domingo, 27 de junio de 2010

Naveira do mar


Durante los 50 y los 60 los gallegos emigraron masivamente. Muchos de ellos acabaron en sudamérica y centroamérica y su influencia en el regreso a casa fue tan apreciable como para volver a escribir la gastronomía de sus orígenes. También se llegaron a los barrios del Paralelo y Tetuán en Barcelona y Madrid, respectivamente; "zona de putas", me razona tranquilamente el de la Once en Plaza Castilla. Así, creció en las orillas de Bravo Murillo una red tupida de bares y restaurantes sencillos, en la que el producto, aval gastronómico de Galicia, se diluía hasta casi la nada. La distancia que va del pulpo a feira recalentado con el pulpo a feira recién hecho.

El tercer mundo fue decantando capas de sedimento de necesidad hacia la madre patria y con la prosperidad española empezó a llegar en los años 90 la inmigración americana. Hoy el barrio de Tetuán, los sábados por la tarde, vibra al ritmo de bachatas que salen de cualquier ventana. Ya no son las nacionalidades las que predominan -el batiburrillo está bien equilibrado e igual hay ecuatorianos que chinos o marroquíes-, sino las peluquerías que abundan por doquier; los más ruidosos, que resultan ser los centroamericanos, ponen las radios a tope inundando de ritmos latinos la bajada que va de la parada de Valdeacederas, calle Santa Juliana, hasta el restaurante Naveira do Mar. En las bocacalles hay niños jugando y se oyen los ecos de las partidas de cartas en la plaza que da a los salesianos; es otro Madrid.

El Naveira era un local sencillo que creció gracias al interés de Julio, su dueño, que decidió ir a comprar en el mercado lo mejor que podía encontrar. Podríamos decir que nació como una casa de comidas, si es que en las casas de comidas se ofreciesen buenas centollas. Era además, hasta la recién acabada reforma, uno de esos sitios donde mandaba mucho la televisión; andaba la casa tan cerca de un restaurante con menú del día como de una marisquería. Hoy han arrinconado el electrodoméstico, casi imperceptible, encima de la puerta, y lo que era una pequeña habitación con apenas unas mesas ha crecido y se ha convertido en un comedor elegante, un batiscafo acogedor; allí Julio, el hijo de Julio, toma nota con afabilidad y años de hostelería casi dando por hecho que la carta es un trámite -comandas cantadas-. Hay muchos sitios donde uno no puede tomarse esta confianza; aquí sí, porque la honestidad va por bandera.

Las marisquerías, en Galicia y en donde sea, se miden por la cantidad de producto de primer nivel que ofrecen; como las bodas gallegas, dicho sea de paso. Vamos, que las hay de tres mariscos, de cinco y de siete. El Naveira tira alto, igual se le puede meter a una buena centolla o buey de mar, que a los camarones o una almeja babosa de primer nivel. Un pulpo correcto -quizá siga siendo donde más distancia veo con Orense-, buenas navajas o gamba roja en versión modesta. No desmerece la empanada, con un pan fino, y relleno abundante.

Si las entradas son notables, donde meten la directa es en los pescados. No conozco un solo sitio en Madrid que trabaje tan bien la plancha: el mero o el rodaballo salen caramelizados, jugosos, simplemente sensacionales. Lo mismo sucede con el rape a la galega, en el que uno sufre estirando las piezas de rape casi diez centímetros, antes de que el último hilo se rompa. Perfectos los puntos, por cierto. Hay que animarse con el postre, en el que nunca han de faltar ni la maravillosa rubia gallega de Betanzos ni la filloa con crema.

Este restaurante crece sobre el esfuerzo de una familia, de noches de madrugada en Mercamadrid. La hostelería, cuando se ejerce a pelo y sin padrinos, es un juego va de saber comprar, de aprovechar hasta el último gramo, de medir bien lo que se puede vender y a quién, y de cocinar con mano un buen producto; va de hacer clientes. Reglas básicas que en el estertor de Santa Juliana son más necesarias que en ningún otro sitio, si se quiere ir por el lado chungo de la vida, ése en el que se hacen bien las cosas. Quedan como sensaciones posteriores a las visitas las facturas que, sin hacer excesos, rondan los 50 o 60 euros, el buen As Laxas para acompañar la comida y un regusto a que el dinero invertido dinero se ha compensado en el plato con largueza.

