domingo, 28 de febrero de 2010

Me gustan los callos


Me gustan los callos. Me gustan en todas y cada uno de los guisos en los que los he probado. Me gustan en cualquier rincón de España, en todas sus variantes. Me gustan en baretos de barrio y en restaurantes lujosos. Me gustan desde los potentes y sin desgrasar hasta los más finos y elegantes, si es que un plato así se puede considerar fino y elegante. Me gustan tanto que soy capaz de interrumpir la reunión más solemne porque uno de los asistentes los haya mencionado de pasada. Porque me gustan tanto los callos que siempre llevo una servilleta doblada donde voy apuntando todos los sitios en que me los recomiendan.

Hablemos de callos pues. Dice la Larousse Gastronomique que los callos o tripas son el estómago y el intestino de los animales de carnicería y la preparación culinaria a la que dan lugar. Algo más concretos se muestran Juan Perucho y Néstor Luján en su gran obra El Libro de la Cocina Española cuando, hablando de Madrid, nos cuentan que la palabra callo deriva del latín callum y se refiere a pedazos del estómago de vaca o carnero que se comen guisados. La primera mención en castellano de éste humilde plato data, nada más y nada menos, de 1599. Impagable la receta de Teodoro Bardají que se reproduce a continuación.

Tanto Luján y Perucho como Don Antonio Campins Chaler en sus magníficos Las Mejores Recetas de los Callos y La Vuelta a España en 80 Callos cuentan que callos se pueden encontrar a lo largo y ancho de todo el país, en diferentes versiones. Y que, si bien lo habitual es que el plato consista en estómago de vaca, es común encontralo asociado a otras partes del mismo animal, como morros o manitas, o de otros, como el cerdo, el carnero, el cordero o el cabrito,y a chacinas varias.

Los amantes de los callos estamos de enhorabuena porque, ahora que las cosas están malas, los restaurantes se afanan en darle cierto valor a productos tradicionalmente baratos o poco considerados como los callos y la casquería en general. Y todo para conservar a un cliente cada vez más agobiado por su poder adquisitivo. Una dignificación que, como en muchas otras cosas, partió de Francia como forma de abaratar los menús a la hora del almuerzo y donde, por ejemplo, los convierten en fabulosas terrinas para sus menús dejeuners.

En estos tiempos en que el prestigio del país está en entredicho y la moral patria por los suelos, sabed que en esto de los callos somos una superpotencia mundial. Y sí no me creeis, seguidme en este pequeño paseo por las gloriosas tripas nacionales.

Me entusiasman, por supuesto, los callos a la madrileña. Los he probado en pequeñas tabernas, en bares cutres, en franquicias de centro comerciales, en restaurantes estrellados y hasta en el aeropuerto. Me gusta su contundencia y me gusta que se me peguen los labios cuando la salsa está bien reducida. Habrá miles de lugares donde comerlos, pero gozan de merecida fama los de Jockey, San Mamés o Lhardi. También los de Lucio, Castelló 9 o El Landó. En su versión más refinada, son maravillosos los de El Bohío (que ya sé dónde está), Mandi, el Asador Askua de Valencia (esté está aquí porque los elabora en su versión madriles) o La Tasquita de Enfrente. Pero hay tantos imprescindibles todavía por probar: sufro porque no he tomado los del Cardeño, Casa Ricardo, la Taberna de Pedro, Revuelta o los del Club 31 y porque no conozco los de la Taberna J. Blanco, Casa Mingo o Laredo. Sufro, en fin.

En Castilla los callos suelen nadar en una salsa más atomatada y, en ocasiones, más potente. Recuerdo los callos picantes del Nueva Generación, en la Plaza de San Juan Bautista de Salamanca, donde curábamos nuestros pecados alcohólicos, y los magníficos callos y morros que hacían en el bar del Casino de Tamames y que servían de preludio a su pantagruélico cocido. También me entusiasmaban en León, en el Barrio Húmedo, en un pequeño lugar llamdo Rocco por donde pasábamos camino de La Bicha, en busca de su morcilla picante y sus bocadillos inacabables. Y los callos maragatos de La Peseta en Astorga con ese eterno toque ahumado. Recuerdo con mucho cariño los del Mesón del Campesino de Segovia donde, asilvestrado de mí, llevaba a alguna novieta que me aguantaba estas cosas con santa paciencia. En su versión más ligera y burguesa, son muy buenos los de Támara, donde Lorenzo García los prepara a la manera palentina.

