domingo, 22 de febrero de 2009

El imperio Momofuku

New York, New York. Hay ciudades cuya fisonomía, cuya alma, cambia con cada estación. Si París debe visitarse en otoño, paseando por una "rive gauche" repleta de hojarasca, con su irrepetible aire de melancolía y existencialismo, mientras caen unas finas gotas de lluvia, Nueva York, su espíritu, su esencia, se revela en todo su esplendor en invierno, cuanto más cerca de Navidad mejor, cuanto más blancas sus aceras de nieve, mejor, con un frío soportable que permita, a pesar de la distancia, caminar entre la Calle 88 y Battery Park, entre la Avenida 12 y Autopista F.D. Roosevelt. Es entonces cuando Nueva York se presenta ante nosotros en su mejor versión, cuasi cinematográfica, donde cualquier milagro es posible, no solo en la Calle 34. Uno de ellos sucede, repetidamente, en el East Village.

Nueva York se ha distinguido, hasta hace unos pocos años, por la ingente cantidad de restaurantes, muchos de ellos de una calidad envidiable, pero nunca, hasta hace relativamente poco, ha tenido entre sus cocineros a alguien capaz, no solo de brillar en la ejecución, sino capaz de crear nuevas tendencias, nuevos caminos, en la gastronomía global. Su nombre, Chang; David Chang.
Este menudo cocinero, originario de Virginia, aunque de familia coreana, ha revolucionado la gastronomía americana, como ningún otro cocinero lo había hecho en muchos, muchos años. Si Alice Waters fue, a principios de los años setenta, la extensión y aplicación culinaria del movimiento hippie de Haight & Ashbury; si en los años Ochenta Wolfgang Puck, además de su peculiar acento austríaco, trajo su alegría de vivir y cocinar hasta Sunset Boulevard y enseñó a comer a los "Ricos y Famosos", si acaso eso es posible; si Jean Georges extendió su imperio gastronómico en los años noventa, presentando por primera vez en los Estados Unidos una cierta vanguardia culinaria, ha sido David Chang, con su peculiar concepto de restaurante y cocina, el que ha puesto a Nueva York a la cabeza de una nueva forma de entender la experiencia gastronómica, despojándola de reglas, barroquismo, pretenciosidad, formalidad y dotándola, además de calidad, de esas tres palabras acuñadas en 1.789: Liberté, égalité, fraternité. Una especie de socialización del disfrute, democracia gastronómica exenta de demagogia. Palabras que aunque suenen precisamente a esto último, se refrendan en el concepto de negocio que David Chang ha implantado en sus tres restaurantes. Si algunos dicen que un restaurante es algo más que lo que se pone en un plato, los Momofuku son prueba de ello.

David Chang abrió su primer restaurante, Momofuku Noodle Bar, en la primavera de 2003, como una versión actualizada de un tradicional restaurante japonés, en cuyo menú abundan palabras como Ramen, Somen, Kimchi, Yuzu, Miso, cuya explicación queda entre Google y vosotros. Al contrario de lo que suele ser habitual, Chang ha ido creando su repertorio gastronómico de abajo hacia arriba.

En Agosto de 2006 se abre Momofuku Ssam Bar, con un menú sin estructura aparente, donde el único hilo conductor parece ser el Cerdo, en todas sus variantes, en todas sus partes. Una cocina que mezcla platos extraordinariamente complejos con otros totalmente espontáneos, informales. La cocina entendida como globalización, sin reglas, con una constante aparición de nuevos platos, que hacen que cada visita al Ssam Bar sea una nueva y placentera experiencia. Chang consigue que su eclecticismo, que podría desembocar fácilmente en incoherencia, se traduzca en el plato en sorpresa y calidad a partes iguales; cada ingrediente cuenta, no hay caprichos, hay balance. Ningún plato es un guiño a la moda, a una tendencia concreta.

