jueves, 24 de febrero de 2011

Inflación gastronómica


"Tartar de rape y gambas 31,00 euros... no, son pesetas, 3.100 pesetas". Hace unos días revisando recibos antiguos me encontré con una factura del restaurante Horcher de octubre del año 1997. La miré con curiosidad y cierta nostalgia. Una cena para dos, una celebración importante, si no recuerdo mal uno de los primeros grandes restaurantes que pagué de mi bolsillo y seguro el primero que estaba absolutamente fuera de mis posibilidades. El precio final, con su 7% incluido se iba a las 18.110 pesetas, con algunos detalles que llaman la atención: dos cafés, seiscientas pesetas, una cerveza, quinientas veinticinco pesetas, platos en una media entre las 2.900 y las 4.000 pesetas -17,5 y 24 euros respectivamente-. Fue, en fin, una espléndida cena por un precio, 109 euros, que supuso para mí un auténtico exceso.

En enero del 2011 las cosas han cambiado mucho, esas dieciocho mil pesetas se corresponderían hoy, más que probablemente, con el presupuesto que debiera contemplar una sola persona para cenar en el buen comedor de Alfonso XII, incluso aunque el vino fuera tan modesto como esa media de rioja "Horcher cuarto año" que costaba apenas mil pesetillas.

Entre mis papeles encontré también una factura de otro clásico conquense, el Mésón de las Casas Colgadas, bastión de la familia Torres y probablemente el único restaurante de cierto nivel que existía por la época en Cuenca. En este caso la comparación es más sencilla por cuanto la carta es inmutable y tiene publicados los precios en su página web. Si el cordero valía 2.460 pesetas entonces, ahora está en 22 euros, la perdiz ha pasado de 1.872 pesetas a 18 euros. De todos los ejemplos que encontré en mi vieja carpeta, es probablemente el caso más comedido, quizá por estar en una ciudad deprimida económicamente y en la que el turismo ha llegado a cuentagotas.

Si existiera un parámetro de "inflación hostelera" -al menos en lo que se refiere a los restaurantes-, estaríamos hablando de una horquilla que va del 60% al 100% de incremento durante estos catorce años. Un crecimiento que estaba más o menos alineado con la curva de la renta per capita durante esa década -año 1998, 2008- De algo menos de once mil euros por persona llegamos a los diecinueve mil y pico, cabalgando sobre el gigante de pies de barro de la industria inmobiliaria. Incluso en aquella época de vino y rosas había una ligera divergencia, pero no la suficiente como para espantar a los clientes.

Sin embargo la situación se ha invertido y nuestra renta per capita ha caído un 6% en los dos últimos años -apenas está ya en los dieciocho mil euros-. Es probable que la tendencia se suavice, pero todo indica que la curva descendente se mantendrá durante unos cuantos semestres. Muchos restaurantes españoles se han quedado atrapados en un contexto equivocado, una sociedad que ya no es la que era. Los precios son iguales o mayores de los de hace cinco años -elasticidad sólo para crecer- con el resultado que conocemos: comedores vacíos especialmente entre semana y en los restaurantes con pretensiones. Mientras la hostelería en todo el mundo se vuelca en menús a precio cerrado -en Paris las formulas son todo un clásico- e incluso los restaurantes con estrellas Michelín se esfuerzan por llenar la sala, al menos durante los almuerzos, -Le Bristol en Paris ofrece un menú a 85 euros, y a unos cientos de metros Les Ambassadeurs compite con otro a 68 euros; en Nueva York Eleven Madison Park se queda en los 60 dólares y en Londres Sketch incluye incluso el vino por 35 libras-, las cartas en España van sorprendentemente creciendo al ritmo del IPC vengan clientes o no.

Sueldos congelados o a la baja -menos consumo-, una ligera inflación y precios de época de vacas gordas, ir a un restaurante cuesta hoy mucho más en términos relativos que hace quince años. Mal diagnóstico.

martes, 15 de febrero de 2011

El hombre que Nunca estuvo en El Bulli


Despertó súbitamente, aunque no abrió los ojos, seguía soñado con la cena del día anterior. Hacía calor y hacía frío al mismo tiempo y sin embargo... agua. Salada. ¿Se había pasado Ferrán con la sal o alguno de los aditivos y por eso sentía ese aroma de salitre incluso por encima de los recuerdos de los últimos chocolates y de los GT preparados al estilo del jefe?