Las grandes casas gallegas en Madrid languidecen. El ímpetu de José Limeres, patrón del Portonovo y ya mayor, decae, y las novedades en Madrid tienen más que ver con esa música que retumba en el barrio. Por suerte quedan sitios como el Naveira do Mar, reconforta saber que siguen quedando lugares donde uno se puede trasladar a más allá de La Canda con un pedazo de buen pan mojado en aceite con pimentón y sal y un trocito de rape.

Restaurante Naveira do Mar
Calle Santa Juliana, 57 28039 Madrid
Teléfono: 91 459 45 32

Cuadro que ilustra: Na veira do Mar de Manuel Gamela.

miércoles, 16 de junio de 2010

Bragas

Mientras me tiñen el cabello con mechas de tonos dorados, me dedico a leer un artículo en una de esas revistas que hablan con poco criterio de cualquier tema. El artículo en cuestión, trata de Paris Hilton, que ha vuelto a ser fotografiada saliendo de un coche de forma descuidada. Según el periodista las fotos demuestran que a esta musa de la nueva generación se le debieron olvidar las bragas al salir de su casa. Agudizo la vista buscando evidencias y, aunque no termino de encontrarlas, me lo creo. Me lo creo porque confío en lo que dice la prensa del mismo modo en que mi madre confiaba en la calidad de los quesitos El Caserío: “Créetelo hijo, que lo dice el periódico. Y, por cierto, termina de comerte el quesito de una vez.” Eso me decía de niño, y así lo he hecho siempre desde entonces: confiar en la prensa y comerme el quesito, aunque no necesariamente sea de El Caserío. Confío en la prensa hasta el punto de que la mayoría de mis opiniones han estado condicionadas por el enfoque del periódico que acabe de leer o de la emisora de radio que haya escuchado por la mañana en el coche, camino del trabajo. El periodista insiste en que el hecho de salir a la calle sin ropa interior se está convirtiendo en una costumbre entre las niñas pijas de Los Ángeles y de otras ciudades norteamericanas, las cuales manifiestan de este modo su rebeldía, imitando a alguna famosa como Lindsay Lohan, Britney Spears, la propia Paris Hilton o las chicas descerebradas de “Sexo en Nueva York”.

Paso la página y leo que se ha montado cierto revuelo con las bragas que ha lucido Venus Williams durante el torneo de Roland Garros. Bragas oscuras y grandes, que al ser del mismo color que la piel de la tenista motivaron turbación y desconcierto en la mayoría de los espectadores, los cuales, durante un momento, creyeron estar viendo a la jugadora desnuda sobre la pista y, claro, así no hay quien se concentre en el partido. Tanto leer cosas sobre bragas hace que me venga a la cabeza ese baile irreverente llamado Can-Can con las bailarinas levantándose la falda y los encajes, para dejar al descubierto su ropa interior, sus medias negras y sus ligas de colores. Cole Porter, Walter Lang, Maurice Chevalier, Frank Sinatra y Shirley MacLaine. Luego, si les parece, seguimos hablando de ese baile escandaloso que resulta tan chispeante como una copa de champán en una noche de verano, pero ahora no querría dispersarme con otros asuntos que nos aparten de las bragas. Sigo leyendo y me encuentro con un reportaje a doble página hablando de un acontecimiento ocurrido hace tiempo en un capítulo de un programa de la Sexta llamado “Sé lo que hicisteis la última semana”, en el que parece ser que se le vieron las bragas a la presentadora Patricia Conde. Según dice el periodista, ese momento ha sido el video más visto en youtube en España durante el mes de junio del año pasado. Bueno. Está bien. Le comento al peluquero que mientras que él ha tenido tiempo de cortarme el pelo, de repasarme las cejas, de ponerme mechas y de rematar la faena pasándome el cepillo por la espalda y por los hombros, yo lo único que he hecho ha sido leer reportajes que tratan de bragas: “Fíjese, aquí dice que durante esta semana también se le han visto las bragas en distintas circunstancias a Sarah Ferguson, a Amy Winehouse y a Belén Esteban, mujer racial que además de bailar como un pasmarote es capaz de matar por su hija.”

