lunes, 20 de diciembre de 2010

Leo, Leo, Barcelona


En el año 2002 o 2003, ya no me acuerdo, Woody Allen dirigió “Melinda y Melinda”, película en la que unos amigos quedan para cenar tras asistir al funeral de un compañero que acaba de morir de un infarto justo después de haberse hecho un electrocardiograma que dio un resultado perfecto. Después de la cena, durante la sobremesa, se ponen a discutir de cuestiones trascendentes y profundas. Discuten sobre si la esencia de la vida es trágica o cómica, sobre si en realidad no hay nada intrínsecamente gracioso en los terribles hechos de la existencia o si, por el contrario, todo es tan absurdo que al final no nos queda más remedio que reírnos de cualquier cosa. Discuten sobre si estamos rodeados de gente graciosa, guapa y divertida que siempre nos ofrece la posibilidad de afrontar los problemas diarios con una sonrisa en los labios, o si solo existen dos categorías de personas: los horribles y los miserables (en palabras de Woody los horribles son los enfermos incurables, los ciegos y los lisiados, mientras que los miserables somos todos los demás). Esa discusión les da pie para contar la misma historia desde dos puntos de vista diferentes: una mujer se presenta de improviso en una cena de amigos y su presencia acaba afectando a la vida de sus anfitriones de un modo trágico o cómico, según se mire, según como se cuente. A mí esta película me gustó mucho. No voy a decir que llegue a la enorme altura de las mejores comedias de Woody, porque entonces estaríamos hablando de que podría compararse con las mejores películas que se han hecho en los últimos cuarenta años y tampoco hay que exagerar, pero sí que me parece una historia original, compleja, ocurrente y divertida. Pero, bueno, si habéis visto la película y no os ha gustado, tampoco vamos a discutir por eso, que bastantes líos han tenido aquí algunos por decir que le gustan las películas de Ginger Rogers y Fred Astaire. Solo la menciono porque fue la última película que Woody realizó en Nueva York antes de irse durante una larga temporada a rodar fuera, primero a Londres y luego a Barcelona con Vicky y con Cristina.

“Vicky, Cristina, Barcelona” no está a la altura, ni de lejos, de las obras maestras del genio neoyorquino. Tampoco está al nivel de sus primeras comedias más despreocupadas y ligeras, películas que a pesar de no prestar demasiada atención a aspectos que se pueden considerar esenciales a la hora de definir un estilo cinematográfico de calidad, al menos sí que se caracterizaban por contener una sucesión de estupendos y divertidos gags que ponían de manifiesto un sentido del humor típico e inconfundible. Resumiendo: si hablamos de cine diremos que “Vicky, Cristina, Barcelona” resulta una película anodina y decepcionante, carente de la extraordinaria lucidez y de la creatividad, íntima y cercana, que Woody Allen saca a relucir cada vez que pasea la cámara por la ciudad de los rascacielos. Si hablamos de otras cosas, como por ejemplo del recorrido que realizan los protagonistas (los de aquí y los de allá) por Barcelona, entonces tendremos que decir que en nuestra opinión la película muestra una visión superficial y frívola de la capital mediterránea, visión más propia de turistas torpes y desinteresados que de observadores inteligentes dotados de la perspectiva avispada y sutil a la que Woody nos ha tenido acostumbrados durante muchos años. Algunos han achacado estos defectos a problemas relacionados con la edad. Es posible y lógico. Otros sostienen que Woody se empequeñece cuando sale de Manhattan (lo cual debe tener algo de cierto también, pues fue suficiente volver a plantar la cámara en las calles de Greenwich Village para que la cosa volviera a funcionar en la espléndida “Si la cosa funciona”, valga la redundancia). A lo mejor se trata simplemente de que no se puede acertar siempre. Pero, bueno, tampoco le demos más vueltas, ya que la única razón de que llevemos dos párrafos hablando de Woody Allen es porque su película “Vicky, Cristina, Barcelona” nos ha servido de inspiración para escoger el título de nuestro artículo de hoy: “Leo, Leo, Barcelona”. Ingenioso, ¿verdad?

