lunes, 30 de mayo de 2011

Le Bristol

El viajero pasea por Faubourg Saint-Honoré fascinado por la mezcla de grandeur y lujo. Tan espectaculares que tiende a dudar si aquello es real o sólo un cartón piedra. Desde el esquinazo con Rue Cambon, semilla de la bandera de la moda parisina, se suceden las boutiques de Gallliano, Hermés, Lancôme, las oficinas de Vogue, entremezclándose con el Palacio del Eliseo y el ministerio del interior. Le Bristol parece el único hotel posible en semejante entorno y su restaurante gastronómico una falange natural de tal nicho de sofisticación.

Pero a pesar del entorno el restaurante no nació con las tres estrellas michelín puestas en la solapa. Fue en el año 2009, diez años después de hacerse cargo del restaurante, cuando el normando Eric Frechon consiguió la tercera estrella. Frechon forma parte de una generación de cocineros -Yves Camdeborde de La Regalade o Thierry Breton de Chez Michel- que se formó en Le Crillon a las órdenes de Christian Constant. Las crónicas hablaban de una cocina que huía de la desestructuración y se basaba en el producto, en las antípodas de las tendencias que había marcado El Bulli en los últimos diez años. Irónicamente ha sido la tendencia la que se ha acercado a él, a su visión clásica y refinada de la cocina, incluso en la propia España.



Si uno espera una gran casa cuando llega a Le Bristol, esto es exactamente lo que se encuentra. Vajilla y cubertería maravillosa, un regio tapiz preside el salón donde la brigada se despliega bien dirigida por los jefes de sala. Disfruté con el maravilloso pan y la mantequilla, un punto más fría de lo que conviene para un aperitivol. Destaca el servicio de vinos que empieza con el asesoramiento sobre la enciclopédica carta de vinos -con su carísima y descomunal oferta de añadas y zonas- y se prolonga durante todo el almuerzo eligiendo las copas correctas, y manteniéndolas llenas al tiempo que se aseguran que la temperatura es correcta, sin mirar que el vino sea apenas el modesto tinto Givry de Joblot -70 euros-. La sala de Le Bristol es la mejor que he tenido oportunidad de disfrutar siendo -en mi opinión-, una buena pista de lo que una casa que aspira a las tres estrellas michelín debe garantizar.

El menú a 85 euros comienza con un amuse gueule de mousse de yema de huevo, templada y con textura suave. Me sorprende el calamar cocinado como una angula (sic), parece una corteza con el sabor del cefalópodo concentrado, lo acompaña de un fondo de alcaparras, tapioca y chorizo. Curioso plato aunque no me convenciera especialmente la combinación. La otra entrada posible -se ofrecen dos opciones para cada plato-, me pareció soberbia: polenta ligera con puntas de espárragos y morillas salteadas y desglasadas con vino blanco. Concepto sencillo y clásico, resultado delicioso.


Los principales siguen utilizando un producto modesto pero bien trabajado. Buen punto el del bacalao -skrei- poco hecho (sic) con cítricos escarchados y fondo de perejil y bígaros, con un punto excesivo de acidez que se repite en el hígado de vaca vieja y compota de cebollas al vinagre de frambuesa. Impresionante la textura y el punto de cocción que consiguen en este hígado, la acidez le confiere chispa y alegría al bocado. El menú incluye antes de los postres, la tabla de quesos con unas quince opciones, elegimos un buen comté -24 meses de curación-, un roquefort y un magnífico camembert. Bien afinados y servidos, quizá no la mejor versión que recuerdo haber probado de ninguno de ellos.

Mientras el jefe de sala nos ofrece los postres, el servicio sirve en la mesa aledaña su famosa pularda cocinada en vejiga -una de las debilidades de su vecino y cliente habitual, Sarkozy- y corta un poco más allá un gigot de cordero, ambos probablemente a precios inasequibles para el viajero modesto. Le preguntamos si hay alguna opción de que modifiquen el menú para incluir alguno de los postres de chocolate en lugar de los que se basan en leche y ruibarbo que aparecen como posibilidades en el menú. Así las cosas nos confirma que no hay problema y nos traen el impresionante chocolate del caribe con bizcocho fondant crujiente y helado de café torrefacto. Plato que tras una breve y urgente interrupción para ir al cuarto de baño deciden llevarse y volver a servirlo por "no estar bueno cuando el helado lleva más de dos minutos en la mesa". Sin palabras. Por parte de la casa -no incluido en el menú-, deciden traernos otro postre: "precioso" chocolate nyangbo, teja fina crujiente, cacao líquido y sorbete dorado con oro fino. La sobredosis de cacao no se hace pesada, entre otras cosas, porque este segundo es el mejor postre de chocolate que recuerdo haber tomado nunca.


