domingo, 28 de agosto de 2011

El final del camino (Hotel de Ville – Philippe Rochat)


En la cabeza de todo aficionado a la gastronomía – un americano, tan práctico él, diría foodie y se ahorraría diecicocho letras – existe un destino ideal, un lugar que cumple con todos sus anhelos y que atesora todas las virtudes del perfecto restaurante. Aquel en que nos tratan como príncipes desde que entramos por la puerta y donde damos rienda suelta a todas nuestras fantasías gastronómicas. Muchos encontraron su El Dorado particular en la Cala Montjoi, otros unos kilómetros tierra adentro en el feudo de los Roca, los menos en medio de una campiña vasca, entre viñedos californianos o en un muelle de la zona portuaria de Copenhague. El mío, ahora lo sé, se encuentra a una decena de kilómetros de Lausana.

Vislumbrar esa casita en el centro de Crissier te hace sentirte bien. Como si llevase allí toda la vida esperándote. Allí, en medio de un coqueto pueblo se alza el antiguo ayuntamiento, el Hotel de Ville, cuyo actual mandatario cambió de nombre por aquello de poner su nombre en valor. Un edificio que desprende señorío y saber estar, que se sabe importante. Un lugar donde se ha dado de comer a generaciones de afortunados clientes con recetarios que se repiten y adaptan desde hace varias décadas. Un lugar en el que todo es posible, donde los menús degustación y los postres vanguardistas comparten con naturalidad la sala con gueridones, prensas, cuchillos de trinchar y carros de postres.


Philippe Rochat sucedió en 1996 a Frédy Giradet, uno de los grandes mitos de la cocina mundial. Un suizo - aunque los franceses lo tomen como propio – que redefinió la alta cocina aligerándola aun más que sus predecesores de la nouvelle cuisine pero conservando la elegancia de la gran tradición francesa. Su Hotel de Ville estaba considerado a finales de los 80 y principios de los 90 como el mejor restaurante del mundo. Rochat, de indudable talento y otro de los mitos vivientes de la cocina actual, no sólo conservó esa tradición sino que la dotó de un carácter muy propio, más mediterráneo quizás. Más atención a los pescados y a las verduras, en consonancia con esa cocina ligera y emocional que predicaba su predecesor pero con la atención puesta en los sabores y en que nada se quede en el camino. Un acérrimo defensor del mejor producto – sea de donde sea, aquí no hay kilómetro 0 que valga, el mejor que se pueda encontrar – y dotado de una técnica depuradísima, muy difícl de encontrar en otros fogones. Además es un hombre correctísimo en el trato, cercano y humilde, con el que mantuve uno de los mayores diálogos de besugos que se hayan visto nunca en esa sala mientras ambos nos dábamos las gracias mutuamente. Sin duda yo era el único con motivos para estar agradecido.

La entrada en el Hotel de Ville es ciertamente desconcertante. Después de los obligados saludos y bienvenidas se encuentra uno con una sala relativamente pequeña y anclada en los mejores años de Monsieur Girardet. Las mesas no son muy grandes ni están muy espaciadas, las sillas no parecen muy cómodas, la moqueta parece recien salida de una película sobre la psicodelia y de las paredes cuelgan cuadros de arte contemporáneo algo estridentes. Y sin embargo en el ambiente flota ese aura de lugar especial y uno se va fijando en los detalles: en su vajilla de Limoges de diseño, en sus cubiertos de Cristophel, en sus copas Spiegelau y Riedl. El ambiente es distendido, como gustan los centroeuropeos. Una formalidad relajada.

Sentados ya a la mesa y con una copa de champagne en la mano, nos dispusimos a disfrutar. De las manos virtuosas de Rochat y su equipo aparecieron en nuestra mesa el delicadísimo “ying et yang” de verduras y caviar oscietra o los – sorprendentemente – fresquísimos y firmes salmonetes de roca – de las Azores – crujientes con aceitunas de Nyon y pulpa de tomate, un plato impecable, fresco y ligero que juega con los contrastes de temperatura. A partir de ahí y, siendo los anteriores dos platos sobresalientes, dos genialidades que elevaron aun más el listón: los mejillones de bouchot de Mount Saint-Michele con un caldo espumoso de anís estrellado, un plato tremendo con un caldo prodigioso, ligero y aromático, y la cigala crujiente – noruega, por si os lo estáis preguntado – con limón confitado y salicornias de la Bahía de Somme. Más allá de los apellidos, un plato sencillamente perfecto. Y así, plato tras plato, en un in crescendo llegamos hasta la pularda joven con una salsa cremosa de girolles y ceps, su jugo reducido y tubérculos. Grandioso. Contemplar al señor Villeneuve y a su ayudante trinchar el ave junto a la mesa y emplatar es un espectáculo en sí mismo. Probarlo es rozar el cielo. Terminamos, extasiados, con un carro de quesos pequeño pero fantástico: tremendo Emmental de 4 años, cremoso y bien afinado Brie de Meaux, el mejor Epoisses, Apenzeller, Gruyere viejo y otros cuantos suizos estupendos que no tuve la precaución de anotar.

Y cuando hablamos de cocina no podemos olvidar la importancia que se le otorga en estos países a la cocina dulce y a la panadería, el terreno de Cyril Maurel. Brillante su milhojas –literal – de sorbetes de frutos rojos de Borgoña con flores de lavanda cristalizadas y muy ligeros los cilindros de carpaccio de melocotón del Rousillon con un ligero sorbete de menta y pimienta verde. “Una cocina dulce no tan dulce”, como dicen ellos, con presentaciones muy cuidadas. Sumemos a todo esto hasta una docena de panes pequeños acompañados de una mantequilla salada adictiva, más otro cuarteto de piezas grandes que se presentan en una cesta enorme y se cortan a la vista del cliente para acompañar los quesos y una espléndida selección de petit fours.


