurante Ars Natura. Así en unas copas de fondo ancho pondremos un poco de buen café con la proporción adecuada de cola de pescado para formar una gelatina y montaremos encima una espuma que encontramos en uno de los recetarios que la marca Isi distribuye con el sifón -las pepitas de chocolate serán el topping-:
"Ingredientes para un sifón de ½ litro
125g de nata líquida (35% m.g.)
125g de leche entera
1 yema de huevo
75g de chocolate blanco
50g de claras de huevo
1 sifón iSi
1 cápsula iSi de N20.
Elaboración
1 Templar en un cazo la nata y la leche.
2 Calentar hasta 85º C y verter cuidadosamente sobre las yemas.
3 Introducir de nuevo la mezcla en el cazo y cocer a fuego suave removiendo constantemente hasta que adquiera consistencia de salsa.
4 Retirar del fuego y mezclar con el chocolate blanco hasta que éste se disuelva por completo.
5 Enfriar rápidamente y mezclar con las claras.
6 Colar, llenar el sifón, enroscar la cápsula y agitar.
7 Retirar la cápsula, colocar el embellecedor y dejar reposar en el frigorífico durante unas 2 horas".
Probablemente no haya mayor exponente de esa "gastronomía molecular" que el sifón, al que deberíamos ver tan sólo una herramienta más para conseguir complejidad y resultados diferentes, cosas que yo espero de la alta cocina del siglo XXI.
Aunque suene extraño, un sistema coloidal no es más que una suspensión de pequeñas partículas -aire en este caso- en un medio continuo -la crema de judías-. Para que se forme es necesario que el medio continuo tenga una proporción adecuada de grasas o proteínas que permitan "sujetar" las pequeñas burbujas, por eso Adrià usó gelatina. Así, si inyectáramos aire en agua, las burbujas simplemente escaparían, cosa que no ocurrirá por ejemplo en uno de los coloides más conocidos, la mayonesa. En este caso dispersamos pequeñas partículas de aceite en el huevo -tanto el medio continuo como las partículas son líquidos- mientras batimos para que se forme la emulsión. La espuma de afeitar, la piedra pómez o la espuma de la cerveza -coloide, por otro, lado poco estable-, son otros ejemplos.
Sin embargo el sifón alcanza la notoriedad entre el gran público en el año 97. En elBulli se presenta crea un plato que busca la provocación: la espuma de humo, agua ahumada gelatinizada y procesada por el sifón que genera la sorpresa y, en algunos casos, el asco de los que lo prueban. El propio Robuchon había avisado ya en el año 1996 sobre la inminente supremacía de Adrià y la prensa francesa reacciona de mala manera, aprovechando este plato para estampar un lema que hemos oído en múltiples ocasiones en los últimos años: "la gastronomía española vende humo".
Desde un punto de vista puramente gastronómico, la introducción de "aires" -con lecitina de soja- y mousses en la cocina salada supone la posibilidad de aligerar las recetas creando texturas casi etéreas en las que no es necesario usar leche o huevos. Supone pues una transformación de la forma en la que se presentan los alimentos, que espanta a los que les "gusta saber lo que están comiendo". Curioso por otro lado, porque una espuma no es demasiado diferente en lo que se refiere a la modificación de la presentación, de unas patatas revolconas -patata machacada con aceitunas prensadas, carne de cerdo picada y pimiento seco y pulverizado-.
Más de quince años después el aire está mal visto en la gastronomía, es difícil ver restaurantes donde usen el sifón. En los hogares su penetración es prácticamente inexistente, a pesar de haberse vendido un buen número de unidades durante los últimos años del siglo XX. Hacer una espuma supone en la práctica una complicación notable de las recetas para un resultado -normalmente un acompañamiento en el plato- que raramente es apreciado excepto, quizá, en entornos gastronómicamente muy maduros. El apodo de "sifoneros" acuñado por el cocinero Abraham García no ha ayudado a popularizar la herramienta en un sector que tienta con mucho miedo cualquier innovación que aleje clientes.