No. Imposible. Todo había sido perfecto, desde el recibimiento –incluida la asunción por parte del jefe de sala de que el comensal que venía solo pero que había reservado para dos quería que le sirvieran la cena de dos personas al mismo tiempo- hasta sus despedida soñada, con el mejor ¿cocinero? del mundo frente al Mediterráneo compartiendo conversación, planes de futuro y una suave copa. Un Mediterráneo que, ya en pleno otoño, reclamaba a la tierra su tributo, que luego devolvería en forma de arena, creando una espuma que seguramente le había hecho pensar al genio de Montjoi.

¡Le dolía la cabeza! ¿Cómo podía tener resaca con un GT bien suave y apenas una docena de copas de distintos vinos, que le habían hecho viajar por todo el mundo en apenas unas horas? De pronto, sintió el agua ¿se había dormido en la bañera otra vez? ¿pretendía hacer de si mismo una infusión? Abrió los ojos, temeroso de que al hacerlo los recuerdos de sabores, olores y texturas que había vivido por partida doble se disiparan como una espuma. La luz le laceró los ojos con una penetrante llamarada ¿cómo podía ser que la lámpara le iluminara de frente?

Entonces se dio cuenta.

Él estaba en el coche.

El coche estaba en el agua, inundándose lentamente mientras le iluminaba el sol del amanecer y, por algún motivo, él no se podía mover. ¿Acaso la bebida y la comida de El Bulli le habían aturdido lo suficiente como para hacerle salirse de la carretera? Al menos –se dijo- moriría tras haber degustado un sueño, el sueño de toda una vida gourmand, que sólo había alcanzado tras varios intentos; cuya consecución –la reserva- tan jubilosamente había compartido en los varios blogs en los que participaba...

Y entonces, sólo entonces, mientras el agua le llegaba literalmente al cuello, recordó. Recordó a ese otro bloguero con el que había quedado para cumplir el rito de ir a la marisquería de Roses; ese otro bloguero que no tenía reserva pero que se alegraba por él y que le había insistido en que probara como digestivo un ron de Trinidad que traía él mismo. Recordó su desmayo, el golpe... Y en ese momento se dio cuenta, ya sumergido, de que estaba muriendo a pocos metros de su sueño sin haber ido a El Bulli, y lloró, lloró incluso debajo del agua sin que le consolara pensar que algún día los peces que de él se alimentarían serían cocinados por el maestro.

Cuando a la mañana siguiente la policía local dio aviso a los submarinistas de los Mossos para extraerle del agua, no les sorprendió que en apenas unas horas el cuerpo ya estuviera como si llevara más de un día en el agua. Ya lo habían visto antes: las delicias que se comían y bebían en El Bulli convertían los cuerpos en una especie de golosina para los peces, y seguramente esas espumas del demonio hacían que se desintegraran más rápidamente.

No pasó mucho tiempo hasta que el usurpador acabara en sanatorio; no porque le corroyera la culpa, sino porque había cenado por dos en El Bulli y no podía contarlo. Terminó sus días gritando que había cenado por dos personas en El Bulli, pero incluso cuando un joven doctorando en psiquiatría intentó corroborarlo, la implacable base de datos de Juli le confirmó que no, que ese hombre nunca estuvo en El Bulli.

martes, 8 de febrero de 2011

Gastromusts


Entrar en mi cocina se había convertido en un infierno. En los apenas 10 metros cuadrados se apilaban decenas de cacharros, la mayoría de ellos inservibles. Del sifón espumero, al wok pasando por una fondue de hierro fundido, el silpat o un mamotreto de aspecto fálico para calentar salchichas. Incluso el microondas, voluminoso y arrinconado, degradado a calentador de leche, me molestaba con su sola presencia.

Esta crisis gastroexistencial seguramente tuvo que ver con mi propia evolución como cocinero. Me di cuenta de que cada vez necesitaba menos cosas para cocinar y estos instrumentos sofisticados me empezaban a parecer bobadas para gastroesnobs. Aterrado pensé que esa frase la podría firmar mi madre, así que me lo pensé dos veces, redecoré mi vida y mi cocina y empecé a recopilar aquellos chismes que de verdad utilizaba, los que me llevaría a una isla desierta, con los que sería capaz de abrir una mina o afeitar a mi perro. En una palabra, mis gastromusts.

