domingo, 24 de octubre de 2010

Artículo dedicado a la Cerveza (Liebre, Cazador, Campo…)


En el cine (y me refiero al cine americano clásico, al cine de las grandes estrellas, al cine de la edad de oro de los estudios, es decir, al cine) el prestigio siempre lo han tenido el champán, los martinis y el whisky. El champán y los martinis lo bebían los tíos elegantes como Fred Astaire, William Powell, Maurice Chevalier o el Agente 007 cuando salían a conquistar chicas, es decir, a todas horas. Pedían estas cosas porque eran hombres con estilo y porque sabían que eran las bebidas favoritas de las chicas más chic de la pantalla, como Marilyn, como Natalie o como Audrey. (Hablando de Audrey y de tíos con estilo, ya sabréis que a David Larrabee se le desgarró el culo con una copa de champán que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón cuando acudía a su cita romántica con Audrey en el campo de tenis de su vivienda. Eso sí que es ser elegante y no lo mío, que casi me desgarré el culo cuando me caí en medio de una zarza mientras estaba comiendo moras junto a la valla de un prado). El champán y el martini, son bebidas que derrochan sensualidad por todos y cada uno de los enlaces químicos de sus moléculas, pero el whisky en cambio no es una bebida apropiada para la conquista. Lo beben los tíos cuando están solos o cuando la chica que les acompaña les importa un carajo. El whisky es cosa de Bogart y de los tipos duros del western. Con whisky se las agarra buenas Dean Martin en Río Bravo o Lee Marvin en cualquier película que se les ocurra a ustedes.

Champán, martinis y whisky, sí, pero ¿y cerveza? ¿Quién bebía cerveza en las películas del Hollywood dorado? Pues si quieren que les diga la verdad, nadie o casi nadie. Muy pocos. Quizás la razón se encuentre en que se trata de una bebida que siempre ha tenido muy poco glamour. Todos quedamos de vez en cuando con los amigos en el bar de enfrente para tomarnos una caña de cerveza y un pincho de tortilla o una tapa de boquerones en vinagre. Realidad a tope. Pero como entre nuestro cotidiano aburrimiento, nuestra caña de cada día y los realitys shows de Telecinco ya tenemos realismo de sobra, cuando nos asomamos al cine (y me refiero al cine americano clásico, al cine de las grandes estrellas, etcétera, etcétera) no nos apetece ver historias de tipos que se ligan a la cajera del DÍA en una discoteca cutre, valga la redundancia, mientras se beben una lata de Mahou cinco estrellas. Queremos champán, martinis y whisky. Y aunque es verdad que los jovencitos de hoy día estamos más acostumbrados que antes (unos más que otros, eso sí) a los champanes de pequeño productor, a los pelotazos de whisky de malta y a los cócteles de Le Cabrera, también lo es que de vez en cuando, sobre todo cuando no nos mira Weirdo, le damos un repaso a la cerveza y a los boquerones en vinagre.

Así que me pongo a buscar la gran película de la cerveza. Una película en la que, por ejemplo, un turbio crimen tenga lugar en una fábrica de cerveza, o en la que una historia de amor sea consumada apasionadamente en un campo de cebada, o que cuente una divertida aventura que conduzca a los protagonistas por las mesas de madera de las cervecerías de Gante o de Amberes. Busco y no encuentro nada. Pero como no voy a rendirme tan pronto, rebajo un poco las expectativas y decido conformarme con películas en las que la cerveza, aún no siendo la estrella principal, sí tenga un cierto protagonismo o, al menos, un pequeño momento de gloria.


Y aquí sí que tenemos algo de material. Podríamos empezar con Groucho Marx haciendo de las suyas en Pistoleros de agua dulce: “¿Llama a esto una fiesta? La cerveza está caliente y las mujeres frías.” En Frenesí, la película que supuso la vuelta de Hitchcock a su Inglaterra natal, una pareja de gentlemen con paraguas y bombín, comentan divertidos delante de unas pintas de cerveza el último crimen del asesino de las corbatas, en un pub cercano a Covent Garden. Alfred Hitchcock. Crímenes, cerveza y humor negro.

