lunes, 31 de agosto de 2009

Cultura de tapas

Jeeefe, venga pacá, jefe ¿Qué es lo que tiene?
Que qué es lo que tengo,
Que tengo de tó,
Tengo gambas, tengo chopitas, tengo croquetas,
tengo jamón, tengo morcilla, tengo ensalaá ,
tengo una hueva muy bien aliñá


Anda el gobierno español intentando qué hacer para aprovechar el tirón de la alta cocina española, en concreto de El Bulli; nada raro en un país con poca industria donde el turismo, ahora como hace cuarenta años, supone la principal fuente de ingresos. Ni corto ni perezoso Rodríguez Zapatero fue a preguntarle a Adriá qué es lo que se podría hacer. Y Ferrán lo tiene claro, entre sus mensajes el más directo y factible es: “hacer que el tapeo sea considerado una forma de vida”.

En realidad no es extraño que Ferrán apueste por el tapeo, ¿Qué otra cosa son esos larguísimos menús de degustación, largos y estrechos sino un tapeo descomunal, infinito? Pero no es el único que lo piensa, los ayuntamientos se han puesto manos a la obra organizando decenas de concursos de tapas y pinchos por toda España, incluso en sitios sin apenas tradición de tapeo –más allá de lo que ponen por la jeta en cualquier bar-, llevan organizándose ya varias ediciones. Bien es cierto que con más pena con gloria en la mayoría de los casos –suelen encontrarse infinitas combinaciones de boletus, foie y torta del casar-, buscando por otro lado la promoción de la ciudad, más que mejorar en algo la propia gastronomía.

Pero si se quieren hacer las cosas bien hay que cambiar cosas, porque recordando a la preclara Beckham , España huele a aceite. Ojo, no al aceite virgen limpio y claro con el que se aliña una buena ensalada: no, huele a aceite refrito, a pimientos del padrón goteando grasa, a frituras húmedas, a decenas de reutilizaciones, a cocinas donde el goterón se desliza desde la campana extractora hasta el microondas. Ni en Barcelona, ni en Madrid, ni en Valladolid, ni en Pontevedra, ni en Huelva, ni en Cuenca se tapea bien. Y si me apuráis un poco creo que tampoco en Donosti, donde a veces pareciere que el surimi bañado en mayonesa se pesca en la playa de La Concha.

Propongo una escuela donde enseñen a freír, el número de usos que debe tener el aceite, a hacer una buena croqueta, a escoger un buen rebozo para un pescado; una escuela de hostelería donde se enseñe a hacer una tortilla, si patata vieja o joven, las posibilidades de las conservas, cómo cortar bien un jamón, los puntos correctos de los productos en la plancha o cómo cocer el marisco. En fin, las decenas de cosas básicas con las que España puede presentar al mundo esta cultura de tapas, no sólo en unas decenas de bares, sino en la mayoría.

Porque es bien cierto que es algo único y absolutamente exportable –ya lo hace José Andrés en su Jaleo y demás tinglado-, Ferrán va a apostar por una cadena internacional de tapas –ya tiene el Inopia en Barcelona- y sólo hay que ver la cara de felicidad de los turistas en las franquicias vascas que pueblan el Borne barcelonés, que se conforman con dos de pipas, si es que están bien presentadas. No hay ninguna duda del éxito de la fórmula.

Pero puestos a apostar por ello, quizá convenga hacer bien las cosas, porque uno, a estas alturas, sigue pensando que lo bien hecho, bien parece.

lunes, 24 de agosto de 2009

Ángeles en la tierra


Uno se puede enfrentar al verano desde una vocación japonesa, con un afán de incorporar multitud de experiencias o desde una perspectiva franciscana, descansar, pasear, leer….

Yo opté por esta segunda vía después de un año tortuoso y largo. Únicamente abandoné esta postura ante la vida para dedicarme a una de las pasiones de mi vida, el vino, para ello organicé tres encuentros con tres personalidades del mismo, cada una desde una óptica diferente, pero todas unidas por el mismo imán, por el mismo deseo de encontrar la felicidad a través de la vía del líquido de Baco.