Para evitar que acabe al lado de mi yogurtera, yo lo uso para los postres donde la ligereza del resultado me parece fácil de entender para cualquier comensal. Entre los mejores que he probado últimamente se encuentra la copa de gelatina de café con espuma de chocolate blanco y pepitas de chocolate negro que disfruté en el restaurante Ars Natura. Así en unas copas de fondo ancho pondremos un poco de buen café con la proporción adecuada de cola de pescado para formar una gelatina y montaremos encima una espuma que encontramos en uno de los recetarios que la marca Isi distribuye con el sifón -las pepitas de chocolate serán el topping-:
"Ingredientes para un sifón de ½ litro
125g de nata líquida (35% m.g.)
125g de leche entera
1 yema de huevo
75g de chocolate blanco
50g de claras de huevo
1 sifón iSi
1 cápsula iSi de N20.
Elaboración
1 Templar en un cazo la nata y la leche.
2 Calentar hasta 85º C y verter cuidadosamente sobre las yemas.
3 Introducir de nuevo la mezcla en el cazo y cocer a fuego suave removiendo constantemente hasta que adquiera consistencia de salsa.
4 Retirar del fuego y mezclar con el chocolate blanco hasta que éste se disuelva por completo.
5 Enfriar rápidamente y mezclar con las claras.
6 Colar, llenar el sifón, enroscar la cápsula y agitar.
7 Retirar la cápsula, colocar el embellecedor y dejar reposar en el frigorífico durante unas 2 horas".
Probablemente no haya mayor exponente de esa "gastronomía molecular" que el sifón, al que deberíamos ver tan sólo una herramienta más para conseguir complejidad y resultados diferentes, cosas que yo espero de la alta cocina del siglo XXI.
martes, 12 de abril de 2011
Restaurante Paco Morales, Hotel Ferrero
"¿Desde dónde viene usted? ¿de Madrid? le envío un plano?", amables desde la primera frase me hacen la reserva en el Hotel Ferrero, cerca del pueblo valenciano de Bocairent. En la niebla, que envuelve la sierra de Mariola hasta el punto de hacer invisible cada récodo, las instrucciones se hacen imprescindibles. La señal de la FM es cada vez más débil según nos acercamos al destino, pero nos da tiempo a oír que Paco Morales es candidato a mejor cocinero joven del año en un congreso que se va a celebrar en Vitoria. ¿Joven? pues sí, recuerdo con sorpesa que ni siquiera tiene treinta años.
La recepción
El hotel se descubre destrás del profundo velo de niebla. Pequeño, azul y coqueto. En la recepción, en una pequeña mesa de trabajo a la entrada, nos reciben con el hábito de quien todos los días recoge gente cansada de cruzar La Mancha. "¿Comerán ustedes algo? ¿les montamos una mesa en la biblioteca?". Un vistazo a la sala y una rápida negativa: comeremos en el restaurante, algo así como un pabellón de campo inglés en mitad de un jardín. Son casi las tres de la tarde del viernes y sólo nos acompaña otra mesa, un grupo que habla un poco de tenis profesional -creo que en el hotel dan clases- y mucho de gastronomía.
El almuerzo
Con la cerveza un par de aperitivos, destaca el maravilloso judión con tripas de bacalao, un bocado contundente y gelatinoso que hubiera hecho un excelente primer plato, y una coca con una extraña trufa italiana. Ninguno de los dos me recuerda a la cocina de Morales en Madrid. Quizá un poco más el plato de guisantes escabechados con tuétano y fondo tostado de gallina, servido en un cuenco enorme y no especialmente cómodo, que también usan en la menestra de verduras con consomé ibérico. Delicioso otra vez. Un poco más del Givry de Joblot y esperamos tranquilamente los segundos platos. Impresionante el rulo de cochinillo, pura crema de gorrino envuelta en piel crujiente acompañada de sémola con aromas de ras-al-hanout y no menos impresionante el jarrete de cordero asado con puré de coliflor. Placer largo y profundo, platos redondos.