También se bebía cerveza en una taberna de la campiña inglesa donde normandos y sajones compartían viandas sin saberlo y donde Sir Wilfredo de Ivanhoe daba buena cuenta de una jarra espumosa que le sirve el posadero. Siempre me han gustado mucho las escenas de banquetes en las películas medievales. Aves, venados y ciervos atravesados por palos que giran lentamente sobre el fuego de una hoguera, mientras las jarras de cerveza se deslizan por las mesas. Kirk Douglas en Los vikingos bebía la cerveza, no en jarras, sino en cuernos, mientras se preparaba para asistir al banquete de Odín, allí donde acudían todos los guerreros vikingos que morían frente al enemigo con una espada en la mano.

A veces la cerveza se muestra como símbolo de amistad y de camaradería. En la película Cadena Perpetua, la recompensa que Tim Robbins le pide a su carcelero por haberle ayudado a ahorrarse los impuestos correspondientes a una cantidad de dinero que éste había recibido de su hermano en concepto de herencia, es poder tomarse unas botellas de cerveza al aire libre con sus compañeros de cárcel. Pitillos y cervezas en la terraza. Es una escena magnífica, pero yo, puestos a elegir, posiblemente me quede con aquella de El cazador en la que un grupo de amigos se reúnen en un bar para celebrar que se marchan a la guerra del Vietnam y que nunca volverán a estar juntos como lo están en ese momento. De paso, celebran también la despedida de soltero de uno de ellos, juegan al billar, beben cerveza y cantan “Can’t take my eyes off you” a grito pelado.

Pero es tan difícil buscar ejemplos que me estoy alejando del Hollywood clásico. Vuelvo a él porque, si de cerveza se trata, hay una película que no se me puede olvidar: El hombre tranquilo. John Ford, cerveza irlandesa, canciones y puñetazos. Los héroes de Ford sí beben cerveza. Una buena jarra es lo que le pide John Wayne al camarero, después de cruzar el desierto en Tres padrinos. Supongo que es lo mismo que pediríamos usted y yo si entráramos en un bar después de cruzar a píe el desierto de Arizona.

También se bebe cerveza en El juicio de Nuremberg, una película que tiene una escena que a mí me encanta y que voy a proclamar como mi escena “cervecera” favorita de todos los tiempos. Los jueces se han reunido para tomar unas copas después de una sesión del proceso que ha resultado ser particularmente dura. En el bar se encuentran con el fiscal, quien parece haber bebido demasiado: “Perdonen” – les dice, - “he tomado una o dos copas de más, como con disgusto habrán advertido ustedes. Lo siento pero el espectáculo de esta tarde con el señor Petersen me ha quitado el apetito.” Llega el camarero con más cervezas. El fiscal (Richard Widmark) levanta un vaso, lo mira con admiración y dice antes de darle un sorbo: “Buena cerveza. La hacen buena en este país… Liebre, cazador, campo… Seamos justos. El cazador disparó sobre la liebre en el campo. Es bien sencillo. No hay ningún nazi en Alemania, ¿no lo sabía usted, juez? Los esquimales invadieron Alemania y se apoderaron de ella. No fue culpa de los alemanes, no. Fueron esos malditos esquimales.”

En el año 1948 tuvieron lugar los juicios de Nuremberg. Mientras en un proceso que avergonzó al mundo entero se juzgaba a los cabecillas del Tercer Reich, en otros juicios paralelos se llevó al banquillo de los acusados a funcionarios, a militares y a los jueces encargados de administrar justicia en la Alemania nazi. Sentar a los jueces en el banquillo es un buen asunto para una película, y así, en 1961, Stanley Kramer produjo y dirigió El juicio de Nuremberg subtitulada en España con el absurdo nombre de Vencedores o vencidos.

El juicio de Nuremberg no ha sido nunca considerada como una gran película por la crítica especializada. Buena sí, pero no excepcional. Todo lo más, una película convencional y entretenida, soportada por grandes interpretaciones, donde el director apenas aporta nada al desarrollo de la historia. Yo, en cambio, no estoy de acuerdo. Para mí, sí que se trata de una película excepcional. Un guión de estructura clásica da lugar a una película que, a pesar de su larga duración y a que se desarrolla casi en su totalidad en un único escenario, resulta muy entretenida. Pero además es una película valiente que se moja y que constituye una acusación contra todos aquellos que se limitaron “a cumplir órdenes” o que se dedicaron a mirar hacia otro lado, porque, a fin de cuentas “¿nosotros, qué podíamos hacer?”