Me gusta la cap-i-pota (cabeza y pata, toda una declaración de intenciones) catalana. Esa versión menos contundete que suele incluir una picada y un sofrito y que bordan en sitios como Casa Leopoldo. A veces sueño que los como para desayunar en Pinotxo, o comparto una ración con Carvalho en La Fonda Europa de Granollers o que las hermanas Rexach me preparan una ración en su Hispania. Siento la necesidad imperiosa de probarlos en su versión más burguesa en Ca’l Isidre o Gaig.

Me gustan los callos con morros vascos y navarros. Con salsa vizcaína, añadirán algunos, pero en eso yo me mantengo neutral. Una visión magnífica de este plato. Los bordaban en Nicolasa. También gozan de fama los del Europa de Pamplona o el Etxanobe de Bilbao y los he comido de lujo en algunas tabernas del Viejo donostiarra. Una variante magnífica es el llamado patorrillo, con manitas de cordero y chistorra, que preparan lugares como el Túbal de Tafalla.

También me vuelven loco los callos a la andaluza que también se conocen como menudo y tienen un origen gitano. Un plato más líquido, más ligero, con muchas versiones, que incorpora garbanzos en ocasiones y una morcilla un tanto anisada en otras. Me han gustado todas las versiones que de ellos he probado. Desde el menudo gaditano de Juanito en Jérez o Casa Cristo en Cádiz a los de la Bodeguita Antonio Romero o Becerrita de Sevilla. Desde los canallas de la Venta La Morena en Mijas hasta los del Florida en Almería .

También me gustan los callos gallegos, aunque reconozco que he tenido menos oportunidades de probarlos. Cuando lo he hecho, normalmente ha sido en lugares excelentes, pero tan humildes que no recuerdo ni su nombre. Me gusta que compartan con los andaluces esos garbanzos y me gusta ese clima para tomarlos. Los probé magníficos en Betanzos y en Lugo, pero me quedan por probar los míticos de La Penela y los del Domínguez o los de Paredes en Santiago,

Hay muchos más, que no se me vaya a enfadar nadie, que uno no puede ir a todos lados. Sé que me dejo atrás muchos: los asturianos, que tengo anotado ir a probar a sitios como Casa Tataguyo en Avilés o La Tená de Alfredo en Noreña, por no hablar del Desarme, fiesta que sin conocer estaría dispuesto a patrocinar; los manchegos, que solía tomar en una venta llamada El Molino, en Laguardia, o el famoso baturrillo de Almadén; los riojanos del Echaurren o el Cachetero; los extremeños, que tan bien preparan en el Alejandro de Don Benito, en el Pizarro de Trujillo o en el Nicolás de Mérida; el mondongo murciano; los callos a la montañesa cántabros del Hotel del Oso… Y los que me quedarán por conocer.

Otro día os hablaré de cómo ven los callos en otras partes del mundo. Desde Portugal, con sus callos a la manera de Oporto, hasta Italia con su tripa a la romana o alla fiorentina, pasando por Francia y sus callos al modo de Caen. Desde Marruecos, con sus tagines y sus sopas de callos, hasta China con sus callos fríos y picantes, pasando por Oriente Medio con su arroz pilaf con tripa de cordero. Desde Louisiana hasta Argentina, pasando por el mondongo mejicano. Todos los que he probado, me han gustado.

Para terminar, echaréis de menos una referencia cinematográfica sobre el mundo de los callos. Por más que me he exprimido el cerebro no he sido capaz de encontrarla salvo, en el plano metafórico, con La Matanza de Texas o Viernes 13. Lo dejo en vuestras manos.

Y es que los callos se pueden definir en una palabra: untuomelosidad. Esa palabra que se acuñó por primera vez en este blog y que, no olvidéis, creó un antes y un después en la prosa gastronómica de este país. Ahora me voy corriendo a por mi servilleta para apuntarme todos los sitios que vayáis diciendo.

En la foto que ilustra el cocinero madrileño D. Agustín Lhardy.

domingo, 21 de febrero de 2010

"Iba a venir, pero no vine"

(Comentarios sobre el lunfardo, Molowny, Juanjo López, la Gran Vía y la teoría del buen gusto)