Macarons, nubes y un café. Seguro que hay muchas razones para recordar un restaurante. Le Bristol las ofrece todas: el entorno -sí, palaciego-, la gastronomía -clásica y refinada-, el servicio y el trato personalizado, sereno, sencillo y educado que uno espera en los mejores anfitriones. Las tres horas se hacen un suspiro y el viajero sale flotando del hotel, en la mano derecha la caja de huevos de Pascua que en las fechas cercanas a la Semana Santa del 2011 le ofrecen como regalo de despedida. En cualquier caso y mientras nos dirigimos al París de los alrededores del Sena, el de los botellones y los bateau mouche llenos de americanas adolescentes, pienso que ójala tenga la oportunidad de poder volver, de sentarme otra vez en esa mesa y disfrutar de lo que creo es el culmen de la gastronomía de lujo europea, las gotas que destilan tres siglos de tradición e historia.

Bristol Paris.
Hôtel Le Bristol Paris. 112, rue du Faubourg Saint-Honoré 75008 Paris.
Tel. +33 1 53 43 43 00

lunes, 23 de mayo de 2011

Sucedáneos

“Es tan buena esta malta que parece café”. Eso decía un anuncio que se publicó en la prensa hace ya muchos años, en una época de montañas nevadas y banderas al viento, cuando los hombres llevaban sombrero, las mujeres eran el reposo del guerrero, los niños rezaban en las escuelas, los fumadores fumaban tabaco de picadura procedente de colillas recogidas en el suelo, los españoles éramos una unidad de destino en lo universal y la malta tostada se utilizaba como sucedáneo del café. La malta debe saber muy mal. En las viejas películas del Oeste era habitual ver como, al terminar la jornada, los vaqueros acampaban en un claro al atardecer para compartir un plato de judías con tocino y una taza de café junto a una fogata. Las judías se las comían con apetito, pero el café les provocaba casi siempre un gesto de asco. A veces, uno de ellos escupía el brebaje que estaba bebiendo y se lamentaba indignado: “No hay derecho a que se obligue a un hombre a beber esta porquería”. Yo no era capaz de entender la razón por la cual les salía siempre a todos el café tan malo, hasta que llegó Walter Brennan y nos lo explicó a la orilla del Río Rojo: “Yo no puedo hacer nada más. Es imposible que unos granos de cereal tostado puedan tener gusto a café.” O sea, que era malta. Yo creo haberla probado, no estoy seguro. Pero si alguna vez lo hice, ya olvidé su sabor, sin duda debido a que mi relación con ella fue muy fugaz. Sí recuerdo, en cambio, un frasco de EKO que nos aguardaba a mis hermanas y a mí en las estanterías de la despensa de la casa de mi abuela. En el frasco habitaban unos polvos de color marrón, obtenidos a partir de una mezcla de cereales, listos para ser disueltos en la leche. Decían que el EKO sabía a café, pero a mí, que era miembro destacado del club del Cola Cao, no me gustaba. Una vez quise imitar a esos duros vaqueros y escupí la bebida con gesto de asco. Todavía recuerdo el guantazo que me llevé.

No era la malta el único sucedáneo del café que se podía encontrar. El uso de la algarroba o de la achicoria secada, tostada y molida se popularizó en la España de los años cuarenta y cincuenta, junto con el NO-DO, la revista Signal, las canciones de Jorge Sepúlveda y una especie de tabaco rubio llamado “Tritón”, al que, según cuenta Forges en “Los Forrenta Años”, pronto los españoles de la época le asociaron los slogans correspondientes. “Tritón, estacas a millón”, o “Para gibar su pulmón, lo mejor: fume Tritón”. Poco después llegarían el “Bubi”, el “Bisonte” y el “3 Carabelas”. Para poder fumar “Fortuna” o “Lola” todavía habría que esperar un poco más, y para encender un ducados rubio, ya ni les cuento. Me acuerdo de aquellos pitillos bisonte que un compañero de clase le mangaba a su padre y que nosotros nos fumábamos a la hora del recreo escondidos en alguno de los mugrientos váteres del colegio. Eran tan malos que enseguida nos aficionamos al tabaco negro con filtro: “Record”, “Fetén”, “Jean”, “Ducados”, “Mencey”, “46” y “Rex”. También estaban los cigarrillos “Sombra”, que no sabían a nada: “Sombra sabe negro suave”, decía un anuncio publicitario que parecía haber sido escrito por un jefe comanche. Fumábamos negro porque no teníamos pasta para comprar tabaco rubio americano y porque la publicidad de la época nos aconsejaba comprar productos españoles. “No compres a quien te insulta, compra nacional”, nos decían; y nosotros, obedientes, nos gibábamos los pulmones con pitillos del país. Pero dejemos el tabaco y volvamos a la achicoria, para alegrarnos todos con la recuperación de un producto tradicionalmente considerado de segunda categoría, pero que puede volver a ponerse de moda, ya que se está intentando estimular su consumo, e incluso existe una página web (www.achicoriatv.com), impulsada por Elena Arzak y Koldo Royo, en la que se ofrecen recetas muy apetecibles, como los “lomos de sardina y achicoria rancia” de Marcos Morán o el “cafetocaldo” de Marcelo Tejedor.