La sobremesa
La tarde cae mientras me doy un masaje de gin tonic. Avisamos de que cenaremos el menú innovación, a ser posible sin ostra. "Por favor lleguen a eso de las 9, el menú es largo". Fuera empiezan a moverse sombras grises que se dirigen a acondicionar un pabellón cercano, parece ser que para una boda, probablemente el principal negocio del hotel. Unas cuantas parejas llegan al hotel y se aprestan a aprovechar el spa, en un día en el que el ambiente brumoso y la copa me parecen la mejor terapia natural. Sospechando que debe hacer un buen rato que ha anochecido, nos sentamos de nuevo en la mesa.
La cena
Nos sirven los pocos los restos del borgoña que sobró a medio día, han tenido el detalle de extraerle el aire para frenar su evolución, el servicio es espléndido y se lo toma en serio para hacerte sentir bien. Un poco más tarde el comedor se va llenando, "no quiero mariconadas" dice el tipo de pelo rubio con mechas y mediana edad de la mesa de al lado. Si la comida ha sido un festival gourmand, ahora cambian las reglas. El menú innovación, es un ejercicio de precisión milimétrica con servicio personalizado: aperitivo de espuma cremosa de bacalao con gotas de miel; maravillosas gambas templadas con espárrago envuelto en polvo de tomate seco; royal de apio con choquitos, habas tiernas y aceite de guindilla.
Platos a veces potentes, como en el caso el arroz meloso de pollo con pequeños trozos de piel crujiente y láminas de sepia; otras lánguidos y elegantes como en esa especie de gargouillou posado encima de una crema blanca, casi transparente de tomate. El ritmo está perfectamente modulado: alcachofas salteadas con salsa de yema de huevo, haciendo bueno aquello de que la mejor salsa es una yema de huevo; quisquillas con algas, monocromático, directo; salmonete rojo con crema de hongos, precioso y, sobre todo, perfectamente ejecutado; finalmente, pichón con ñoquis de queso de cabra y reducción demi-glacé. Llego con dificultad a la tarta de dátil con helado de brandy y levadura tostada, "me recuerda a la tarta de whisky", pienso mientras apuro el Tras da Viña de Zárate. Placer complejo y equilibrado, platos redondos.
Desayuno y despedida
Delante de un zumo de naranja sanguina, comistrajeo sin hambre un croissant y un poco de pan tostado con mantequilla del, por otro lado, apetecible desayuno y voy intentando memorizar los platos. No hay problema, están firmados con cincel, los recordaré sin problema. Mientras cierro la maleta echando cuentas de cuándo podría volver, veo a Morales bajar con pinta tranquila y relajada por uno de los huertos que rodean el hotel. Parece que él también está echando raíces.
Restaurante Paco Morales, Hotel Ferrero
Dirección Carretera Onteniente-Villena Km 17
Tlf: 962 355 175
La recepción
El hotel se descubre destrás del profundo velo de niebla. Pequeño, azul y coqueto. En la recepción, en una pequeña mesa de trabajo a la entrada, nos reciben con el hábito de quien todos los días recoge gente cansada de cruzar La Mancha. "¿Comerán ustedes algo? ¿les montamos una mesa en la biblioteca?". Un vistazo a la sala y una rápida negativa: comeremos en el restaurante, algo así como un pabellón de campo inglés en mitad de un jardín. Son casi las tres de la tarde del viernes y sólo nos acompaña otra mesa, un grupo que habla un poco de tenis profesional -creo que en el hotel dan clases- y mucho de gastronomía.
El almuerzo
Con la cerveza un par de aperitivos, destaca el maravilloso judión con tripas de bacalao, un bocado contundente y gelatinoso que hubiera hecho un excelente primer plato, y una coca con una extraña trufa italiana. Ninguno de los dos me recuerda a la cocina de Morales en Madrid. Quizá un poco más el plato de guisantes escabechados con tuétano y fondo tostado de gallina, servido en un cuenco enorme y no especialmente cómodo, que también usan en la menestra de verduras con consomé ibérico. Delicioso otra vez. Un poco más del Givry de Joblot y esperamos tranquilamente los segundos platos. Impresionante el rulo de cochinillo, pura crema de gorrino envuelta en piel crujiente acompañada de sémola con aromas de ras-al-hanout y no menos impresionante el jarrete de cordero asado con puré de coliflor. Placer largo y profundo, platos redondos.