La sala la dirige con maestría Louis Villeneuve. Creo que pocas veces he encontrado a un director de sala con tanta personalidad, a la altura del difunto Jean-Claude Vrinat y su eterno Taillevent o de Diego Masciaga en The Waterside Inn. Observar a Monsieur Villeneuve trinchar una pularda o cortar ¡dieciséis! lonchas – ocho por lado – de la pechuga de un pato asado es toda una experiencia. Un director de sala serio pero atento, hospitaliario y amable que no tuvo inconveniente alguno en ocuparse de nuestro menú – que incluía por capricho una pularda entera en dos servicios – acomodarlo a nuestro gusto y, encima, facturarlo como si fuese un menú normal y, además, invitarnos al café y a la copa. Inaudito. Un elegante anfitrión que tuvo a bien asignarnos a un camarero hispanoparlante a pesar de que no teníamos especiales problemas de comunicación, por pura cortesía. Un profesional que lleva veintisiete años dirigiendo un equipo impecable de más de veinte personas sin una sola voz, siempre pausado y atento.


La carta de vinos responde a lo que se espera de uno de los grandes restaurantes del mundo y, en contra de lo esperado, es posible navegarla sin caer en la bancarrota. Además, el joven sumiller es una persona accesible y con ganas de ayudar. Magnífica su recomendación de un blanco local, el Besse Ermitage Vielles Vignes 2005, un Marsanne prodigioso de la zona de Valais. Lástima que yo me empeñase – a pesar de sus reticencias – en probar un Bellard Corton-Perriéres 1996, muy elegante, pero que iba camino de abrirse para cuando estábamos terminando de comer. Extraordinario también el armagnac que eligió para nuestra sobremesa, un Domaine de Tariquet Folle Blanche 1990 y con el que terminamos una de las comidas más memorables que recuerdo.

Esto no es más que un cambio de testigo, que una sucesión en el mando de los fogones. El –gran Rochat sucedió al grandísimo Girardet. Y Benoit Violier (que será un grande) le sucede a él. Porque el Hotel de Ville es una institución que, sorprendentemente, trasciende a sus cocineros por muy grandes que estos hayan sido. Así debiera ser y así, afortunadamente, es. El día que esto se publica el Hotel de Ville cerrará sus puertas, pero únicamente para reabrirlas de nuevo el 14 de octubre. La maquinaria se pondrá de nuevo en marcha y una nueva generación de clientes tendrá el enorme privilegio de volver a sentarse en sus mesas.


No os voy a decir aquí que el Hotel de Ville es el mejor restaurante del mundo. Aunque así me lo pareciese – que no – hay demasiados factores, demasiados detalles que valorar. No es, desde luego, la mejor sala. Ni es, quizás, el mejor servicio. Tampoco tiene la mejor bodega. Podría ser una de las mejores cocinas aunque eso no es más que una cuestión de gustos personales. Pero para mí es el final de un camino, la meta, la cumbre de una forma de entender la gastronomía, el servicio y la hostelería con todo lo que ello comporta. Es el cénit de lo que yo espero de un restaurante y, en ese sentido, para mí desde del sábado 20 de Agosto de 2011 es el baremo que medirá a todos los demás.

Al hilo del presente artículo son muy interesantes dos de los mejores libros de cocina que se hayan editado nunca: “La Cocina de las Emociones” de F. Girardet (Everest, 2002) y “Flaveurs” de P. Rochat (Favre, 2003).

por Espeto, 29 de agosto del 2011

lunes, 15 de agosto de 2011

Cebreros

Parece normal que los periódicos adelgacen cada vez que llega el verano. No hay liga de fútbol, la oposición y el gobierno están de vacaciones, y los norteamericanos suelen preferir las temporadas de primavera y otoño para invadir otros países. A veces hay algún incendio forestal en Galicia o algún caso de financiación ilegal de las fiestas conmemorativas de la patrona de algún pueblo. En ocasiones se produce el desembarco en nuestro país de los Rolling Stones, de Bruce Springsteen o del Papa de Roma por haberse incluido alguna ciudad española dentro de su tour mundial. También puede ocurrir que algún toro bravo o algún mercado furioso inflingan una grave cornada en el cuerpo indefenso de algún torero o en el sistemas de prestaciones sociales de algún país. Pero salvo estos casos que comento o algún otro imprevisto no deseado, las noticias en verano brillan por su ausencia.

Este problema afectó también a la televisión antes que el desenfado y la alegría veraniega inundaran la programación de todos los meses del calendario. Hace tiempo el espectador atento podía observar ciertas diferencias entre los programas estivales y los del resto del año. En invierno se intentaba que la cosa fuese un poco más seria, pero al llegar el mes de julio los programadores de la cadena se aflojaban la corbata, se quitaban los zapatos, ponían los pies encima de la mesa y llamaban a Marisa Abad y a Jesús María Amilibia para pedirles una nueva temporada del “Bla, bla, bla”. Luego reponían “Verano azul” y le quitaban el polvo a Ramón García y a su capa española, para que juntos demostraran una vez más ante la audiencia sus indudables dotes de animadores de complejos hoteleros de los de “todo incluido” y presentaran un programa llamado “Grand Prix del verano” que, hay que reconocerlo, acompañaba de perlas al vino tinto con Casera y a las berenjenas de Almagro.