Lo que sí es cierto es que la película cuenta con uno de los mejores repartos de la historia del cine. En ese aspecto, se puede decir que la película derrocha talento. Cuenta Kramer en sus memorias que desde un principio, él fue consciente de que una película de estas características, solamente podía resultar atractiva si contaba con grandes actores. No bastaban buenos actores, tenían que ser los mejores y, además, los más apropiados.

Para Kramer había dos nombres imprescindibles: Spencer Tracy para el papel del juez, y Montgomery Clift como fiscal del proceso. Con Spencer Tracy no hubo demasiados problemas. Leyó el guión, alcanzó un acuerdo con sus honorarios y firmó el contrato. Pero con Montgomey Clift, las cosas no iban a resultar tan sencillas. Así lo contaba Ángel Fernández Santos en una de sus memorables crónicas de El País:

Clift estaba en la cima de su carrera y al borde del mayor abismo de su vida. Unos años antes, un accidente de automóvil le había destrozado el rostro, que hubo que reconstruir centímetro a centímetro. Su hosco y agrio carácter se ensombreció más, y lo llevó a la frontera del suicidio cotidiano. Pero, dotado Clift de un férreo dominio de sí mismo, logró dar un violento giro a su carrera, volvió del revés como un saco a su método de creación de personajes, y, entre las brumas del alcohol y el Nembutal, cuando nadie daba ya ni un centavo por su carrera, realizó tres interpretaciones geniales en De repente, el último verano de Mankiewicz, Río salvaje de Kazan, y Vidas rebeldes de Huston.

Kramer localizó a Clift en un escondrijo anónimo de Puerto Rico y le envió el guión, pidiéndole que se interesase por el omnipresente personaje del fiscal, por cuya interpretación le pagaría 100.000 dólares. Luego sobrevino uno de los innombrables silencios del actor, jalonado por algún recorte de periódico donde se le localizaba borracho en una hedionda esquina, o apaleado a la puerta de un tugurio, enmarañado en los vericuetos de la compraventa de amor oscuro.

Unas semanas después Clift emergió del subsuelo e hizo ante el atónito Kramer una loca oferta: no quería interpretar al protagonista; había actores, como Richard Widmark, a quien el personaje les venía a la medida; en cambio le interesaba un personaje episódico, Petersen, un judío castrado por los nazis que testifica ante el tribunal. Haría este personaje con dos condiciones: que su escena fuera rodada en continuidad y que no se le pagara ni un solo dólar por ello.

Antes de rodar la escena, Clift pasó varios días mirando obsesivamente una fotografía de Kafka. Una mañana entró en la peluquería del hotel Bel Air, mostró el rostro de Kafka e indicó que le cortaran el peló así. La escena se rodó en abril de 1961, de un tirón y con varias cámaras. Tracy abrazó conmovido a Clift cuando este terminó. El resultado es un monumento del arte interpretativo. Nadie como Clift, dijo Richard Burton, salvo la Garbo, tiene la extraordinaria facultad de dar la sensación de encontrarse en inminente peligro, de que puede estallar o morir ante uno mismo en cualquier momento.

Es esta la mejor definición posible de la magistral escena, llena de violencia y contención, en la que Clift, casi totalmente inmóvil, jugando solo con su asustado y kafkiano rostro, hace un alarde de utilización sonora del silencio, y consigue comunicar con sus ojos dolor, estupor, inocencia, temblor, en un estado de total pureza y de total desastre.

En siete minutos, Clift entregó al futuro la esencia de un arte perfecto y en estado de gracia. Solo siete minutos le bastaron para fijar un prodigio de técnica incorporada a una inspiración torrencial. Solo siete minutos para que Clift, sin recibir un solo céntimo, se adueñara de la gloria del filme.