El primer encuentro tuvo lugar de la mano de Paco Berciano y su encantadora familia, ejemplo de sencillez y simpatía, gracias a él pude conocer el mundo del vino desde dentro, desde la visión de empresa. Le tengo por un privilegiado, ha sabido conjugar ambas facetas, la de empresario con la energía de su vida, demostración palpable de que se puede vender vino con la pasión como testigo. Disfrutamos de una larga velada en Burgos, en el restaurante Casa Avelino, un lugar destinado a convertirse en un museo, no porque se cuelguen en él, cuadros de Picasso o de Goya, si no porque se sirven platos condenados a desaparecer de nuestro curriculum gastronómico, manjares como la lengua, las patitas, el pollo de corral, sabores de antaño, difíciles de encontrar en el panorama actual. Paco es generoso en sus comentarios, en impartir conocimientos, transmite la impresión de hombre bueno en el concepto machadiano del mismo

A continuación el rumbo de la vida me condujo a Gerona, allí el primer día me esperaba el Celler Can Roca, el lugar donde de disfrazan de humanos, tres dioses de la Gastronomía, la Santísima Trinidad de la misma, Josep, Joan y Jordi. Conocía el Celler, pero después de años de experiencia desde mi primera visita es cuando adquiere la categoría de Territorio Mítico. Yo crecí queriendo hacer las bicicletas de Manolo Sarabia, coronar los puertos como Delgado o reventar Madrid como lo hizo Antoñete.

Cuando estoy a punto de llegar a una edad avanzada, ya sé lo que quiero ser de mayor, quiero ser Josep Roca, nunca olvidaré la sencillez con la que enseña su bodega, escucharle hablar de Borgoña, Champagne, Priorato, Riesling y de Jerez dónde uno a pesar de ser del Norte, se emocionó escuchando a Miguel Poveda. Me sentí como un profano en el mayor templo de la espiritualidad vinícola. Josep es Fred Astaire en la sala y Séneca en la enseñanza de los misterios del vino. Gabriel García Márquez nos regaló un coronel que no llevaba sombrero para no tener que descubrirse ante nadie, yo legitimo tal prenda para descubrirme ante personas como él

El Celler es arte, es tradición y orgullo de ser hijos, aquí, todos los días se celebra el Día de la Madre. Cualquier plato es aspirante a ser el referente en una vida, la brújula, la orilla al final de un mar. Un día en mi vida me gustaría trabajar en la casa de los Roca, gozar de la sabiduría de Josep, de la maestría de Joan y ver a Jordi, viajar al cielo y traernos de la eternidad sus pasaportes para el éxtasis. Sus postres no son de este mundo, pocos cosas tengo claras, pero una de ellas es que el menor de los Roca es el mejor repostero de España.

Por último acudí a la embajada de Borgoña, a la Universidad que tienen en Sant Feliu de Guixols, en el Restaurante Villa Más, Carlos Horta y su lugarteniente Berenguel. Auténtico espectáculo contemplar la declaración de amor hacia el Ducado que constituye su carta de vinos, todas la zonas del mismo recogidas, y lo más milagroso con añadas. Mágico poder cenar en primera línea de playa y levitar con un Francois Jobard Meursault Genevrieres 1989.

Me senté ante Carlos como un estudiante de primer curso de carrera, ante el catedrático más emérito del claustro, verles hablar es sentir Borgoña, amarla hasta el infinito, entender el por qué es la zona donde terminan todos los corazones de los enópatas. Personas como él, no cuentan con cicatrices de la vida, si no con medallas de gratitud por las veladas que les han hecho pasar vinos tan legendarios.

Paco, Josep, Carlos, sus médicos les dicen que por su cuerpo circula sangre,les mienten por su cuerpo, circulan ríos de Borgoña, Burdeos….Emociones que despiertan la envidia en un advenedizo como yo. Son personas que nos ayudan a ser más felices a sentirnos un poco inmortales en la medida que lo sentían nuestros antepasados griegos.

Manuel Leguineche, se imagina el cielo como un eterno Athletic, Real Madrid donde el primero gana siempre por un 1-0, yo me lo imagino con gente como los tres ángeles, a los que he tenido el lujo de conocer

Pero como decían en Roma:

LARGA VIDA A LOS CÉSARES
Cuadro que ilustra: Life's small pleasures de Damon Denys

lunes, 17 de agosto de 2009

Maruja Limón


“Como no pongas cerrojos en tu corazón,
van a ser fuentes tus ojos
Maruja Limón, Maruja Limón, Maruja Limón”