¡Cuántas discusiones de fútbol en Argentina han tenido como protagonistas a Menotti y a Bilardo! El flaco y El narigón. El profeta del toque, del caño y de la gambeta frente al defensor del rigor táctico. El que iba al fútbol a divertirse y el que iba a sufrir y a hacer sufrir a los demás: “pisalo, pisalo”. Ambos representaban dos maneras antagónicas de sentir el fútbol y ambos defendían apasionadamente sus principios. Yo era de Menotti, claro, aunque me gustaba la forma que tenían los dos de decir las cosas. Quizás por el contraste que había entre ellos. Porque mientras uno se enfrentaba a los micrófonos vestido de prosa pero con la poesía prendida del ojal, el otro tenía la oratoria del fullero que todo lo ha aprendido en los arrabales de Buenos Aires y sabe, por eso, que la vida es un despliegue de maldá insolente, donde siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafaos, y sabe también que el que no llora no mama y el que no afana es un gil, y no sigo porque a este paso vamos a terminar todos bailando el tango. Además, confieso que me encanta la jerga de los compadritos, el lunfardo porteño, esa forma de hablar orillera, con bronca y junando, que te pone sentimental y te hace recordar aquellas horas de garufa cuando minga de laburo se pasaba, meta punguia, al codillo escolaseaba y en los burros se ligaba un metejón. ¡Me gusta como hablan los argentinos! Me gusta desde el lejano día en que le oí a Pinino Mas, extremo izquierda de River y del Madrid, futbolista canchero y goleador, justificar su ausencia de un entrenamiento con una de esas frases que, cuando la oyes, no sabes si encierra un razonamiento profundo o una simpleza. Dijo Pinino: “iba a venir, pero no vine”.

En España, tuvo lugar años después una polémica parecida a la de Menotti y Bilardo, interpretada aquí en sus principales papeles por Jorge Valdano y Javier Clemente. El primero defendía con su verbo florido un concepto estético: “ganar queremos todos, pero solo los mediocres no aspiran a la belleza”, mientras que el rubio de Baracaldo nos contaba, con su tono chulesco, los ideales de ese fútbol zarrapastroso y zafio que a él tanto le gusta: el fútbol del patadón y tentetieso, el de los nueve centrales y Julio Salinas. No se llegaron a pegar, que yo sepa, pero creo que ganas tuvieron. Cruyff no participó, porque él sólo discutía de fútbol con aquellos que hubieran demostrado dentro de los terrenos de juego una calidad y una inteligencia similares a las suyas (es decir, no discutía con nadie) pero todos sabemos de que lado estaba. En este debate, yo era de Valdano, claro (perdón, quise decir de Cruyff).

Pero unos años antes, cuando todavía no se hablaba de achique de espacios ni de pasillos de seguridad (seguramente porque ni los entrenadores ni los periodistas tenían tanta necesidad de explicar a los aficionados los tostones que nos hacen tragar actualmente en los estadios) hubo también algunos defensores del fútbol bonito, aunque entonces no se les notaba tanto. Por ejemplo, hubo un hombre al que yo no he visto jugar jamás, pero del que dicen que era muy bueno con el balón en los píes y muy listo para interpretar las claves de los partidos. Un hombre que luego fue entrenador, que siempre estuvo al margen de disputas teóricas y que, cuando hablaba, daba la impresión de no entender de fútbol ni de nada, cuando, en realidad, sí que sabía mucho de fútbol y de todo. Era uno de esos tipos que intentaba que las grandes ideas parecieran pequeñas, superficiales y cotidianas, y, por eso, era capaz de sacar mejor rendimiento que nadie a sus equipos, con el simple truco de escoger siempre a los mejores. Y una vez que apostaba por los jugadores de mayor calidad, les daba libertad, les hacía jugar de forma sencilla y les alentaba en sus aventuras ofensivas. Se llamaba Luis Molowny, y fue un maravilloso representante de una manera de sentir el fútbol, alejada de tanta diagonal y de tanta pizarra. Una manera de sentir el fútbol que se encontraba muy cercana al buen gusto.

La manera que tienen los cocineros de sentir la gastronomía es también muy importante. No es necesario que sean muy originales, porque los platos de toda la vida, cuando están bien hechos, les gustan a todo el mundo. Hay cocineros que sí guardan un sentimiento gastronómico innovador y son capaces de revolucionar las ideas que uno tiene en la cabeza. Algunos, experimentan en su laboratorio o en su cocina y se atreven a hacer un nudo en un yogur, a meter una liebre en un dim sum, o a integrar multitud de ingredientes exóticos que dan lugar a platos que saben a muchas cosas que quizás uno no sepa identificar, pero que da igual porque están muy ricos y nos gustan mucho. Otros siguen defendiendo lo cercano, los productos de la tierra. Cocineros innovadores o tradicionales, a nosotros no nos importa, nos gustan todos, aunque a veces unos y otros se enfaden entre ellos y discutan sin llegar a las manos pero con ganas de hacerlo. La técnica es importante, claro, pero, al igual que en el fútbol, es fundamental que el cocinero tenga buen gusto, porque si no, nos podremos encontrar con uno de éstos, de ésos o de aquéllos que en su sagrada búsqueda del santo grial, se dedican a echar en la cazuela conceptos filosóficos y experiencias totales, pero se olvidan del buen gusto y de la sal, y así les salen los platos como les salen.