El juez, ya lo hemos dicho, era Spencer Tracy. Y allí estaban también un furioso Burt Lancaster, que echaba fuego por los ojos; Richard Widmark, asumiendo extraordinariamente el papel de fiscal que Clift había rechazado; Judy Garland, ofreciendo una interpretación conmovedora mientras intentaba sobrevivir a sus adicciones, a sus crisis nerviosas y a sus problemas personales, y Marlene Dietrich, deslumbrando todavía a sus sesenta años con su caída de ojos. Pero, además, estaba Montgomery Clift, quien escribió durante siete minutos una de las páginas más bellas del arte de la interpretación.

Esos siete minutos constan de dos partes. En la primera, el fiscal le interroga hasta concluir que fue condenado a ser esterilizado, que realmente lo había sido y que la sentencia fue firmada por algunos de los jueces que se encuentran ahora sentados en el banquillo. En la segunda, el abogado defensor (Maximilian Schell) toma el relevo del interrogatorio y se dirige al testigo:

Defensor: - “Señor Petersen, ha dicho usted que en el Tribunal de Stuttgart le hicieron dos preguntas: las fechas de nacimiento de Hitler y de Goebbels. ¿No es cierto?”
Petersen: - “Sí, en efecto”
D: - “¿Qué más le preguntaron?”
P: - “Nada más.”
D: - “¿Podría decirme, señor Petersen, cuanto tiempo fue a la escuela?”
P: - “Seis años.”
D: - “¿Seis años?, ¿por qué no fue más?”
P: - “Tuve que ponerme a trabajar.”
D: - “¿Diría que fue usted un buen estudiante en la escuela?”
P: - “¿En la escuela? De eso hace ya tanto tiempo que no sé…”
D: - “Tal vez no era usted capaz de seguir a los demás y por eso…, por eso no continuó.”
P: - (No contesta)
D: - “¿Era usted capaz o no era usted capaz de seguir a los demás?”
P: - (No contesta)
D: - “Voy a referirme al informe sobre el señor Petersen librado por su propia escuela: No pudo progresar y fue trasladado a una clase para retrasados mentales.” (Ahora dirigiéndose al señor Petersen): “¿Dice usted que sus padres murieron de muerte natural?”
P: - “Sí.”
D: - “¿Querría usted describir con detalle la enfermedad de que murió su madre?”
P: - “Murió del corazón.”
D: - “En las últimas fases de su enfermedad, ¿dio muestras su madre de alguna peculiaridad mental?”
P: - “¿Mental? No, no.”
D: - “En el informe recibido de Stuttgart consta que su madre sufría debilidad mental hereditaria.”
P: - (Muy alterado) “Eso no es, eso no es verdad, no es verdad, no es verdad.”
D: - “Entonces podrá darnos usted una explicación de por qué el Consejo de Sanidad hereditaria de Stuttgart llegó a tal conclusión.”
P: - “Eso fue sólo algo que dijeron para ponerme en la mesa de operaciones.”
D: - “Con que sólo fue algo que dijeron.”
P: - “Sí.”
D: - “Señor Petersen, había un sencillo test que el Consejo de Sanidad empleaba en los casos de retraso mental. Ya que dice usted que no se lo hicieron entonces, quizás podría hacerlo ahora: forme una oración con las palabras liebre, cazador, campo. Tome el tiempo que quiera.”
P: - “Liebre, ¡bah!... Liebre…. Cazador…. Ya estaban de acuerdo cuando, cuando me hicieron entrar en el Tribunal, ya estaban de acuerdo. Ya estaban de acuerdo (gritando). Me metieron en el hospital igual que un criminal. Nada pude decir. Nada pude hacer. Tuve que… que quedarme allí. Mi… mi madre, ¿qué dicen de mi madre? Era una mujer, una sirvienta que trabajaba a todas horas, una mujer que trabaja sin descanso y no está bien lo que dicen de ella. ¡Ah, sí!, Quiero enseñárselo. Aquí tengo su fotografía. Me gustaría que la vieran. Querría que ustedes juzgaran. Les pido que ustedes me digan si ella era débil mental. Mi madre, ¿era débil mental? ¿Lo era?”
D: - “Considero que es mi deber señalar al Tribunal que el testigo no puede regir sus facultades mentales.”
P: - “Sé que ya no puedo. Desde aquel día. Hicieron de mí una sombra de lo que había sido.”
D: - “Este Tribunal no sabe cómo era usted antes, y nunca lo sabrá. Tiene sólo su palabra.”

En ese momento el juez suspende la sesión.