La sobremesa
La tarde cae mientras me doy un masaje de gin tonic. Avisamos de que cenaremos el menú innovación, a ser posible sin ostra. "Por favor lleguen a eso de las 9, el menú es largo". Fuera empiezan a moverse sombras grises que se dirigen a acondicionar un pabellón cercano, parece ser que para una boda, probablemente el principal negocio del hotel. Unas cuantas parejas llegan al hotel y se aprestan a aprovechar el spa, en un día en el que el ambiente brumoso y la copa me parecen la mejor terapia natural. Sospechando que debe hacer un buen rato que ha anochecido, nos sentamos de nuevo en la mesa.
La cena
Nos sirven los pocos los restos del borgoña que sobró a medio día, han tenido el detalle de extraerle el aire para frenar su evolución, el servicio es espléndido y se lo toma en serio para hacerte sentir bien. Un poco más tarde el comedor se va llenando, "no quiero mariconadas" dice el tipo de pelo rubio con mechas y mediana edad de la mesa de al lado. Si la comida ha sido un festival gourmand, ahora cambian las reglas. El menú innovación, es un ejercicio de precisión milimétrica con servicio personalizado: aperitivo de espuma cremosa de bacalao con gotas de miel; maravillosas gambas templadas con espárrago envuelto en polvo de tomate seco; royal de apio con choquitos, habas tiernas y aceite de guindilla.
Platos a veces potentes, como en el caso el arroz meloso de pollo con pequeños trozos de piel crujiente y láminas de sepia; otras lánguidos y elegantes como en esa especie de gargouillou posado encima de una crema blanca, casi transparente de tomate. El ritmo está perfectamente modulado: alcachofas salteadas con salsa de yema de huevo, haciendo bueno aquello de que la mejor salsa es una yema de huevo; quisquillas con algas, monocromático, directo; salmonete rojo con crema de hongos, precioso y, sobre todo, perfectamente ejecutado; finalmente, pichón con ñoquis de queso de cabra y reducción demi-glacé. Llego con dificultad a la tarta de dátil con helado de brandy y levadura tostada, "me recuerda a la tarta de whisky", pienso mientras apuro el Tras da Viña de Zárate. Placer complejo y equilibrado, platos redondos.
Desayuno y despedida
Delante de un zumo de naranja sanguina, comistrajeo sin hambre un croissant y un poco de pan tostado con mantequilla del, por otro lado, apetecible desayuno y voy intentando memorizar los platos. No hay problema, están firmados con cincel, los recordaré sin problema. Mientras cierro la maleta echando cuentas de cuándo podría volver, veo a Morales bajar con pinta tranquila y relajada por uno de los huertos que rodean el hotel. Parece que él también está echando raíces.
Restaurante Paco Morales, Hotel Ferrero
Dirección Carretera Onteniente-Villena Km 17
Tlf: 962 355 175
lunes, 4 de abril de 2011
El restaurante anónimo
Algún punto de la comunidad murciana. Octubre de 2006.
Ya lo sabías. Llevabas toda la mañana esperando esa llamada y al fin, inevitablemente, suena tu teléfono. Es esa comida que llevas tiempo intentando evitar. Son esos tipos pesados a los que llevas meses dando esquinazo pero que, poco a poco, te han ido cercando hasta acorralarte.
La hora es la de siempre, las dos y media, aunque sabes perfectamente que tendrás que esperar hasta las tres o las tres y cuarto. Como siempre. El lugar es el mismo. Uno de esos del montón que tanto gustan a todos. Uno de esos donde se come de verdad, “sin tonterías”.Pides una caña, quizás una copa de manzanilla abierta hace semanas, oxidada en el mejor de los casos. Luego, los saludos de siempre: “qué bien te veo”, “al mal tiempo buena cara”, “la crisis es para los tontos”, “es este puto gobierno”.
