lunes, 23 de agosto de 2010

Casa Solla


"La cocina y la bodega, mejor gallegas". Buscando una receta de caldeirada caí en el recetario de los Amigos de la Cocina Gallega, la agrupación de cocineros que coordinó Jorge Víctor Sueiro desde 1982. Moncho Vilas, Chocolate, Ponteareas, San Miguel... receta tras receta me fui encontrando con los nombres de las casas donde fui conociendo la cocina de Galicia. Tantas de ellas caídas en la batalla o en plena decadencia.

Encontré mi receta de caldeirada, precisamente firmada por Casa Solla, un restaurante que abrieron en Poio -a las afueras de Pontevedra-, Amalia y Pepe en el año 1961. En realidad partió como una modesta casa de comidas, con las tortillas como especialidad, pero con el desarrollo y tal y como estaba sucediendo en otras partes de España a finales de los 70, la cocina fue adquiriendo matices franceses. Tanto fue su éxito que siguen llegando algunos clientes pidiendo el soufflé -uno de los dos únicos platos perennes en la carta- o el lenguado Solla, según cuentan, piezas enormes limpias de espinas, acabadas con una meunier.

En el año 1992 Pepe Solla se jubiló. Se hizo cargo de la casa su hijo, también llamado Pepe, un estudiante de empresariales aficionado al surf y a navegar. Había nacido y crecido en la casa, había mamado el negocio. Con formación repostera, se responsabilizó de los fogones y con ello inició un cambio gradual en la cocina, una apuesta fuerte, pues se jugaba una estrella michelín que cumple ahora treinta años desde su concesión. En una región donde el comensal medio vive obsesionado por las cantidades, racionalizó éstas y arriesgó con puntos de cocción muy ajustados, muchas veces al límite de lo que su clientela esperaba; en la primera ocasión en la que lo visité en esta nueva versión, año 2003, la sensación fue de una desazón completa. Yo no estaba preparado, no encajaba con lo que conocía ni, sobre todo, con lo que esperaba.

Mientras, en el entorno gallego, un conjunto de cocineros seguía esa misma línea renovadora, casi rupturista con el concepto de cocina tradicional burguesa gallega que representaba bien gente como Moncho Vilas en Santiago o Portonovo en Madrid -con el único contrapunto también burgués pero moderno de Toñi Vicente en Santiago-. Nueve cocineros -Pepe Solla, Xosé T. Cannas, Marcelo Tejedor, Xoan Crujeiras, Javier Rodríguez "Taky", Javier González, Eduardo Pardo, Manuel Chaves y Miguel Silvarredonda- formaron el grupo Nove, una asociación cuya apuesta era la "cocina contemporánea, atentos a las nuevas técnicas puestas a disposición de la excelente despensa que nos ofrece la tierra y el mar en Galicia". Nótese que al lema de los Amigos de la Cocina Gallega, ellos añaden la palabra técnica.

Pepe Solla hijo ha enhebrado el grupo Nove - que ha crecido hasta los veinte miembros- durante estos últimos 7 años. Su apoyo no era trivial, esta marca necesitaba de un restaurante de gran categoría. Nove jamás hubiera funcionado sin él, era fundamental para estos profesionales que crecían en el peor entorno cultural -gastronómicamente hablando- posible. Un ecosistema hostil en el que se valoran más los 300 gramos de pescado sucio que los 200 gramos limpios con un punto de cocción preciso.

A finales de julio del 2010 y mientras miramos la estupenda vista del anochecer por el ventanal que da a uno de los escasos espacios verdes que se han respetado en Poio, comemos y bebemos espléndidamente en Casa Solla. Desde el magnífico bonito de Burela escabechado al minuto, al churrasco de cerdo cocinado 12 horas a 78 grados -el otro plato que mantiene siempre en carta-, o el maravilloso pichón de sangre, su tosta y caldo de verduras asadas. Con la acidez como fondo -como sucede en los vinos de la tierra-, desfilan los productos gallegos modulados por las influencias asiáticas en algunas especies y técnicas -ligerísima la tempura que acompañaba el bogavante con apio-nabo y tempura de hojas-, o las recetas gallegas como el delicioso pulpo con patatas -versión del pulpo a feira- o sencillamente platos gourmand como las fresas, cerezas y frambuesas merengadas. No conviene olvidar su trabajo en la sala: la experiencia es relajante, con un servicio presente pero difícil de detectar; cóctel afable y tranquilo de hostelería. Porque cuando hablamos de Casa Solla, hablamos de hostelería en mayúsculas, de nada menos que de cincuenta años de oficio, algo raro, o quizá imposible de encontrar en España.