¡El buen gusto! Picasso decía que es el mayor enemigo de la creatividad. Ortega y Gasset lo consideraba como un engaño que nos hacemos a nosotros mismos al sustituir nuestro propio gusto por otro que pensamos que es mejor. Ambos eran hombres muy inteligentes y seguro que tenían razón, pero a mí me gusta más el talante irónico y presumido que demostró tener Oscar Wilde cuando respondió desde el escenario a un público que le ovacionaba en el estreno de una de sus obras: “Celebro mucho que les haya gustado mi obra y les felicito por su buen gusto”. Como yo no puedo felicitar a un público que no tengo, me he de conformar con aplaudir a la gente que siempre intenta echar una pizca de buen gusto a su actividad, sea esta la que sea, y sea su estilo tradicional o innovador. Como por ejemplo aquellos entrenadores de fútbol, por desgracia muy escasos, que, al igual que hacía Molowny, escogen siempre a los jugadores con más talento de su plantilla y les recuerdan que el fútbol es un juego por encima de todas las cosas y que los juegos están hechos para divertirse. O los cocineros, como Juanjo López, que nos hacen disfrutar poniendo su buen gusto encima de la mesa e invitándonos a compartirlo con ellos. Esa clase de cocineros que tienen buen gusto para comer, para aprovisionarse de buen producto y para guisarlo.

Luis Molowny oficiaba en el Bernabéu y en el Estadio Insular de Las Palmas, y Juanjo López lo hace hoy en el restaurante La Tasquita de Enfrente. La Tasquita se encuentra en una calle que está situada al norte de la Gran Vía y que sigue siendo símbolo de la prostitución barata, desde los años en que la Gran Vía hacía de frontera entre los burdeles baratos de la orilla norte y los burdeles caros de la orilla sur, antes de que estos fueran desplazados por la prostitución callejera, primero hasta los alrededores de la calle del Doctor Fleming y luego a las páginas centrales de los periódicos de mayor tirada. A mí me gusta la Gran Vía. Y aunque esté feo comparar, diré que me gusta un poco más que las Ramblas, que Broadway, que los Campos Elíseos o que la Kurfürstendamm, quizás porque en la Gran Vía me encontré una mañana con Antonio López, otro López, pintando las líneas que separan el sol de la sombra sobre la fachada del edificio Metrópolis; o porque en los sótanos de la Gran Vía, seguramente un Monday, Monday, so good to me, me compré un día el doble disco de grandes éxitos de The Mamas & The Papas; o porque en una cafetería de la Gran Vía probé por primera las tortitas con nata y sirope y el batido de chocolate, ¡mamá, que no sea de botella!; o porque los sábados por la tarde nos gastábamos la paga semanal en los cines de la Gran Vía intentando descubrir directores que nos quisieran contar historias bonitas con buena letra y con buen gusto. Y no les cuento más cosas de mi relación con la Gran Vía porque tampoco tenemos tanta confianza, ustedes y yo.

Me gusta la Gran Vía y me gusta también la calle de la Ballesta, pero, por desgracia, el local de La Tasquita tiene algunos detalles que no me gustan tanto y que me parecen que son de mal gusto. Como, por ejemplo, eso de cantar los platos sin facilitar la carta al cliente y sin indicarle los precios, que, por cierto, no son baratos, fea costumbre que aquí mantienen no sé con qué pretexto. O permitir fumar en un comedor muy pequeño que no parece estar preparado para ello, si es que alguna vez ha habido algún comedor que sí lo estuviera. O poner al relajado cliente en el enojoso trance de que sus elecciones no sean del agrado de un camarero de carácter volcánico y malos modales.