Ya en la mesa el eterno ritual se repite. El líder lleva la voz cantante: “yo nunca leo la carta, mejor que nos recomienden ellos, que son buenos amigos míos”.“Tengo fuera de carta unas gambas rojas y unas cigalas de tronco magníficas”, anuncia el camarero mientras afila su bolígrafo complacido con una clientela tan dócil. “Hombre, unas gambitas, claro. Y un poquito de jamón, pero sólo si es bueno. Lo mejor aquí es la carne a la piedra”. Por supuesto, en el Restaurante Anónimo tienen un buey magnífico, como todos. Paletilla de lechal para los más conservadores. Sólo uno tiene los arrestos de salirse del guión y pide bacalao. “Es por la dieta, ¿sabes?” Y tú sonríes para tus adentros sabedor de que, al menos por esta vez, no pagarás la factura. Que paguen y se jodan, piensas.
Y llega el momento. “¿Blanco?” Tinto, por supuesto. “El blanco sólo le gusta a mi mujer”. “ Lo que está bueno es un rosadito en verano”. “¿Agua? El agua es para las ranas”. Todos ríen. Y la retahíla de tópicos que convierten la conversación en un caos consagrado a la ignorancia: “A mí sólo me gustan los Riberas”. “Rioja ha bajado mucho”. “Tengo un amigo que me ha contado que compran la uva en La Mancha y luego lo embotellan allí”. “En Francia hay mucha tontería. Por un vino que no es ni reserva ni nada te cobran 100 euros. Pero claro, como mandan en la puta unión Europea”. “El cava está tan bueno o mejor que el champán. Yo he probado el Dom Perignon en el Afrodita y eso sabe igual que el Freixenet”. “Los italianos hacen sus vinos con uvas que les mandamos desde aquí”. “Claro, igual que con el aceite de oliva”. “¿Australia? Pero si allí sólo hay canguros”. Suspiras. Tu sonrisa interna se convierte primero en tedio y luego en sufrimiento cuando ves desfilar la etiqueta de siempre, con su “gran reserva” escrito bien grande. “Este vino es cojonudo. A mí me mandan todos los años de la bodega el mismo pero con otra etiqueta. Mañana te mando una botellita”.
La comida transcurre como siempre. Los vendedores, vendiendo. Los compradores, simulando que compran y haciendo creer que tienen el dinero para hacerlo. Y, entre medias, un jamón seco y mal cortado hace horas, unas habitas de bote, ácidas y grasientas, unas gambas achicharradas en la plancha con ese insidioso tufillo a sulfito, unas cigalas insípidas que tuvieron mejores días allá por las costas de Aberdeen antes de que alguien les congelara el alma. Y por fin ese chuletón de ese buey afeminado con complejo de Peter Pan que prefirió quedarse en añojo estabulado y su plato caliente con tocino requemado que se asegurará de que te cambies de traje esta noche. “Todo está cojonudo” espeta el líder. Todos asienten. Incluso tú. “Más vino, coño, que estamos secos”. Te esfuerzas en acabar con esa carne fibrosa y anodina que apenas ha pasado un fin de semana por la cámara y con esas guarniciones de plástico que la acompañan. Sabes que tampoco te librarás del surtido de postres de la casa, de la tarta al whisky “bautizada” con un chorrito de Ballantine’s en el peor de los casos. “Les vamos a servir una copita de PX de la casa”, comenta el dueño como quien te invita a una botella de Chateau d’Iquem. “Como para cobrarlo”, piensas. “El vino dulce es una mierda”, proclama el más joven. Asientes. Es verdad, al menos ese que te han servido lo es. Pero de nuevo sonríes interiormente. Ya queda menos.