Agosto del 2009 está dejando un buen puñado de días soleados en Vigo. Los barcos desembuchan grupos de turistas anglosajones que, mezclados con los madrileños, animan el centro comercial e histórico. Vigo fue a partir de los años 70 una ciudad con una cierta importancia empresarial, con el grupo francés PSA como buque insignia; durante los últimos diez años, mientras el resto de España engordaba a base de construcción, en Vigo se pararon casi en seco los planes urbanísticos, mientras la industria languidecía lentamente. Los servicios de pequeña hostelería de la ciudad parecen haberse quedado estancados en aquella época de florecimiento: las cafeterías, con barandillas de madera, mobiliario, nombres y logotipos setenteros apenas parecen haber sido reformadas en los últimos 30 años.

Se trata de una ciudad sin apenas tradición gastronómica, llena de taperías y sitios baratos donde se ofrecen en general productos de baja calidad a precios asequibles. Es por tanto una plaza difícil para la alta cocina. Allí Rafael Centeno decidió situar su Maruja Limón, uno de los componentes del grupo de cocineros gallegos Nove, red de cocina creativa gallega que poco a poco va creciendo –este año se incorporan Culler de Pau en O’Grove y Silabario en Tuy. Sucede en Pontevedra que los restaurantes de cocina tradicional son cada vez menos y más irregulares -como el propio producto- y son estos cocineros –paradójicamente- los que más y mejor lo defienden.

El Maruja Limón está situado en la Alameda, a pocos metros del puerto, es coqueto, con rincones bonitos y una atmósfera relajante, un poco jazz, feng shui, zen; música de ambiente agradable y luz indirecta. Ofrece carta –un servicio que se agradece- y un menú de degustación a 48 euros en el que entran cinco platos y dos postres. La carta de vinos es cortita, algunos blancos y tintos gallegos y algunas opciones de otras zonas, más que de sobra para disfrutar de la comida como sucede con el maravilloso Torna dos Pasas de Viña Martín o el Goliardo Loureiro, tan de moda y que ofrece frescor, fruta y algún exceso de madera francesa.

Empezamos, tras el barquito de encurtidos con el que se acompaña la cerveza, por un aperitivo estupendo de pulpo con crema de patata y un fondo de aceite de oliva, el gallego dirá que un poco más blando de lo que debería y el madrileño diría que más duro de lo que esperaba. Seguimos por un steak tartar –bien aliñado- de vaca gallega y un sensacional atún rojo escabechado con tomate desecado al horno: el tomate, ligeramente dulce, todavía guardaba parte de su jugo; Rafael maneja con tino los escabeches y como ejemplo el mejor plato que he tomado en su casa: el jurel escabechado con fresas que ofrece de tanto en tanto.


Vieira a la plancha con tocino ibérico a baja temperatura, buen bivalvo y riquísimo el tocino, supongo cocinado a baja temperatura. Para acabar dos ejemplos de ese producto que se les supone a tantos y otros y que manejan éstos: rape –de barriga negra, que aquí lo que se usa en tantos sitios de Madrid no es rape, sino juliana- con ajada y crema de patata y vaca gallega al rojo vivo –utilizando esos juegos de palabras que tanto gustan en Galicia-, donde se presenta el corte a unos 54 grados uniformemente cocinado en su interior y por tanto sin haber perdido una gota de su jugo. Para acabar tiramisú –sustituido el mascarpone con una crema donde creo que usa algo de leche condensada- y una divertida y rica evolución del coulant de Bras: se cocina el bizcocho relleno de avellana en papillote, dentro de un papel especial, tal cual si fuera uno de esos regalitos de boda; finalmente se abre delante del comensal y se acompaña de un helado de azúcar moscovado con trozos de chocolate –leche, cacao, avellana y azúcar.

Centeno, cocinero autodidacta, juega sin red, ni bodas y comuniones, ni ponencias en congresos que cubran los gastos. Y como supongo que también habrá de comer todos los días no le queda otra que medir el riesgo milimétricamente. Cocina sencilla, técnica e intuitiva con buen producto y abundante –no duraría ni un mes si escatimara-, farda de equipo en el que destaca la presencia de Inés Abril, segunda de cocina y ganadora en el 2008 del concurso gallego de cocina.