  • Cazuela de hierro fundido de Le Creuset: Un condensador de calor, estable de temperatura, permite conseguir una cocción uniforme -el famoso chup-chup-. Vale un pastón, pero cualquier gastrobloguero sabe que se pueden conseguir bastante rebajados de precio en Buyvip o Ventaprivada si se tiene un poco de paciencia para esperar la oportunidad.

  • Colador de malla fina de Lacor: La marca no importa demasiado, pero el grosor de la malla sí. Lo uso para todo, quitarle el agua residual a las conservas de tomate y a las ensaladas, colar la pasta una vez cocida o pasar la crema de patata para dejarla tan fina como Robuchon.

  • Pelapatatas de Arcos: El gusto de mi familia política por la patata imponía en mi operativa diaria un instrumento que me permitiera procesar patatas a toda velocidad. Con este pequeño instrumento ventilo 3 patatas por minuto, lo que es un récord si tenemos en cuenta que con un cuchillo el ratio se invertiría -1 patata cada tres minutos-. Básico para gallegos y su perímetro familiar.

  • Tablas de cortar Legitim de Ikea: De un material indefinido, son fáciles de limpiar y valen dos euros. Poco más se puede decir excepto que el hecho de tener dos permite darse el lujo de tener extraviada una, cosa que a mí me sucede frecuentemente.

  • Olla rápida Magefesa: En mis inicios como cocinero, mis principios no me permitían usarla, pero una súbita pérdida de poder adquisitivo, la subida de la electricidad y la insidiosa y desazonara sospecha de que algunos fondos y platos -rabo de toro- no pierden demasiado o están directamente mejores, me hicieron reflexionar sobre el gastroconcepto -aquél que emana de la gastrofilosofía y derivará en gastrotrascendencia y por tanto gastroherencia- con una notable influencia sobre mis técnicas culinarias, incluyendo el uso de la express.

  • Sacacorchos de pinzas: Tras probar todas las versiones posibles de sacacorchos, encontré esta especie de enoforceps. Extrae con facilidad tapones de botellas de cualquier edad sin destrozarlos. Imprescindible para aficionados a los vinos con cierta edad y para epatar a princesas del pueblo en cenas románticas bañadas en Marqués de Cáceres rosado.

  • Cuchillo cebollero y puntilla de Arcos: De filo suficiente, bien balanceados de peso -básico para un cuchillo-, no tienen la misma calidad que un cuchillo de cerámica ni, desde luego, que esas maravillas de cuchillos japoneses que cortarían un pelo en el aire. Sin embargo están bien de precio y evitan el riesgo de cortarse un dedo en el más mínimo error. Para cocinillas no especialmente hábiles.

  • Envasadora al vacío Laica: Un hallazgo. A pesar de que el porcentaje de vacío que consigue es pobre -no creo que supere el 98%- me sería muy complicado distinguir entre un pescado fresco y otro congelado y envasado al vacío con este cacharro, por otro lado razonablemente barato -unos 80 euros-. Indicado para aquellos que compren el sábado el pescado de toda la semana y para sibaritas que compren grandes piezas o cantidades imposibles de consumir de una sentada.

  • Báscula de cocina Kologn: Un progresivo afrancesamiento me lleva a medir todo lo que echo en la cazuela. Básico para la pastelería y la panadería y para aversiones a la improvisación.

  • Sonda de temperatura Mastrad: No sabría hacerme ni un filete sin la sonda, si tuviera la precisión suficiente la usaría hasta para tomarme la temperatura yo mismo. La Mastrad es sensiblemente más cara que la Ikea -35 euros vs. 7 euros-, pero mucho más robusta, precisa. Permite medir incluso la temperatura del aceite hirviendo sin miedo a que se rompa -de las de Ikea ya llevo un par de bajas-. Imprescindible para los paranoicos de los puntos de cocción entre los que me encuentro.

Ni que decir que mi cocina se convirtió en un sitio amigable, un espacio minimalista y casi feng-shui. Porque al fin y al cabo, qué otra cosa es la Thermomix sino una batidora con calor, nada que no pueda hacerse con una cacerola, la Moulinex y un colador fino.

martes, 1 de febrero de 2011

Leche, barro y cebolla



En Orihuela, provincia de Alicante, nació un día Miguel Hernández, uno de los más importantes poetas de la literatura española y universal, que mientras escribía versos tuvo que dedicarse a pastorear cabras, ordeñarlas y vender su leche en los portales de las casas de sus vecinos.