Liebre, cazador, campo…. No me extraña que el fiscal y los jueces necesitaran tomarse una cerveza al salir del Tribunal. Yo voy a tomarme una ahora mismo. Por si a ustedes les interesa les diré que me gusta mucho la Chimay etiqueta azul, y que nunca pierdo la oportunidad de pedir una botella de tres cuartos de litro cuando me acerco a la barra del Restaurante Juanito de Jerez de la Frontera. Me encantan las cervezas de abadía, oscuras y espesas, que compro a veces en el Carrefour o en el Supermercado de El Corte Inglés. Me gusta mucho el amargor de la cerveza Alhambra Reserva 1925, “la caducá”. Sé que no voy a ser muy original si les digo que fue en la cervecería “U Fleku” de Praga, donde me sirvieron la cerveza más rica que yo haya probado nunca. También me apetece de vez en cuando tomarme una pinta de cerveza negra en algún pub irlandés. En Madrid, cuando paseo por la zona, me gusta acercarme a la Taberna La Ardosa, para tomarme un vaso de cerveza tostada y un pincho de tortilla de patatas. A veces me lío yo solo y sigo con los canapés de tomate y anchoa, con el salmorejo, con la mojama y con las croquetas. Y entonces pido otro vaso de cerveza.

Ya no se me ocurre nada más que decir. Releo lo escrito y creo que como comentario de cine igual tiene un pase, pero como artículo dedicado a la cerveza ha resultado bastante penoso. Bueno, ¿qué le vamos a hacer? Será porque yo nunca he sido muy cervecero, ya que no cabe duda de que el tema da mucho más de sí. En cualquier caso, vamos a bebernos juntos este post, porque aunque un vaso de cerveza no pueda compararse con una copa de vino, de vez en cuando también apetece.

jueves, 14 de octubre de 2010

Nikkei 225

Agazapado durante estos últimos años tras las barras de los exitosos imperios Kabuki y Sushi Bar, Luis Arévalo ha sabido aprovechar su momento para dar el salto hacia la mayoría de edad.

Ha bastado su desaparición durante un par de meses de la escena madrileña para que muchos de sus incondicionales seguidores intuyeran que algo estaba tramando. La respuesta se llama Nikkei 225. Pocos restaurantes han generado una expectación tan grande entre los sushívoros de la capital, que ya son legión. El escenario: un local espectacular en la calle Fernando El Santo, semiesquina con Paseo de la Castellana. Intachable la decoración, un híbrido entre un teatrillo art noveau y ambientes que recuerdan direcciones artísticas de Stanley Kubrick o Vincenzo Natali. Podrá gustar más o menos, pero es innegable su personalidad y marca una distancia con la corriente minimalista imperante. En ese sentido, cabe destacar el buen hacer del estudio de García de Vinuesa para proyectar una geometría imposible a priori, con dos salones separados por un prolongado pasillo. Un galimatías resuelto con inteligencia rompiendo la excesiva longitud del corredor mediante elementos visuales rítmicos y convirtiendo ese pasillo en una de las señas de identidad del local. Manierismo del bueno.

No sé si premeditadamente o no, pero esta declaración de intenciones en lo arquitectónico se ha trasladado a lo gastronómico. Si Arnold Hauser levantara la cabeza hablaría de gastromanierismo, de búsqueda del equilibrio entre la armonía del producto y la trasgresión de lo clásico; creación, no imitación. La relación entre tradición e innovación es materia que ha de resolverse mediante la inteligencia. Y si algo sobra en la cocina de Nikkei es inteligencia.

Por lo pronto nadie podrá acusar al nuevo Nikkei 225 de plagiar a los restaurantes de cocina japonesa en boga, a los asiáticos fusionados trendy, a los cañí-fusión o a los chinos para chinos y no tan chinos. Porque aquí no sólo encontraremos los sushis, nigiris y makis imaginativos a los que nos tiene acostumbrados Luis Arévalo; sus tartares acebichados o cebiches atartarados y esa habilidad innata para incorporar ingredientes de las cocinas japonesa, peruana y española. La cocina no se reduce a un sushiman y una “zona de calientes” marginal. La cocina en Nikkei 225 es sushiman, sí, pero es Cocina con mayúsculas.