Fuera del pequeño local hace un calor húmedo, hay brumas en la tarde viguesa. Los turistas, apenas a doscientos metros, se pasean por el Mercado de la Piedra donde las señoras abren sin ostra sin cesar –ese año sí, planas- y los turistas hambrientos y sudorosos hacen cola para entrar en uno de los tantos restaurantes tradicionales que hay en la zona; allí las pegatinas de recomendación de la guía roja, apenas consiguen tapar la enorme bandeja de percebes marroquíes hábilmente mezclados con algunos ejemplares gallegos. Percebe de Baiona, anuncian.

lunes, 10 de agosto de 2009

El sello del malo

Alfred Hitchcock opinaba que los malos de las películas eran mucho más interesantes que los buenos y siempre se quejó de los problemas que tenía para conseguir que los grandes actores aceptaran interpretar esos papeles. “Cuanto más conseguido esté el personaje del malo, mejor será la película”, decía, pero casi siempre se tuvo que enfrentar contra el muro de las grandes productoras, poco partidarias de financiar películas en las que el malo fuese el protagonista y menos aún de permitir a sus estrellas que lo interpretasen.

Es por ello que Hitchcock consideraba que sus mejores películas fueron aquellas que tuvieron mejores malos. El maestro británico solía citar tres, “Encadenados”, con Claude Rains, el inolvidable Capitán Renault de “Casablanca”, que interpreta aquí a Alexander Sebastian, líder de los nazis ocultos en Brasil después de la guerra e infeliz enamorado de una joven Ingrid Bergman; “La sombra de una duda” con Joseph Cotten en el papel del tío Charlie; y “Con la muerte en los talones”, en la que el gran James Mason da vida a uno de los mejores malos de la historia del cine: Phillip Van Damm, tenaz perseguidor de George Kaplan o de Roger O. Thornhill.

Aunque son muchos los grandes malos de la historia del cine, si tuviera que hacer una lista de mis favoritos, incluiría en ella a Vincent Price, por sus papeles en las películas de serie B dirigidas por Roger Corman y basadas en obras de Edgar Allan Poe, pero sobre todo por “Los crímenes del museo de cera” de Andre de Toth; a Robert Mitchum, actor que me parece tan bueno que lo incluiría en cualquier lista, pero que aparece en esta por su papel en “El cabo del terror”(película de la que Scorsese hizo años después una nueva versión con Robert de Niro) y sobre todo por haber interpretado a uno de los criminales más perversos de la historia del cine, el ogro de un terrorífico cuento infantil, el siniestro predicador de “La noche del cazador”; a Richard Widmark capaz de troncharse de risa mientras empuja por las escaleras a una anciana en una silla de ruedas en “El beso de la muerte”; a Lee Marvin arrojándole una cafetera hirviendo a Gloria Grahame en “Los sobornados” o provocando a James Stewart en “El hombre que mató a Liberty Valance”; a Jack Palance, el temible y cruel pistolero que se enfrenta a Alan Ladd en un duelo memorable que se desarrolla en un saloon de Wyoming ante los asombrados ojos de un niño pequeño en “Raíces profundas” y el ya citado James Mason, quien además de dar vida al malo más elegante de todo el cine de Hitchcock, interpretó al villano Rupert de Hentzau, quien protagonizó con Stewart Granger uno de los mejores duelos de espadachines que se han visto en el cine en “El prisionero de Zenda”, comparable con el que tuvieron el propio Granger y Mel Ferrer en “Scaramouche” o con el clásico duelo de Errol Flynn y Basil Rathbone en “Robin de los Bosques”.


Todos estos grandes actores fueron capaces de dotar de un carácter propio a la figura del malo que les tocó interpretar y entre todos ellos contribuyeron a dibujar el perfil de los malos de la película, a definir el sello del malo.

En la gastronomía española son muchos, por desgracia, los restaurantes que han aportado su granito de arena a la definición de ese sello. Pero que nadie se asuste, que vamos a respetar la regla de orde no hablar mal de ningún restaurante que no se haya visitado al menos en cinco ocasiones y por lo tanto no vamos a dar ningún nombre (sí, ya sé que es una tontería de regla, porque ¿Quién va a volver a un restaurante donde ya ha comido mal cuatro veces?, pero como “dura lex sed lex”, la cumplimos y punto en boca). No obstante, sí que vamos a facilitar una serie de pistas que suelen caracterizar a los malos restaurantes, con objeto de poder identificarlos a priori y así ahorrarnos el mal trago de tener que comer en uno ellos.