Me explica mi peluquero que las bragas de las famosas se han convertido en un nuevo género periodístico que goza hoy día de gran predicamento, lo cual no deja de tener cierto sentido si consideramos cómo han ido evolucionando nuestros gustos y nuestros intereses por los asuntos de los famosos. En los años sesenta, los protagonistas de las revistas del corazón eran las estrellas de cine; en los setenta, los miembros de la aristocracia, sobre todo los que vivían en Marbella y salían de fiesta con Gunilla von Bismarck; en los ochenta, los deportistas de éxito; en los noventa, los yuppies de los cojones; y, ya en el siglo XXI, nuestra atención la ocupan principalmente las parejas de los hijos de los que fueron pareja de algún famoso, por lo que a falta de otros asuntos de mayor interés, la noticia puede encontrarse perfectamente en su ropa interior o en la ausencia de ella. Si lo pensamos un poco, nos daremos cuenta que a la mayoría de los hombres las bragas siempre nos han interesado muchísimo. Las bragas y las mujeres que las llevan. Y aunque aquí estemos todo el día hablando de gastronomía, no se me ocurre ningún menú que pueda compararse, ni que sea tan apetecible como estar junto a una mujer a la que le guste estar con nosotros mientras se quita las bragas.

De niños no hacíamos esas cosas, claro, pero nunca perdíamos la oportunidad de lanzar una mirada furtiva a las piernas de las niñas, con la esperanza de que apareciese ante nuestros ojos algún resquicio de su ropa interior: “Mariví, te he visto las bragas, así que te tendrás que casar conmigo”. “Pero qué tonto eres, chaval.” Hace años, un poeta extraordinario nos explicó que si alguna vez necesitábamos consuelo, o si de pronto ocurría un apagón que nos dejara a oscuras en una noche sin luna, no habría para nosotros nada más conveniente ni mejor que tener a mano una mujer desnuda. Tenía razón el poeta cuando dijo que una mujer desnuda (sea en lo claro, en la penumbra o en lo oscuro) es una maravillosa provocación que supone un despilfarro de felicidad y que se convierte en el destino inevitable de nuestras manos y de nuestros labios, pero también hay que pensar que antes que la desnudez total están las bragas, y que en esta vida apresurada que llevamos nos conviene de vez en cuando ir con calma y detenernos a disfrutar del paisaje sin tener prisa por llegar al final del viaje. Caminante, no hay camino, se hace camino al andar. Luego hablaremos más de poesía, pero ahora no querría dispersarme con otros asuntos que nos aparten de las bragas.

Son muchas las veces que he disfrutado viéndole las bragas a una mujer. Está Marilyn, claro, el mito más fascinante de la historia del siglo pasado, capaz de mezclar la sensualidad y la inocencia como nadie lo ha hecho jamás en el cine. Marilyn era una mujer capaz de celebrar con una alegre sonrisa el frescor que le provoca el paso del metro bajo su falda mientras nos muestra unas bragas blancas, blanquísimas, que ella guarda durante el verano en la nevera de su casa. “La tentación vive arriba” es una película que estuvo a punto de no ser estrenada porque se tomaba a guasa el adulterio y la posible descomposición de una familia feliz. Afortunadamente los censores permitieron su estreno, ya que no mostraba explícitamente ninguna relación sexual entre los protagonistas. Pero cortaron dos escenas. La primera fue la ya comentada del paso del metro. Los muy imbéciles consideraron que a la actriz se le veían demasiado las bragas, como si fuera posible verle a una mujer las bragas demasiado o demasiado poco. El segundo corte fue todavía peor ya que alteraba el sentido de la historia: mientras la asistenta hacía la cama en el apartamento de él, se encontró con una horquilla entre las sábanas, es decir, se encontró con la prueba del adulterio. El Código Hays decía que el adulterio nunca debía ser objeto de una demostración demasiado precisa, ni ser justificado o presentado bajo un aspecto atractivo. Y eso fue lo que hizo Wilder, presentarlo de un modo atractivo y maravilloso, con una horquilla de Marilyn perdida entre las sábanas. Esa era la forma en la que nuestro adorado Billy nos contaba todo lo que había ocurrido en el apartamento la noche anterior. Este es el toque que Wilder heredó de Ernst Lubitsch y que un censor, maldito bastardo, cortó, impidiendo que nosotros pudiéramos verlo.

