viernes, 26 de noviembre de 2010

La conspiración



Transcribo a continuación el relato de los tristes acontecimientos que se sucedieron en el inicio del siglo XXI que, Alberto de Mellanosporum, antiguo inspector de la guía Estrellín, me transmitió a mí, su discípulo, Crispín Bombay de las Indias y Tanqueray, en el lecho de muerte.

El cónclave se celebró en el año de Dios del 2009, en el barrio del Trastévere, en Roma, cerca del Castello de Sant’Angelo. Los masones llegaron poco a poco y se reunieron en una mesa repleta de burratta, bresaola y pizza. No faltaba ninguno de los miembros de las principales familias gastronómicas: la Estrellín, Madridpolis, o las guías Octanos y Tragontour. Tampoco se lo perdieron los críticos gastronómicos de los que recuerdo que, con gesto adusto, probaban con hambre atrasada y gesto a la par satisfecho y circunspecto la chacina.

El albino que oficiaba como maestro de ceremonias sacudió por tres veces el mortero, clac-clac-clac. De su capucha sólo se apreciaban sus ojos azules brillantes, el orden del día era sencillo, tan sólo una frase de tres palabras: dominemos el mundo. Dominemos el mundo, repitió el maestresala de la logia y en un cronograma empezó a pintar el flujo de hechos que cambiaron la historia.


El plan era sencillo y avieso: los masones de la Estrellín empezarían por publicar una guía subversiva en la que tomaría partido por determinadas regiones europeas sin otro criterio que el apoyar ciudades concretas. La Madridpolis sin embargo saldría defendiendo el producto, sin criterio geográfico alguno, con especial énfasis en la trucha y el cordero. La Tragontour se decantó por restaurantes que defendieran una componente intelectual en su propuesta -en su particular manera de interpretar la intelectualidad, claro-. La guía Octanos no fue capaz de definir criterio alguno –su propia confusión se lo impidió- pero creó un factor entrópico que fue el principal catalizador de los desastrosos hechos que contribuyeron a la destrucción de occidente.

La dispersión en la información fue devastadora y el mercado gastronómico empezó a generar desconfianza en los compradores. El principal mercado secundario europeo, el de la volatería, sufrió importantes tensiones. Así, el inversor, guiado por la Estrellín, tomó partido por el pichón francés, registrándose diferenciales de casi 200 puntos básicos respecto al pichón de Navaz. De nada valió que Pepe Juan Chapucero, el primer ministro español, convocara una rueda de prensa, expresando su confianza en la finura del ave española, “nuestro producto es el mejor del mundo”, dijo, brindando con la prensa con una copa de crianza Ribera del Huécar. Pero ya nada podía parar al inversor, aterrado ante tanta información enfrentada"


El resto es bien sabido”. Alberto de Mellanosporum escupió sangre y ginebra en su cama mientras recordaba los lamentables hechos que acaecieron en marzo del 2011. "La masonería gastronómica perdió el control de la situación. Los gastrobares, los restaurantes de fusión, las vieiras, los ceviches y las cocciones cortas se hicieron con el mundo. Se dejaron de utilizar conservantes y en Londres se gestó el virus del dim sum creativo. El virus se transmitió por Europa, primero cayó Irlanda, luego Portugal y a continuación España, después Bélgica, Italia, el este de Europa y finalmente Francia y Alemania. No fue sino en el año 2014, en el Gran Incendio Europeo, cuando se quemaron todas las existencias de pasta wanton y ají amarillo y la pandemia se detuvo. Fue tarde, a estas alturas la anarquía campaba a sus anchas".

“¡Perdonadme, perdonadme!”, el inspector castellano clavó su mirada en mí en su lecho suplicándome comprensión y perdón y finalmente falleció entre espasmos de remordimiento. Según sus deseos fue confitado, braseado, y finalmente enterrado en la tercera planta del parking del antiguo mercado de Chamartín, junto a los cubos de basura, cuentan las malas lenguas que lugar habitual de estraperlo.