Un delicadísimo tartar de salmón con chimichurri sobre papa frita, la perfecta tempura de cocochas con salsa de berberechos, el carabinero en sashimi con yuca y quinoa, su bacalao con erizo y berberecho, las carrilleras con salsa teriyaki, los adictivos yakitoris de pollo y langostino, un espectacular gunkan de tartar de vieiras con salsa huancaína y crujiente de algas; o unas monumentales y adictivas albóndigas de rabo de toro en salsa teriyaki, candidatas sin duda al premio Tupperware de Oro del año. Conceptualmente toda la evolución de la cocina de Arévalo queda compendiada en su nigiri de pez mantequilla con salsa de anticucho, fusión en estado puro, un monumento a la simplicidad, pero que reúne en un centímetro cuadrado todo su complejo universo creativo.

Otro acierto es el esfuerzo por consolidar una carta de postres propios, todos ellos muy personales. Entre todos ellos, destacar, conmocionado, el suspiro limeño con helado de haba tonka. No traten de llamar a Häagen Dazs para que lo incorpore en su catálogo. Ya lo hice yo.

Pieza clave en la concepción de Nikkei es Lai Rueda, al que todos conocerán por su paso por los más conocidos asiáticos de Madrid. Aquí le encontramos desarrollando una dirección de sala impecable. Profesionalidad y siempre una buena cara, algo tan elemental pero tan extraño de encontrar hoy en día. Él es el responsable de una carta de vinos descomunal a la altura del proyecto y que merecería un capítulo aparte. Orgiástica. Pero también es el responsable de todos esos intangibles que terminan haciendo que toda una maquinaria como ésta funcione.

La libertad creativa que se le ha otorgado a Luis Arévalo es plena, todo un acierto por parte de los socios de este proyecto, gente ajena a este circo de lo gastronómico, pero que han demostrado un gran sentido común y buen ojo en la elección de sus compañeros de viaje. Si alguno dudaba del talento de Luis o su capacidad para hacerse con el timón de una cocina de nivel, aquí está la prueba. Para los rezagados, para los incrédulos e incluso para los que siempre hemos diagnosticado en él todos los síntomas de la genialidad, ha nacido una estrella.

Restaurante Nikkei 225.
Paseo de la Castellana, 15 esquina c/Fernando el Santo

Tfno 91 3190390

miércoles, 6 de octubre de 2010

El mar, la mar

Uno de los mayores retos de los cocineros de todas las épocas ha sido el cómo llevar el mar, o la mar, a la boca, no es empeño fácil en mi opinión.

Los franceses se han empeñado en engañarlo con todo tipo de salsas (sólo respetan esos sabores yodados en las ostras), los japoneses lo respetan (pero no lo cocinan), los ingleses lo cocinan (pero no lo aprecian), los griegos lo dedican al dios Helios (lo abrasan), los italianos lo venden bien (pero no se lo comen), los alemanes no sé lo que hacen (pero seguro que nada bueno).

Tal vez es un poco chauvinista por mi parte, pero afirmo con rotundidad que en la vieja Europa solo en España se ha tratado de llevar el mar a la boca con producto, cocinado y con acierto. Nosotros lo hemos conseguido a través del guiso, transformando la inigualable materia prima de nuestras costas gracias a nuestr@s cociner@s (licencia políticamente correcta muy justificada lo del @) y conjugando mar y tierra. Ésa es la clave.

El guiso marinero nunca es puro mar, es tierra también, que absorbe la esencia del azul profundo (licencia poética menos justificada). Lo del mar y montaña exclusivo de Cataluña es una falacia localista, el arroz, la patata, el pimentón, los fideos, el azafrán, el aceite, los ajos, los pimientos, etc… son montaña ¡leñe! Pero tenemos que elegir señores, éste, nuestro querido país, es plural y diverso y ni siquiera en este tema nos hemos puesto de acuerdo, cada autonomía lo ha conseguido a su manera, bueno, Extremadura no, siempre a la cola. ¡Que empiece la competición!

En Cataluña tenemos el suquet, guiso profundo, sabroso a más no poder, demasiado tal vez. El almidón y sobre todo la picada no ayudan a meter ese mar en las narices, para la avellana creo mejor destino la Nocilla. Guiso a revisar.