A la cocina de vanguardia gallega le espera una travesía difícil, un viaje con un futuro incierto. En cualquier caso, envido por ella, ningún patrón mejor que Pepe.

Nota: Éstas son las imágenes del menú que cenamos, aparece el churrasco -no presente en el menú original- porque uno de los comensales pidió cambiarlo por el pichón, a lo que accedieron amablemente.

Foto que ilustra de Virgilio Vieítez.

jueves, 12 de agosto de 2010

Trazabilidad


Hace no tanto, uno de los mayores placeres que encontraba veraneando en cualquier costa, era visitar los mercados y comprar el marisco y el pescado para el día . Pontevedra, Huelva, Valencia, La Coruña... en cualquiera de ellos podía encontrar especies capturadas apenas unas horas antes. Con el tiempo mi afición fue decayendo; tratar con las pescaderas -en efecto, casi siempre mujeres-, supone ir en un estado de alerta y tensión continua. En demasiadas ocasiones y por alguna extraña razón, si no eres un cliente habitual, pareciera que mantienen una apuesta entre ellas por ver quién consigue timar al mayor número de clientes, ya sea con la calidad del género o -casi siempre- con el precio.

Tanto mercadeo podía conmigo y poco a poco fui dejando de ir al de Pontevedra excepto en ocasiones puntuales. Lo sustituí por cualquier sucursal de la cadena Froiz, que si es por producto fresco, se trata del mejor supermercado que he pisado. Estupenda la verdura o la ternera joven, algo que llama la atención es el perfecto etiquetado del pescado: especie, fecha, forma y zona
FAO de captura y calibre de la pieza. Así uno puede saber que, la palometa roja mostrada en la foto que ilustra este texto -tomada el 7 de Agosto del 2010-, es un Beryx Decadactylus y no un Beryx Splendens, especie sin duda más fina y, por supuesto, bastante más cara. Uno de los principales problemas para el cliente con cierto interés es que los nombres vulgares de los pescados son a veces comunes a varias especies y no es fácil distinguirlos a primera vista. Los aficionados al mercado saben bien de la dificultad de identificar un pescado por su nombre: porque ¿qué es exactamente un mero?

Sorprende, sin embargo, que tanta laxitud en las obligaciones de la administración en sus inspecciones gastrosanitarias se vuelva obligación para el comprador. La campaña “pezqueñines, no, gracias" es una auténtica chapuza por la que se le carga al consumidor final la responsabilidad de la sostenibilidad de las especies y a mirar con desconfianza los peces pequeños. Asociar el tamaño del animal que compramos a la prohibición de hacerlo nos llevaría a descartar los camarones o los boquerones.

Es cierto que un etiquetado correcto no es la panacea, siempre habrá quien engañe y venda platija por rodaballo. Sin embargo a los que tenemos cierto interés nos ayudará a conocer mejor lo que compramos, su origen y sus temporadas. Serán además una verdadera ayuda a la alta cocina, al menos a la que trabaje el producto exclusivo -cada vez menos-; a más de uno le quitará la venda de los ojos sobre el precio de esos seis chipirones de potera de agosto, cobrados como poco a veinte euros. Puede que le ayude a entender que no le están engañando, sino que le ofrecen algo excepcionalmente raro y escaso. También lo contrario, claro, sabrá lo que significa que le ofrezcan pimiento del padrón en febrero a precio de oro.