Hoy se pueden encontrar en los supermercados cada vez más sucedáneos (cárnicos, lácteos, del mar, o de lo que sea) que guardan un sabor vagamente parecido al del producto original, por no hablar de ese sucedáneo de pan que nos sirven en los restaurantes y nos venden a diario en las panaderías. Pero la aparición de sucedáneos ya no suele depender de la escasez de un producto o de su precio. Lo que prima es la salud: nuestra salud y la del planeta. Se trata tanto de eliminar grasas y otras sustancias poco saludables para nuestro cuerpo como de obtener los productos por medio de técnicas no contaminantes para el medio ambiente. A lo mejor, con el consumo de estos diferentes tipos de productos podremos tomar menos pastillas en nuestra vejez y, además, lograremos retrasar el colapso ecológico al que estamos abocados. Pero a veces la lucha por mantenernos sanos nos puede convertir en unos desgraciados. Fue en Sevilla donde oí por primera vez eso del “desgraciao”. Como ya sabrán ustedes, un “desgraciao” es un café descafeinado con leche desnatada y sacarina. Yo lo he probado y tampoco es para tanto. Todo depende de la calidad del café. Más de una vez he tomado alguna taza de café natural con leche entera y azúcar que me ha hecho mucho más desgraciado que ese “desgraciao”. Lo que sí que me haría infeliz sería tener que tomar margarina en lugar de mantequilla. La margarina tiene menos grasa, aporta menos calorías, sale más barata y se unta mejor; lo único malo es que sabe a margarina. Pero además de la salud también influye la comodidad, ya que, si no es por esta razón, resulta difícil de explicar que alguien pueda tomarse un vaso de gazpacho Don Simón o una ensaladilla Frudesa embadurnada de mayonesa Calvé (la número uno, por cierto, en el ranking de ensaladillas rusas de un sobrino mío que está estudiando para crítico gastronómico). Como decíamos antes, cada vez hay más sucedáneos, pero a nuevos tiempos, nuevas razones. Si en la posguerra fue la escasez lo que popularizó las algarrobas en vinagre, la harina de almortas, el boniato blanco y el pan negro, hoy día las causas que motivan la existencia de sucedáneos son otras, aunque siga habiendo alguna excepción, como por ejemplo los sucedáneos del caviar o de las angulas, justificados por la escasez y por el alto precio del producto original.

En la industria farmacéutica también se buscan productos sustitutivos para los medicamentos de éxito, como el sucedáneo de la Viagra que, según me han comentado algunos amigos blogueros, funciona muy bien. En fin, ya me perdonarán, pero no he podido resistir la tentación de caer en el chiste fácil. Aunque no lo confesemos, la verdad es que los hombres estamos muy contentos con la aparición de un producto que nos devuelve la fe en las investigaciones científicas y nos permite mirar el futuro con optimismo. Después de años de fracasos de los laboratorios en la búsqueda de tratamientos anticelulíticos milagrosos o de nuevos remedios contra la calvicie, la Viagra nos proporciona la posibilidad de poder soñar con una vejez lasciva e impúdica, en la que los estragos de la edad no nos supongan un freno para seguir dando rienda suelta a nuestros desenfrenados apetitos. Aunque hoy todavía no la necesitemos, mañana, ¿quién sabe?