Pero si os gustan los callos, este es vuestro lugar. O el cocido madrileño. O cualquier otro plato de cuchara, de esos que te dejan con ganas de sacar el dominó, me doblo al pito, o de ponerte en calzoncillos de manga larga para echar una siesta de pijama y orinal como las que le gustaban a Camilo José Cela, mejor en colchón de lana que en flex multieslatic. O unas croquetas casi líquidas con trufa rallada, de sabor y textura extraordinarios. O una cecina que supongo proveniente de los cuartos traseros de algún animal vacuno, ante la imposibilidad de imaginar hoy día una cecina de burro. O una sopa de ajo. O unas verduras. O una ensaladilla rusa con erizos (y eso que yo con la ensaladilla, en vez de un ranking, tengo una teoría que consiste en no pedirla never, never, never fuera de casa). O unos huevos fritos con angulas. O unos pulpitos con habas. O unas gambas rojas que a mí me parecen estupendas (aunque tampoco se fíen, que uno tiene un paladar de tierra adentro, educado, en materia de gambas, en la barra de la cervecería Alarcia de la plaza de Felipe II, al lado de la fábrica de churros y de patatas fritas y justo enfrente del Palacio de los Deportes). O un morrillo de salmón que se presenta en compañía de unas buenas patatas aliñadas en aceite, para dar como resultado un plato pegajoso y suculento que parece querer mezclar los sabores de las tabernas asturianas con los de los templos de la plaza del Cabildo de Sanlúcar de Barrameda. En temporada tienen setas, caza y lamprea, y trufa negra de la provincia de Soria. Hacen muy rico el pichón y el steak tartar con huevo frito, y aunque, a veces, nos anuncian algún guiso hecho con pollo de corral, yo prefiero ponerme nostálgico y pedir, cuando los tienen, sesos de lechal, porque este plato, tan rico, tan rico, va desapareciendo de las cartas de los restaurantes con la misma rapidez que van desapareciendo de nuestras vidas las partidas de dominó de después de comer, los calzoncillos de manga larga, las siestas de pijama y orinal en colchones de lana, los burros de carga, los pollos de corral, los cines de la Gran Vía, los extremos izquierda y los entrenadores con buen gusto. Ese buen gusto que intentamos reconocer y aplaudir a quien lo tiene, y que creemos que se pasea a diario por las mesas de un restaurante de la calle de la Ballesta.

Posdata:
Pido perdón de nuevo por la extensión. Iba a ser más breve, pero no lo fui.

Fotos:
Luis Molowny, Juanjo López y “La Gran Vía” de Antonio López.

Referencias:
Para la elaboración de este texto tan largo y tan inspirado el autor ha utilizado fragmentos de dos tangos: Cambalache, de Enrique Santos Discépolo y El Cirujía, de Jaime Jaramillo Panesso, y una frase de Fernando Fernán Gómez que escuche en la pasada ceremonia de entrega de los premios Goya y que me gustó: “hay que intentar que las grandes ideas parezcan pequeñas, superficiales y cotidianas.”

Vocabulario necesario para comprender el primer párrafo que les aconsejo volver a leer:

Chorro: ladrón de almacenes o tiendas.
Junando: mirar cautelosamente, vigilar.
Garufa: Farra, rumba o diversión. Se aplica también a quien va de farra.
Minga de laburo: nada de trabajo.
Punguia: robo de objetos o dinero que la gente lleva en los bolsillos.
Al codillo escolaseaba: usar o jugar con el codo para poder punguiar.
Burros: caballos de carreras. También cajón de mostrador o de escritorio que guarda dinero o elementos de valor.
Metejón: enamoramiento

domingo, 14 de febrero de 2010

Historias de la sopa


Años setenta del siglo pasado. Lugar: Niza. Más concretamente un bistró situado en una calle peatonal de la Vieux Nice en el que, junto a un despacho de venta de vinos, había unas pocas mesas con manteles a cuadros que estaban ocupadas por gente con aspecto de saber alimentarse con formalidad y con fundamento. Protagonista: una sopa de pescado deliciosa que desde entonces recuerdo como una de las mejores sopas que he comido jamás. Y para que no piensen ustedes que soy un exagerado, voy a intentar situarles en el contexto adecuado: Unos jovenzuelos con estómago de rumiante. Vacaciones de verano. Inter rail y carné de albergues juveniles. De Madrid a Barcelona toda la noche en el compartimento de segunda clase de un tren llamado “rápido” que no hacía honor a su nombre. De Barcelona a la frontera a bordo de un tren correo empeñado en detenerse en todos los pueblos del litoral catalán y en alguno del interior. Cambio de tren en Portbou, “hay que joderse, hemos salido de Madrid hace más de veinticuatro horas y todavía estamos en España”. Trámites fronterizos: ¿algo que declarar?, rien de rien. Bureau de Change, Cambio, Change, Exchange, Weschel, un franco, catorce pesetas. De Portbou a Niza en un tren mejor, mucho mejor, lo verde empieza en los Pirineos. Por fin Niza. Estamos cansados y hambrientos; “vamos a cenar a un sitio de puta madre, ¿vale?”, “bueno, pero mañana empezamos a ahorrar”. Mañana será otro día, así que hoy nos vamos a un bistró a tomar una bullabesa. Tenían dos versiones: con marisco o sin marisco. Adivinen ustedes cuál pedimos nosotros….