Yo me conformaría con que las pescaderas pontevedresas marcaran el precio del pescado. Quién sabe, podría ser el comienzo de una gran amistad.

jueves, 5 de agosto de 2010

Washington

Es posible que los habitantes de Washington D. C. consideren que su ciudad es acogedora, entrañable o excitante. Seguro que tienen sus razones para hacerlo así, pero a un visitante ocasional, como yo, en un principio le puede resultar difícil incluso calificarla como ciudad, y la percibe, más bien, como un insulso escenario en el que dar cabida a la grandeza de sus monumentos, alguno de ellos, eso sí, bellísimos. ¿Cómo darle categoría de ciudad a un lugar llamado Distrito de Columbia y al que sus habitantes llaman Di Si? Washington es la capital de los Estados Unidos, y tal y como ocurre con Brasilia, parece que acoger al gobierno del país ha sido el único motivo por el que se decidiera levantar una ciudad a la orilla del río Potomac y en medio de ningún sitio.

Llegar a Washington D. C. desde un país extranjero no es fácil, en la misma medida en la que no lo es llegar a ninguna ciudad de los Estados Unidos. Desde Europa siempre hemos percibido a los norteamericanos como gente un poco exagerada en materia de seguridad, demasiado aficionada a establecer controles en todas partes y con cierta tendencia teatral a la hora de ponerlos en práctica. Posiblemente recordarán ustedes la película “En la línea de fuego”, estupendo thriller político ambientado en Washington que, además de ofrecer un maravilloso duelo interpretativo entre un sobrio Clint Eastwood y un desmedido John Malkovich, ironizaba sobre la excesiva representación que suele acompañar a las salidas en coche del presidente, rodeado siempre por motoristas y agentes con el pelo cortado a cepillo, que corren rodeando al coche, llevando gafas de sol y vistiendo trajes grises, camisas blancas y corbatas finas de color negro. Pero esa tendencia a la exageración de la que hablábamos antes, se ha convertido desde el desgraciado atentado terrorista del 11 de septiembre en una sucesión de medidas que rayan en lo paranoico. Me refiero en primer lugar a los controles en los aeropuertos, claro. Es cierto que se trata de unos controles que todos percibimos como necesarios y que en todas partes existen, aunque también lo es que en otras partes se ponen en práctica sin necesidad de motivar tantas molestias y vejaciones a los pasajeros ni de provocar el retraso en la salida de la mayoría de los vuelos. Los norteamericanos han conseguido que sus aeropuertos recuerden a “Blade Runner”, a “1984”, a “Fahrenheit 451”, o a cualquier película de ciencia ficción en la que el gobierno democrático ha caído en manos de tropas militares: policías desafiantes cacheando a personas con aspecto asustado que avanzan hacía ellos con los zapatos en un mano y con bolsas de plástico transparente llenas de cosas en la otra. Detesto los aeropuertos norteamericanos. Lo que esta gente se atreve a hacer con los ciudadanos en nombre de la seguridad, me hace pensar que nuestros principios morales ya no son lo que eran. Y que hay métodos de comportamiento que nos deberían parecer inaceptables, pero que poco a poco se están instalando en nuestras vidas.