En ocasiones los sucedáneos de un producto pueden matar, como ocurría con el sucedáneo de penicilina que vendía Harry Lime en el mercado negro de la Viena ocupada por los aliados después de la Segunda Guerra Mundial. En realidad se trataba de una penicilina adulterada con polvos de talco, que provocaba la enfermedad y la muerte de aquellos que la tomaban. En lo alto de la noria Harry charlaba con su amigo Holly Martin: “¿De verdad sentirías compasión por alguno de esos puntitos si dejara de moverse para siempre? Si te ofreciera veinte mil dólares por cada puntito que se parara, ¿realmente me dirías que me guardase mi dinero, muchacho, o empezarías a calcular cuántos puntitos podrías permitirte dejar con vida? Libre de impuestos, amigo, libre de impuestos. Hoy en día es la única forma de ganar dinero.” Después, ambos se bajan de la noria y Harry suelta su famoso discurso de despedida: “Cuando te decidas, avísame: me veré contigo donde quieras y cuando quieras; pero cuando llegue ese día quiero verte a ti, no a la policía... y no te pongas tan serio... Después de todo, no es tan terrible; recuerda lo que dijo no se quién... En Italia, en treinta años de dominación de los Borgia hubo guerras, terror, matanzas, derramamiento de sangre; pero también Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza por el contrario tuvieron quinientos años de amor fraternal, democracia y paz, ¿y cuál fue el resultado? El reloj de cuco. Hasta la vista, Holly.” Según Harry, son los períodos de guerras y de terror cuando los hombres damos lo mejor de nosotros mismos, mientras que la paz no es más que un sucedáneo transitorio que nos convierte a todos en unos despreocupados. Si eso es verdad, y teniendo en cuenta que no hay nada más aterrador que la realidad económica que nos rodea, podemos deducir que estamos a las puertas de un nuevo Renacimiento cultural, por más que muchos hubiéramos preferido un poco más de tranquilidad y conformarnos, a cambio, con el reloj de cuco.

Lo cierto es que puede haber sucedáneos de cualquier cosa. Una vez me compré en Paraguay un Rolex por tres dólares. Estaba yo tan contento admirando mi nueva adquisición, cuando se me acercó un turista para explicarme que me habían timado, ya que más abajo él había comprado un reloj igual que el mío solo por un dólar. No se. Yo creo que el suyo no era un Rolex auténtico. Los sucedáneos de Chemise Lacoste se identifican porque tienen el cocodrilo más grande (o más pequeño, ya no me acuerdo). En estos casos, más que de sucedáneos, se habla de imitaciones o de falsificaciones. Hace años leí la noticia de que los propietarios de una tienda en Almería, procesados por la venta de ropa falsificada, habían sido absueltos ya que las falsificaciones que vendían eran tan malas que no se podía considerar que hubiera timo; y es que a veces un trabajo mal hecho tiene también su recompensa. En el deporte también nos encontramos con algún caso. A mí, qué quieren que les diga, la Formula 1 y las carreras de motos siempre me han parecido sucedáneos de deportes, por más que sea en el bloque deportivo de los telediarios donde nos informen de los piques existentes entre Jorge Lorenzo y Dani Pedrosa o de la posición que ocupará Fernando Alonso en la parrilla de salida del próximo gran premio. A veces el sucedáneo no es el deporte en sí, sino el deportista o el equipo, como un sucedáneo de equipo de fútbol que juega en la liga española y del que no voy a decir su nombre para que no se enfaden conmigo los aficionados colchoneros.

En la televisión se pueden a todas horas sucedáneos de programas informativos, en los que prima la opinión sobre la noticia. En las páginas web de los periódicos, las noticias poco a poco están dejando también de tener cabida para ser sustituidas por comentarios (los cuales tienen como objetivo provocar más comentarios de los lectores; cuantos más, mejor) o por encuestas online: “¿cree usted que Zara debería abrir una nueva tienda en los Campos Elíseos de París?”, o “¿hace bien Sienna Miller en perdonarle a Jude Law sus infidelidades?” Y yo qué se.

Los aficionados a la fiesta nacional dicen que es frecuente ver salir de chiqueros a sucedáneos de toros que serán lidiados por sucedáneos de toreros. En estos casos no se habla de falsificación, sino que se utiliza como sinónimo el término “descafeinado”: “estocada corta, trasera, tendida y caída de Salvador Cortés a un victorino descafeinado.” También resultan descafeinados el Festival de Eurovisión y los debates que realizan los candidatos en las campañas electorales, aunque solo cuando lo que se dice en dichos debates carece de interés para los ciudadanos, es decir, casi siempre. Con los sucedáneos de políticos ocurre lo mismo que con la penicilina de Harry Lime: son perjudiciales para la salud. Los españoles parecen estar divididos entre los que piensan que tenemos un sucedáneo de Presidente de Gobierno que lidera un partido descafeinado, y los que opinan que en la oposición hay un aprendiz de líder que, además de ser incoloro, inodoro e insípido, preside un partido político que sabe a malta tostada. Últimamente abundan también los que piensan que ambas cosas son ciertas.