1. La ubicación. Es generalmente admitido que se come entre mal y muy mal en la mayoría de los restaurantes situados en las orillas de las carreteras y en casi todos los que se encuentran en piscinas públicas, en polideportivos municipales, en playas y en hoteles (si se trata de hoteles de playa, ya pueden ustedes imaginar). Para no perder el tiempo no hablaremos de comidas en barcos, trenes o aviones, pero si en las próximas fechas tiene usted la suerte de pasar un par de semanas de vacaciones en un crucero con el Capitán Stubing o en un hotel de Punta Cana en la modalidad de “todo incluido”, considere seriamente la posibilidad de ponerse a régimen. En muchos casos verá usted que los alimentos están expuestos sobre una mesa para que el abatido comensal se los sirva él mismo. A eso se le llama bufé y le aseguro que será espantoso. Lo habitual es que no haya límites al número de platos que se puede uno servir. Entonces se llama bufé libre y será aún peor si cabe. Si se encuentra con un bufé libre en un barco y no le ha convencido lo del régimen, le sugiero que aproveche las escalas para llenar el estómago. Otra cosa no se me ocurre.

Se aconseja pedir referencias a reputados gastrónomos cuando se tenga intención de visitar restaurantes ubicados en los centros históricos de las grandes ciudades y sepa usted que se consideran de alto riesgo aquellos que están en puntos de gran interés turístico (aunque últimamente parece que en algún famoso museo y en alguna casa colgada hay ganas de demostrar lo contrario).

2. El eslogan publicitario. Si el restaurante se publicita, sea en Internet, en la prensa local, o en cualquier otro medio, con un slogan del tipo de “Al buen comer llaman Calixto” o “Salones Morfeo, entrará como cliente y saldrá como amigo” piénselo bien antes de acudir al reclamo publicitario. Pero si el slogan consiste en un pareado, “Si quieres beber buen vino, ven a Casa Palomino” o “Todo está rico en el Mesón Federico”, no lo dude y ponga usted píes en polvorosa, porque de un restaurante capaz de anunciarse de este modo no se puede esperar nada bueno.

3. Las franquicias. Suelen tratarse de restaurantes especializados en ofrecer un tipo de comida de un país o de una región determinados (normalmente México, Estados Unidos, Italia, los países árabes o Andalucía) aunque también hay franquicias que se especializan en dar bocatas y otras que resultan difíciles de clasificar. Se caracterizan porque mediante la decoración intentan recrear el ambiente del país o de la región de o rigen, por dar globos a los niños y, en el caso de la cocina internacional, por intentar adaptar el gusto de los platos al paladar español. Suelen estar ubicados en centros comerciales, aunque no siempre es así. El veredicto es claro (y no digo nada que ustedes no sepan): se come horrorosamente.

4. Los restaurantes temáticos. Los mas marchosos suelen incluir espectáculo: cenas medievales, salones del Far-West, restaurantes eróticos… Sólo de pensar en ellos ya me echo a temblar. ¿Conocen ustedes algún restaurante temático en el que se coma bien?. Pues eso.

5. El señuelo. Si en la puerta del restaurante ve a un sujeto intentando presionar a los paseantes para que entren a comer, pase usted de largo o dé media vuelta y vuelva por donde ha venido.

6. La BBC. O sea bodas, bautizos y comuniones, aunque sean por lo civil. ¡Qué se besen!, ¡Qué se besen!. Es posible mantener alguna esperanza de comer bien cuando se trate de un restaurante que, con gran disgusto del encargado, admite celebrar una boda ocasionalmente, pero si es un restaurante especializado en estos eventos, ni lo sueñe usted.

7. La carta (aspectos formales). Los malos restaurantes se pueden identificar rápidamente ojeando la carta. Sin entrar en detalles, diremos que hay que desconfiar si la carta tiene más páginas que una novela rusa del Siglo XIX o si en la relación de platos se encuentran especialidades demasiado heterogéneas y se pasa sin rubor del gazpacho a la paella o de la fabada a los rollitos de primavera. Mala señal será que en la carta aparezcan fotos de los platos. Muy mala.