Los controles fronterizos también se las traen. Si usted tiene la desgracia de tener rasgos árabes, o de ser excesivamente moreno, o de que su apellido coincida con el de algún narcotraficante hispano (algo nada difícil llamándose García, Rodríguez o López) o si aparece en la foto del pasaporte con barba o bigote y ahora luce un perfecto rasurado, o si ha engordado desde el día en que se hizo la foto, o si ha adelgazado, o si se ha quitado ese molesto lobanillo que afeaba su mejilla, o si yo qué sé, tendrá todas las papeletas para que lo saquen de la fila y ser retenido durante horas en unas salas custodiadas por decenas de policías que mantendrán hacia usted una actitud tan hospitalaria como la que mantiene el sheriff de Maricopa con los inmigrantes mexicanos. Pongamos algún ejemplo concreto. Imagínese que está usted visitando las Cataratas del Niágara acompañado, no sé…., digamos que por su mujer y su hija. Viste usted unas zapatillas deportivas de color negro, unos pantalones cortos del Coronel Tapioca de esos que están llenos de bolsillos por todas partes, una camiseta con el logotipo de los Yankees, comprada en una tienda del South Street Seaport, y una gorra en la que puede leerse “I love New York”. La imagen se antoja horrorosa, de acuerdo, pero resulta necesaria la descripción detallada para ambientar correctamente la escena. En la mano una botella de agua y, como todo equipaje, una cámara de fotos colgada al cuello y una pequeña mochila cargada con mapas, guías turísticas, teléfono móvil, crema de protección solar y alguna prenda de abrigo que le permita sobrevivir al aire acondicionado de las cafeterías y los restaurantes americanos. Cruza usted el Puente Rainbow en dirección a Canadá y un amable policía le saluda, le pide el pasaporte y, entre sonrisas, le franquea el paso a territorio canadiense, desde donde podrá gozar de una maravillosa vista frontal de las cataratas y hartarse de hacer fotos del lugar por el que se cayó George Loomis después de matar a Marilyn, el muy cabrón. Pero antes o después le tocará a usted volver a los Estados Unidos. Volverá con la misma compañía, el mismo equipaje y el mismo aspecto (quizás un poco más sudoroso y cansado) con el que abandonó el país, pero ahora, en el puesto fronterizo estadounidense, tendrá que olvidarse de la simpatía y de las sonrisas y disponerse a esperar más o menos una hora antes de rellenar un formulario, contestar una batería de preguntas absurdas sobre las razones de su entrada en el país, descalzarse, quitarse el cinturón, vaciar sus bolsillos y ver como el agente Matute de turno le confisca el bote de crema protectora y la botella de agua.

Decía que llegar a Washington no es fácil, pero, una vez en la ciudad, tampoco le resultará fácil ejercer de turista. Lógicamente preocupados ante las amenazas terroristas, los americanos han reaccionado declarando como posibles objetivos de los fanáticos y merecedores por tanto de protección especial (ya sabe: colas, gritos, escáner, registros, confiscación de objetos...), una serie de monumentos o edificios de acceso público. En Washington, cualquier edificio que se le ocurra será objeto de protección especial. Si el lugar ya estaba protegido, se incrementa la protección y a otra cosa. Por ejemplo, la Casa Blanca. No hablamos de visitar el interior del edifico (algo prácticamente imposible a no ser que usted sea presidente de gobierno, ministro de asuntos exteriores o embajador) sino simplemente de acercarse a él. Hasta la Segunda Guerra Mundial se podía llegar hasta la puerta y dejar una tarjeta de visita. Posteriormente se prohibió el acceso a los jardines. Desde 1995, el tramo de la Avenida Pensilvania frente al edificio está cerrado y a partir del 2001 se ha alejado una manzana la verja que limita los jardines. Y la cosa va subiendo o, mejor dicho, alejándose. Si no cuenta usted con un buen teleobjetivo, sólo conseguirá fotografiar una mancha blanca en el horizonte que le recordará vagamente a una casa con columnas en el porche. Junto a la verja se podrá encontrar usted cualquier cosa, como, por ejemplo, un desfile de boy scouts (ya conoce su definición: unos niños vestidos de gilipollas mandados por unos gilipollas vestidos de niños) o una concentración de republicanos pidiéndole al presidente Obama que tenga coraje para atreverse a proteger de verdad el sagrado suelo norteamericano frente a las amenazas externas. Mientras miro a la cara a los manifestantes, pienso que quizás lo que en realidad estén pidiendo sea recibir a los turistas con un lanzallamas, porque otra cosa, la verdad, ya no se me ocurre.