Hablaba, hace poco, cierto periodista gastronómico de parámetros gustativos al hablar del Ssam Bar. Lo que hace Chang es eliminar fronteras. Queda a la discreción de cada cliente el hacer lo mismo. ¿Necesitamos un doctorado en gastronomía coreana para disfrutar de los bollitos de panceta, pepino y salsa hoisin? ¿Debemos adentrarnos en lo más profundo de la cocina de Sichuan para disfrutar del maravilloso plato de tendones de vaca, mango y cacahuetes? Creo que la respuesta es bastante clara. No seré yo el que hable de semejanzas entre la cocina de Chang y la de David Muñoz, aunque ambos participan de un concepto común que amalgama perfectamente parámetros y conceptos de diversas culturas gastronómicas, pero ahí cesan sus semejanzas. Sus cocinas, aunque parten de una misma premisa, de una idea común, siguen caminos totalmente distintos. De parámetros intelectuales no hablo. Su sola mención me provoca náuseas. Aquellos que utilizan dicho término, demuestran no tener ninguno.

Ambos restaurantes, Noodle Bar y Ssam Bar, participan de un concepto similar. Son bares, valga la redundancia, con una extensa barra con taburetes de madera, anexa a la cocina, y con varias mesas comunitarias donde perfectos desconocidos se sientan y comen juntos. ¿Hay algo más igualitario, más democrático? Ninguno de los dos acepta reservas, el primero que llega es al primero que se le atiende. Sin embargo, este concepto no está exento de detalles de calidad, como una excepcional carta de vinos, con más de 200 referencias. El servicio ha ido mejorando con el tiempo. No nos olvidemos que estamos hablando de bares, con un flujo constante, con continuas entradas y salidas de clientes y con una cocina que no cierra hasta las dos de la mañana. Pues eso, que el servicio, salvando las distancias, está a un nivel más que aceptable, aunque, de vez en cuando, nos podamos encontrar con algún camarero, aspirante a modelo de Abercrombie & Fitch, y sin demasiado interés o conocimiento de lo que sale de la cocina o de las necesidades del cliente.

En Febrero de 2008, David Chang abrió *Momofuku Ko, la culminación, por ahora, de su pirámide. Alta cocina en el más insospechado de los marcos: doce taburetes sin respaldo en una barra que da directamente a la cocina, donde los cocineros se transforman en camareros y sirven los platos directamente al comensal. Ko es un restaurante que mira hacia el futuro, ignorando las reglas y librándose de las ataduras de la tradición, donde observamos, junto a la formación profesional de David Chang en el French Culinary Institute, sus raíces coreanas; un prodigio de sutilidad, técnica, imaginación e inspiración. Un menú fijo, cada día distinto, sin excepciones posibles, salvo alergias previamente informadas, diez platos maquinados y orquestados por la traviesa mente de Chang, donde da rienda suelta a su imaginación con resultados espectaculares, según los pocos afortunados que han tenido la fortuna de comer en KO.

Como muchos sabréis, el restaurante ha implantado un extraño sistema de reservas, a través de su página web, donde a las 10:00 en punto de cada mañana se abren los lugares disponibles para catorce días después en el caso del almuerzo y siete días para la cena. No hay excepciones, no hay Vips, todos deben pasar por el aro, incluyendo los críticos, los inspectores de la Michelin y el público en general. Fe de esto la puede dar Capel, que fue a conocer a Chang a Nueva York y se quedó con un palmo de narices y sin poder comer en el Ko. En la actualidad el Menú de almuerzo, significativamente más extenso, cuesta 160 dólares, mientras que el de la cena vale 100. Existen tres posibilidades de maridaje de vinos: 50, 80 y 150 dólares. Precios, dentro de lo que cabe, moderados.

El Momofuku Ko obtuvo el año pasado dos estrellas Michelin de nuestros vecinos del Norte. Dos de golpe, en el mismo año de su apertura. Hace unos años Wolgfang Puck escribió: "Cruces y mezclas étnicas suceden cuando distintos elementos convergen en una receta. Este país es, al fin y al cabo, un crisol de culturas. ¿Por qué no puede, entonces, nuestra gastronomía ilustrar la transformación de la diversidad en unidad"
Eso mismo digo.