Es frecuente que los restauradores intenten dar lo mejor de sí mismos al redactar la carta de su restaurante y por ello no debe sorprendernos la proliferación en las mismas de un lenguaje rebuscado y difícil de entender. Cosas como “el besugo sencillo de nuestras costas en su costra de sal con sus acompañamientos”, que eso (y cosas peores) hemos tenido a veces que leer. No me atrevo a decir que la cursilería sea indicio suficiente para identificar un mal restaurante, pero al menos quedan ustedes avisados de que el barroquismo en la carta suele ser preludio del barroquismo en el plato. Y teman ustedes también a la palabra “casera”, normalmente unida a las croquetas o a la empanada. ¿Por qué hará falta decir que las croquetas son caseras?. Nunca en mi vida he leído “bacalao al pil pil casero”. Si además de caseras nos dicen que las croquetas son “de la abuela”, mejor no vaya, que no tenemos ninguna constancia de que la abuela sea una buena cocinera y, además, es muy posible que se hayan quedado pasadas desde el día en que la abuela las cocinó.

8. La carta (contenido). Hay un plato infalible para identificar un mal restaurante: el arroz con bogavante, plato hortera que ha contribuido a encarecer el precio de los demás arroces y que se propaga como una plaga entre los restaurantes malos. Basta con encontrarlo en la carta para que resulte aconsejable huir y evitar así contemplar la comisión de un delito gastronómico. Si el restaurante es de aquellos en los que el servicio de sala se parece el juego del “Comecocos” donde unos camareros sudorosos se desplazan a gran velocidad sin aparente destino y, aún así, se atreve a pedir un plato de arroz con bogavante, sólo me queda decir que es usted un valiente o un insensato. Pero permítame que haga un último intento: no lo pida. Su paladar y su cartera me lo agradecerán.

Otra presencia sospechosa es el revuelto de ajetes y gambas, ejemplo habitual de lo mal que combinan el sabor a frasco y el congelado . O los platos de moda del momento, sean aguacates con gambas, filetes de canguro o de avestruz, vieiras, salmorejo, foie u ortiguillas.

9. Los vinos. Esto es un mundo. Lea usted la carta de vinos y decida según su criterio. Pero fíjese si se mencionan las añadas y compare, si puede, el precio del vino en bodega o en tiendas especializadas con el que marca la carta del restaurante. Descubrirá usted que la vida nos da sorpresas, sorpresas nos da la vida. Una vez dentro del restaurante no se siente si ve que en las mesas desocupadas descansa una botella de vino cerrada esperando que algún cliente le diga al camarero: “ya que está aquí, ábrala usted, jefe” o que las botellas se encuentran en cualquier sitio expuestas al calor. Una vez sentado, quéjese amargamente si se comportan como un restaurante malo y le sirven un vino distinto del que ha solicitado, o a temperatura inadecuada, o en esas copas pequeñas que tienen un vidrio más grueso que el cristal de las gafas de Rompetechos. Proteste cuando dejen la botella fuera de nuestro alcance y pida cubiteras bien cargadas de agua y hielo.

Acabemos ya y pasemos de largo por los restaurantes con dueño famoso o por los especializados en la cocina de países de dudoso interés gastronómico como Colombia, Camerún, Lituania o la República Checa, porque si no nos puede quedar esto muy largo. Así que nos despedimos ya mostrando nuestro agradecimiento y admiración por esos actores “malos” de los que hablabamos antes. A los restaurantes malos (ahora sin comillas) les pedimos que incorporen en la receta del día a día de su negocio unas dosis de cariño y respeto por sus clientes. Nosotros se lo sabremos agradecer.

Los malos por orden de aparición:

James Mason / Phillip Van Damm
Claude Rains / Alexander Sebastian
Joseph Cotten /Tío Charlie
Vincent Price / Profesor Jarrod
Robert Mitchum / Harry Powell
Richard Widmark / Tommy Udo
Lee Marvin / Liberty Valance
Jack Palance / Jack Wilson
Errol Flynn y Basil Rathbone / Robin Hood y Guy de Gisbourne
Mel Ferrer / Marqués Noel de Moynes
El arroz con bogavante

lunes, 3 de agosto de 2009

Los años cuarenta: las Big Bands, las mujeres fatales, el profesor Franz de Copenhague y Casa Ricardo, de la calle Fernando el Católico de Madrid


La otra noche me puse a escuchar un viejo disco de Glenn Miller. Para aquellos lectores que sean muy jóvenes o muy amantes del pop latino, les aclararé que fue un director de orquesta que se convirtió en el máximo exponente de la música con “genuino sabor americano” y cuya banda modernizó el estilo de la música de baile que se escuchaba en los años cuarenta.