Si queremos hablar de mujeres en ropa interior, y yo al menos sí que quiero, podríamos empezar, quizás impropiamente, por el maravilloso modelo que lucía Maureen O’Sullivan en “Tarzán y su compañera”. Tan maravilloso era esa especie de bikini y tantas “ideas” nos levantó, que a partir de la siguiente entrega de Tarzán, la censura lo convirtió en un traje de una pieza. A mí me gustaría incluir también la escena en la que King Kong va desnudando poco a poco a Fay Wray, quien se revuelve aterrada en la palma de la mano del gorila mientras éste olisquea con placer cada una de las prendas que le iba arrancando. Esta escena fue también censurada en su momento por otro estúpido censor, y se volvió a incorporar en el nuevo montaje que se hizo de la película en los años ochenta.

Creo que la primera vez que vi unas bragas en el cine fueron las de Katharine Hepburn en “La fiera de mi niña”, cuando a ella se le rompe el vestido en una fiesta, después de enseñar a comer aceitunas a un psiquiatra al que le falta un tornillo y antes de desencadenar una avalancha de desastres y disparates que se van sucediendo ante la mirada hipnotizada de los espectadores. Mae West, Jean Harlow, Lana Turner, Greta Garbo, Joan Blondell, Barbara Stanwyck… Maravillosas vampiresas que cuando eran buenas eran muy buenas, pero que cuando eran malas eran mejores. Pioneras en mostrar abiertamente su sensualidad en las pantallas de cine, en unos años en los que la virginidad de las chicas podía llegar a ser un asunto dramático, como ya nos demostró Natalie Wood en “Esplendor en la hierba”. Años después, nos encontramos con Janet Leigh compartiendo habitación con John Gavin en un motel de Phoenix. Es la primera escena de “Psicosis”, y Janet apenas está cubierta por unas enaguas y un sujetador. Las enaguas eran un complemento indispensable de la ropa interior femenina de los años cincuenta y sesenta. A mi no me gustan mucho, y parece ser que a Hitchcock tampoco: “siempre he sido un mojigato y ahora creo que ella estaba excesivamente vestida. No hay duda de que esta escena hubiera sido mucho más interesante si el pecho de la muchacha se frotara contra el pecho del hombre.” Los sujetadores y las enaguas constituyen también un tema lleno de posibilidades. Ya hablaremos de ellos un poco más tarde, pero ahora no querría dispersarme con otros asuntos. Prefiero volver a las bragas. Volver, por ejemplo, a unas bragas tan bonitas como las que lucía Stella Stevens en “La balada de Cable Hogue”, con el nombre de Hildy bordado en la parte delantera. Unas bragas que Hildy se quita para introducirse desnuda en un barreño de madera y tomar un baño junto a Cable Hogue, mientras él le frota la espalda y ella canta una canción que habla de un lugar llamado “Butterfly Mornings”. Hildy era una prostituta, pero yo la recuerdo como una mujer dulce, tierna y preciosa, de esas que son capaces de tocarte en lo más hondo. Hildy es el mejor papel en la discreta carrera cinematográfica de Stella Stevens, quien, por cierto, también actúo en “La aventura del Poseidón”, pasándose toda la película dando saltos en bragas por el barco.

En el cine se han desarrollado muchas conversaciones en ropa interior. Me gustan las que mantienen Diane Keaton y Woody Allen en “Annie Hall” sentados ambos sobre la cama, con ella fumando hierba e intentando relajarse antes de hacer el amor hablando de poesía americana y de orgasmos:


- “Creo que se le da tanta importancia al orgasmo para compensar las fases vacías de la vida”
- “¿Quién dijo eso?”
- “No sé, creo que el Marqués de Sade”


Recuerdo también la confesión que Nicole Kidman, en bragas, le hace a Tom Cruise, cuando le dice que hubiera estado dispuesta a abandonarlo todo a cambio de una noche de sexo con un oficial de la marina que acababa de conocer. Pero si hablamos de Kubrick, diré que para mí la escena más erótica de todo su cine es aquella en la que Varinia es ofrecida a Espartaco como premio por haber combatido bien en el circo. Es un momento tremendo, en el que dos personas que son tratadas como animales y cuyas vidas están destinadas a entretener a los demás, se miran dulcemente a los ojos y derriten el hielo. No soy un amante del cine de Kubrick, pero amo a esta película. Tanto como sólo se puede amar a aquello que te emociona.