Hoy los gastrónomos, proscritos, se reúnen en catacumbas y asan gatos en fuegos avivados con maderas que roban en los edificios en construcción. Se oye hablar del rumor de que circula entre ellos una guía de la Tragontour del 2009, que adoran como una Biblia y que fue prohibida por la Única Ministra Europea, por subversiva. De tanto en tanto surgen rumores sobre la llegada de una trufa, un vino antiguo de Borgoña o una becada. Son casi siempre un cebo policial; todavía así ellos acuden como zombies desesperados por una novedad, deseando ponerle nota a un restaurante, escribir una crónica en un blog; añorando un pasado que recuerdan vagamente aún sabiendo que no volverá.

Crispín Bombay de las Indias y Tanqueray

Madrid, a 24 de Marzo del año de Dios del 2045.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Santiago Segurola y "El País" de los 80

(Crónica gastronómica de la Taberna Arzábal)


El otro día me encontré a Santiago Segurola cenando en la Taberna Arzábal de la calle Doctor Castelo de Madrid. Creo que la primera vez que vi a Segurola en la tele fue una noche de hace muchos años hablando de baloncesto con Andrés Montes en Canal Plus, aunque ahora que lo pienso mejor, no fue una noche, no, sino una madrugada, que no es lo mismo. Por las noches hay sobremesa, tele en familia, charla, bienestar y compañía. Hay besos de buenas noches: ¡hasta mañana, cariño, que descanses! Las madrugadas, en cambio, son otra cosa. Las madrugadas de mi juventud eran sinónimo de juergas o de estudios frenéticos, consecuencia lógica de haberlo dejado todo para última hora y tener que preparar deprisa y corriendo algún examen. Aquellas madrugadas olían a colacao, a pastillas estimulantes, a libros jurídicos de la editorial Civitas y a música en la radio. A Ángel Álvarez dándonos la bienvenida a bordo del vuelo seiscientos cinco y a programas musicales de Radio Nacional de España o de Radio Peninsular.

Programas que se interrumpían cada sesenta minutos con las señales horarias, con el himno nacional y con el boletín informativo. Emisoras de radio que, entre himno y boletín, nos ayudaban a evadirnos del rollo del derecho administrativo y de la vulgaridad de un país dominado por la irritante estupidez de un caudillo de los cojones con unos programas en los que los disc-jockeys pinchaban canciones que nos gustaban y que desde entonces no han dejado de acompañarnos.

Programas de jazz en los que se podían escuchar canciones como Georgia on my mind, Summertime, It don’t mean a thing o Potato Head Blues. ¡Qué gran canción, Potato Head Blues! ¡Fantástica! Los tíos que saben de esto dicen que es una de esas canciones que marcó el inicio de una nueva era de la música. Y, aunque esto mismo se ha dicho de otras muchas canciones, esta vez es verdad, os lo juro. Esta canción es un paseo por la historia del jazz, es la historia del jazz. Es la obra maestra de un músico que fue capaz de sintetizar en tres minutos todos aquellos sonidos que iba escuchando de niño por las calles de Nueva Orleans. Sonidos que se pueden encontrar en el llanto de un bebé, en la monotonía de un grifo que gotea, en el ruido del tráfico o en un pájaro cantando mientras los rayos del sol se abren paso a través de las nubes. Ritmo. Ritmo. El sonido de una trompeta. Cosas que no se enseñan en la escuela. Discos de 45 revoluciones por minuto. Joyas. Todas las canciones de Louis Armstrong son buenas, pero ésta es excepcional. Tan excepcional, que Woody Allen considera que es una de las diez cosas por las que vale la pena vivir. ¿Qué cuáles son las otras nueve? A ver si me acuerdo: Groucho Marx, desde luego; el segundo movimiento de la sinfonía Júpiter; La educación sentimental de Flaubert; esas increíbles manzanas y peras de Cezanne; Marlon Brando; Frank Sinatra; los mariscos de Sam Wo; algunas películas suecas y el rostro de Tracy. Tracy es Mariel Hemingway. Woody Allen es Isaac y ahora está tumbado en un sofá hablándole a un magnetófono. De pronto, se escucha la música de George Gershwin (aunque no lo diga Woody, también vale la pena vivir para escuchar la música de Gershwin), y se levanta de un salto para salir corriendo a buscar a Tracy:

- ¿Qué haces aquí?
- Bueno, he corrido. He intentado llamarte por teléfono pero comunicabas, así que lo dejé después de dos horas. Luego no he encontrado taxi y he venido corriendo. ¿A dónde vas?
- A Londres.
- ¿Te vas a Londres ahora? ¿Quieres decir que si tardo dos minutos más estarías camino de Londres?
- Sí.
- Pues deja que vaya derecho al grano. Creo que no deberías ir. Que cometí un grave error y que yo preferiría que no fueras.
- ¡Oh, Isaac!
- Ya sé. Ya sé que he hecho muy mal las cosas, pero escucha: ¿te estás viendo con alguien?, ¿sales con alguien?
- No.
- Pero, ¿tú sigues queriéndome o ya se te ha pasado?
- Dios mío. Surges de pronto. No me telefoneas y de repente apareces. ¿Qué ha pasado con la mujer que conociste?
- Pues, te lo explicaré. Ya no salgo con ella. Digamos que me equivoqué. Qué quieres que te diga. Es así. Creo que no deberías ir a Londres.
- Pero tengo que ir. Ya tengo mis planes hechos. Todo está preparado. Mis padres están allí buscando un lugar donde yo pueda vivir.
- ¡Vaya! Pero ¿tú me sigues queriendo o qué?
- ¿Tú me quieres?
- Sí, claro que sí. De eso se trata precisamente. ¿Comprendes?
- ¿Sabes que cumplí dieciocho años el otro día?
- ¿De veras?
- Soy mayor de edad, pero sigo siendo una cría.
- No eres tan cría. ¡Dieciocho años! Hasta podrías ir al servicio militar. Sí, en algunos países podrías. Oye, estás muy guapa.
- Me hiciste mucho daño.
- No fue a propósito. Verás, yo estaba…. Todo fue por mi estúpida manera de ver las cosas.
- Bueno, volveré dentro de seis meses.
- ¿Seis meses? ¿Estás bromeando? ¿Seis meses vas a estar fuera?
- Hemos esperado hasta ahora. ¿Qué son seis meses si nos seguimos queriendo?
- Oye, no seas tan madura ¿quieres? Seis meses es mucho tiempo. ¡Seis meses! Y tú estarás trabajando en el teatro, entre actores y directores. Irás a los ensayos, tratarás con toda esa gente, almorzarás con ellos y… se van creando afectos. Sin querer te irás metiendo en el ambiente. Cambiarás y dentro de seis meses serás una persona completamente distinta.
- ¿Y ya no quieres que pase por esa experiencia? Hace tan poco que me decías todo lo contrario.
- Si, ya lo sé, pero podrías… Bueno, no sé, no querría que eso que tanto me gusta de ti cambiara.
- Tengo que tomar el avión.
- ¡Ah, vamos!, ¡vamos! No puedes irte, Tracy.
- ¿Por qué no hiciste esta aparición la semana pasada? Seis meses no es tanto. Y no todo el mundo se corrompe. Has de tener un poco de fe en las personas.

Entonces Isaac, la mira y sonríe tristemente. Y con esa sonrisa tan triste, Woody Allen nos dice que su personaje por fin ha comprendido que, efectivamente, hay que tener un poco de fe en las personas. Otros directores necesitarían diez minutos o media hora para explicarte esto. Algunos no lo conseguirían ni en diez horas, ni en diez vidas que tuvieran. A Woody Allen le basta una sonrisa para hacerlo. Pocas veces se ha dicho lo buen actor que es. Él no puede decirlo de sí mismo, claro, pero creo que para muchas personas, las películas de Woody Allen están en la lista de las diez cosas por las que vale la pena vivir.