Efectivamente, han acertado. Y si piensan que lo que motivó nuestra elección fue el tamaño de nuestra cartera, habrán acertado también. Y es que la versión “lujosa” de la bullabesa venía acompañada, entre otras cosas, de una langosta que tenía un aspecto soberbio, como esas langostas que se sirven en los restaurantes de la costa norte de la isla de Menorca, que son una delicia para el paladar y que así cuestan lo que cuestan las muy cabronas. Como quien no se consuela es porque no quiere, nosotros nos consolamos pensando que posiblemente el crustáceo aportaría poco al resultado final, y que incluso lo perjudicaría, al quedar ocultos los delicados sabores de los pescados detrás del poderoso gusto del marisco, y que, en el fondo, éstos no eran más que una excusa para justificar el hecho de poder pegarles un buen sablazo a los millonetis del mundo. A nosotros nos trajeron un plato en cuyo fondo descansaba una rebanada de pan seco con aroma a ajo y, por separado, una sopera con el caldo y una bandeja con los trozos de pescado. Aquello olía a ajo, ya lo he dicho, y también a azafrán, a perejil y a pimienta, pero, sobre todo, olía a pescado. Desprendía un olor tan agradable que me hizo reflexionar sobre el placer de comer, y sobre lo importante que es intentar acercarse con expectación y con voluntad de disfrutar a las pequeñas cosas de la vida, lo cual creo yo que fue dar un importante paso adelante en el difícil proceso de formación que tiene que recorrer el hombre civilizado. Acompañamos la bullabesa con una botella de vino blanco que descansaba en una cubeta llena de hielo y agua. No me pregunten ustedes por los detalles del vino porque no me acuerdo (aunque muy caro seguro que no era) pero sí les diré que, después de comer esa sopa y de beber ese vino salimos del bistró pensando que éramos un poco más sabios y mucho más felices que cuando entramos. De hecho, lo único que nos impidió encender el mechero y cantar “we are the world” con las manos entrelazadas fue que dicha canción no se había compuesto todavía.

Después de ese día, en posteriores viajes por todo lo largo y ancho de este mundo, en los que he conocido países exóticos y territorios indómitos nunca antes pisados por el hombre, he probado más sopas. Por ejemplo, en la costa este del continente americano, en una isla llamada Manhattan, probé la New England clam chowder, que es más bien una crema que se hace con caldo de pescado, maíz y almejas, y una sopa de chicken and dumplings al estilo de Kentucky. Los americanos hacen buenas sopas, sí señor. Ahora me vienen a la cabeza una sopa de cangrejos estupenda que nos sirvieron en un restaurante de Miami, así como la reconfortante gumbo de mariscos, sopa esta que, precedida de unos tomates verdes fritos, tomé en realidad en un restaurante de la calle del Pez, que por algo Madrid es cruce de caminos y crisol de culturas, donde recuerdo que un amigo se quejó de no entender el plato, sin tener en cuenta que este guiso (probablemente como cualquier otro) había sido cocinado con el objetivo de ser disfrutado y no para ser comprendido por nadie. A los italianos les gusta mucho la minestrone, sopa de verduras que no puedo evitar asociar con el avecrem y con la gallina blanca, pero que bien hecha está muy buena. En Argelia, en tiempos de Chadli Banjedid y en pleno mes del ramadán, cenamos chorba después de la puesta de sol, cuando ya no podíamos distinguir un hilo blanco de un hilo negro. La chorba es una sopa de carnes y verduras, a la que se le añaden garbanzos y se sazona con azafrán, pimienta, perejil y canela. Una sopa parecida, llamada harira, comimos en Marruecos, aunque ésta la recuerdo más espesa, quizás engordada con un poco de harina, y llevaba, en lugar de garbanzos, arroz, huevo y unas pequeñas bolitas de carne picada. En Egipto, seguimos el ejemplo de Asterix y probamos la sopa de lentejas. En Turquía, la sopa de yogurt y pepino, que acompaña muy bien a los kebab, y la iskembe, sopa que se hace con tripas de cordero y que resulta un plato ideal para aquellas noches en las que uno decide emborracharse para olvidar que el pasado le encadena, el presente se le escapa de las manos y el futuro le asusta y le atormenta. Se dice que antes de empezar a beber, es buena por su capacidad para retrasar la absorción del alcohol en nuestro abstemio cuerpo, y después, porque parece ser un estupendo remedio para espabilarte de la cogorza, ya que te pone los ojos como platos y te deja felizmente predispuesto para otra ronda, que lo que no te mata te hace más fuerte y al que Dios se la dé, que San Pedro se la bendiga.