* Los comentarios sobre Momofuku Ko están basados en diversas crónicas del New York Times, New York Magazine y blogs como Eater o Serious Eats, dado que, por razones obvias, el autor de este post no ha tenido suerte, todavía, con el maquiavélico sistema de reservas del Momofuku Ko.

domingo, 15 de febrero de 2009

Soylent Green

(Donde se empieza hablando de cine y después de un paseo por Barbate se critica a los japoneses y a los críticos y se alaba a Karen Bell, a Darío Barrio y a Sergi Arola)


De Charlton Heston se cuentan muchas anécdotas. Por ejemplo que obligó a omitir en la versión cinematográfica de Ben Hur que él interpretó, todas las referencias a la relación homosexual adolescente entre su personaje y Mesala y, mientras tanto, William Wyler, Gore Vidal y Stephen Boyd se tronchaban de risa llenando la película de insinuaciones sin que el pobre Heston se enterase de nada. Se dice también que tenía un fuerte carácter y que cuando creía en una idea, luchaba por ella hasta el final. Un hombre recto y coherente o un cabezota incapaz de cambiar, según se mire, pero este modo de ser sirvió, por ejemplo, para que Heston impusiera su criterio de que fuera Orson Welles quien dirigiera “Sed de Mal”, ayudando incluso a financiar la película; o que defendiera a capa y espada a Sam Peckinpah durante el rodaje de “Mayor Dundee” frente a las presiones de los productores; o que presidiera, hasta casi el final de sus días, la Asociación Nacional del Rifle, lo que le identificó ante el mundo como el representante de esa América oscura, insolidaria y brutal que guarda la Biblia en el cajón de la mesilla de noche y la pistola debajo de la almohada. Y sin embargo Charlton Heston tenía fama de ser un hombre solidario que además de participar en famosas superpoducciones históricas trabajó también en películas con una gran carga ecologista como “El más valiente entre mil”, “El planeta de los simios” con ese final tan lleno de desesperanza o “Soylent green”

A Edward G. Robinson lo considero uno de los mejores actores de la historia del cine. Así de claro. Un tipo dotado de una extraordinaria personalidad que volcaba en sus personajes y que resultaba igual de creíble como hombre bondadoso o como malvado violento. Uno de esos tipos (como Spencer Tracy o James Cagney) que parecía actuar sin esfuerzo, quizás porque eran tan enormes sus cualidades para la interpretación que no tenían necesidad de esforzarse. Cualidades que Robinson demostró continuamente en sus papeles de gangster de la década de los 30; en sus obras maestras de los 40, como “La mujer del cuadro”, “Perdición”, “Perversidad”, “Odio entre hermanos “ o “Cayo Largo” con Bogart y Bacall; o en sus obras de madurez, entre ellas la que resultaría ser su última película: “Soylent green”.

Richard Fleischer es un director norteamericano que (incomprensiblemente, en mi opinión) suele pasar bastante desapercibido. Los críticos (¡ay, los críticos!) están más atentos a Bergman o a Antonioni, pero a mí Fleischer me encanta, y lo justifico citando algunas de las películas que ha dirigido: “20.000 leguas de viaje submarino”, “Los vikingos”, memorable muestra del cine de aventuras, “Barrabás”, “Viaje alucinante” o “El estrangulador de Boston” con una magnífica interpretación de Tony Curtis. También escribió una divertida autobiografía cuyo título “Just tell me when to cry” constituye toda una declaración y se refiere a una anécdota que le ocurrió cuando dirigía a Silvia Sydney: “Ella era para mi una de las grandes actrices de todos los tiempos, y no podía creerme que estuviera en mi película. Había una escena muy dramática en la que tenia que llorar, y yo, director joven, no sabía como abordarla. Me reuní con ella y le di una larga charla de lo más moderna sobre sus motivaciones, la de los otros personajes, detalles psicológicos y todo eso. Ella me escuchó pacientemente, hasta que de golpe me dijo: disculpe, pero solo dígame cuando tengo que llorar y yo lloraré”. Director versátil, en 1.973 dirigió una magnífica película de tinte ecologista: “Soylent green”