En el mundo del espectáculo también ha habido muchos sucedáneos. Se decía que Mireille Mathieu era un sucedáneo de Edith Piaf y que Conchita Márquez Piquer lo era de su madre, Doña Concha. Engelbert Humperdinck imitaba a Tom Jones. Los Monkees imitaban a Los Beatles y Los Archies a Los Monkees, salvo por el pequeño detalle de que eran un grupo de dibujos animados. Pero daba igual, su canción “Sugar, sugar” molaba un montón. En España trabajó durante algunos años un presunto cómico chileno llamado Bigote Arrocet, que en realidad era un sucedáneo de Cantiflas, como si no hubiésemos tenido suficiente con el original. Billy Wilder fue considerado durante un tiempo un imitador de Ernst Lubitsch. El propio Wilder alentaba la leyenda contando que en su despacho colgaba un cartel en el que se podía leer: “¿Cómo lo haría Lubitsch?”. Me parece muy bien. Uno puede también demostrar su talento escogiendo a sus modelos. Si eres director de cine y quieres resolver una escena, nada mejor que preguntarte cómo lo haría Lubitsch. Cada vez que un director rueda una película de suspense se habla del “nuevo Hitchcock”, pero no son más que trucos publicitarios para acercar al público a la taquilla. Ojalá el cine actual estuviera lleno de nuevos Hitchcock, de nuevos Wilder y de nuevos Ford. También se ha dicho que Kevin Costner es un sucedáneo de Gary Cooper y que George Clooney lo es de Clark Gable. Yo no estoy de acuerdo con esto, ya que, como todo el mundo sabe, el único sucedáneo de Clark Gable es un conejo que se llama Bugs Bunny: “¿Qué hay de nuevo, viejo?”

En los dibujos animados podemos encontrarnos otros casos de sucedáneos: el cerdito Porky estaba basado en Oliver Hardy y el Gallo Claudio (“Oye hijo, digo hijo, digo hijo”) en un senador norteamericano que no conozco, pero al que debía de ser tronchante escucharle soltar un discurso. A veces es la realidad la que imita al arte: fíjense ustedes con atención y se darán cuenta que Álvarez Cascos es en realidad una mala imitación de Pedro Picapiedra.

Uno de mis sucedáneos animados favorito es Betty Boop, personaje creado por Max Fleischer con el rostro y la voz de Helen Kane, la popular interprete de canciones tan maravillosas como “I wanna be loved by you” (canción que seguramente podremos escuchar en el paraíso, cantada por una joven Marilyn, vestida con el traje que llevaba en “Con faldas y a lo loco”) y “Button up your overcoat”, que, por si no lo saben ustedes, les diré que es la canción que interpreta Susan Sarandon en “Primera plana”, película que me gusta más cada vez que la veo. En el cine los sucedáneos se llaman remakes. Alguien definió el remake como “hacer mal aquello que hizo bien otro antes que tú”. La mayoría de las veces es cierto, pero en esta ocasión no lo es. Esta vez Wilder hizo de maravilla algo que Hawks ya había hecho de maravilla antes. En “Primera plana” están Jack Lemmon, Walter Matthau y una jovencísima Susan Sarandon cantando al piano:

“Button up your overcoat,
When the wind is free,
Oh, take good care of yourself,
You belong to me!

Eat an apple every day,
Get to bed by three,
Oh, take good care of yourself,
You belong to me!”

Pero si nos ponemos ahora a hablar de remakes, nos pueden dar las tantas. No pensaba que el tema de los sucedáneos diera para tanto, así que punto final. Y para terminar este sucedáneo de artículo, nada mejor que escuchar a
Betty Boop y a Marilyn . Que lo disfruten.

lunes, 16 de mayo de 2011

Regularidad


Este sábado noche TVE emitía el programa Noma: en el punto de ebullición. El mejor de los cocineros del mundo según la lista St. Pellegrino The World's 50 Best, René Redzepi, abroncaba sin compasión a uno de los becarios -stagers, como dicen en el mundillo-. Había montado mal un plato y el danés le explicaba al chaval con dureza, que al cliente le importaba un bledo que fuera su primer día en el trabajo. Lo primero que pensé fue que René tenía que cortarse el pelo o ponerse un gorro para cocinar. Lo segundo que era un cretino. Por último, que tenía razón.

En España son muchas las ocasiones en las que he oído una versión romántica de la gastronomía, al punto de que a buenos aficionados les he escuchado defender que prefieren los restaurantes irregulares en los que el cocinero tiene días geniales -y otros no tanto- a las casas donde el día a día es monótonamente regular. Yo no, y estoy seguro de que el cliente que espera 3 meses y paga cerca de 600 euros por comer en Noma, tampoco.