La sopa de remolacha, habitual en los pueblos eslavos, yo la probé en Polonia, junto con unos raviolis rellenos de carne llamados pierogiy. Y en Polonia comimos también una excelente sopa llamada grzybowa, que se hace con setas y tallarines. Me gustan las sopas de miso que he probado en los restaurantes japoneses, entre ellas una muy rica llamada tonjiru que lleva fideos, verduras, soja y carne de cerdo. Disfruté mucho de una cena en Oaxaca, después de un día de visitas arqueológicas, en la que comimos sopa de flor de calabaza y tacos rellenos de saltamontes, mientras unos mariachis cantaban “adiós Mariquita liiiinda, yo me voy porque tú ya no me quieres como yo te quiero a tiiii…” Tampoco olvidaré nunca una noche de ron y de delirio en Salvador de Bahía, ciudad donde, al igual que en La Habana, hay mulatas en todos los puntos cardinales, pero, además, jóvenes que bailaban la capoeira y mujeres vestidas de blanco que arrojan flores al mar y que venden en las calles buñuelos con salsa picante y unos cuencos de sopa vatapá, sopa que sabe a lo que uno se imagina que debe saber el trópico, y que se hace con cacahuetes, cilantro, leche de coco y gambas. Por cierto, antes de que se me olvide: si visitan ustedes Portugal o Brasil, procuren iniciar la comida con un caldo verde hecho con patatas y col, al que se le puede añadir unas rodajas de chorizo si es que se quiere convertir la sopa en un plato más contundente.

Mafalda, el personaje de las tiras de Quino, la niña llena de inquietudes políticas y sociales que está preocupada por la paz, por las injusticias y por los derechos humanos, la niña que adora a los Beatles y que tiene una tortuga que se llama Burocracia, odia la sopa con todas sus fuerzas. Me hace gracia la tira en la que el padre de Mafalda le dice a su hija: "¡Pero Mafalda!, ¡sólo si tomas la sopa podrás llegar a ser grande! ¿Grande como quién?", responde la niña. "Pues… no sé, como mamá o como yo". "¡Así que encima eso!" O aquella otra en la que Mafalda y Miguelito se niegan a bañarse en la playa por imaginar que el agua del mar es sopa. Parece ser que Quino explicó una vez que escogió la sopa como una alegoría de los regímenes militares, pero que estaba arrepentido de su elección desde que le contaron que la mayoría de los niños que leían sus historietas copiaban a Mafalda en su desprecio por la sopa. En cualquier caso, creo yo que una alegoría tan sorprendente viene a demostrar que al propio Quino la sopa no le debía gustar demasiado. A mí sí que me gusta mucho y, ahora que lo pienso, desconozco si existe alguna sopa típica argentina que pudiera ser la que le produjese tanto asco a Mafalda. Una amiga chilena, de vez en cuando nos invita a cenar en su casa y nos prepara una sopa de choclo, que está muy rica, y, además, empanadas caseras y panqueques con dulce de leche. La sopa de choclo es una sopa de pollo con granos de maíz, trozos de pollo y gambas. No recuerdo haber comido nunca sopa en un restaurante argentino, con excepción de una contundente sopa de goulash que, aun siendo un plato húngaro, preparaba muy bien un matrimonio argentino que tenían un pequeño restaurante, ya cerrado, en la calle General Álvarez de Castro.

Me gusta mucho la sopa, aunque en ocasiones la relaciono con cosas tristes, quizás porque de niño escuchaba contar a las personas mayores historias de guerra, de miedo, de odio y de hambre, hambre que en ocasiones se podía aliviar apenas con un plato de sopa. Entonces me acuerdo de las familias desesperadas de “Las uvas de la ira” que comen sopa caliente en un campamento bajo un puente, o de Melanie Hamilton que, mientras piensa en Ashley, ofrece una escudilla de sopa a un soldado yanqui quien, a pesar de que su bando ha ganado la guerra, tiene pinta de haberlo perdido todo, absolutamente todo. Bueno, no quisiera acabar de un modo tan melancólico. Mejor terminar con el recuerdo de un Obelix enfadado, incapaz de comprender que hayan vaciado un caldero, tirando la sopa de cebolla que contenía, para llenarlo de sestercios. “Pero, Obelix… con sestercios se puede comprar sopa de cebolla”, le responde Asterix. “¡Precisamente!, siendo así no merecía la pena tirar la sopa de cebolla que ya estaba en el caldero”. Irrefutable.