El café, las copas, los puros. La conversación siempre gira igual: Legendario o Barceló, de 9 o de 12, Cardhu o Chivas, de 12 o de 21. Alguno pide un gin tonic. “Es que está de moda”. Todos, invariablemente, aplauden la petición del líder de una jarrita con zumo de limón. “Aquí me lo ponen natural, nada de porquerías de bote”. Todos se sirven. Tú lo rechazas discretamente. “¿Seguro que no quieres un purito? Mira que me los trae un amigo de Cuba. De los que sacan a escondidas de las fabricas”. “Coño, hablando de cubanas, luego nos podíamos acercar a tomar la penúltima al Afrodita. Dicen que han traído unas brasileñas acojonantes”. Tres, cuatro rondas. Tópicos, negocios que nunca llegarán. Tiempo perdido.
Miras el reloj impaciente. Y, finalmente, cuando crees que es el momento adecuado, lo dejas caer. “Me tengo que ir”. Sonríes aliviado. “Hombre, no jodas, al menos una copa en el Afrodita”. Te mantienes firme. La factura va a parar al líder que saca su tarjeta de empresa y paga. Quinientos sesenta y dos euros. Deja ocho más de propina. “Jefe, una rondita de la casa, ¿no?”. El camarero, bien enseñado y con su turno excedido hace horas, suspira y rellena otra ronda. Son las siete y media. Las despedidas habituales: “tenemos que vernos más a menudo”, “hay que organizar una todos los meses”, “mañana te llamo”, “te paso un correo”. “Y esa botellita que no se me ha olvidado”. “Sí, sí, quedamos en eso…”
Sonríes esta vez abiertamente. Ha Terminado. Rezas internamente para que los de verde hayan desmontado el control a estas horas. Otra experiencia ¿gastronómica? digna de olvidar.
Ya lo sabías. Llevabas toda la mañana esperando esa llamada y al fin, inevitablemente, suena tu teléfono. Es esa comida que llevas tiempo intentando evitar. Son esos tipos pesados a los que llevas meses dando esquinazo pero que, poco a poco, te han ido cercando hasta acorralarte.
La hora es la de siempre, las dos y media, aunque sabes perfectamente que tendrás que esperar hasta las tres o las tres y cuarto. Como siempre. El lugar es el mismo. Uno de esos del montón que tanto gustan a todos. Uno de esos donde se come de verdad, “sin tonterías”.Pides una caña, quizás una copa de manzanilla abierta hace semanas, oxidada en el mejor de los casos. Luego, los saludos de siempre: “qué bien te veo”, “al mal tiempo buena cara”, “la crisis es para los tontos”, “es este puto gobierno”.
Ya en la mesa el eterno ritual se repite. El líder lleva la voz cantante: “yo nunca leo la carta, mejor que nos recomienden ellos, que son buenos amigos míos”.“Tengo fuera de carta unas gambas rojas y unas cigalas de tronco magníficas”, anuncia el camarero mientras afila su bolígrafo complacido con una clientela tan dócil. “Hombre, unas gambitas, claro. Y un poquito de jamón, pero sólo si es bueno. Lo mejor aquí es la carne a la piedra”. Por supuesto, en el Restaurante Anónimo tienen un buey magnífico, como todos. Paletilla de lechal para los más conservadores. Sólo uno tiene los arrestos de salirse del guión y pide bacalao. “Es por la dieta, ¿sabes?” Y tú sonríes para tus adentros sabedor de que, al menos por esta vez, no pagarás la factura. Que paguen y se jodan, piensas.