Es decir, que todos ellos se juntaron en “Soylent green”, relato policíaco que se desarrolla en la Nueva York del futuro y que nos muestra un mundo superpoblado, acuciado por la pobreza y por la escasez de alimentos. Es una película muy hermosa que trata con aparente sencillez un problema de enormes dimensiones como es el proceso de explotación y degradación al que estamos sometiendo al planeta y que cuenta con escenas bellísimas como aquella en la que el policía interpretado por Charlton Heston se lava las manos con agua corriente y jabón; o cuando Heston y Robinson se dan un banquete con carne, tomates, lechugas y una manzana; o la estremecedora muerte de Robinson mientras contempla escenas de una naturaleza que ya no existe y escucha la Sinfonía Pastoral de Beethoven. Si las cosas y las personas existen mientras exista alguien que piense en ellas, la muerte del anciano supone la definitiva desaparición de una forma de vida.

En “Soylent green” estuve pensando cuando paseaba por Barbate, después de una comida en El Campero a base de atún, con mojama, escabeche, lomo cocido, huevas, tartar, sashimi, tarantelo encebollado y contramormo a la plancha y que no incluyó morrillo porque ya se había agotado (en El Campero se reponen las existencias de atún una vez al año coincidiendo con su paso por el estrecho). ¿Podremos repetir una comida como ésta? La respuesta es que no. Hace unos años sólo se podía tomar el atún rojo en unas zonas concretas, por ejemplo en Barbate, pero ahora abunda su presencia en todas las cartas del mundo y sobrecoge la presencia de las grandes naves japonesas de ultracongelado que acaparan la mayor parte de las capturas para venderlas en el mercado japonés.

¿Estaremos llegando al fin? Pues sí. Se está acabando delante de nuestros ojos una de las especies más exquisitas del mar. Las poblaciones de atún rojo no paran de reducirse y aunque esto trae consigo graves desequilibrios en el medio marino, como las crecientes plagas de medusas que asolan nuestras aguas en verano, la desaparición del atún es en sí misma una tragedia. Las causas parecen claras: la demanda descontrolada que existe por esta carne (a lo que no es ajeno el increíble aumento en los últimos años del consumo de comida japonesa en todo el mundo), la mala gestión de los organismos internacionales responsables de la conservación de las especies marinas, la desidia de los gobiernos y el desinterés de los consumidores, porque, no nos engañemos, somos egoístas y una consecuencia habitual ante una llamada de atención sobre el peligro de extinción de una especie suele ser el aumento de su consumo: “voy a ponerme morado de atún antes de que se agote y que me quiten lo bailao porque, en el fondo, ¿qué me importa lo que ocurra en este planeta cuando yo esté muerto?. Además, si los demás lo hacen, ¿por qué no lo voy a hacer yo?”.

Puede parecer que este es uno de esos problemas ante los que el ciudadano tiene poco que hacer, no lo sé. Yo me voy a limitar a sumarme al boicot contra el consumo del atún rojo hasta que las poblaciones se recuperen y sean gestionadas de forma adecuada; a invitar a los chefs a que eliminen el atún rojo de sus cartas y a aplaudir a los que ya lo han hecho como Karen Bell de Memento, Sergi Arola de Sergi Arola Gastro y Darío Barrio de Dassa Bassa. La verdad es que es bueno que haya chefs que piensen que es su responsabilidad cuidar no sólo de la calidad de los productos sino también de su sostenibilidad, aunque es lástima que en este tema los críticos gastronómicos de este país (¡ay, los críticos!) ni estén ni se les espere.

A veces es complicado entender la naturaleza ansiosa del ser humano. Esperemos que nuestros hijos no tengan que comer jamás soylent green.

domingo, 8 de febrero de 2009

Restaurantes virtuales


Mira que había buscado referencias. Era una ocasión especial para la Choni y para mí en mi proceso de convertirme en un gourmet. Oye, además no todos los días tiene uno doscientos euros para gastarse en un restaurante. Había descartado la opinión de los críticos; yo como muy bien en casa de mis amigos y así lo pongo en mi diario, pero no espero que el resto de la humanidad les reconozca tantos méritos como yo. Además, soy de los que piensa que la ración doble de pacharán gratis al final de la comida les ciega el criterio, el mío se doblaría incluso con un café con hielo. Y es que siempre he sido muy desconfiado y sé de buena tinta que los periodistas son más o menos tan pobres como yo y comer gratis es mucha tentación.