En un restaurante con inquietudes y cierta visión creativa entiendo que hay dos fases. Una primera de diseño de los platos en la que el cocinero decide cuál es su carta. En la vorágine creativa en la que se ha sumido la cocina española el ritmo de cambio es frenético, pocos platos se repiten de año a año y es normal que haya temporadas mejores y peores. Hay cocineros que incluso cierran su restaurante unos meses para "crear" -aunque sospecho que no es la única razón-. Si el cocinero tiene algún momento para ser un poeta es éste.

Cosa bien diferente me parece el día a día, en el que el trabajo no debería ser otra cosa que una cadena de montaje basada en procesos bien definidos. La gastronomía cuenta hoy en día con unas herramientas sofisticadísimas que permiten controlar los puntos de cocción, las temperaturas de servicio, el ritmo de servicio. En definitiva no hay razón alguna para que en un restaurante de alta cocina los platos no sean algo muy cercano a clones del original, con la variabilidad que puede aportar el producto, parámetro -éste sí- incontrolable. ¿Qué debemos pensar de un restaurante donde, cobrando las dos centenas largas de euros en comer, los platos salen fríos? No está exento el cliente de responsabilidad si esto sucede, deberíamos devolver los platos que no cumplan ciertos mínimos.

Quizá el elemento más delicado en el mecanismo de un restaurante sea el servicio, al que creo que lo que se le debe pedir es formación, educación y cierta sensibilidad para tratar con el cliente, además de la inteligencia para saber medir bien sus fuerzas. Son muchas las ocasiones en las que un servicio despistado o demasiado centrado en mesas de amigos de la casa, descuidan otras tantas, arruinando cualquier trabajo de cocina, por bueno que sea. En el cara a cara la sonrisa no me parece exigible, pero la disposición -se sea cliente habitual o no- sí.

Cada noviembre en España se monta un buen zapatiesto a cuenta de las estrellas Michelín. El mundo gastronómico español se queja desconsoladamente de la racanería en el reconocimiento de la guía francesa y ésta se excusa en la falta de regularidad de los restaurantes españoles. No tengo yo tanta experiencia como para saber si la Michelín tiene razón o no en esta aseveración, pero sí me parece que cualquier equipo se debe construir desde la defensa y un restaurante desde el buen servicio y la correcta ejecución de los platos para todos sus clientes. Para todos.

René Redzepi acertaba con el problema -el plato estaba mal montado-, pero se equivocaba en el origen del mismo -no se puede poner a un tipo que acaba de llegar a montar los platos-. Con todo, en su autoexigencia, rayana en la mala educación, había un poso que a mí me gustó: el nivel de un restaurante lo mide el cliente que peor come.

lunes, 9 de mayo de 2011

Bras

Llegar a Bras es algo único. Así de claro. Tomar la carretera que serpentea desde Rodez hasta Laguiole, pasar el castillo de Espalion, encaramado en la colina, vigía del tiempo. Atravesar el pueblo y sus famosas cuchillerías, ascender por los prados de pastos apacibles, tomar el pequeño camino que anuncia un discreto cartel y que conduce hasta el destino. Y, de repente, en lo alto de la colina, encontrarse con esa suerte de nave espacial, de elemento arquitectónico tan absolutamente ajeno al entorno que lo rodea pero que, sin embargo, de alguna manera encaja allí. Con todo el Aubrac a tus pies, rodeado de la mayor diversidad de flores y plantas silvestres de Europa. Coincide uno allí con otros peregrinos: unos que llegan, otros que deambulan despistados después del banquete, los más que curiosean por los alrededores. Sensación de secta. No olvidemos que Michel Bras fue un pionero del “gastrodestino”. Uno de los primeros que se atrevió a sacar su restaurante de una ciudad y llevárselo al medio de la nada. Le auguraron todo tipo de desgracias. Hoy en día su comedor sigue abarrotado en dos servicios diarios ocho meses al año.

Esa sensación de secta se incrementa cuando uno es conducido a su celda en esta enorme nave espacial por un pasillo oscuro, apenas iluminado por unas pantallas que muestran plantas y flores silvestres de la región. Una nave rabiosamente moderna pero construida hace veinte años. Tiempo para relajarse, para probar los magníficos refrescos naturales que elabora y etiqueta el propio Bras que abarrotan la nevera. Para curiosear entre los escritos que dejan en la habitación. Para disfrutar del paisaje sereno y descansar.