Me vienen ahora a la cabeza otros momentos de belleza y de bragas. Por ejemplo el protagonizado por Jennifer Conelly, bellísima, bailando al compás de la canción Amapola en “Érase una vez en América”, y desnudándose después mientras es espiada por Noodles desde un cuarto de baño contiguo al salón de baile. No soy un amante del cine de Sergio Leone y, aunque tengo la sensación de estar repitiéndome, diré que amo a esta película como sólo se puede amar a aquello que te emociona. Una vez, una mujer que estaba en bragas junto a mí, sobre la mullida cama del cuarto de un hotel, dulce hotel, me dijo que para ella esta banda sonora de Ennio Morricone es la más bonita de la historia del cine. Posiblemente tenga razón. No lo sé. Pero sí es cierto que pensé entonces, mientras le miraba las bragas, que se trata de una música que no sólo acompaña a la película, sino que se mezcla con ella volando sobre el rostro de Robert De Niro, sobre los ojos de Elizabeth McGovern y sobre esa dura historia de lealtades y traiciones. Bragas y música. “Irma la dulce”, ropa interior verde. “Gypsy, la reina del vodevil”. Otra vez Natalie Wood. ¡Qué guapa era! Luego hablaremos de la música en el cine, pero ahora no voy a dispersarme con otros asuntos, porque antes quiero recordar a Julianne Moore, quien antes de convertirse en la agente especial Clarice Starling, se derramó, en la película “Vidas Cruzadas”, una copa de vino sobre la falda mientras le confesaba a su marido que le había sido infiel: “¿Esto es todo? ¿Es esto todo lo que quieres saber? Después, se quitó la falda, la lavó, la secó con un secador de pelo y nos demostró a todos los hombres que sí amamos a las mujeres, y que, también por ello, no podemos dejar de fijarnos en estas cosas, que ella es una pelirroja natural.

Creo que me está subiendo un poco la temperatura. Para enfriar el ambiente, nada mejor que cerrar las páginas del corazón, de poesía y de cine, y abrir las de economía. Aquí se pueden leer los diagnósticos de expertos economistas, los cuales no encuentran más solución para nuestros problemas financieros que dejarnos a todos en bragas. Si esto tiene que ser así, que al menos podamos seguir haciendo el amor, con o sin bragas, a gusto de los consumidores, porque, como dijo Woody, el sexo es lo más divertido que se puede hacer sin sonreír. Se acaba la revista. Solo queda el sudoku, la programación de la tele y las recetas de cocina. Aquí me encuentro con la receta de una ensalada de arroz que me parece muy apropiada para el verano, pero ya se la contaré a ustedes luego, que ahora sólo quiero pensar en unas bragas y no quiero dispersarme con otros asuntos.

lunes, 7 de junio de 2010

Ensalada de judías blancas, codorniz escabechada y pimientos confitados

Llega junio y toca dar por finalizada la época de guisotes. Es el momento de cambiar las zapatillas de felpa por las chanclas y los platos de cuchara por ensaladas para realzar nuestra estilizada figura, moldeada en el invierno, a golpe de cocidos, callos y fabadas. Mientras se llena la piscina voy desempolvando el atizador para las brasas y los pantalones de Panama Jack, especiales para barbacoa, en tanto pongo a enfriar las botellas de La Casera y busco el porrón en el trastero.

Son días calurosos de jornada intensiva que permiten el gran lujo que es la siesta y, lo mejor de todo, la posibilidad de comer en casa, evitando como la peste los restaurantes de menús del día. En la mayoría encontraréis un día como hoy algo así como: "a elegir, ensalada campera o macarrones con tomate, pollo a la plancha o dorada al horno, postres de la casa, cuajada y flan". No se trata de que los productos sean modestos: lechuga, huevo y pimiento, macarrones viudos con apenas un poco de tomate, o de que usen pollos de la peor calaña, la dorada más barata de piscifactoría o flanes y cuajadas industriales. El problema es que, en una gran mayoría, consiguen que todo sea de una vulgaridad asombrosa. Desde el pan, que raramente es pasable, al aceite, reusado hasta el infinito en las frituras y malo de solemnidad en esos convoys, con los que uno aliña la ensalada, esperando que el vinagre de vino esconda un poco la tristeza de plato que le acaban de servir.