Glenn Miller, muerto en accidente de aviación durante la guerra mientras realizaba una gira artística por las bases del ejército aliado, tuvo en vida y en los años siguientes a su desaparición un éxito extraordinario y, aún hoy, se considera que algunas de sus piezas forman parte del mejor swing de todos los tiempos. En 1953 Anthony Mann, el marido de Sara Montiel, realizó una agradable película, interpretada por James Stewart, basada en su vida, “The Glenn Miller Story”, llamada en nuestro país - nosotros siempre tan atentos a la exactitud de las traducciones - “Música y lágrimas”.

Años cuarenta, el swing, el hot, some like it hot, las Big Bands. Los nombres de Glenn Miller, Artie Shaw, Benny Goodman, Count Basie, Duke Ellington o Louis Armstrong llenaron toda una época de la música americana que luego no ha tenido continuidad, pero sus discos permanecen aquí, junto a nosotros, para transportarnos al compás de su ritmo a esos años difíciles. Años de hambre, de guerra, de bombas atómicas y de cine en blanco y negro. Años de senadores desquiciados y de caza de brujas. Años plagados de películas con detectives y mujeres fatales, de diálogos ágiles y brillantes y de tramas complicadas cuando no simplemente incomprensibles (aunque a veces he pensado que quizás los guiones son simples y claros y que la culpa de que yo no sea capaz de entender bien la trama de algunos de ellos la tienen precisamente esas mujeres fatales de las que hablaba antes.) Mujeres como Lauren Bacall, “si me necesitas, silba, ¿sabes silbar, no?, es sencillo, junta los labios y sopla”; Gene Tierney, recordadla, es aquella que con sólo una mirada enamoraba a la cámara, al director, a todos los espectadores y hasta al acomodador; Lizabeth Scott, “se me olvidó decirte que no me fío de nadie… especialmente de las mujeres”; Barbara Stanwyck, “¡qué montón de libros!, ¿son todos diferentes?”, Mary Astor, “si te portas bien saldrás en veinte años y yo estaré aquí esperándote, pero si te ahorcan, cariño, siempre te recordaré”; Gloria Grahame, “he sido pobre y he sido rica y, créeme, es mucho mejor ser rica”; Bette Davis, “te besaría pero acabo de lavarme el pelo”; Ida Lupino, “matar por primera vez es difícil, pero cuando vendes tu alma al diablo es más fácil”; Lana Turner “a mí no me gusta mi apariencia, pero parece que todos los hombres que conozco están convencidos de lo contrario”; o Verónica Lake, “la dalia azul” portadora de una melena turbadora que cubría el lado derecho de su cara, a veces ocultando el ojo. Mujeres fatales que, cuando aparecen, me nublan la mente.

También fueron años de cine combativo contra el Eje: “Destino Tokyo”, “La señora Miniver”, “Enviado especial”, “El gran dictador”, “Naufrago”, “Casablanca”. De cine de posguerra: “Los mejores años de nuestra vida”, “Siempre hace buen tiempo”, “El tercer hombre”… De comedias musicales de Fred Astaire, de Judy Garland y de Gene Kelly. De películas de John Ford. De novelas de Raymond Chandler, de Dashiell Hammett, de John Steinbeck, de Ernest Hemingway; de dramas sureños de Tennessee Williams. De grandes orquestas de Jazz. Alguien, no recuerdo quien, dijo que la mayor contribución norteamericana a la cultura del Siglo XX ha sido la música de jazz, las películas de Ford y los números de baile de Fred Astaire. Yo estoy de acuerdo.


Bueno, como iba diciendo antes de perderme por las ramas de la pantalla grande y de las salas oscuras, la música de las Big Bands no tuvo continuidad, y es que al finalizar la Segunda Guerra Mundial se acabaron también los años del swing. Cuestiones económicas obligaron a los empresarios a cerrar los grandes salones de baile y abrir pequeños clubs donde comenzaron a actuar algunos de los grandes renovadores del jazz: Charlie Parker, Dizzy Gillespie y el genial Miles Davis. De este modo, desaparecieron esos locales que ya sólo se pueden ver en las antiguas películas de Ginger y Fred, donde flotaba en el aire el humo de los cigarrillos, se bebía champán y se podía oír en directo la música de las trompetas, los saxos y los clarinetes o, con un poco de suerte, a Sugar Kowalczyk tocando el ukelele. Enormes pistas de baile donde nuestros abuelos bailaban cheek to cheek, mientras sonaban canciones como “Amapola”, “Perfidia”, “Begin the beguine”, “I wanna be loved by you”, "Sing, sing, sing (with a swing)", “Summertime” (en la voz de Billie Holiday, claro), o alguna de las grandes melodías de Glenn Miller: “In the mood”, “Pennsylvania 6-5000” (el número de teléfono real del Hotel Pennsylvania de Nueva York), “Chattanooga Choo Choo” o “Moonlight Serenade”.