Al grano. Decía que cuando vi la cara de Segurola por primera vez fue allá por el año 1996, cuando Canal Plus compró los derechos de emisión en España de los partidos de la NBA y contrató a Andrés Montes para que los narrara. Todavía faltaba algún tiempo para que apareciese por ahí un jovencito llamado Daimiel y formara con Montes una pareja que fue capaz de convocar delante del televisor a miles de trasnochadores a unas horas que hasta entonces parecían estar reservadas exclusivamente a los anuncios de Chuck Norris en la teletienda. Cuando aparecían los presentadores suplentes nos íbamos a la cama sin preguntar siquiera quién jugaba esa noche, pero si eran Montes y Daimiel quienes narraban el partido nos quedábamos a ver lo que fuera, y, así, mientras el vuelo número 23 despegaba del aeropuerto de Chicago con destino a un nuevo anillo de la NBA, los espectadores nos los pasábamos pipa oyendo canciones de Van Morrison, como Caravan, incluida en el fabuloso disco It’s too late to stop now, o escuchando a la pareja contar la historia del Calabaza’s club, las crónicas cinematográficas de las películas protagonizadas por ese genio de la sensibilidad llamado Steven Seagal o los comentarios gastronómicos sobre el peor restaurante italiano de la historia, el cual, por cierto, parece ser que se encuentra en la ciudad de Detroit.

Pero antes de que llegara Daimiel, allí estaba Segurola, manteniendo el tipo y poniendo rostro y voz a una visión sensata del deporte. Un tipo inteligente y sereno que escribía en el diario El País y que había sido capaz de llevar a sus páginas deportivas algo tan poco frecuente como la claridad de juicio, acompañada de una prosa creativa y de cierta calidad literaria. Resumiendo, lo nunca visto hasta entonces en la prensa deportiva española. Fueron buenos años los ochenta para el diario El País. Domingo por la mañana. Primero nos toca ordenar un poco los restos de la incruenta batalla de la noche anterior y, después, a la calle, a comprar el periódico, los churros y el pan.

- ¡Qué asco de churros!
- ¡Qué asco de pan!
- ¡Qué asco de noticias!
- Anda, pásame El País.

En la última página escribía Feliciano Fidalgo, brillante entrevistador, en una sección llamada Luz de Gas, como la película de Cukor (esa de Ingrid Bergman y Charles Boyer), y, al igual que en la película, sus preguntas conseguían hacernos dudar de nuestros razonamientos, de nuestras convicciones, de nuestro buen juicio, de nuestra percepción de la realidad. Feliciano solía despachar cada semana una entrevista llena de preguntas directas: pocas palabras, belleza formal y un significado preciso. Encendía su luz de gas y te mostraba una manera diferente de acercarte a las cosas. También me enseñó a comenzar la lectura del periódico por la última página, cosa que hago desde entonces, como si esperara encontrarme otra vez con una entrevista suya. Bueno, esto también me lo enseñó Manuel Vázquez Montalbán, que en la última página de El País lo mismo analizaba la crisis de la izquierda (cuando la izquierda todavía existía y podía, por tanto, permitirse el lujo de tener una crisis), se lamentaba por la marcha de Figo al Madrid o nos daba referencias de una nueva revista policiaca y de misterio llamada Gimlet y, ya de paso, nos revelaba la fórmula secreta del combinado: “Un gimlet no pretende cambiar el mundo; si acaso aspira ayudar a contemplarlo sin prisas pero sin pausas, como contempla Marlowe a las víctimas y los verdugos que le rodean. Amos y esclavos. Víctimas y verdugos. Estas verdades de fondo serán contempladas a través del filtro ocular de una copa de Gimlet: 1/3 de limón, 2/3 de ginebra, 2 gotas de ajenjo, 1/2 cucharada de azúcar, hielo, una rodaja de limón; se sirve en vaso estrecho.” Imprescindible la rodaja de limón.