Leo

El primer Leo se llama Lionel, se apellida Messi, y juega en el Barça, el muy cabrón. Messi es responsable de muchos de los males que últimamente me aquejan y que me han obligado a acudir otra vez a la consulta del psiquiatra. Ya sé que pensáis que soy del atleti y que por tanto, como buen antimadridista, no habrían de afectarme los éxitos del Barcelona, pero estáis equivocados. En realidad soy un madridista hasta la médula y a muerte con mis colores. Lo que ocurre es que cuando escribo comentarios en el blog suelo sufrir trastornos de personalidad múltiple disociativa, lo que provoca una extraña mutación en mi mente torturada y hace que, sin yo quererlo, me invada momentáneamente el temperamento de un entusiasta colchonero, y como si fuera Tristón (el compañero del león Leoncio, otro Leo) me pase el día repitiendo a quien quiera oírme la aburrida letanía de que yo soy el pupas y tú eres un presumido y un soberbio. Pero decía que soy madridista y que Messi me tiene preocupadísimo. No es que el Barcelona no haya contado antes con jugadores espléndidos, no. A eso ya estamos acostumbrados. Por allí han pasado Cruyff, Maradona y otros futbolistas galardonados con el Balón de Oro, antes de que Cannavaro, este defensa torpón y risueño que no tenía más gracia que la del patadón y tentetieso, recibiera el trofeo de manos de un jurado de ineptos. Es posible que Leo sea el mejor jugador de la historia del fútbol, no lo sé. Creo que a este tipo de jugadores se les debe juzgar solamente por su capacidad para destacar entre los futbolistas de su época y para hacer grandes a los equipos en los que juegan. Pero lo sea o no, no se trata solo de sobrellevar con cierta envidia el hecho de que un jugador tan maravilloso no juegue en el Real Madrid. El problema es que Messi juega rodeado de un equipo de fábula, mucho mejor que el de la época de Maradona o de Cruyff, y que este equipo parece haber alcanzado hoy la cumbre del fútbol jugando como uno imagina que deben jugar los ángeles en el patio del colegio del cielo a la hora del recreo. El problema es que, lo mismo que hace veinticinco años Dios se puso a jugar al baloncesto disfrazado de un jugador de los Chicago Bulls, hoy la belleza se ha puesto una camiseta azulgrana. Grandes equipos los ha habido siempre, pero es ahora cuando se ha materializado por fin mi ideal del fútbol, mi equipo soñado. Lo que me disgusta, lo que me tiene en un sinvivir es que ese equipo no es el Real Madrid, sino el Barça. Me disgusta que cuando esa orquesta dirigida por Xavi eleva de pronto la intensidad de la música y con un ligero toque de batuta le da la entrada al primer solista, yo empiezo a sentir palpitaciones en esa pequeña zona de mi pecho donde guardo el buen gusto y entonces se ponen a dar vueltas de campana a la vez mi admiración y mi envidia (mi insana envidia, que la envidia nunca puede ser sana, nunca lo es).

Este equipo ha conseguido que el club haya recuperado su orgullo y se muestre muy alejado de aquel insoportable victimismo, propio de la época de Núñez y de Gaspart, que lo convirtió en un grupo afectado de manía persecutoria, eternamente deprimido e incapaz de generar alegría a sus aficionados, los cuales, siempre resentidos por esto o por aquello, se desahogaban hablando de Guruceta, del corpus de sangre, de Felipe II, de Franco, de su señora esposa La Collares o de los Tercios de Flandes y, en permanente estado de mosqueo, se dedicaban a ocultar su condición de equipo de segunda fila proclamándose más que un club y lanzando cabezas de cerdo al terreno de juego: ¡aquest any, tampoc!, ¡aquest any, tampoc!