(Abro un paréntesis para comentar que la laxitud veraniega puede afectar también a los blogs gastronómicos. Para comprobarlo no hace falta que se vayan ustedes muy lejos, pues aquí mismo tienen la prueba de que durante el verano decaen en interés y en número los comentarios de los participantes habituales, quienes imbuidos del espíritu veraniego del trago largo y del comentario corto (y quizás también ansiosos de difundir sus ocurrencias a un público cada vez más numeroso) prefieren abrazar la fe de los 140 caracteres. Tendremos que esperar al otoño para ver si se trata de una simple tendencia veraniega o si tenemos que cerrar el chiringuito y decirle a la peña que nos vemos en Twitter. En nuestra mano está.)

Pero mientras que desde los blogs reflexionamos sobre las incertidumbres que nos plantea el futuro, los periódicos encontraron hace años una solución que compensa la ausencia de noticias y el desinterés de los lectores durante el verano. El truco consiste en incluir un suplemento que se llame extra de verano, revista veraniega, cuaderno estival, o algo por el estilo, en el que se hable de cualquier cosa con la condición de que sea absolutamente irrelevante. Se trata de un suplemento que siempre, siempre, siempre se encabeza con una imagen con escenas del mar, playas, olas, palmera, rayos de sol, barcos de vela y gaviotas, y en el que siempre, siempre, siempre se incluye un número exagerado de veces la palabra refrescante o algún sinónimo. Estos suplementos veraniegos se llenan normalmente con fotos de la Obregón en bikini (aunque ahora ya no se yo…) y con noticias relativas a las vacaciones en Palma de la familia real española (te echamos mucho de menos, Marichalar…), y luego se completan con alguna sección que varía cada año como las recetas de Falsarius Chef, las paridas de Joaquín Reyes o el Killer Sudoku. Entre tanta frescura, tanta familia real y tanta parida este año, para variar un poco, El País ha incluido una sección que se llama “Mi primera vez” y que me ha gustado.

Como ya habrán imaginado ustedes, que son sagaces lectores incluso en verano, la cosa consiste en que una serie de personajes conocidos relaten la primera vez que les ocurrió algo, lo que sea. Bien porque son gente de natural imaginativo o bien porque se han estrujado un poco el cerebro, cada uno de ellos ha relatado una experiencia distinta sorteando la fatalidad que hubiera supuesto que todos terminaran contando cómo fue su primer polvo. Aquí cabe de todo: la primera vez que pesqué una trucha, la primera vez que probé los calamares fritos, la primera vez que me picó una avispa, la primera vez que vi a Ginger bailando con Fred, la primera vez que sentí miedo… La primera vez de las cosas que son realmente importantes solo puede tener lugar en la infancia o en la adolescencia, y si como asegura Caballero Bonald es cierto que la infancia y la adolescencia solo ocurren en verano, el recuerdo de la primera vez de casi todas mis cosas me conduce inevitablemente a Cebreros.

Fue en Cebreros, por ejemplo, la primera vez que le arranqué el rabo a una lagartija. Mis padres me habían comprado un cazamariposas como el que Katharine Hepburn le puso en la cabeza a Cary Grant en “La Fiera de mi niña”, solo que más pequeño, o como el que utilizaba el malvado Gargamel para intentar cazar a los Pitufos, solo que más grande, y me habían explicado que se trataba de una herramienta imprescindible en el equipo de todo explorador que se preciara. Es cierto que cacé alguna mariposa con ese chisme, pero fueron pocas. Me parecía una actividad más propia de las chicas y yo prefería destinar mi tiempo y mi cazamariposas a aventuras más intrépidas, como cazar lagartijas en el campo o ranas en la orilla del río Becedas. Yo era un cazador muy valiente y las lagartijas y las ranas eran monstruos antidiluvianos. Aquel verano había visto en el cine (en el cine de Cebreros, naturalmente) “Hace un millón de años”, película que me hizo sentir un impulso inquietante tanto por el bikini prehistórico de Raquel Welch como por los dinosaurios. Esa lagartija era un dinosaurio (enano pero un dinosaurio a fin de cuentas), y yo me quedé un rato absorto sujetando su rabo con mis dedos aún después de que el bicho, mutilado, se escondiera entre las rocas. Ese pequeño acontecimiento debió de significar algo para mí, pues siempre he mantenido viva en mi recuerdo la sensación de perplejidad con la que observaba el movimiento convulso del rabo de la lagartija. Luego aprendí que cuando se ve en peligro, la lagartija se desprende voluntariamente de su cola, para distraer al depredador mientras ella se escabulle y puede así salvar la vida, pero entonces no lo sabía.

También fue en Cebreros donde descubrí por primera vez que me gustaba tumbarme por la noche a contemplar las estrellas dibujadas en el lienzo de un cielo que estaba poco contaminado. Fue el mismo verano en el que se publicó en la prensa que El Lute había sido visto por la zona, noticia que provocó que todos los guardias civiles de los alrededores se pasaran las noches patrullando por los montes y por las carreteras. Una de esas noches, unos guardias civiles nos detuvieron a mis amigos y a mí por entrar en una finca privada a comer higos recién cogidos del árbol. Si exceptuamos el tercer grado al que me sometían con frecuencia los padres escolapios en los confesionarios de la iglesia del colegio, aquella fue la primera vez que fui interrogado por un agente del orden, y aunque pasar la noche encerrado en un calabozo me parecía entonces una heroicidad de la que podría presumir durante el resto de mi vida, lo cierto es que en seguida vinieron mis padres a rescatarme.