Así que ni corto ni perezoso aproveché mi vídeo VHS y me trague entero el Follow Me. "My name is Francis Matthews"; me puse tibio a aprender inglés. ¿Para qué? Pues para pillar todo de una web que mis amigos gourmets -han estudiado en la privada- me habían recomendado que se llama E-gullet. La verdad es que me costó pillarle el punto, durante unos minutos no acabé de fiarme, se montaban unos pollos de la leche entre ellos por un quitame allá estos puerros. Pero encontre una crítica súper molona del restaurante al que iba a ir y ademas el gachó que la firmaba era americano, y todos sabemos que todo lo que está en inglés o en francés -incluso en italiano- es más cierto que si está en castellano, que de la CNN me lo trago todo.

Y allí vi la descripción. Catorce platos, ocho vinos. Fotos a todo color, planos cortos, fundidos, incluso alguna en blanco y negro. Como me voy a casar en breve, dudé incluso si pedirle al autor que me hiciera el reportaje fotográfico, todo es negociar con el párroco. Así que allí nos fuimos mi churri y yo, sin complejos, con la boina, el entrecejo y la j que arrastro en mi acento. Me habia imprimido en color la página web e iba hiperventilando, Le decía a mi cari que aquéllo, comparado con la boda de su prima -donde se sirvió bogavante sin mirar y Viña Albali a cascoporro- iba a ser una orgía.

Empezamos a mosquearnos porque la cena no se parecían mucho a lo que habíamos leído. Yo le iba diciendo a la gordi que no se preocupara, que aquello era el calentamiento, unas fruslerías que iban poniéndonos, seguramente porque no estaban preparados en la cocina. Ella, que es una desconfiada, me decía que no, que aquello iba en serio, y yo, cada vez menos convencido la intentaba convencer de que lo de poner sólo una gamba roja en vez de dos era por algún temporal que fijo que no habían pescado más, y que el caviar de la foto de la web estaba sobrevalorado. Si total, las huevas de kuala-lumpur que nos habían puesto estaban mucho más ricas; me fue más difícil convencerla de lo del tintorro de Jumilla en vez de los chatós de borgoña que les ponían a los de la mesa de al lado.

Al final churri tenía razón porque yo cuando vi el postre, pensé que era como el sorbete de limón, para separar la primera parte del menú y la segunda, pero nada, era el postre y allí se acabó lo que se daba. Yo creo que se les debieron olvidar un montón de platos en la cocina, porque en las fotos aparecía cinco o seis más y no les vimos el pelo ni a las cocochas, ni a los percebes, ni a la carne roja esa de montones de dias de cámara. Se me ocurrió que como era un menú diferente iban a disculparse, y a hacernos un descuento. Pero qué va, nos dijeron que eso era lo que había y que si nos habíamos quedado con hambre que nos fuéramos a la gasolinera que estaba enfrente que hacían unos bocadillos de merluza fríos que quitaban el hipo.

Está claro que es una manera diferente de entender la gastronomía, más sofisticada, cocina de mercado, y mira, si no hay cocochas pues igual te tienes que conformar con las criadillas de tierra que están casi tan ricas. Estoy casi seguro de que los vinos que nos sirvieron a nosotros, vinos de la tierra, estaban elegidos con cariño y que los borgoñas que sirvieron en la mesa de al lado eran un querer y no poder, que lo que hay es mucho esnobismo. Es más, estoy convencido de que nos sirvieron poca comida porque nos vieron gordos y se preocupan de nuestra diestética.