Pero hace unos años, bajo la presidencia de un personaje mediocre aspirante a libertador de Cataluña, el Barça ha emprendido un camino que en poco tiempo le ha llevado a convertirse en el equipo más alegre del mundo (además del mejor, naturalmente). Para colmo me aseguran mis amigos culés que esta alegría no va a ser pasajera y que está aquí para quedarse. Me dicen que en Barcelona ahora se discute poco de fichajes y de cantera. Que cada vez les importan menos los otros equipos (eso no es soberbia, es capacidad para reconocer la valía, aunque esta se encuentre en tu propia casa) y cada vez hablan más de fantasía y de belleza. Yo, qué quieren que les diga, aunque reconozco sin reparos que el Barça es hoy el mejor equipo del planeta, me consuelo pensando que el gran club de la historia del fútbol ha sido siempre el Real Madrid y que esto no va a cambiar por el simple hecho de que se prolongue durante unos años más esta racha afortunada de nuestros queridos rivales. Que la disfruten. Reconocemos que tiene todo el derecho de mundo a presumir. Mientras tanto, no subestimemos la indiscutible capacidad autodestructiva del club azulgrana. Y si tarda en hacer efecto, confiemos en que las investigaciones para crear el gen madridista iniciadas por el Doctor Bacterio a instancias de Florentino den pronto su fruto, de modo que el día menos pensado se puedan oír en las instalaciones de la Masía a Messi, Xavi e Iniesta cantando a tres voces el bello himno de las mocitas, ante el asombro de Guardiola y del resto de la plantilla. Si esto tampoco funciona, ya sólo nos va a quedar el recurso de la vela a Santa Rita. Eso o aficionarnos al fútbol americano.

Leo

El segundo Leo es un restaurante situado en el barrio del Raval, llamado Casa Leopoldo, el restaurante favorito de Vázquez Montalbán y de Pepe Carvalho. Creo que ambos contaron una vez que allí les llevaban sus papás de la mano cuando había algo que celebrar y dinero para gastarlo. Los entiendo perfectamente. A mí, mi padre me llevaba a comer patatas fritas a la inglesa en la Cruz Blanca. A veces un pollo asado en La Ostrería. Cuando tocaba, pocas veces, unos percebes en una cervecería de la calle Torrijos que se llamaba La Dorada y que a mí me parecían la cosa más rica del mundo, quien sabe si porque en realidad yo era capaz de apreciarlos tanto o era porque a mi padre le entusiasmaban y yo quería acercarme al mundo de los sabores imitando su gusto. Si se trataba de comer sentados acudíamos a tomar la fabada de marisco al Tulipán, entrañable restaurante de barrio que se mantiene abierto después de sesenta años para ofrecer comida y recuerdos de la infancia por el mismo precio. Decía Vázquez Montalbán que mientras que hay restaurantes y cocineros que se pasan la vida luchando por la estrella Michelín, otros consiguen pasar a la historia por el mero hecho de formar parte de la memoria de la gente, quizás porque sus paredes de azulejos y sus platos te devuelven sabores que son tuyos y que no puedes encontrar en otro sitio. Rosebud. Tara. Amarcord. Días de radio. Enterrad mi corazón en Wounded Knee. De esas cosas estábamos hablando cuando un camarero nos sirvió un pescado de triste aspecto que vino a culminar una cena igual de triste y eso nos hizo reflexionar sobre la evidencia de que el pasado está bien, pero si quieres formar parte de los recuerdos futuros de nuevos clientes o continuar renovando los de los parroquianos de toda la vida, tienes que seguir currándotelo. Es posible que a los dueños de Casa Leopoldo se les haya olvidado y ahora, por desgracia, no estén allí Vázquez Montalbán y Pepe Carvalho para recordárselo.