Aunque son pocas las cosas que nacieron o que tuvieron su auge en los años cuarenta y que permanecen vigentes en nuestros días, sí que se me ocurren algunas más que añadir a nuestra lista de películas, libros y discos favoritos. Por ejemplo, el bolígrafo, invento práctico y de bajo costo, mucho más cómodo que la pluma estilográfica; la rebeca, una chaqueta de punto que se popularizó porque Joan Fontaine la lucía en la película de Hitchcock del mismo nombre; la penicilina, que erradicó ciertas enfermedades hasta entonces incurables; y (last but not least) el bikini, una de las ideas más brillantes y cautivadoras del Siglo XX. Otros inventos como el dispositivo anti-cabellos en la sopa, el procedimiento para descargar mercancías con jirafas o la máquina para hacer cosquillas, todos ellos del profesor Franz de Copenhague, lamentablemente no han llegado a nuestros días.

Y por si no fuera suficiente con esta lista, podemos añadir también unos cuantos restaurantes de Madrid que fueron inaugurados en esa década: Horcher, el viejo restaurante de cocina centroeuropea que se mantiene desde hace más de sesenta años en su preciosa ubicación frente al Retiro; Casa Salvador, restaurante castizo especializado en cocina tradicional madrileña con fotos de toreros, carteles de toros (dicen que el más antiguo data de 1814) y guisos taurinos; Edelweiss, donde muchos madrileños probamos por primera vez el codillo con chucrut y que hoy pertenece al Grupo Arturo; y Casa Ricardo, la maravillosa tasca de la calle Fernando el Católico, con sus azulejos, su ambiente taurino plasmado en cuadros, carteles y fotos de todo el censo de la torería, su mostrador de taberna a la entrada, sus manteles de cuadros y sus bancos corridos donde me gusta sentarme de vez en cuando para comer bien y barato, por ejemplo un par de huevos fritos acompañados de una inigualable morcilla de cebolla y piñones o de unas deliciosas migas con torreznos, o un rabo de toro, o una tortilla de ajos tiernos, o un pollo al ajillo, o unos callos a la madrileña, o sea sin garbanzos. Platos sabrosos, ideales para mojar pan, para ponerse morado. Platos eternos, que no hay moda ni tendencia que pueda con ellos. Platos tabernarios.

No me despido sin comentar el menú degustación, auténtica tentación para los tragaldabas, que por 31 € (IVA incluido, como tiene que ser) te ofrece una ensalada, huevos con morcilla, callos a la madrileña, calamares en su tinta con arroz blanco, pescado fresco del día (a lo mejor unos filetes de gallo rebozados o unas parrochas fritas), bizcochos borrachos de la prestigiosa dulcería Hernando de Guadalajara, pan, vino y café. ¿Habéis tomado nota? Pues vale. Corto y cierro.


Ilustraciones de George J. Goodstadt que pueden verse en el post:

Big Bands: Glenn Miller, Artie Shaw, Benny Goodman, Count Basie y Duke Ellington.
Bette Davis.
Fred Astaire y Ginger Rogers en alas de la danza.
Marilyn Monroe / Sugar Kowalczyk en “Some Like It Hot”.

Fotos: El eximio profesor Franz de Copenhague y el comedor de Casa Ricardo.

Selección musical:

Summertime - Billie Holliday
I Wanna Be Loved By You - Marilyn Monroe - Con faldas y a lo loco
Chattanooga Choo Choo - Glenn Miller - Tú serás mi marido
It Don’t Mean A Thing – Duke Ellington
Sing, Sing, Sing (with a swing) – Benny Goodman
When The Saints Go Marching In – Louis Armstrong
Swingin’ the Blues – Count Basie
Drum Boogie – Barbara Stanwyck – Bola de Fuego
Callejón sin salida – Lizabeth Scott