Cae el sol. Comienza el desfile. Todos se dirigen al comedor acristalado donde se sirve el aperitivo. El atardecer sobre el valle es violeta, espectacular, casi mágico. El viento permanentemente azota las plantas y aleja las nubes de la colina. En la mesa, junto al ventanal, los comensales reciben las instrucciones para su misión: el inmejorable menú para los aperitivos, la carta, la carta de vinos. Comienza el espectáculo. Sólo me interesan los vinos. Lo demás está muy claro: Menú Balade, el largo, por supuesto. Estudio y releo mientras pruebo un sorbo de mi extraordinario Domaine des Chênes L'Oublié Rancio Sec mientras pienso en cómo es posible que Sanlúcar y el Roussillon estén tan cerca. Llegan los primeros bocados: su mítico coque-mouillette en honor a los huevos pasados por agua que le preparaba su madre y la maravillosa tarta fina de setas que hay que probar para creer. Llega el sumiller, excelente, un gran tipo. Corta negociación, preguntas y bromas, algunas instrucciones y paseo hasta el comedor previo paso por la cocina.

El comedor de Bras es luminoso, alargado como el de un barco, amplio, con apenas obstáculos entre las mesas y el valle. Al sentarse, todo está preparado. Las botellas de vino reposan sobre la mesa dispuestas para su apertura, una camarera presenta la trenza de pan y la desgrana con las manos , ayudada de una servilleta. Luego traerán más panes. La mantequilla salada es de otro planeta. Sirven el agua “mejor la de aquí que la mineral”. Simple, con una coreografía estudiada. Impecable.


En la cocina tienen claro a qué vienen la mayoría de los comensales y no se hacen de rogar. El menú comienza con la mítica gargouillou de verduras jóvenes, hierbas y granos. Siempre queda alguna duda con estos platos que alcanzan tanta fama, un cierto temor a la decepción. Ningún atisbo de ello a decir verdad. Es un plato maravilloso que combina cerca de cuarenta elementos distintos, cocidos por separado y en diferentes texturas y reunidos de nuevo en armonía. Un plato fantástico que queda integrado por un ligera velouté de laguiole, un queso local. El cuchillo, de acuerdo con la tradición local, se mantiene a lo largo de toda la comida. Bien por la tradición, mal porque alguno de los platos lleva salsas que lo ensucian. Un detalle minúsculo para quien esto escribe pero algo más de flexibilidad sería de agradecer. A continuación un sorprendente giro en el menú con un San Pedro salteado con mantequilla semi-salada, espárragos verdes – magníficos, como el resto de las verduras a lo largo de la noche – y una vinagreta de huevos y finas hierbas algo desconcertante. Brillante en cierto aspecto, extraño por otro lado. Desubicado quizás.


El ritmo desciende, larga espera. Magnífico de nuevo el foie gras “ni frío ni caliente” a la parrilla con un jugo de hierbas locales y flores. Interesantísimo trabajo, difícil de describir. Más riesgo, ciertamente medido, con las primeras alcachofas en un caldo acompañando a un puré de alcachofas con camarones y naranja. Mucho juego dulce-amargo y contraste de temperaturas. Otro parón, esta vez más largo aun, algún problema en cocina. Enorme y sorprendente la endivia rellena de grasa – más bien de una especie de requesón – con piel de leche y un jugo de trufas de Comprégnac. Un plato muy original, distinto, al que las trufas unas algo escasas de sabor le aportaban un punto terráceo peculiar. Impecable el plato de cordero con el que finalizamos la primera parte del menú: la costilla de cordero Allaiton – tremendo, de carne sutil, aromática – asada con su hueso y sus mollejitas con semillas y un jugo perlado de almendras. Pausa.



Carro de quesos locales muy aparente para comenzar la segunda parte. Sin embargo, algún pinchazo inesperado con la conservación de alguno. Nada que reprochar a un Laguiole de 18 meses extraordinario ni al Cabecou del Perigord, excelente. Impropio e indigno de servirse en una mesa de esta categoría un Fourmé d’Ambert azul tremendamente seco que se quedó prácticamente intacto en el plato sin que el jefe de sala o ninguno de los camareros se interesase por él. Parón importante en el servicio. La espera se hace larga. Mucho mejor los postres. Para empezar, el archifamoso coulant de 1981 que en su versión actual se compone de un bizcocho líquido de pan de especias acompañado de un helado de jengibre confitado y regaliz. Delicioso. Sin comparación posible con ninguna de las versiones que he probado antes. El original supera a todos. Refrescante, aunque más convencional, el helado de té verde con ciruela confitado, y algo más pesado el poco logrado milhojas de caramelo y ralladura de naranja con una crema de queso blanco y dátiles y una gelatina de flor de azahar y especias.


Divertido y muy original el carrito de cucuruchos que se sirven a modo de petit fours. Diferentes helados, cremas y frutas que se combinan de forma estudiada y que suponen un magnífico colofón a una gran comida. Y más si se acompañan de un gran café y de un Calvados Adrien Camut Reserve de Semainville Assemblage de 25 años fabuloso.