Ese verano Luís Ocaña se cayó en el Tour de Francia bajando el Col d'Aubisque. Fue el mismo día en que mis amigos (el mismo grupo de amigos que se iba conmigo de excursión a comer higos) y yo echamos una carrera de chapas en la cuesta que sube desde el bar El Mancho hasta la plazoleta. Ocaña estaba en mi equipo y ese día pude conseguir que ganara la etapa y se pusiera el maillot amarillo. Ese mismo día (o quizás al día siguiente) fumé un cigarrillo por primera vez. Fumábamos a escondidas, nos bañábamos en calzoncillos en el río, nos peleábamos a pedradas, dormíamos la siesta debajo de un árbol y, en septiembre, desafiando a la guardia civil, saltábamos las vallas de piedra que protegían las viñas para arrancar de las vides racimos de uvas verdes o negras.

Aquel verano empezamos a ir con chicas por primera vez:
– Me gusta Susana;
- ¡No fastidies, a mí también!
Y así fue como un día en Cebreros me atusé el pelo por primera vez delante del espejo.

En Cebreros, en una noche de agosto, fue cuando por primera vez una chica me metió la lengua hasta la campanilla. Era preciosa. Recuerdo su cara igual que recuerdo el rabo de aquella lagartija, los bigotes de aquellos guardias civiles o la luz de aquellas estrellas en la noche de agosto. La noche era oscura, los guardias civiles iban de verde y ella vestía un blusón amarillo, del mismo color que el maillot que llevaba Luís Ocaña cuando se cayó en el Tour de Francia bajando el Col d'Aubisque. Era preciosa, repito. Fue ella la que empezó, pero yo cogí el relevo con soltura y, sin haber leído a Neruda, por primera vez la mecí entre mis brazos y luego la besé tantas veces como pude bajo el cielo infinito.

Fue en Cebreros la primera vez que leí un poema de José Agustín Goytisolo en el que se decía que el destino de uno está en los demás, que su futuro es su propia vida y que su dignidad es la de todos. El poema decía también que la vida es bella y que a pesar de los pesares tendremos amigos, tendremos amor. En Cebreros también escuché por primera vez algunas canciones-pesadilla como “Soy un truhán, soy un señor” o “Tómame o déjame”, y así me di cuenta de que la poesía podrá ser un arma cargada de futuro, no lo niego, pero también puede ser la confesión de un mujeriego gilipollas o el lamento estúpido de una mujer sumisa.

El primer vino que probé en mi vida fue el de Cebreros. En Cebreros tomé mi primer café, mi primer cubata y mi primera bolla. La bolla es una barbaridad dietética que mide un palmo y que se hace con aceite, azúcar, harina y anís molido. Yo solo he visto bollas en las panaderías de Cebreros cuando mi madre me mandaba a comprar hogazas de pan candeal o pistolas para el bocadillo. Entonces no sabía por qué se les llamaba pistolas a las barras de pan y hoy sigo sin saberlo.

En Cebreros aprendí a jugar al dominó con Rafa, con Jaime y con el señor Rodea, quien se pasaba el día dormitando en una caseta de madera que estaba situada frente al bar de Ángel y al surtidor de gasoil. Una noche, en Cebreros, vi como el hombre pisaba la luna por primera vez. También fue allí la primera vez que me jugué el dinero, la primera vez que sentí celos y la primera vez que me dieron de hostias. En Cebreros vi por primera vez la muerte dibujada en el rostro de una persona que tenía cáncer y que se iba a morir, y por primera vez me di cuenta de que si alguien se muere ya no lo vuelves a ver nunca más. En los veranos de Cebreros pasé de la infancia a la adolescencia y de la adolescencia a la edad adulta. Estaba en Cebreros el día en que Adolfo Suárez fue elegido presidente del Gobierno por el Rey y el pueblo entero se volvió loco de alegría y de alcohol. Mientras corríamos entre barriles de vino persiguiendo la sombra de las muchachas en flor, me contaron que un amigo con el que jugábamos a las chapas y que arrancaba con nosotros los higos de las higueras y los racimos de uvas de las vides había sacado la cabeza por la ventanilla de un coche en marcha y se había matado en el acto. Fue el mismo verano en que otro amigo de chapas, de uvas y de higos nos mostró de pronto una jeringuilla provocando con ello que todos los presentes tuviéramos que tomar una decisión que luego resultó ser de vida o muerte.

He vuelto a Cebreros después de muchos años. El pueblo no es el mismo ni yo tampoco. Entonces en la orilla izquierda de la carretera que baja hasta el pueblo solo estaban el cuartelillo de la Guardia Civil, “Todo por la Patria”, el puesto de la Cruz Roja y las Escuelas. A la derecha, uno de los monumentos más interesantes del pueblo: la fuente del Chorrito, donde nuestras madres llenaban barreños de agua cuando todavía no llegaba el agua corriente a las casas del Mancho. Más abajo, en el cruce que lleva al pantano de El Burguillo, estaba la Iglesia Vieja y, más allá, las bodegas de Benito Blázquez donde se hace el vino Perlado. El resto eran viñas, huertos y eras de trilla. Hoy todo son casas, casas feas. La Iglesia Vieja ha sido vallada y restaurada para albergar el “Museo de la Transición”. Ya no está la vieja caseta de madera del señor Rodea. Ya no hay labradores que vayan a trabajar al campo a lomos de mulas marrones o de pequeños borricos que rebuznan al aire al salir del pueblo. Tampoco se ven ya a aquellos hombres de rostro arrugado y boina negra que liaban un pitillo mientras charlaban sentados en los poyetes de la iglesia esperando a que la mujer saliera de misa. Ya no hay tabaco de liar ni mujer en misa a quien esperar. La verdad es que a misa ya no va ni Dios. Busco detrás de la iglesia a aquellas viejas mujeres que se cubrían el pelo con un pañuelo negro y que pesaban tomates en viejas romanas. Tampoco las encuentro. Alguien me dice que si quiero tomates me vaya al supermercado.