Si empezabas por la última página, en seguida, en la penúltima, te esperaba Eduardo Haro Tecglen, el niño republicano, hablando de teatro, de televisión o de lo que le apeteciera ese día. Y Ángel Fernández Santos, otro más de esta colección de periodistas sabios, cultos y elegantes, diciéndonos que las películas, a veces, son mucho más que una historia. Que son emociones que sólo se pueden tocar con las yemas de los dedos del corazón, como dirían Joaquín Sabina o Corín Tellado, cualquiera sabe. Los deportes no te los podías saltar, porque allí, además de Segurola, el maestro Julio César Iglesias estaba poniéndole nombre a la Quinta del Buitre. Entonces había magia en las páginas deportivas de El País y magia en el césped del Bernabéu. Como corresponsal en Londres (también pasó por Nueva York y por Roma, donde se hizo amigo de Paloma Gómez Borrero y tifoso del Inter de Milán) estaba un jovencito llamado Enric González.

De la crónica parlamentaria se ocupaba Luis Carandell, autor de Celtiberia Show y hombre capaz de iniciar un telediario recitando un soneto de Lope de Vega. De toros escribía Joaquín Vidal, un escritor maravilloso que consiguió que leyéramos con interés sus crónicas incluso aquellos que mantenemos una actitud manifiestamente hostil hacia la fiesta. Joaquín Vidal fue otro columnista genial de la última página, pero, de pronto, un día empezó a escribir de toros y aquello fue la de dios. Para que sirva de ejemplo, vamos a transcribir un fragmento de una de sus crónicas. Se refiere a un acontecimiento que tuvo lugar en la Plaza de Almería, el día 24 de agosto de 1979. Fueron lidiados toros de la ganadería de don Felipe Bartolomé por los diestros Ruiz Miguel, Dámaso González y Macandro.

La crónica decía así: “Pilar Agriada de Lora preparó un guiso de patatas y carne, tantico picante a gusto del abuelo. Encarnación Ramonera, para ella y sus tres hermanas, aguja palá, que aprendieron a hacerlo en otras tierras costeras de esta Andalucía, donde tan bien se fríe. Antonio Llorca le pidió a su señora que simplemente le dorara unos salmonetes a la plancha, con bien de sal, que él se encargaría de darle una sorpresa, y llevó a los toros, en una bolsa de plástico que no quiso abrir hasta que fuera la hora, medio de gambas y tres cuartos de cigalas, que le costaron un dineral, pero merecía la pena.

Los postres no faltaron, ni en estas familias ni en ninguna. En la barrera, Juan Arqueros, de Roquetas, desempaquetó una cajita con delicias de aquí – lo más solicitado eran unos tocinitos de cielo – e hizo las convenientes pasadas a la parienta y a la cuñada, que guluzmearon a placer. A su lado, un apaño de italianos que estaban por Almería y aprovecharon para ir a los toros, miraban con envidia los dulces, pero sus vecinos de localidad, tan generosos como son, no debieron darse cuenta, porque no les ofrecieron. También es verdad que los italianos no ofrecieron a Juan puros toscani, largos, negros, retorcidillos y sabrosos, de los que tenían provisión, según observamos.

La media hora de la merienda fue lo mejor de la corrida. Por el graderío, empinaban botas, amorosamente tentadas, y todo el mundo comía a dos carrillos. A quien está metido en cosas de organización del espectáculo le pregunté si siempre dura media hora la pausa gastronómica, y me contestó que no, que puede ser más o puede ser menos, depende de lo que tarde en comerse la merienda el presidente. Y, en efecto, el presidente merienda como hijo de Dios que es y heredero de su gloria. Lo que siento es no poder informar qué comió ayer y cuanto, pues, sencillamente, no lo vi. Sin embargo, sí pude apreciar que retornaba al palco muy satisfecho y valiente, para encarar lo que quedaba de corrida. Lo mismo el público. Y si autoridad y espectadores durante la primera parte habían mostrado su generosidad y entusiasmo, en la segunda, con el estómago lleno, el optimismo aún era mayor.

Gran fiesta, en fin, la de la plaza de Almería, ayer y todos los días alegría desbordada en los tendidos, y así hay que reseñarlo antes de analizar lo que sucedió en el ruedo. Porque lo que sucedió fue de pena. Es decir, que antes y después de la merienda, no hubo nada.”