“En cuclillas, ordeño
una cabrita y un sueño.”

En aquellos años la leche se vendía en unos cacharros que algunos, los más jóvenes, nunca han llegado a conocer y que otros ya tenemos casi olvidados, pero cuya mención nos vuelve a traer a la memoria recuerdos de algunas de las palabras que usaban nuestros abuelos para nombrar objetos que nosotros ignorábamos pero de los que íbamos aprendiendo sus nombres antes incluso de conocer sus utilidades, sus formas y sus medidas: las artesas para amasar el pan, los serones que colgaban de los lomos de las mulas, las carretas en las que se transportaba el heno, los lebrillos y las palanganas en los que nos lavaban los pies a los chiquillos, o las lecheras para llevar la leche.

- ¿Qué es una lechera, abuela?
- Es el recipiente en el que la lechera nos trae la leche a casa.
- ¿El recipiente se llama igual que la señora?
- Sí.
- ¡Ah!

O sea que las lecheras llevaban a las casas en una lechera la leche pura de vaca, de oveja o de cabra, según la zona. Cuando se trataba de medir vino, aceite o leche las medidas de capacidad no eran múltiplos del litro, sino que eran medidas extrañas que tomaban sus nombres de los mismos recipientes que contenían los líquidos: la lechera, la cántara, la barrica, la arroba, el azumbre, la botella o el cuartillo. Los recipientes de la leche eran de hojalata o de cobre y llevaban impresos una marca de estaño junto al borde para evitar que este pudiera limarse y de este modo reducir su tamaño y cometer fraude al consumidor. Esos recipientes portaban una leche muy fresca que hoy posiblemente resultaría indigesta para nuestros desnatados estómagos, pero que nosotros nos bebíamos a todas horas e incluso a veces nos la comíamos a cucharadas cuando en casa nos hacían arroz con leche o leche frita. Leche fresca que se consumía en el día y que tenía que ser hervida tres veces para separar la nata, de la que se podía obtener luego, si tus padres se lo curraban, la mantequilla.

La mantequilla se obtenía después de batir la nata con una espátula de madera hasta que se montaba, y luego había que seguir batiendo y seguir batiendo y seguir batiendo. Después de tanto batir hacían nuestras madres galletas de mantequilla, croquetas y masa de hojaldre, o nos preparaban para merendar rebanadas de pan con mantequilla, que estaban riquísimas, o con mantequilla y azúcar, o con mantequilla y colacao, porque entonces no se contaban las calorías como se hace ahora, y si alguien las contaba nosotros no nos enterábamos. Otros días merendábamos emparedados de galletas chiquilín con mantequilla, a veces también con mermelada, con chocolate, con dulce de membrillo o incluso con leche condensada La Lechera. También nos gustaban los bimbollos tostados con jamón de York o chorizo de Pamplona y untados con mantequilla. Si no había mantequilla casera merendábamos pan con aceite que admitía muchas modalidades pues se podían hacer rebanadas de pan frito o tomarlo tal cual, en cuyo caso lo mejor era utilizar el pico, sacar la miga, rellenar el hueco con aceite y volver a cubrir con la miga para elaborar una especie de bollo preñado de aceite con sal o con azúcar. A veces nos daban el pan pringado de Flora o de Tulipán, que no era lo mismo ni mucho menos, pero nos teníamos que conformar porque según decían los anuncios de la época eran productos muy sanos y muy apropiados para los niños. Tan saludables como el aceite de girasol, el Eko, el agua de Solares y la quina Santa Catalina. Tan saludables como la leche que Miguel Hernández ordeñaba a las cabras y repartía luego por las casas de los vecinos de Orihuela.

Nació Miguel en 1910 y murió muy joven de tuberculosis, aunque en realidad fue victima de la matanza que el régimen de Franco continuó realizando después de acabada la guerra para dejarle las cosas claras a todo el mundo. En vida adquirió cierto prestigio y llegó a alternar en Madrid con algunos de los poetas más famosos de la época, pero durante su primera juventud fue cabrero en Orihuela, ávido lector y buen estudiante. También fue barro, según nos dijo él mismo:

“Me llamo barro aunque Miguel me llame.
Barro es mi profesión y mi destino
que mancha con su lengua cuanto lame.”