Barcelona

Y Barcelona es Barcelona, claro, pero aquí no voy a decir casi nada. Ya he llenado un folio por las dos caras y el boli se me ha quedado sin tinta. Además no sabría que escribir para no dar una visión todavía más superficial y frívola que la de Woody. Solo diré que he tenido la oportunidad de visitarla en unos días en los que los barceloneses la habían abandonado en masa, dejándola en manos de los turistas para que se la cuidáramos. Hemos podido pasear a gusto por barrios poco transitados y por algunos otros aderezados por montones de inmigrantes que no parecen representar ningún elemento de discordia, sino más bien de integración. Hemos recorrido de arriba abajo las Ramblas, añorando un poco los tiempos en los que parecía una calle en lugar de un transbordo en hora punta en la estación de la Avenida de América. Nos hemos encontrado con gente simpática y hospitalaria que, por una vez, me ha parecido más ocupada en sentirse orgullosa de su ciudad y de su equipo que en poner de manifiesto tantas absurdas rencillas con las que a veces nos enredamos todos. Hemos escalado montañas y hemos visto el mar. Nos hemos puesto morados de rebanadas de pan con aceite, tomate y sal. Hemos comido bien, aunque no en Casa Leopoldo. Nos gusta Barcelona.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Can Fabes


Santceloni no es un pueblo bonito, o al menos no lo son las calles que llevan desde la autopista del Mediterráneo a Can Fabes. Todo cambia cuando atravesamos la puerta del restaurante. El ambiente se vuelve cálido, ayuda el contraste con el frío que recorre la región del Montseny. Como decía, la sensación desde la recepción es acogedora con esa manera tan difícil de conseguir sencillez y buen gusto al tiempo. Recuerdo vívidamente el comedor de Can Fabes, apenas hace cinco años, lleno hasta los topes, hombres de negocios con su corbata y su tarjeta oro de empresa entre la decoración de Tapies. Las cosas han cambiado, somos los primeros en llegar a nuestro pequeño reservado pero, hoy, día de diario de noviembre del 2010, no llegarán muchos más clientes y casi hay más gente en la brigada que presta el espléndido servicio. “Sosegado, tranquilo”, pienso, cuando me viene a la cabeza esa frase que alguna vez he leído u oído a Santi Santamaría, “el reloj no entra a Can Fabes”.

Quizá uno se deje las prisas a la entrada, pero la llegada de Xavier Pellicer, uno de los mejores cocineros que he conocido, nos abre las posibilidades de encontrarnos con un nuevo Can Fabes, que, esperaba, hubiera heredado parte de la que fue su cocina de Abac; moderna y clásica, siempre elegante –perfectamente reflejada en el libro La cocina de Abac: Xavier Pellicer-. La cosa difícilmente puede empezar mejor, con una selección de panes entre los que destaca un pan del payés – un aspecto muy similar al de la fotografía de la portada de El Aprendiz de panadero de Reinhart-, probablemente el mejor pan que haya probado en un restaurante. Y un gran pan es una cosa difícil de ver, toda una declaración de intenciones.

El menú de otoño -228 euros- empieza con unos palitos de pan envueltos con un buen jamón de bellota. No baja el nivel con el foie –Pellicer trabaja bien este producto-, ni con la cuajada con erizos. Está rica la vieira marinada y, aunque agradable, me gustó menos el crujiente de una especie de pasta de conejo. Me parecen sensacionales tanto las setas de temporada con papada -diferentes temperaturas y texturas- como la calabaza “cruda, hervida, asada y frita” con chipirones. Si consideramos como parámetro para medir un plato su complejidad, este último estaría cerca del sobresaliente. Extraño y casi desagradable el pil pil con almejas de su “amigo Laureno” –Laureano Oubiña-, con alubias, hojas de remolacha y su raíz. Apenas les sacan partido a los buenos bivalvos que se pierden en un fondo extraño y, a pesar del nombre, poco ligado.

Mantiene el menú –en general- un nivel alto en los aperitivos y entrantes, pero, raro estos días -son los tiempos de cocineros de tapas-, por debajo de los segundos platos que son incluso mejores. Diseñar buenos principales sólo está al alcance de grandes cocineros y basados en un producto extraordinario, tanto la dorada –según el camarero, del puerto de Blanes- con brioche y crujientes como el pato mieral de sangre con hinojos braseados y salsa de miel con aromáticos, son platos para recordar. El pato, de sabor profundo, una auténtica maravilla, se presenta entero en la mesa, para luego trincharlo y, seguramente aprovechar sus jugos al acabar la salsa.