Salgo otra vez a la plaza. El bar Jaime se llama ahora La Taberna de Luiggi. Siguen abiertos el Amistad y el Madrid. Cuando éramos críos al bar Amistad solo entrábamos para mear, pues se decía que tenía los aseos más potables de todo Cebreros, lo cual tampoco era decir mucho. En el bar Madrid he entrado más veces, pero solo porque allí se vendían los billetes del coche de línea para Madrid antes de que abrieran la estación de autobuses en la carretera de Toledo. Entre el bar Amistad y el bar Madrid han abierto un Burger. Me cuentan que han abierto también una taberna vasca en la Plaza del Altozano y un Hotel Escuela cerca del campo de fútbol. Las escuelas de hostelería que conozco parecen academias de arte donde los pinceles y las pinturas han sido sustituidos por biberones y por hilos de reducción de vinagre balsámico. Arte en el plato. Nosotros preferimos ir al bar Tropezón, principalmente para mojar pan en la salsa de un plato de mejillones a la cebrereña que no justifican ningún viaje ni nada por el estilo, pero que tampoco nos va a pasar nada malo por probarlos. Hoy en Cebreros no se debe comer bien en ningún sitio, pero cuando yo era niño recuerdo que el escalope era Findus y el chorizo Revilla. Algunas señoras tenían buena mano en la cocina pero ya se han muerto.

Busco recuerdos y encuentro edificios de pisos donde antes había casas encaladas de techos de teja que ya han sido derribadas. En Cebreros para ver las cosas que merecen la pena hay que irse de excursión por los alrededores: la Picota, el puente de Valsordo, el pantano de El Burguillo, los toros de Guisando y a media tarde subir al puerto de Arrebatacapas o al Castrejón y sentarse entre vides y pinos a contemplar el valle del Alberche. Se hace tarde. Comienzo a recitar “Palabras para Julia” pero se me ha olvidado. En la panadería no hay bollas. Los guardias civiles no llevan bigote. No hay estrellas en la noche de agosto. Tampoco veo a ninguna chica vistiendo un blusón amarillo.

martes, 9 de agosto de 2011

Allo e aceite en el verano del 2011


Las hemerotecas españolas recordarán el verano del 2011 por varias razones. Seguramente no sea difícil encontrar referencias a un clima extremadamente suave, casi otoñal, en el norte, ni al cierre del famoso restaurante El Bulli, que fue vanguardia de referencia durante más de quince años. Sin embargo la mayoría de las portadas y artículos de opinión se centrarán en la brutal crisis que, habiéndose larvado durante casi cuatro años, se mostró por fin con toda su crudeza.

Ha sido en este entorno cuando hemos empezado a entener en carne propia lo que significa "la confianza de los mercados". Les pedimos que nos presten dinero para pagar nuestras nónimas y ellos, tozudos, nos dicen aquello de "hoy no se fía, mañana sí". Quien más y quien menos se está tentando el bolsillo y así la hostelería de las Rías Bajas -ayudada también por la tibieza de las temperaturas- está sufriendo como ningún otro año, incluso en su temporada alta. Estas son las reglas, no sólo para la gastronomía gallega, sino para la española y europea durante unos cuantos años. Y como "cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana", la vanguardia quedará, salvo casos bien contados, para mejores tiempos.

En Pontevedra, ciudad de funcionarios y servicios, no es difícil encontrar bares -como en tantas otras ciudades españolas- donde flota el aroma a aceite reusado mil veces. Pocas excepciones a la norma: la vinoteca Bagos, Eirado da Leña, y seguramente alguno otro que no he sido capaz de localizar entre tanta carta repetida -zorza, chocos, calamares, tortilla, lacón-. En la escasa oferta hostelera destaca sobremanera el restaurante que Pablo Romero ha reabierto en Pontevedra. Digo reabierto porque había tenido el valor -a mí me lo parece- de mantener Allo e aceite durante unos años en Marín. Una barra amplia y un salón sencillo pero confortable. Una buena carta de vinos de la tierra -de eso bien puede presumir Galicia- y una carta muy sencilla, sin grandes concesiones a la lírica pero donde es difícil equivocarse.



Disfrutamos con los pimientos de Herbón -los de Padrón de toda la vida e
n su versión IGP- "ecológicos", aunque no ha sido su mejor año, o las croquetas de chocos que ya conocíamos de su etapa de Marín, de relleno ligero y sabor intenso. De las sencillas y maravillosas sardinas con migas de chorizo y tomate confitado -plato que, quitando algún detalle, ya ofrecía el Pepe Vieira en el 2006-, o la brocheta de bonito "de Burela" sobre piperrada. Me pareció magnífico el escacho -rubio en otras zonas de España- del que nos comimos la última ración, sencillamente preparado con un chorrito e buen aceite y sal y correcto el cochinillo con crema de mango y una reducción de sus jugos, así como de unas espléndidas patatas fritas. Todo muy abundante, como gusta por esta tierra.