La Choni que es muy suspicaz, no se fue tan contenta como yo, me decía que esta gente de internet va muy recomendada a los sitios, que a los pringaos nos tratan así y que lo que hay es mucha virtualidad. Me huelo que no me deja volver a un restaurante bueno en muchos años y que me va a quitar hasta el adsl. Yo me lo pasé bien y le agradezco la recomendación al guiri, a ese restaurante volvería muchas veces, sobre todo por lo rico que estaba el bocata de merluza fría de la gasolinera de enfrente.

No sé por qué no lo nombró en su crónica.

domingo, 1 de febrero de 2009

Paseo por la calle del General Díaz Porlier, antes llamada de los Hermanos Miralles


Carlos, Luis y Manuel Miralles fueros tres hermanos que fallecieron en la guerra civil en diferentes circunstancias y que se convirtieron en un mito para el bando golpista. Al terminar la guerra, a los Hermanos Miralles se les dedicó una calle en uno de los distritos más distinguidos de la ciudad, el de Salamanca, aunque esa distinción sólo duró lo que duró la dictadura y unos pocos años más, de modo que con los nuevos tiempos la calle volvió a ser del General Díaz Porlier, al igual que ocurrió con la vecina General Mola que recuperó el nombre del Príncipe de Vergara, o con la Plaza de Roma llamada otra vez de Manuel Becerra, en homenaje a un ministro de Ultramar de la segunda mitad del S. XIX, muy famoso en su casa a la hora de comer y que ha dejado sin nombre en el callejero de Madrid a la hermosa capital italiana.

En total fueron veintisiete las calles que vieron como el Ayuntamiento les cambiaba de nuevo el nombre en 1.981, y aunque muchas otras conservaron la denominación otorgada en la posguerra, la mayoría de las veces se mantuvieron los antiguos nombres en la memoria de los ciudadanos y, así, muchos vecinos del barrio han seguido llamando Torrijos a Conde de Peñalver y Lista a Ortega y Gasset, de modo que yo, para no ser menos, me olvido a veces del general y cuando hablo de su calle la cito por su nombre de guerra, no porque tenga ninguna afinidad con los hermanos Miralles, no vayan a ustedes a creer, sino porque yo viví allí durante muchos, muchos años.

La calle de los Hermanos Miralles, (perdón del General Díaz Porlier) arranca donde confluyen la calle de Alcalá, la cual debe su nombre a ser el camino de salida de Madrid hacia la ciudad de Alcalá de Henares, y la Avenida de Felipe II, que antes se llamó la Avenida de la Plaza de Toros, ya que en el lugar en el que ahora se encuentra el Palacio de los Deportes estuvo la plaza de toros hasta el año 1.934. A la calle quizás le falte un poco de la solera aristocrática de otras calles del barrio como Castelló o Núñez de Balboa, pero no hay que subestimar a una calle que comienza con un edificio que se conoce como “La Casa de las Bolas”. En realidad se trata de una manzana triangular, en la que lo más destacable son los torreones circulares de los chaflanes de la calle de Alcalá, uno en la conjunción con Goya, en el esquinazo de la “Cruz Blanca”, y otro en la esquina con nuestra calle, donde habitaban los pollos asados de “La Ostreria” antes de que el local lo comprara un Banco. En estos torreones, coronados por unas pequeñas cúpulas, encontramos zonas de ladrillo visto, azulejos, arcos mozárabes y unas esferas incrustadas de vivos colores que le dan nombre al precioso edifico. De niño me contaron que tanto adorno se debía a la intención de que la fachada estuviera en armonía con la vecina plaza de toros.


Arranca la calle y arrancamos nosotros nuestro paseo después de coger fuerzas en la “Cruz Blanca” (que aunque ahora se llame Santa Bárbara, esta cervecería ha sido la Cruz Blanca toda la vida de dios) donde paramos a tomarnos una Mahou y un plato de patatas fritas, ¡buen comienzo! Ahora lo correcto es salir de la cervecería por Alcalá, para no perdernos detalle del edificio y para coger la calle desde su inicio, pero no vamos a detenernos en ningún local del primer trecho, que no le tenemos aprecio a la pastelería “Animari” y ya lleva años cerrado “El Palacio del Vermú”, uno de los bares de la ruta de Tip, donde servían botellines, vermú de grifo y aceitunas negras aliñadas con ajo, cebolla y pimentón, tapa ésta más difícil de encontrar hoy día en Madrid que un buen plato de paella, y es que una de las buenas costumbres que se está perdiendo en los bares de la capital es la de aliñar aceitunas y servirlas como aperitivo gratuito con la cerveza, no con el vino, pues me parece a mí que el vino no combina bien con las aceitunas, salvo que se trate de finos o de manzanillas, y esto en Madrid no es costumbre.