Nada, sin embargo, se me queda de los postres ni del gorgonzola con crema de pera que los precede. El queso sale demasiado frío –el único fallo de ejecución- y los postres son ligeros, refrescantes, pero apenas recuerdo la presentación de los petit fours y una sopa de fresa o fresón con helado. La carta de vinos, como el propio menú es muy cara, puestos a elegir nos tiramos al monte y tiramos por opciones más o menos lujosas: el Altenberg de Bergheim Brand Cru 2001 a 120 euros o el La Chapelle 97 de Jaboulet a 185 euros. Joyas bien tarifadas, claro. El sumiller, Juan Carlos Ibáñez, me pareció un buen profesional con las ideas claras, no es fácil separar el blanco alsaciano, un vino pleno y redondo, maduro, de un tinto del calibre de La Chapelle. Nos recomendó para ello el Smaragd Lobiner Berg 2004 -125 euros-, un riesling todavía vibrante, ácido y fresco que, finalmente, acabó ganando en complejidad hasta convertirse en un gran vino.

En Can Fabes conocen todos los resortes de la liturgia y la gran comida se puede rematar, por ejemplo, con una copa del armañac Domaine de Jaurrey 79 de Laberdolive -32 euros-. Precios estratosféricos, al nivel de algunos de los templos triestrellados de París, gran producto, espléndida ejecución y un servicio de alto nivel, en Can Fabes se puede disfrutar muchísimo -yo disfruté muchísimo-, Santi Santamaría ha levantado un gran restaurante. Sin embargo, como le pasa a España, mi corbata no luce tanto como hace cinco años y mi tarjeta de crédito ha caducado. Será, pues, una ocasión única en muchos años, en el sentido estricto de la palabra. Una gran experiencia en términos absolutos.

Cuadro que ilustra: Blanco con manchas rojas de Antoni Tàpies.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Cinco horas en El Bulli


A El Bulli, en diciembre del 2010, se sube en un zig-zag envuelto en un mar de oscuridad. Me había imaginado mil veces llegando a Cala Montjoi y hoy me resulta difícil reconocer la masía, que había visto en tantas fotografías a media luz, al atardecer; el letrero de El Bulli, un tatuaje de luz en la puerta. Dentro, Juli Soler canturrea, probablemente contento con la última paliza que el Barsa le ha propinado al Real Madrid y el servicio, tic-tac, nos recoge el abrigo, nos conduce a la cocina donde se apilan un montón de cocineros que, como si fuera un hormiguero, trabajan con rapidez y enorme pulcritud en líneas geométricas de acero. Líneas de producción. Por allí anda Ferrán, siempre dispuesto a charlar brevemente, a hacerse una foto. Hoy, a diferencia de Soler, anda con un aspecto entre tenso y cansado. Como me sucede con el entorno, también me cuesta reconocerle.

Flauta de mojito y manzana, almendra fizz con amarena, empanadilla de nori, chip de aceite con oliva, porra de parmesano, avellana-frambuesa, caramelo de avellana, galleta de caviar y avellana, palet de hibiscus y cacahuete.

A la entrada a la izquierda se encuentra nuestra mesa. El Bulli guarda sorpresas, esas cosas que no salen en las fotos. La primera es el jefe de sala, Lluis García, el jefe de sala, un profesional de esos que parece capaz de echarse al hombro un restaurante. Llegan las entradas, cócteles, sólidos: el hilo conductor parece el amargor, de la almendra al mojito, de la avellana a la amarena, luego el dulzor y finalmente juegos con las texturas como en el caso de la tortilla de camarón en dos versiones, primero esponjosa, después como una finísima coca crujiente que sostiene a los camarones. Es imposible fijar todos los bocados y todavía más difícil saber cómo pueden haberlos cocinado. Por momentos El Bulli te hace sentir en primero de gastronomía, quizá sea simplemente que ellos flotan en otro plano.