Acabamos con una ración de su deliciosa torrija que nos sirven dividida y emplatada, que poco tiene que envidiar a la de Martín Berasategui, mientras damos cuenta de la penúltima copa de la penúltima botella que les quedaba del Escolma A Torna dos Pasas 2007, una rareza que habla gallego con acento francés y que, por algo más de 32 euros, ríanse, pero me parece barato. Así las cosas, por algo menos de cincuenta euros por persona, hemos cenado como reyes, en un restaurante que no sabría definir si como bistró refinado o como restaurante de alta cocina sencilla. Anda ahí, en medio.


No soy un gurú, no sé cuál es el futuro de la alta cocina española, pero sí el tipo de restaurante que me gusta y del que seré cliente. Allo e aceite
es el caso. Mucho sentido común -fondo de armario en cocciones al vacío que aguantan bien los días negros-, buenas materias primas y atención a lo que se pone en la mesa -producto, puntos de cocción, mantelería, vajilla, cristalería-, todo por apenas 50 euros por persona. Y aunque desanima ver tan sólo dos mesas un miércoles de agosto, confío en que en la ciudad quede sitio para la gente que tiene ganas de hacer bien las cosas, y no sólo para los que ponen tapas abundantes de ínfima calidad gratis. Yo me conformaba con que al menos esta, fuera la herencia de El Bulli.

lunes, 1 de agosto de 2011

Mallorca, Puerto Portals y Miguel Arias


Mallorca

Mi primer contacto serio con la cocina mallorquina tuvo lugar de la mano de un compañero de trabajo, inquero, que me llevó a comer a Ca´n Marrón (“Ca´n Brown”, como lo llamaba él), un Celler centenario en el centro de Inca que parecía que se iba a caer a pedazos, donde comí por primera vez un “frit mallorqui” de verdad y un “llom amb coll”, plato para mí desconocido hasta ese momento. Recuerdo mirar aquella carne empaquetada con cierta sorpresa, incluso con cierto escepticismo, aunque aquello sólo fue el preludio del que se convertiría en uno de mis platos favoritos de la isla.

A partir de ese momento comenzó un peregrinaje que me llevó a descubrir, entre otra/os, la llampuga, el dentón (o dentol), el cap roig, el tumbet, las sopas mallorquinas, los esclatasangs, el “arròs brut”, las berenjenas rellenas, los escaldums, la sobrasada de porc negre, el camaiot, el butifarrón, el blanquet, la porcella, el trempò (o “trampó”, como dicen los forasters), la coca de verdura, las panades rellenas de cerdo o de guisantes, los cocarrois de verduras,…

También me aficioné a sus postres. La elaboración de los postres mallorquines gira, en la mayoría de los casos, en torno a dos materias primas: los huevos y las almendras (además del azúcar, claro). Qué buenos los crespells, los robiols, las ensaimadas rellenas de casi cualquier cosa, los bunyols de patata o boniato (que alegran el espíritu en las revetlas), los quartos embatumats, las cocas dulces, la leche de almendra y por supuesto el gatò (almendra, huevos, azúcar, limón y canela en polvo), postre estrella de la gastronomía mallorquina que no puede faltar después de una comida “como toca”.

La cocina mallorquina históricamente se ha dividido en dos grandes bloques: la cocina de las Posesiones o “cuina de possessiò” y la cocina Señorial o “cuina de casa de senyor”, como se le llamaba. Pero las cosas, claro, han cambiado y ahora podemos probar todos esos platos a los que hacía referencia (y otros muchos que se me habrán quedado en el tintero) en muchos restaurantes de la isla.Los postres también podemos conseguirlos en alguna de las muchas panaderías, pastelerías, hornos o “Forns” que hay por toda la isla. Algunos de ellos son una auténtica institución. Y también en Mallorca hay buenos restaurantes de comida “forastera”.
Pues bien, aquí va una rápida relación y una breve descripción de alguno de mis favoritos. No serán imprescindibles… quizás tampoco los mejores… seguro que se me pasan muchos, eso seguro, pero ahora mismo me vienen a la cabeza los siguientes:

Fornalutx – Ca N´antuna - Excelente comida mallorquina, mí preferido en la isla. Menudo arròs brut…

Palma de Mallorca y alrededores - Xoriguer (muy buena carne y excelente tratamiento del bacalao); Es Rebost d´Es Baluard (Cocina mallorquina elaborada de calidad. Joan Torrens, (uno de los grandes); Ca´n Jordi (en Ciutat Jardí, un clásico de pescados y mariscos); Es Bungalow (Ciutat Jardí, buenos arroces y mejor pescado); Rocamar (en el Portixol, también propietarios del Rocamar en Puerto de Andratx, excelentes pescados y mariscos); Patxi (buena cocina vasca).

Para tomarse una copa en Palma, mi preferido es Garito Café (en la Dársena de Ca´n Barbará); también el ambiente del Bar del Hotel Portixol es algo muy importante. Y desde hace un año, el remozado Hostal Cuba Colonial tampoco está nada mal (aparte de estar muy de moda).

De Palma recomendaría por último el Forn La Deliciosa, donde sirven un pan moreno mallorquín que haría las delicias de los amantes del buen “pa amb oli” (ojo con el orden de los ingredientes: aceite, tomàtiga de ramellet restregado en el pan y, por último, la sal) y unas cocas de verduras que quitan el hipo.