Maravilloso. Me gustaría reproducir algún otro artículo de don Joaquín, pero por razones de espacio, dejamos para otro día la historia del cabestro rijoso y el caso del toro asesinadito. Santiago Amón era el crítico de arte y reflexionaba sobre el papel de los críticos: “¿A quién se dirige el «crítico de arte»? ¿A los propios artistas?, ¿A un sector minoritario, en posesión de las claves del enigma? ¿Acaso se dirige a sí mismo?Fernando Lázaro Carreter ponía el dardo en la palabra para alertarnos de los petardos que continuamente ponemos en los cimientos de nuestro idioma: “oiga usted, después del descanso el partido no se reinicia, sino que se reanuda”. Firmas ocasionales: García Márquez, Vargas Llosa, Savater, Muñoz Molina… Ha pasado ya mucho tiempo. Muchos han muerto. Otros han dejado el periódico. Escribo deprisa y me olvido de unos cuantos. Segurola está ahora en el Marca

No sé lo que pidió Segurola en Arzábal, ni si le gustó el sitio. Nosotros tomamos unas anchoas, alcachofas fritas, croquetas, huevos fritos con trufa, cocochas de merluza, un guiso de paloma con salsa de vino, quesos y dulces. Y nos gustó mucho todo. Se come muy bien en la Taberna Arzábal.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Sketch

Y tras la puerta de un elegante y antiguo edificio del Mayfair londinense, aparece con una sonrisa de oreja a oreja David Kyle Boyd, un magnífico profesional que actúa como anfitrión y maestro de ceremonias y que nos guía por ese laberinto que es Sketch. Tras recoger nuestros abrigos, nos sugiere que podemos pasar al cuarto de baño -blanco y lleno de enormes huevos que albergan a los inodoros-; la recomendación no es trivial, por el camino nos enseña la sala de exposiciones, dejamos a un lado The East Bar -una pequeña coctelería- y atravesamos The Gallery, un espacio que hoy vacío se hace enorme -por las tardes y noches se convierte en una brasería-, donde se proyectan imágenes en 3D sobre las paredes. Sonidos electrónicos inquietantes para llegar a un impactante cuarto de baño que podría haber salido de cualquier libro de Asimov, del que, para ser sincero, sólo deseaba salir lo más rápidamente posible.

"It's frightening", le digo a David y él me responde, sobreactuando y con sorna "I've been telling my boss for the last ten years"; en realidad se le nota emocionado con las decenas de detalles del apabullante edificio, las obras de arte, la decoración y, por supuesto, con The Lecture Room & Library. Nos muestra orgulloso el salón que acoge al esplendoroso comedor principal que se encuentra en la primera planta. Como si fuera una emboscada silenciosa, los camareros van pasando de uno en uno por la mesa: preguntan y sirven el aperitivo, desaparecen tres minutos para que leamos la carta, nos toman la comanda y la sumiller -adusta, pero eficiente-, nos aconseja. Hay lujo en el mobiliario, la cubertería y cristalería y, por encima de todo, en el trato personal y agradable que dispensan a los clientes. En un momento en el que quieren hacernos tragar con ruedas de molino -servicios informales, así los llaman-, asistimos a un auténtico masterclass de lo que yo entiendo debe ser la sala de un restaurante que busque la excelencia; otra cosa es que sea fácil conseguir unos profesionales de ese calibre; otra cosa es que yo pueda -o no- pagarlo.

Detengámonos un segundo para hablar de Pierre Gagnaire, el cocinero y empresario -quizá ya más lo segundo que lo primero- que firma la carta. Con muchas similitudes con su compatriota alsaciano Jean Georges Vongerichten, Gagnaire representa a una corriente de cocineros que propuso una ruptura en la monolítica cocina francesa durante los años 80, introduciendo influencias y técnicas asiáticas en sus platos; sobre el papel, cocina de fusión y vanguardia. El menú a la carta puede irse en The Lecture & Library a las 130-140 libras con facilidad, por suerte entre semana mantienen un gourmet rapide lunch mucho más económico. Dos platos por 30 libras, tres platos por 35 libras y tres platos con vino, 48 libras -impuestos incluidos-, incluyendo una copita de manzanilla, media botella de agua y media de vino por persona. Elegimos este último, sustituyendo en mi caso el postre por un plato de quesos de la casa Antony d'Alsace.