Tortilla de camarones, won-ton de rosas con jamón de rosas y agua de melón, canapé de jamón y jengibre, crema de caviar con con caviar de avellana, cerilla de soja con yuzu al miso, langostino hervido, gamba dos cocciones, codornices con escabeche de zanahoria, tartar de tomate, tiramisú, caviar trufado, drap de tartufo, macaron de parmesano, blini trufado, anénoma fría con percebe, zamburiñas con rissotto de almendras, ostras Gillardeau con tierra negra y tuétano, ceviche de lulo y molusco, taco de Oaxaca, papillote de endivia 50%, gazpacho y ajo blanco.

Un wan ton de pétalos de rosas, un caviar que sabe a trufa, un blini que explota en la boca lleno de grasa y sabor, un taco que sabe a Mexico, muslitos de codorniz con tres o cuatro aliños de diferente potencia –“cómanlo de arriba hacia abajo”-, un monográfico sobre el yodo con percebes y anémonas, endivias cocidas y crudas. Cada plato, una tapa, cada tapa el inicio de un camino. Todo está bueno y por sí solo tiene sentido, pero a la vez todo parece el comienzo de algo, un kilómetro cero gastronómico que extiende sus dedos hacia otros lugares. Japón, Mexico, Perú, Galicia, Andalucía, fusión de aquí y de allá. Cuando más sorprende es cuando no sorprende –la gamba en dos cocciones- porque en la mayoría de los casos todo es endiabladamente complejo. En secuencias de tres o cuatro podrían marcar toda el camino de toda una carta. El Bulli se va transformando en el flujo de la cena, no es una cena, son varias, no es un restaurante sino muchos y ninguno se parece a cualquiera que ya conozca.

Capuccino de caza, tórtola con rissotto de moras al cardamomo, ravioli de liebre con su boloñesa y sangre, fresas calientes con consomé de liebre, castañas miméticas, helado de pandang con agua de coco, terrón de azúcar al té y lima, “filipinos”, “coca de vidre”, profiteroles flotantes con sopa de gin y frambuesa helada al cardamomo, caja de chocolates.

La última de las mutaciones va a dar en la caza y los postres, que se cruzan con el plato de fresas calientes con consomé de liebre. Me recuerdan estos platos una lección que quizá no siempre recordaba de Ferrán, por más que quedara reflejado en el espléndido El sabor del Mediterráneo: en su cocina la sorpresa es lo que viene después de la excelencia, el gourmetismo, la ejecución. Impresiona pensar que son cerca de cuarenta servicios por persona, por tanto miles de ellos al día con una precisión absoluta de sabores, temperaturas y presentaciones. Una tensión que, me dio la impresión, se refleja en la cara de Adriá. Queda para mí como culmen de ese “otoño puesto en el plato” que es la parte final del menú, el ravioli de liebre con su sangre.

El Bulli es la obra de un genio, un proyecto de tal complejidad que parece imposible de alargar durante demasiados años; debe suponer un enorme desgaste personal buscar el infinito, la perfección en cada detalle, no hay cuerpo ni equipo que lo aguante. La mezcla de taller de investigación y desarrollo que quedará plasmada en una red social, es simplemente la salida natural, prescindiendo del agotador esfuerzo que es el servicio en el restaurante, para preservar las ideas, el cerebro. Descansar el músculo para poder escribir el futuro.

Siempre creí que cenar en Cala Montjoi, si algún día sucedía –había perdido la esperanza-, supondría una especie de culminación gastronómica personal. Nada más lejos de la realidad, tras cinco horas en la mesa me di cuenta de que esto sólo acaba de empezar. El menú que cené, por sí mismo es un universo de posibilidades del que tan sólo un pequeño porcentaje está ya escrito. Contar en tan pocas palabras la locura que viví, transmitir la experiencia, no es posible; pero en el año 2010, crespuscular y apagando las luces, se me ocurre que un buen resumen de lo que es El Bulli es su excelsa caja de bombones, bonita, deliciosa y sorprendente. Prácticamente perfecta.