Puerto Portals – Flanigan (del que luego hablaremos); Tahini (Japonés del Grupo Cappuccino, muy recomendable); Diablito Food & Music (mis pizzas preferidas, mis vistas favoritas del Puerto y un ambiente chill out que consigue que siempre vuelva).

Puerto Pollença – Los Faroles - su paella, un clásico del Puerto; Club Náutico de Pollença, también con sus arroces.

Lloseta – Santi Taura - Cocina mallorquina tradicional adaptada con mucho acierto. Merece la pena, sin ninguna duda.

Caimari – Ca Na Toneta – Imaginación a la hora de elaborar platos tradicionales con productos de su huerta. Algo tan sencillo y que merece tanto la pena…

Puerto de Andratx – Rocamar - Muy buena selección de arroces y pescados. En este momento prácticamente lo único decente del Puerto. Aquí probé mi primer dentol. También hay un par de gallegos decentes junto a la Iglesia, pero a mí me provocan un poco de flojera…

Inca – Ca´n Amer - Merece la pena aunque sea sólo por visitar un Celler tradicional. Es probablemente el Celler más clásico de la isla. Además, el frit y el llom amb coll magníficos (Es la casa madre de Es Rebost d´Es Baluard de Palma); Ca´n Ripoll (lo dicho para Ca´n Amer, vale casi igual).

Sa Coma – Es Molí d´en Bou - De Tomeu Caldentey está todo dicho.

Escorca (Lluc) – Escorca - Cocina tradicional mallorquina en mitad de la montaña, muy cerca del Santuario de Lluc. A quien le guste las excursiones, aquí tiene premio.

Valldemossa – Ca´n Marió - Un clásico en ese pueblo tan espectacular.

Deià– Ca´n Jaume (un clásico del pueblo) y El Mirador de Na Foradada (éste no tanto ya por la comida, sino por las espectaculares vistas. Junto con las de Cabo Formentor, las más importantes que conozco). En Cala Deià, Ca´s Patró March con unas vistas escandalosas y buen pescado fresco (aunque algo caro).

Puerto de Alcudia – Ca´n Punyetes - Buen pescado en un sitio sencillo.

Alarò – Es Vergè - Muy buen cordero en la falda del Castillo de Alarò.

Sant Elm – Cala Conills - Buen pescado en el Puerto de Sant Elm frente a la isla de Dragonera.

Campos- Playa de Es Trenç – Restaurante Es Trenç – Fabulosos pescados y excelente servicio (Manolo y Eugenio son amigos) a pie de playa. Me quedo con su calamar de potera. Sería capaz de acabar con sus existencias pero que muy rápidamente. En Campos pueblo merece la pena visitar otro Forn, Ca´n Pomar, un clásico en la isla que cuenta también con sucursal en Palma. Es ya la cuarta generación de la familia Pomar la que está al frente de este negocio que vio la luz en el año 1902.

Puerto Portals

Si por Mallorca siento devoción, lo mío por Puerto Portals bien podría denominarse obsesión. Por razones que no vienen al caso, desde el primer día que visité Mallorca siempre he estado muy vinculado a Puerto Portals.

Mi primera copa en la isla la tomé en El Capricho, en aquella época en la que los palmesanos se desplazaban a Puerto Portals de marcha. Ahora ya no es fácil encontrarse con mucho mallorquín y el Puerto estátomado principalmente por turistas y algún obseso como yo.

Puerto Portals me lo he trabajado de arriba a abajo y de derecha a izquierda. Pero sólo hablaré de lo que me gusta.

Me gusta por encima de todo Flanigan, esa cocina de mercado, de calidad, sin pretensiones, sin engaños y de precios ajustados donde Miguel Arias (del que más adelante hablaremos) y todo su equipo en sala (con Bruno a la cabeza)dejan huella de su buen hacer. Estar en Flanigan es estar como en casa. Todo me gusta: los tomates de Javier, el tumbet, el steak tartar, las espinacas al minuto, el lenguado, la merluza y la lubina; las ensaladas, el solomillo, los calamares, el arroz negro, las patatas fritas, la tarta de manzana (que casi nunca sé si la quiero cuando me siento y, claro, al final casi nunca la pido), la tarta Rosita (que no sé qué tiene, pero cuando la terminas podrías cerrar los ojos y estar saboreándola muchos minutos más). No sé cuántas veces he podido estar en Flanigan, pero más de cien a buen seguro. Y no sé cuántas veces volveré a Flanigan, pero muchas, también seguro.

Y si Flanigan me gusta, Diablito Food & Music (o “El Diablito”, como se llamaba antes y así le llamamos todos), me parece ya el invento. Su dueño, un sueco del que no recuerdo el nombre, ha conseguido hacer de una, a priori, pizzería un lugar de obligada visita. Los Nachos Deluxe son algo espectacular. Sus pizzas(Diablito, Pancho Villa, Nº 28 Especial) son las mejores que probablemente he probado. Y desde que hace unos cuatro años abrieran la terraza en el ático del local, creo que puedo decir sin miedo a equivocarme que son las mejores vistas que se pueden tener del Puerto. Todo esto acompañado de un ambiente chill out y de buena música funky. Qué más se puede pedir. A Diablito (y no sólo al local del Puerto, sino a sus franquicias de Santa Ponça, Pollença, Porto Pí y Portixol) he debido ir en más ocasiones que a Flanigan, por una cuestión de factura. Incluso fui una vez al local de la calle Barquillo, en Madrid. Y tengo pendiente visitar su franquicia de Pozuelo.