Hay excepciones, claro, pero lo normal es que encontremos pescados descongelados en agua tibia, de cualquier manera, sin respetar la cadena de frío, avecrem a espuertas, pastas exageradamente pasadas de punto, tomates de bote de ínfima calidad, postres industriales, patatas prefritas y recalentadas, planchas sucias que dejan sabores de pescado en las carnes y de carnes en los pescados y gato por liebre en cuanto que te das la vuelta -hace unas semanas platija donde se anunciaba rodaballo, sin ir más lejos. Falta un poco de cariño y ganas de hacerlo bien, sobran la mediocridad y las digestiones pesadas.

(Supongo que elevar el nivel gastronómico de un país -tan en boca de todo el mundo últimamente-, ser una referencia en esta disciplina, debería pasar por el hecho de que fuera relativamente fácil encontrar un restaurante donde se comiera decentemente a precios modestos, más que por que los mejores restaurantes de un país alcancen la excelencia, cosa que por otro lado le importa un bledo al 99% de la población de este país y de la del resto que nos exportan turistas).

Como a mí me gusta comer bien todos los días -la gastronomía como actitud ante la vida, que diría Adriá-, celebraré el comienzo estival con una ensalada. El problema es que cuando llego a casa del trabajo, es más hora de sobremesa que de almorzar y apenas me da tiempo para cualquier cosa no sea recalentar brevemente. Hay que ir a tiro hecho y cada tarde le dedico un ratito a preparar el plato del día siguiente. Mojete manchego, presa macerada en mojo o roast beef, incluso la ensaladilla rusa puede funcionar bien si se añade la mayonesa en el último momento. Platos ligeros que, a ser posible, ganen con la espera y que no me lleven demasiado tiempo ni esfuerzo. Entre mis ensaladas favoritas, está la de judía blanca ligeramente escabechada -como se hacía en mi casa hace treinta años-, os paso una receta que en su versión más básica se puede montar a partir de latas y que creo que con algo de esfuerzo os proporcionará unos minutos de placer delante de la cuchara.

Ensalada de judías blancas, codorniz escabechada y pimientos con ajos confitados.

Para dos personas utilizaremos 250 gramos de judías blancas hidratadas la noche anterior, una lata de conserva de codorniz escabechada -suelen venir dos unidades- y otra de pimientos de piquillo. Coceremos las alubias con cuatro dientes de ajo, una hoja de laurel, sal al gusto, unos granos de pimienta negra, una cebolla y una zanahoria cortada en rodajas; utilizo para esto la olla express, donde tardan aproximadamente 30 minutos en estar a punto. Como alternativa se puede usar un bote de judía blanca cocida -Cidaco, por ejemplo-, que da buen resultado si lavamos bien las judías del líquido conservante en el que vienen inmersas.

Mientras las legumbres se hacen, confitaremos cubriendo en aceite y a fuego lento el bote entero de pimientos del piquillo -para aprovechar al máximo el aceite-, con cuatro dientes de ajo cortados en rodajas más o menos groseras -tres o cuatro trozos por cada diente-, asegurándonos de que el aceite no sube de 90 grados, cosa que ocurre cuando el pimiento empieza a deshidratarse y suelta pequeñas burbujas. Desecharemos el líquido de la lata. Tras tres cuartos de hora, sacaremos con mimo los pimientos y los ajos a un papel absorbente, reservaremos el aceite -con sabor a los pimientos y los ajos, pero apenas degradado al no haber sufrido temperaturas altas- para otros usos y los volveremos a poner en la sartén con medio vaso de vino blanco, añadiéndoles además dos cucharadas soperas de azúcar. Coceremos a fuego medio y les daremos la vuelta a los 15 minutos dejando reducir el vino otros 15. Sólo utilizaremos dos para esta receta, pero se pueden conservar sin problemas unos días y, templados al momento, pueden acompañar perfectamente una carne.

Deshuesaremos con cuidado las codornices -una por persona- y dejaremos los mulos enteros, desmigando las pechugas en pequeños trozos, tirando todo el líquido que viene en la lata. Cuando las judías estén a punto, las sacaremos de la olla con un poquito del líquido de cocción -yo no uso las verduras, pero se podrían utilizar la zanahoria y la cebolla- y las mezclaremos con las codornices, dejándolas templar juntas en una fuente, el líquido residual que le queda a la codorniz debería bastar para marcar de acidez las judías. Finalmente añadiremos dos de los pimientos en tiras y los ajos. Dejaremos reposar durante tres horas con la fuente cubierta por un papel film. La ensalada aguantará perfectamente hasta tres días en el frigorífico. En el momento de servir añadir un chorro de un buen aceite de oliva.