En el Capitolio se mantiene el control de acceso al edificio y además se incorporan nuevos controles en el interior: en total, uno por cada dependencia que se quiera visitar, por lo que no será extraño que después de una espera de un par de horas, se encuentre usted todavía en el recibidor principal dispuesto (o no) a iniciar una nueva cola en la que podrá entretenerse leyendo instrucciones como ésta: “está prohibido usar cualquier tipo de sombrero salvo que sea por motivos religiosos”. Además, para facilitarle las cosas, le ofrecerán las instrucciones traducidas a su idioma: “Favor de preocuparse por si todos en sus bolsas están permitidas. No es permitido acceso de pilas en las bolsas al edificio para ser protegido de activación accidental” (bueno, no se debería ironizar sobre su don de lenguas, y menos yo que cuando pregunté en el MOMA de Nueva York por el Bar Room, me mandaron al cuarto de baño del museo.) La realidad es que Estados Unidos no ha recuperado la normalidad tras los atentados. Tal vez no la recupere nunca, así que desistiremos de visitar el lugar en el que el líder de la mayoría (Walter Pidgeon) debate con el ilustre senador de Carolina del Sur (Charles Laughton) sobre la candidatura de Robert Leffingwell (Henry Fonda) como Secretario de Estado, antes de acudir a una fiesta para tomar un cóctel con los bellísimos pómulos de Gene Tierney. Todo ello ocurre en la película “Tempestad sobre Washington”, de Otto Preminger, ejemplo de cine político del bueno. Pero como la realidad política de hoy no es cine del bueno, ni mucho menos, nos olvidaremos de visitar la sala del Senado. Mejor saldremos a la calle a lucir despreocupadamente en Washington la gorra de “I love New York.”

Al acercarnos a la ciudad desde el aeropuerto de Washington Dulles, ya percibimos que aquí las cosas son como en cualquier otra parte pero un poco más a lo bestia: coches más grandes, autopistas con más carriles, ríos más anchos, bosques más verdes, vasos de café con leche de tres cuartos de litro…., y el Mall, una enorme avenida de césped rodeada de árboles que reúne la mayor concentración de museos y monumentos del país. No voy a citar la relación completa, que para eso ya hay muchas guías, pero sí querría detenerme un momento en un monumento que me parece magnífico: el Lincoln Memorial, el lugar desde el que Martin Luther King le dijo a la multitud que le acompañaba y al mundo entero que había tenido un sueño, y donde un ingenuo senador, interpretado por James Stewart, reflexionó sobre la corrupción política ante la estatua de Lincoln en “Caballero sin espada”. Es también el lugar en el que Clint Eastwood coquetea con Rene Russo: “échame una miradita, nena”, y al que Kevin Costner le pide que se dirija al chofer de una limusina alquilada, mientras él le hace el amor en el asiento trasero a Sean Young, la preciosa replicante de “Blade Runner”, en “No hay salida”. Como aquí nos gusta hablar de los placeres de la vida, les diré que es un placer sentarse en las escaleras del Lincoln Memorial y ver como la luz del atardecer va volviendo poco a poco de color rosa el Washington Monument, la cúpula del monumento a Jefferson y el agua del río Potomac. Y para que la felicidad sea completa les diré que el acceso es gratuito y sin medidas de seguridad, confirmando el dicho de que las mejores cosas de la vida no tienen precio, al que le añado yo la coletilla de que en Washington las mejores cosas de la vida no tienen tampoco controles policiales.

Si cruzamos el Arlington Memorial Bridge, nos encontraremos con el Pentágono, el Marine Corps War Memorial (es decir, el monumento que inmortalizó la famosísima imagen de de los soldados americanos colocando en Iwo Jima las banderas de nuestros padres) y el Cementerio de Arlington. Conviene visitar el cementerio un poco a tu aire, deteniéndote en los puntos de mayor interés, como la casa del General Lee, desde donde se tiene una bonita vista de la ciudad, o la tumba de la familia Kennedy. Aunque no suelo sentir mucho interés por las tumbas, he de reconocer que me detuve un momento delante de la de Robert Kennedy, quizás porque la imagen de este hombre agonizando con la camisa abierta después de recibir un disparo en un hotel de Los Ángeles, me impacto de tal modo que parecía como si el proyectil me hubiese alcanzado también a mí y, desde entonces, permanece grabada en mi cerebro, igual que la de aquella niña que corre desnuda con la piel quemada huyendo de las bombas en Vietnam, la de la parada de Gordon Banks al cabezazo de Pelé en el mundial de México o la de una rubia, muy guapa, tocando el ukelele en el pasillo de un tren camino de Florida. La tumba está rodeada por miles de lápidas blancas que forman sobre el césped figuras geométricas y que guardan los restos de miles de chavales de veinte años a los que les robaron la vida en alguna guerra cuando estaban empezando a vivirla. Ya ven que el lugar invita a ponerse solemne, pero si no es usted de aquellos que sienten hacia los cadáveres esa mezcla de gravedad y de temor reverencial propio de casi todas las religiones, encontrará en el cementerio de Arlington un lugar magnífico para relajarse y pasear. Y si lo es, seguramente, también.