Tras el aperitivo -una crema agridulce, otra de queso, una pequeña pieza de sushi y un milhojas de galleta y zanahoria con algo más de queso-, nos sirven tres piezas de buen pan y los cuatro platos -a la vez- que componen la entrada: berenjenas marinadas en mirin y saque, pasta de miso blanco, bonito seco y sake Jelly, quizá el plato más impactante de la comida; la berenjena con una textura que recordaría al membrillo, el miso en una espuma, el sake en gelatina y el bonito seco en unos finísimos chips. Cuatro texturas diferentes en un plato elegante y complejo.

Carpaccio de besugo con aguacate, grosella -otra vez en gelatina- y rábano picante, fresco, ligero. Potato espuma -así aparece en el menú- con níscalos y lardo di colonnata -grasa de cerdo curada en sal con especias-: un plato mucho más convencional pero delicioso, donde esta vez la textura modificada es la de la patata a la que acompañan unos níscalos tan pequeños como nunca había visto y la delicia de cerdo toscana. Finalmente llega el milhojas de foie gras con pimienta roja, chocolate y pan carasau -el pan de música sardo-: más bien una crema de foie con una gelatina de pimienta y dos capas, la primera del pan sardo, crujiente y la segunda de una lámina de chocolate.

Como plato principal elegimos las dos opciones posibles: el lenguado meuniere, mantequila de estragón, avellana y quinoa y el cerdo cocinado a baja temperatura con puré de radicchio, mango, arroz negro cocinado en salsa bigarade y ensalada de radicchio grumolo. Mientras el pescado ofrece pocas sorpresas -si acaso el acompañamiento de la quinoa-, la textura de la carne de cerdo, cortada en cubos era extraña, casi pastosa. Además el plato busca descaradamente sorprender con el contraste entre el arroz negro cocinado con los vinos -la bigarade es una salsa que se usa típicamente para cocinar el pato-, ligeramente dulce y con acidez, y el amargor extremo del radicchio. Un bocado tan extraño como interesante.

Como postres nos sirven crema de plátano con una capa de cristal de coco -un caramelo- y coulis de frambuesa, equilibrado, ni ácido ni empalagoso y, finalmente, un cremoso de chocolate con una capa de higos, envuelto en una fina galleta de chocolate. En ambos casos con un buen manejo del dulzor. Con el plato de quesos -comté, un queso macerado en alcohol, roquefort y vacherin mont d'or- uvas y una copita de La Gitana y con el café unos petit fours.

Juegos con texturas, ingredientes asiáticos -también italianos- y todo un fondo de armario de tradición francesa que sostiene como armazón la cocina de Gagnaire; incluso cierta complejidad en algunos de las recetas de este menú low cost. Si le añadimos una ejecución precisa y la excepcional puesta en escena, tenemos un restaurante de gran categoría. Seguramente he probado cocinas que me han impresionado más en los últimos tiempos -repito que hablamos de su menú más sencillo-, pero si hablamos de la experiencia, esta compite entre las mejores y lo hace a un precio muy competitivo, unas 110 libras para dos personas. Sketch ofrece precios diferentes a públicos diferentes, durante el día va transformándose, como un camaleón, en restaurante lujoso, bar de tapas, cafetería, lounge, lo que haga falta con tal de poder acceder a públicos diferentes adaptándose a su capacidad económica.

El agua, que cae abundamente mientras paseamos por Oxford Street, diluye el efecto del correcto merlot neozelandés Te Awa, un más que digno 2004 que venía incluido en el menú. Nos cruzamos con decenas de españoles ávidos de comprar en Primark, Mark&Spencer, Uniqlo, Zara, todas ellas situadas en la principal calle comercial de esta excitante ciudad.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Cabeza de cordero asada


Hace treinta años, para mí comer casquería era algo normal, especialmente los fines de semana. Así, en los bares donde tomábamos el aperitivo, nos ofrecían deliciosas mollejas de pollo –pequeñas, elásticas- con ajo y guindilla , sangre encebollada, riñones al vino blanco o salón –la carne de los corderos que morían prematuramente, secada al sol- con pisto, como tapita por parte de la casa. Si decidíamos pedir una ración, no era raro que escogiéramos unos zarajos, sesos rebozados o hígado con tomate.