Hemos cruzado Goya y, camino de Hermosilla, nos detenemos en un clásico del barrio, la pastelería “Formentor”, que vende ensaimadas de manteca de cerdo, con sabor a gloria, espolvoreadas de azúcar en polvo o rellenas con cabello de ángel, con crema, con chocolate o con frutas. Al salir miramos las obras, porque en este tramo cuando no están construyendo las Galerías Preciados (en el lugar que ocupaba la iglesia del Beato Orozco), están haciendo un aparcamiento, taladrando la calle, tirando el mercado de Torrijos o levantando bloques de apartamentos. Enfrente de las obras está el restaurante “El Buey” con sus manteles de cuadros rojos, sus carnes de lomo de buey (bueno, eso pone en la carta, aunque tampoco pretenden que nos lo creamos) y sus bandejas de patatas fritas y, casi al lado, una nueva incorporación, “Xocoa”, tienda de chocolates, diseño, diseño y diseño, que parece más una tienda de regalos con sus envoltorios y sus presentaciones, pero que tiene también producto, producto y producto. Prueben ustedes las tabletas de chocolate a la pimienta o a la naranja. Muy ricas. Y si les gusta el pan con chocolate, recuerdo de meriendas infantiles, en la esquina de Hermosilla se encuentra la primera expendeduría de pan del barrio que dejó de ser panadería y se convirtió en boutique del pan.

En este punto podemos acercarnos a la vecina calle del General Pardiñas, para picar en la barra o sentarnos a presentarle nuestros respetos a un cocido de ley en la “Taberna la Daniela” y rematar, luego, con un cafelito en “Tankas” mientras suspiramos recordando las albóndigas, los callos y los potajes de “Casa Cirilo”, sólida tasca ilustrada que no resistió el empuje de las nuevas modas gastronómicas. Pero si mantenemos firme el rumbo y no abandonamos nuestra calle, nos encontraremos con el cadáver de las “Bodegas de la Ardosa” (no confundir con la taberna de la calle Colón, que en Madrid hay mucha Bodega Ardosa) bodega de mucha enjundia, donde se tomaba uno un vermú con agua de seltz y una ración de oreja y salía tan feliz, pero que ahora ha colgado el temido cartel de “cerrado por derribo”, cartel que como siga prodigándose nos puede hacer perder la fama que tanto nos costó ganar a los madrileños: “Es Madrid ciudad bravía, que entre antiguas y modernas, tiene trescientas tabernas y una sola librería”.

Llegamos a la esquina con Ayala, para encontraros con una tienda de ultramarinos en la que los tesoros nos llegan de mares más cercanos: vinos de la Tierra de Cangas, casadielles, aguardiente de sidra, bollos preñaos, quesos de Gamonedo, Vidiago, Valdesano y Cabrales; fabes de Pravia, empanadas, morcillas de León, hogazas y yemas de La Bañeza, cecina y mantecados de Astorga, botillo y pimientos del Bierzo, nicanores de Boñar, lazos de San Guillermo, embutidos de Molinaseca… Sigamos. Patatas fritas en “Las Cuatro Fanegas” y productos para el gourmet en “Degusto”. Si alguien busca tónica Q o Fever Tree, ginebra de uvas G’Vine, aceites con boletus o con trufa negra, flor de sal d’es Trenc o latas caras, aquí lo podrá encontrar.