Cruzando de nuevo el río, nos dirigimos al barrio de Georgetown, sede de la Universidad, para dar un paseo por sus calles adoquinadas llenas de árboles y de edificios antiguos, entre ellos la casa de soltero de John Kennedy y aquella en la que vivía Regan MacNeil cuando fue poseída por el demonio. También hay un mercado del siglo XVIII que hoy acoge a una sucursal de la conocida tienda de alimentación Dean & Deluca, y muy cerca de allí, en la orilla del río, se encuentra un puerto, el Washington Harbour, donde está el Tony & Joe y otros muchos restaurantes en los que sirven tomates verdes fritos, sopas de pescado, sándwiches de pollo, pasteles de cangrejo de Maryland y trozos de key lime pie, y desde el que se divisa el edificio Watergate, aquel en el que una lejana noche de 1972 la policía descubrió a cinco hombres robando documentos en la sede del Partido Demócrata, lo que dio lugar a que Dustin Hoffman y Robert Redford (que trabajaban entonces para el Washington Post) se pusieran a investigar con la ayuda de “Garganta Profunda”. Me contó un camarero del Tony & Joe que este restaurante fue el favorito de Michael Jordan en los dos años que vivió en la ciudad mientras jugó con los Wizards. Si la historia es cierta, podrá usted afirmar sin temor a equivocarse que Jordan es mejor jugador de baloncesto que gourmet.

Nos quedan por visitar otros barrios de Washington, como el Adams Morgan, el antiguo barrio hispano que, desde los años ochenta, se ha convertido en residencia de artistas y centro de la vida bohemia, despreocupada y alegre, y que parece un islote de frescura en medio una ciudad tan formal y tan seria. El barrio está plagado de restaurantes de cocina etiope y caribeña, y de clubes de jazz donde, de vez en cuando, Chuck Brown, una auténtica leyenda local, todavía toca en directo maravillosas canciones como “It Don’t Mean a Thing If It Ain’t Got That Swing”. Cuando yo estuve, no le tocaba tocar. Lástima. Hubiera dado cualquier cosa por oírle, como hubiera dado cualquier cosa por oír a Ella Fitzgerald cantar viejas canciones del sur acompañada por Duke Ellington, otro ilustre ciudadano de Washington, que comenzó actuando en el viejo Howard Theatre de la T Street, antes de dar el salto a las salas de big band de Nueva York y a los salones de las casas de todos los buenos aficionados al jazz del mundo. En cualquier caso, el Adams Morgan es un barrio bonito por el que merece la pena darse un paseo antes de continuar hacia el barrio de Shaw, el “Broadway negro”, y buscar en la U Street otro pequeño pedazo de la historia americana: el Ben’s Chili Bowl, puesto de hamburguesas y perritos calientes al que Bill Cosby acudía a diario y que se hizo famoso en las revueltas que siguieron al asesinato de Martin Luther King, cuando los manifestantes, resueltos a defender el pacifismo a hostia limpia, pidieron que permaneciera abierto el local para poder comer algo entre carga y carga policial. Se cuenta que los policías también secundaron la moción, y que, de este modo, todos aceptaron el lugar como si fuera un rincón neutral al que acudir a reponer fuerzas en mitad de la pelea. Las salchichas están muy ricas, por cierto, y, hace poco, Obama las ha vuelto a poner de moda acudiendo allí a comer la Chili Half Smoke (salchicha ahumada de carne de cerdo y vaca) junto con el alcalde de la ciudad. Siempre me han gustado estas pequeñas historias locales que hacen que uno, casi sin darse cuenta, comience a sentir complicidad con una ciudad y comience a quererla un poco.

Ahora creo recordar que al principio del artículo he dicho que Washington no me parece más que un escenario insulso en el que dar cabida a unos cuantos monumentos. Si es así, lo retiro. Me he equivocado.