La carta de vinos de un restaurante como Bras es, lógicamente, extraordinaria. Inabarcable, por tanto. Por ello se hace imprescindible la colaboración de un sumiller competente y Sergio Calderón – argentino – lo es. Conoce su carta, escucha al cliente, asesora en función de los gustos, recomienda y se moja, desaconseja si es necesario. Ni más ni menos de lo que se le debe pedir a un sumiller. De su mano pasamos por un fantástico Domaine Gauby Vielles Vignes 2006 de Cotes du Roussillon – qué grandes vinos blancos elaboran por esta zona - con un potencial enorme, y por un sorprendente Jean Marc Boillot “Les Roques” 2007, un Vin de Pays d’Oc prodigioso, elaborado con Roussanne y que uno podría confundir con uno de los grandes, todo un descubrimiento. Sedoso y elegante el Joseph Drouhin “Clos des Mouches” 2003 del Beaune, uno de esos que no suelen fallar y de los pocos que elabora medias botellas. Un servicio excelente empañado por la necesidad de enfriar un par de grados el vino tinto entre las dudas y malas caras habituales en estos menesteres al norte de los Pirineos.

Es difícil ponerle nota a un servicio – desde luego – lleno de buenos detalles pero en absoluto comparable al de los grandes restaurantes franceses. Leo en sitios especializados que pretende ser un servicio “deliberadamente pausado que invite a la contemplación y la calma”. Casi cuatro horas para un menú de nueve platos me parece algo más que eso. Grandes pausas que rompen el ritmo de la comida, que hacen perder interés al comensal y que obligan a contemporizar el servicio del vino. No me gustó.

Me he tomado mi tiempo para reposar las sensaciones que me produjo Bras. Creo que no cabe duda que Michel Bras es un grandísimo cocinero, un revolucionario, un maestro para alguno de los más grandes. Alguno de sus platos han traspasado los límites temporales y siguen tan audaces y geniales como hace veinte años. Poquísimos cocineros pueden presumir de haber colocado un plato en el imaginario popular de la restauración. Y tampoco hay dudas de que Bras es un destino único, especial. El conjunto es brillante, la experiencia magnífica. Pero, por encima de lugares, atardeceres, detalles, regalos, desayunos y poesías aquí habíamos venido a cenar en uno de los mejores restaurantes del mundo. Y hubo demasiadas lagunas. Quizás Bras se haya convertido más en un negocio, en una experiencia, que en un restaurante. No en vano resulta más sencillo encontrarse en su página de internet con la tienda en línea de cuchillos o mermeladas que con la carta de vinos. Da cierta impresión que el fenómeno Bras ha trascendido su cocina. Laguiole. Aubrac. Un destino por encima de un restaurante. Quizás.


Fotos: Flickr Yukito Yamamoto.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Periodismo y Twitter




El periodismo ha llegado a Twitter para quedarse.


Las alimañas se mantuvieron durante siglos encerradas en sus diarios. El País, El Mundo, As, Marca. Si se quería se compraba, de lo contrario se ignoraba. Las alimañas salieron a la luz. Surgieron mil tertulias, los infinitos canales. Los monos del Safari Park se subieron por nuestros vehículos. Pero vio Dios que el mono era bueno, y le regaló una lata de gasolina. Twitter ponía en la lata.

Ya nadie está a salvo. No basta con no seguir a alguien, ni siquiera con no tener cuenta propia. Los infundios en la red social pasan a ser titulares del día y viceversa. El ruido que se genera se convierte en más protagonista que la información.

El anonimato convertía las redes sociales en un patio de colegio con niños que gritaban o decían un “gilipollas“ más alto que otro. Un ojo morado era el mayor de los peajes. Las cuentas autentificadas y la necesidad de autoafirmación con los nombres y curricula, los puestos ocupados y la foto favorecedora han convertido a las redes en una hoguera de vanidades en la que se disputan la supremacía a base de golpes bajos, escaso criterio y dudosa responsabilidad.

Grupos de cocineros que se insultan, deportistas que se ríen de otros, políticos que lanzan lo que no se atreverían a soltar frente al micrófono y, sobre todos ellos, periodistas. Liberados de las ataduras de un redactor jefe o de un director, sin necesidad de verificar las fuentes, se lanzan a una loca carrera por ser el primero en decir la estupidez más grande o generar el más voraz incendio.

Yo ya avisé de que se acercaba el fin del mundo. Lo que no imaginaba es que lo fueran a retransmitir tantos majaderos vía Twitter.