Y para finalizar, una confesión: de todas las sopas del mundo, mi favorita es la de ganso. No dejen de probarla.

domingo, 7 de febrero de 2010

Carne asada en la N-I


Los madrileños huyen de la ciudad los sábados. Poniendo como excusa un asado en Castilla, la propiedad de un chalet en la sierra o la necesidad de comprar Dios sabe qué en un outlet de periferia, colapsan, como el colesterol obtura la vena, las nacionales que salen de Madrid con cualquier destino. Cualquiera lejos de Madrid, se entiende.

La N-I está particularmente activa este sábado de febrero a su paso por San Sebastián de los Reyes. Un parque comercial enorme donde convive un centro de azulejos pintureros y su vecina tienda de muebles norteños tiene parte de la culpa; el tiempo de ocio de familias enteras se centra en el consumo. Miles de personas que pasean, miran y cada vez más de tanto en tanto, compran.

A la vera del parque se sitúa el restaurante The Knife, un steak house de filosofía "all you can eat". Tiene como mejor publicitario un enorme ventanal donde cuatro o cinco espetos de carne se van asando lentamente sobre unas brasas, a la manera argentina. Como no podía ser de otra manera, a las dos de la tarde el enorme salón prácticamente está lleno y las camareras le explican a cada uno de los que entran el sistema -un casi todo incluido-, pareciere que sufren cada vez que uno pide algo de lo que no entra en el menú: "la cerveza no está incluida señor, pero la botella de Tres Coronas de Rioja, sí, una por comensal".

"Ya te había dicho que esto era sensacional", se oye con acento porteño a mis espaldas. Como mi vecino argentino, el resto de los clientes llenan sus platos de montañas de comida con caras mezcla de ansiedad y felicidad. Absolutamente todo es de segunda división en el buffet, aunque si uno es hábil -aquí quiero ver yo al gourmet- y sabe discriminar puede disfrutar de un fiambre de pollo mechado, un buen jamón de bodega, o una estupenda lengua cortada en carpaccio y aliñada. Incluso el matambre de pan que ofrecen -una especie de brioche enrrollado como un brazo de gitano, relleno de huevo, jamón de york y pimiento rojo- o las empanadillas criollas cumplen con dignidad.

El mostrador de carnes apabulla, diferentes cortes de cerdo, pollo y vaca -si bien los más modestos de estos últimos-, se apiñan sobre las brasas de buen carbón vegetal que los va ahumando y manteniendo apenas templados. A golpe de codo, el carnívoro se abrirá paso y disfrutará con moderación tanto de la picaña -tapa de cuadril o, como dirían los gallegos, croca- como de la entraña, sin demasiado sabor pero con un punto jugoso de cocción. Si hay que llenar más la panza,
unas costillas de cerdo o vaca y patatas asadas o fritas -prefritas- pueden servir, aunque el pan, esos bollitos de pan congelado que se hornea al momento y que De María puso de moda en los primeros 90, no valgan para nada.

"No se puede sacar comida del restaurante" leo en un cartel, mientras me toman nota y elijo cualquiera de los postres industriales que, como si fuera el catálogo de Frigo, aparecen fotografiados en la carta. "Unos profiteroles por favor" le pido y, todavía a sabiendas de que están incluidos en el menú, le pregunto con cierta malicia si lo están; por alguna extraña razón ella se siente feliz cada vez que es así.

Le pego un último tiento al rioja mientras me admiro de una señora que a sus setenta años lleva tres viajes de carne, carga de ésta con dos platos de costillas y chorizo criollo. Tras apenas una hora sentado en la mesa -otra de las ventajas de este modelo de negocio- y descartando pedir una copa -no quiero ni ver la cara de decepción la señorita que nos atiende cuando me diga que la tengo que pagar aparte-, me levanto ante la alegría de la jefa de sala, que tiene una buena cola de gente esperando en el bar a la entrada.

"Debería haber comido más, el pollo no tenía mala pinta", aprovechando el vacío de tráfico de 3 a 5 me vuelvo a casa con mala conciencia por no haber llenado más el buche, otra vez será. Eso sí, la próxima vez me entero con detalle de lo que está incluido para procurar no dejarme nada de nada, que no es cosa de desperdiciar casi veinticuatro pavos. Y si hay que empujar al personal, se empuja.