Pasamos de largo por el “Monteagudo” con su permanente olor a aceite demasiado utilizado y cruzamos Lista, para encontrarnos con el cartel de “se traspasa” en uno de mis favoritos, “La Flor de la Tierruca”, donde íbamos a tomar bravas y boquerones adobados o unas gambas gabardina en el (rarísimo) caso de que estuviéramos bien de pasta. Como parece que nos están dejando sin recuerdos, no me atrevo a buscar el bar “La Alegría de Lista” cuna de patatas “bestias” (con un picante tan feroz como los langostinos de Oam Thong o los mejillones “cabreados” de la antigua “Ría” de la calle Cardenal Cisneros) y de bocatas de calamares, plato tradicional de la cocina madrileña, que aunque aquí no tuvieran la fama de los bocatas de los bares de la Plaza Mayor o de “El Brillante”, no estaban nada mal. “¿Bocadillo de calamares?”, me preguntaban mis parientes andaluces, sorprendidos de que se pudieran servir los calamares en un recipiente distinto de un plato o de un cucurucho de papel, “estos madrileños van a terminar inventando el bocadillo de empanadillas, ¿no te digo?”. A punto ya de soltar la lagrimita, recuerdo una frase, no sé si de Tagore o de Mafalda, que decía que “si de noche lloras por el sol, las lágrimas te impedirán ver las estrellas”, así que me aguanto el llanto, sigo unos metros más arriba y me encuentro con la estrella del restaurante “El Tulipán”, otro de los paisajes de mi infancia, donde no pueden dejar de guisar la fabada de mariscos desde que se les ocurrió anunciarla con azulejos en la fachada. El cocinero de “El Tulipán” ni actúa en Madrid Fusión ni sale a saludar al cliente (a no ser que el cliente sea su cuñado o algo por el estilo y, a lo mejor, ni por esas) así que si son ustedes de los que disfrutan enrollándose con los cocineros diciéndoles, por ejemplo, que la fabada en sus manos se ha convertido en estandarte del clasicismo bien entendido o que el vino era tan exquisito que se podría decir que las uvas han sido pisadas por arcángeles, serafines y querubines, se han equivocado de lugar, pero la fabada, eso sí, está muy buena. Y enfrente, el Colegio Calasancio, en cuya capilla se encuentra “El Divino Cautivo”, una bella imagen de un Cristo maniatado, obra de Mariano Benlliure y, al lado de la capilla, el patio, donde antes que el chupón de Butragueño deslumbrara al mundo con sus regates, hubo una delantera mítica que, por desconocimiento o dejadez de los cronistas, no ha pasado a los libros de historia: Orozco, Castiga, Garrido, Emiliano y Pedrín. ¡¡Tiqui, taca, Salinas!!. Padilla, Juan Bravo, Maldonado, sonido de ambulancias, el Ruber, el “Txirimiri”, barra de pinchos de categoría con saloncito en el sótano, donde destaca el milhojas de rabo y setas, la carrillera de cerdo ibérico y donde se prepara, además, una rica tortilla de patatas.

Se está acabando y nosotros nos dirigimos, ya casi en Diego de León, al “Asador Imanol”, hijo del “Asador Frontón” (pero no hijo único, que tiene un hermano en Las Rozas y otro en Alcobendas) donde te sirven una chistorra, un guiso de alubias rojas o de pochas, unas anchoas y un chuletón de vacuno mayor muy bien asado. Dicen algunos que este menú, acompañado de uno de esos vinos de “Santiago y cierra España” tan del gusto de los clientes de este tipo de local, puede servir para aparcar las penas durante un rato, y tienen razón, que nadie duda ya que la felicidad puede encontrarse en una anchoa.

Ya hemos llegado a Francisco Silvela, calle barrera que pone fin a casi todas las calles que se encuentran con ella; calle río, tan difícil de cruzar que ha necesitado de pasos elevados y de túneles subterráneos, refugio de mendigos y espanto de las buenas gentes que prefieren enfrentarse al peligro de los coches desbocados antes que al olor a miseria y a orines; calle autopista; calle frontera entre barrios, entre clases sociales. Fea calle para terminar nuestro paseo, pero aquí se ha acabado.