Hasta hace bien poco, sin una alta cocina que hubiera adoptado o sofisticado las recetas, tal y como ha hecho la francesa, cocinar la casquería era más bien el resultado de una necesidad económica: en una zona pobre como era Castilla la Vieja, y en concreto La Mancha, no se podía tirar nada. La prosperidad, incluso en una época tan complicada como el final de la primera década del siglo XXI, ha ido eliminando la casquería de nuestra dieta y basta darse un paseo por cualquier supermercado para comprobarlo. Los despojos no forman parte de los platos que se sirven en los comedores escolares, ni en los menús del día de los restaurantes -la realidad gastronómica cotidiana- y sólo algunos platos como los callos o la oreja, sobreviven en los bares tradicionales.


Visto ahora, podría pensarse que comíamos casquería por una mera cuestión alimenticia. Nada más lejos de la realidad, en muchos casos eran los platos del domingo. De entre todos ellos recuerdo dos que entusiasmaban especialmente a mi familia: las manitas de cerdo –una receta, bien es cierto, desvaída la que utilizaban en mi casa-, y la cabeza de cordero asada, que siempre me pareció inabordable para aquellos que no tuvieran hambre, fueran insensibles o no sintieran auténtica devoción por la gastronomía. Porque, ¿qué hay más desagradable que comerse la cabeza de un animal al que le estás mirando a los ojos, por turbios que estos se hayan vuelto?

La cabeza de cordero es un compendio de casquería, los ojos, los sesos, los recovecos gelatinosos de la frente, la lengua y la maravillosa quijada, un bocado sensacional cuando se despega limpiamente del hueso y se resiste ligeramente al diente, tostada y sabrosa. La receta no tiene ningún misterio, basta con cortarlas en hemisferios, blanquearlas unos segundos en agua hirviendo, darles una capa ligera de aceite, añadirles ajo finamente picado, vino blanco, un golpe de vinagre y, finalmente, perejil. Las llevábamos al horno tal cuál, a veces con una cama de patatas debajo. Tenían mano y nos las devolvían caramelizadas y con olor a leña; repartíamos las partes más preciadas por pura jerarquía familiar. Las patatas bien empapadas en el jugo que sudan las cabezas, el vino blanco y el vinagre tampoco eran moco de pavo.

Hoy la casquería vuelve. Vuelve de otras maneras, en los restaurantes asiáticos y en la alta cocina: bien por influencia de la alta cocina francesa –foie, mollejas, tuétano-, bien como tendencia de la alta cocina de vanguardia –por qué llamarlo casquería, cuando se puede decir trash cooking-. En los hogares no es tan fácil, educar a un niño que come habitualmente palitos de merluza y carne bien escogida para que acepte unos sesos, debe ser tarea hercúlea, a menos que no haya otra cosa en la mesa. Son los inmigrantes asiáticos los que están haciendo viables tiendas de casquería tan maravillosas como las que todavía existen en el Mercado de Tetuán, en Madrid.

Esto no quiere ser un ejercicio de nostalgia, la gente come lo que quiere y la globalización de la cocina, especialmente influenciada por un estilo de vida en el que apenas se cocina en casa nos lleva irremediablemente a esto. Para casi todos los que puedan elegir, si se tiene dinero, es más cómodo poner en la mesa un solomillo que entraña. Es tontería soplar contra el viento. Sólo trato de recordar que estos despojos nos ofrecen la posibilidad de navegar entre mares de texturas diferentes, gelatinosas, mórbidas. De sabores intensos y diferentes. Cuando me escogen un pescado en la mesa, jamás dejo que se lleven la cabeza, en sus cuevas están los bocados más preciados.