En 1939, con apenas 29 años cumplidos, entra en una cárcel de la que ya no saldría jamás con vida y donde, mientras esperaba las cartas de su esposa, tuvo tiempo de escribir los que quizás sean los versos más hondos y más tristes de la lírica castellana del siglo veinte, las nanas de la cebolla, nanas escritas como respuesta a la penosa situación en la que se encontraba su esposa, sola, pobre, con un hijo recién nacido y alimentándose únicamente de pan y de cebollas.

La misma cebolla a la que Pablo Neruda le dedicó una oda: “Yo cuanto existe celebré, cebolla, pero para mí eres más hermosa que un ave de plumas cegadoras…”, la cebolla que nosotros comemos en ensalada mezclada con lechuga y tomate, regada con aceite y espolvoreada con un poco de sal; la cebolla que freímos junto con la patata para hacer tortilla o la que guisamos rellena de bonito fue también la protagonista de unas nanas llenas de tristeza, como si la cebolla siempre estuviera buscando motivos para hacernos llorar.

“Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.”

Yo conocí la obra de Miguel Hernández en 1972, el año en que Serrat publicó un disco en el que ponía música a algunos de sus poemas. Años antes había hecho lo mismo con los versos de Antonio Machado, siguiendo el camino trazado por Paco Ibáñez y por otros cantantes españoles que habían hecho suya aquella cita, creo que de Manuel Machado, que decía que la poesía ha nacido para ser cantada. El disco de Antonio Machado fue un éxito extraordinario aunque a mí me ha parecido siempre un poco irregular, como si los versos del poeta y la música siguieran caminos separados y, en ocasiones, quedaran aquellos supeditados, cuando no excedidos por esta. Me gustaron más las canciones incluidas en el disco negro de Miguel Hernández, pues aquí la música parece estar más sincronizada con los versos, hasta el punto de que en algún caso pudiera dar la impresión de que ambos nacieron simultáneamente. En cualquier caso, los dos poetas alcanzaron una gran popularidad gracias a las versiones musicales de Serrat. Una vez le escuché decir a alguien que en la España de aquellos años se podía considerar que una persona era culta si conocía las obras de Antonio Machado y de Miguel Hernández antes de que Serrat publicara los discos con sus canciones. Si eso es verdad he de reconocer que yo no era muy culto, en parte por culpa mía y en parte debido al sistema educativo de un régimen que consideró al poeta de Orihuela como un enemigo de España y decidió por ello condenar su persona al olvido y su obra al silencio.

Todavía no he escuchado el disco que recoge la segunda entrega de las versiones musicales que Serrat ha hecho de los poemas de Miguel Hernández. Me abstengo por tanto de decir nada al respecto, pero sí puedo comentar, al menos, que cubre lo que yo consideraba una laguna del primer disco, pues incluye una versión del poema que quizás a mí más me guste de toda su obra. Se trata de unos versos incluido en sus “Poemas últimos” y que refieren un presente en sombra y una esperanza de futuro luminosa que heredará su hijo recién nacido, el hijo de la luz y de la sombra. Este poema me gusta interpretarlo también como la descripción del momento en el que la pareja concibe a su hijo en medio de una penumbra que le pide a los cuerpos que se echen sobre la manta, sobre la luna y sobre la vida, y que entrelacen sus cuerpos y se besen después con bocas embravecidas. Ante el empuje de la sombra resulta inútil negarse, porque:


“Moviendo está la sombra sus fuerzas siderales,
tendiendo está la sombra su constelada umbría,
volcando las parejas y haciéndolas nupciales.
Tú eres la noche, esposa. Yo soy el mediodía.”

Podremos pedirles a los empresarios y a los políticos que sean imaginativos y que varíen su discurso de vez en cuando, pero en cambio no nos importa que los poetas nos repitan una y otra vez la misma historia. La vieja historia del amor, de la ternura, del impulso sexual, de la emoción, del miedo, del deseo de sobrevivir, de la necesidad de proteger a los hijos y de soñar para ellos un mundo mejor. La misma historia de siempre contada por Miguel Hernández en versos conmovedores, vibrantes y frescos. Y es bueno que gentes sensibles, como Joan Manuel Serrat, nos acerquen otra vez a la obra de un hombre decente que fue capaz de escribir páginas de extraordinaria belleza en medio de la realidad terrible que le tocó vivir. Miguel Hernández. Leche, barro y cebolla. Me resulta imposible sustraerme a la admiración que me provoca su nombre. Miguel Hernández.

Bendito seas, poeta.