Y llega el momento. “¿Blanco?” Tinto, por supuesto. “El blanco sólo le gusta a mi mujer”. “ Lo que está bueno es un rosadito en verano”. “¿Agua? El agua es para las ranas”. Todos ríen. Y la retahíla de tópicos que convierten la conversación en un caos consagrado a la ignorancia: “A mí sólo me gustan los Riberas”. “Rioja ha bajado mucho”. “Tengo un amigo que me ha contado que compran la uva en La Mancha y luego lo embotellan allí”. “En Francia hay mucha tontería. Por un vino que no es ni reserva ni nada te cobran 100 euros. Pero claro, como mandan en la puta unión Europea”. “El cava está tan bueno o mejor que el champán. Yo he probado el Dom Perignon en el Afrodita y eso sabe igual que el Freixenet”. “Los italianos hacen sus vinos con uvas que les mandamos desde aquí”. “Claro, igual que con el aceite de oliva”. “¿Australia? Pero si allí sólo hay canguros”. Suspiras. Tu sonrisa interna se convierte primero en tedio y luego en sufrimiento cuando ves desfilar la etiqueta de siempre, con su “gran reserva” escrito bien grande. “Este vino es cojonudo. A mí me mandan todos los años de la bodega el mismo pero con otra etiqueta. Mañana te mando una botellita”.
La comida transcurre como siempre. Los vendedores, vendiendo. Los compradores, simulando que compran y haciendo creer que tienen el dinero para hacerlo. Y, entre medias, un jamón seco y mal cortado hace horas, unas habitas de bote, ácidas y grasientas, unas gambas achicharradas en la plancha con ese insidioso tufillo a sulfito, unas cigalas insípidas que tuvieron mejores días allá por las costas de Aberdeen antes de que alguien les congelara el alma. Y por fin ese chuletón de ese buey afeminado con complejo de Peter Pan que prefirió quedarse en añojo estabulado y su plato caliente con tocino requemado que se asegurará de que te cambies de traje esta noche. “Todo está cojonudo” espeta el líder. Todos asienten. Incluso tú. “Más vino, coño, que estamos secos”. Te esfuerzas en acabar con esa carne fibrosa y anodina que apenas ha pasado un fin de semana por la cámara y con esas guarniciones de plástico que la acompañan. Sabes que tampoco te librarás del surtido de postres de la casa, de la tarta al whisky “bautizada” con un chorrito de Ballantine’s en el peor de los casos. “Les vamos a servir una copita de PX de la casa”, comenta el dueño como quien te invita a una botella de Chateau d’Iquem. “Como para cobrarlo”, piensas. “El vino dulce es una mierda”, proclama el más joven. Asientes. Es verdad, al menos ese que te han servido lo es. Pero de nuevo sonríes interiormente. Ya queda menos.
El café, las copas, los puros. La conversación siempre gira igual: Legendario o Barceló, de 9 o de 12, Cardhu o Chivas, de 12 o de 21. Alguno pide un gin tonic. “Es que está de moda”. Todos, invariablemente, aplauden la petición del líder de una jarrita con zumo de limón. “Aquí me lo ponen natural, nada de porquerías de bote”. Todos se sirven. Tú lo rechazas discretamente. “¿Seguro que no quieres un purito? Mira que me los trae un amigo de Cuba. De los que sacan a escondidas de las fabricas”. “Coño, hablando de cubanas, luego nos podíamos acercar a tomar la penúltima al Afrodita. Dicen que han traído unas brasileñas acojonantes”. Tres, cuatro rondas. Tópicos, negocios que nunca llegarán. Tiempo perdido.
Miras el reloj impaciente. Y, finalmente, cuando crees que es el momento adecuado, lo dejas caer. “Me tengo que ir”. Sonríes aliviado. “Hombre, no jodas, al menos una copa en el Afrodita”. Te mantienes firme. La factura va a parar al líder que saca su tarjeta de empresa y paga. Quinientos sesenta y dos euros. Deja ocho más de propina. “Jefe, una rondita de la casa, ¿no?”. El camarero, bien enseñado y con su turno excedido hace horas, suspira y rellena otra ronda. Son las siete y media. Las despedidas habituales: “tenemos que vernos más a menudo”, “hay que organizar una todos los meses”, “mañana te llamo”, “te paso un correo”. “Y esa botellita que no se me ha olvidado”. “Sí, sí, quedamos en eso…”
Sonríes esta vez abiertamente. Ha Terminado. Rezas internamente para que los de verde hayan desmontado el control a estas horas. Otra experiencia ¿gastronómica? digna de olvidar.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)