En Castilla destaco el guiso de congrio, plato de arrieros, que mata esa sutilidad marina a base de utilizar el mejor pimentón de España en cantidades industriales, el congrio merece un mayor respeto ya que en este caso el mar no solo nos ofrece su profundo sabor, su alma, sino también una textura inigualable. Guiso a aligerar.

En Navarra o La Rioja, tenemos el ajo arriero, plato de arrieros (obviamente), denunciemos que todo plato de pescado trashumante no debería entrar en el apartado de mar en la boca, ese salado concentra los sabores de pescados insípidos (Espeto estaría de acuerdo) en su estado natural, no es mar puro, es mar rancio lo que nos metemos en la boca. Bacalao salado fuera de la competición.

En el Levante podríamos tener grandes guisos marineros, pero su afición a promocionar la ñora, y sobre todo a mezclarlos con all i oli los relega a la penúltima posición, por delante de Extremadura. Descalificados.

Llegamos a Andalucía, lo tenemos todo, Mediterráneo, Atlántico, huerta, gusto, sensibilidad…..y colorante. Andalucía se me cae del concurso por dos razones: la primera porque teniéndolo al ladito desconocen el uso del azafrán, posiblemente porque conocen su precio, lo sustituyen por colorante Makro; nunca he probado un guiso de corvina y choco a la gaditana (plato triunfador sin duda), que no esté inundado por esos polvos. La segunda razón es el tiempo, el tiempo que dejan los guisos en la cazuela, el punto del producto no existe. A segunda directamente por maltrato.

Galicia seguro que pensáis que es caballo ganador ¿verdad?, pues no. La alargada mano de los arrieros llega hasta el finis terrae, el pimentón usado con generosidad acaba con las posibilidades de triunfo de la región con la mejor materia prima, lo de la montaña a veces perjudica, en este caso mucho. Siento dejar a la caldeirada fuera.

Asturias ve con ilusión la descalificación de su primo hermano, pero no, su propensión a mezclar las nécoras o los bogavantes con las fabes la deja fuera. El mar tiene que ser muy digestivo, tan fresco en la boca como en el estomago, medio kg. de fabes en la tripa no es mar, por mucho bugre que lleve. Asturias se tendrá que conformar con el triunfo de Fernando Alonso.

Llegamos al País Vasco y nos encontramos el marmitako, os veo señalándomelo como compendio de todas las virtudes marinas o de todos los defectos que he señalado anteriormente, pero no, ni me vais a convencer ni me vais a pillar. En el País Vasco hay otro guiso de mar que se abre paso en la competición, que refleja como ninguno el yodo, el frescor, la fuerza, la sutileza, el equilibrio del mar y el variado aporte de la tierra, el mejor, ¡the winner!... el ARROZ CON ALMEJAS.

En una cazuela de barro calentamos suavemente un aceite de oliva 0,4º (tierra dulce), doramos un mínimo de ajo picado y aliento de guindilla (tierra punzante) y rehogamos un puñado de arroz (tierra absorbente), mojamos con un fumet de cabeza de rape (mar fresco) y que hierva 11 minutos, incorporamos las almejas (mar, sin mas), otros cinco minutos a fuego suave y perejil (tierra fresca) picado mientras reposa”… el ganador.

Sé que he pisado muchos callos y herido sensibilidades, creedme si os digo que todos los guisos reseñados me entusiasman, de veras, pero la labor de juez es difícil, tenía que decidirme. No sé bien cómo explicar mi decisión, creo que mejor dejo en manos de Pedro Salinas el que entendáis por qué éste y no otro.

Si no es el mar, sí es su imagen,
su estampa, vuelta, en el cielo.
Si no es el mar, sí es su voz
delgada,
a través del ancho mundo,
en altavoz, por los aires.
Si no es el mar, sí es su nombre
es un idioma sin labios,
sin pueblo,
sin más palabra que ésta:
mar.
Si no es el mar, sí es su idea
de fuego, insondable, limpia;
y yo,
ardiendo, ahogándome en ella


Y si no es suficiente con esto, Charles Trénet también me echa una mano:


¡BON APPÉTIT MES AMIS¡




Cuadro que ilustra: El puerto de Kaminia de Jean Claude Quilici.