miércoles, 7 de marzo de 2012

Emigración

Es definitivo: cambiamos la plataforma que alberga al blog. Tras casi cinco años de relación con blogger, damos por concluida la infancia de este invento. La adolescencia ocurrirá en http://losamigosdeligasalsas.wordpress.com, un prado que tiene muchas ventajas y también algunos inconvenientes. Allí os espero, empieza una nueva etapa, esperemos que tan longeva como ésta.

miércoles, 29 de febrero de 2012

Babá al ron

A las diez de la noche, la torre se iluminó como un árbol de Navidad. Esperado y celebrado con algarabía por los clientes que, desde dentro, apenas notaban un pequeño cambio de intensidad en la luz. El camarero aburrido de ver la misma ceremonia noche tras noche, trajo el pequeño pastel con forma de montaña y una vela encima: un babá bien mojado en bas armañac, que por fin estaba a la altura de lo que yo esperaba fuese la cocina de Alain Ducasse. A partir de ese momento Torre Eiffel empezó a parecerme un sitio interesante.

Cuenta la Larousse Gastronomique que el postre se lo inventó un rey polaco, Stanislas Leszczynsky, que decidió que el kouglof –bizcocho con forma de montaña-, era demasiado seco. En lugar de mojarlo en café con leche, como hubiera hecho cualquier mortal, decidió empaparlo en un jarabe de ron y lo llamó Babá, al parecer por su afición a Sherezade. El pastelero de la corte de Nancy –capital del ducado-, lo incorporó a su recetario y lo llevó a Paris, donde tuvo éxito e inspiró otro de los grandes postres clásicos: el Savarin.

Cada día es más difícil encontrar buenos bizcochos en los postres de los restaurantes. Es el momento de la ligereza y la harina está proscrita. Sin embargo a mí me gustan mucho, así que decidí hacerlo en casa. La fórmula no tiene gran complejidad, para aquellos que estéis acostumbrados a trabajar con masas.
A menos que decidáis usar una Thermomix, deberéis desparramar un cuarto de kilo de harina con forma de montaña. En el centro, haremos un volcán para ir añadiendo tres huevos, una cucharada de café de sal, 25 gramos de azúcar, 10 gramos de levadura de panadería disueltos en dos cucharadas de agua tibia y cien gramos de mantequilla –la mejor que podamos encontrar, marca la diferencia- en punto pomada.

Amasaremos hasta conseguir una textura homogénea, elástica y ligeramente húmeda, dividiéndola cuando lo hayamos conseguido en recipientes individuales –los modernos de silicona, o los antiguos de magdalena vienen al pelo- untados en mantequilla. Dejaremos reposar hasta que doble el volumen y hornearemos a 200 grados durante veinte minutos. Finalmente los dejaremos enfriar y los desmoldaremos.

Para hacer un buen jarabe, disolveremos 250 gramos de azúcar en 50 cl. de agua y dejaremos hervir durante 8 minutos, para finalmente añadir una copita de buen ron –el otro punto clave de la receta. A ser posible evitando usar esas botellitas de licores malos que regalan en las bodas y que suelen esconderse en las alacenas de las casas. Dejaremos unos pocos segundos para que evapore el alcohol y añadiremos el líquido a los bizcochos, que lo absorberán como camellos en el desierto o como mi ficus después de unas vacaciones de agosto

La semana pasada encontré otro babá en un restaurante de Madrid, el del AC Santo Mauro. Cosa rara en España. Carlos Posadas, de vocación francesa en buena parte de su propuesta culinaria, ofrece una versión excelente que corona con una quenelle de helado –creo que era de miel-. Una vez más, volvieron a encenderse las luces.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Comer como en casa



Solemos decir que comemos como en casa cuando estamos cómodos y a gusto en un sitio. Sin embargo, o el resto de las casas son muy diferentes de la mía, o no es una afirmación que se sostenga si lo miramos con cierto detalle. Imaginaos en vuestro restaurante favorito y haced un recuento, ¿os habéis dado cuenta de que los manteles en muchos casos son de lino? ¿y la cubertería y cristalería? En fin, he visto mesas en las que tras una de estas comidas caseras aparecían no menos de cuatro copas por comensal y se habían realizado tres o cuatro cambios de servicio, por no hablar de los extensísimos menús de degustación, tan de moda ahora mismo, donde pueden llegar a usarse tres decenas largas de cubiertos por comensal.

Viene vendiéndose en los últimos años que los clientes huyen de los restaurantes formales, de ese lujo que casi siempre se acompaña del adjetivo decimonónico –todo el lujo es decimonónico. Seguramente porque cuando hablamos de boato se nos vienen a la cabeza mesas desnudas y un servicio informal. Es la punta del iceberg, en todo caso aquello que se asocia a la ostentación. Se olvidan del dinero que cuesta que el plato llegue caliente a la mesa –no todas las cocinas son iguales-, al precio que cuesta un buen pan –esto al parecer no es un lujo- o del aparcacoches, el servicio de lavandería o de limpieza. O una buena bodega -¿acaso la sumillería no vale dinero?. Incluso en las casas de comidas más modestas de Madrid nos disgustamos cuando en lugar de una buena copa bebemos en un catavinos.

Los clientes no evitan el lujo, sino que buscan pagar menos. No es lo mismo. Me decía un buen cocinero de Madrid que cada día le exigen más y que, probablemente, la gente no lo valora cuando mira la factura. No le ha quedado otra que montar un carro de quesos –que apenas le solicitan- y otro de licores con una docena de ginebras y las correspondientes tónicas de moda. Hoy en día o se ofrece la carísima merluza del puerto de Celeiro o lo que vendes es filfa. En realidad, al menos en Madrid, hemos entrado en una dinámica de esnobismo que debería llevarnos a la reflexión.

Los manteles de lino son carísimos, y las copas de la marca Riedel también. Además tienden a mancharse y a romperse, se gastan, cosas que sólo se ven cuando el cliente se levanta de la mesa. Es por todo esto por lo que sigo yendo a los restaurantes. Raramente se come como en casa.