Tengo algún sentimiento encontrado con Wellies. No sé por qué, y a pesar de que sus hamburguesas me parecen pelotudas (quizás las mejores del Puerto) y cuentan con buenas carnes, no acaba de ser un sitio en el que me sienta cómodo de verdad. Creo no haber ido más de veinte veces en los últimos nueve años a este restaurante y esto, tratándose de Puerto Portals, es síntoma de que no me acaba de convencer.

Cappuccino Grand Café. Hablar del Grupo Cappuccino es hablar de la historia de Juan Picornell, quien abrió en el año 1991 el primer local del grupo, el Cappuccino Palmanova, que aún existe. Desde entonces se ha convertido en una referencia del buen gusto y de la calidad. Han abierto muchos más locales: en Palma, Puerto de Andratx, Pollença, Valldemossa, Valencia, Marbella, Jeddah y Beirut. Y ahora cuentan con un plan de expansión que les llevará por África, Oriente Medio y la India. Son un referente en la isla.

En Cappuccino puedes comer buenas hamburguesas, sándwich club, ensaladas, unos deliciosos llonguets, pa amb oli, buenos postres… todo también sin pretensiones, pero bien elaborado y en un ambiente perfecto. Eso sí, caro. Y si te acercas una noche de verano, Pepe Link (al que también podréis encontrar en Garito Café), unos de los mejores DJ´s que he conocidopincha música en directo hasta la madrugada. Para mi Cappuccino es otro imprescindible. No me cansaré de visitarlo. No quiero cansarme de visitarlo.

Los dueños del Grupo Cappuccino decidieron abrir hace unos años Tahini, un Sushi Bar junto al Cappuccino del Puerto, que se ha convertido en uno de los mejores japos de Mallorca. Espectacular es el roll de langostinos en tempura y el California roll. También te sacuden bien la billetera.

En Puerto Portals hay más sitios, pero ya empiezan a apetecerme menos. Lollo Rosso, un italiano en primera línea que aunque me causó buena impresión, no he repetido como para tener un criterio formado acerca de él. Ritzi también tiene un pase, así como su Ritzi Lounge& Bar. Pero ya estamos hablando de otra cosa.

Otro clásico es Beluga, aunque creo que las decenas de veces que he entrado han sido solo para comprar tabaco. Me ha parecido siempre un sitio “sospechoso”, al igual que Tristán y su bistró.
Por último, hacer mención al antiguo kiosco de prensa en la Plaza del Puerto, que desde hace ya tiempo es el Deli Flanigan. Merece la pena el laterío que ofrecen.

Y en cuanto a postres, sin duda, los que se pueden encontrar en The French Coffee Shop, a la entrada del puerto. Menudosbannofee, tarta de zanahoria y tarta de queso con arándanos. Durante un tiempo fueron los proveedores de todos los locales del Grupo Cappuccino.

Miguel Arias

Bien sabe quien bien me conoce que siento casi más admiración por el Miguel Arias empresario que por la calidad de la comida de los locales que regenta. Y soy un fan de todos ellos.
Hace ya muchos años tuve la oportunidad de conocer el malogrado Las Cuatro Estaciones.

Cuando me trasladé a Mallorca me hice muy fan de Flanigan, he visitado en muchas ocasiones Deli Flanigan y cuando hace unos meses regresé a Madrid, todavía recuerdo aquel día en el que, desde la terraza de un restaurante en La Plaza de La Moraleja comenté: “¡Oye, la terraza de Aspen me recuerda un huevo a Flanigan!”. Una semana después decidí ir a cenar a Aspen (todavía ignorante de la realidad que me esperaba) y caminando entre las mesas de la terraza exclamé: “Coño, estas servilletas, estas mesas de apoyo, aquel mostrador de madera de chopo…. ¡Todo es igual que en Flanigan!”. Pues así era, y así es. Aspen resultaba ser de Miguel Arias. Después me informé, y resultó que Aspen Bar (esto era obvio) y Café Pino también pertenecían a este empresario del frio (y del calor) que ha montado ese “pequeño” grupo de 5/6 locales que conforman la columna vertebral de su (mi) Catálogo.

Pues bien, resulta que el fin de semana pasado, y aprovechando que era más largo de lo habitual, pasé tres días en Mallorca. Aunque tenía mi base en el Puerto de Andratx, pasé gran parte de mi tiempo en Puerto Portals, como no podía ser de otra manera. Y el Lunes, antes de regresar a Madrid, nos acercamos al Puerto con la idea de comer algo rápido en Cappuccino.

Observamos varias mesas frente a un local que llevaba vacío ya más de un año, decidimos acercarnos y cuál fue nuestra sorpresa cuando vimos que habían abierto un nuevo restaurante (“¡un cambio!, ¡una novedad!”, comentamos). Nos acercamos a la puerta y vimos un letrero que rezaba: La Cantina de Puerto Portals. “Pues vale”, pensé. Será un local más de copas de los muchos que abren y cierran regularmente en el Puerto.

Observamos en detalle una carta que colgaba de la pared y, otra vez, exclamé: “¡Coño, esta carta me recuerda mucho a Flanigan!”. No sé qué tengo con los locales de Miguel Arias, pero pienso que los intuyo, que los huelo. Efectivamente, hacía cinco días (exactamente el pasado 20 de Julio) que había abierto sus puertas el nuevo local de Miguel Arias.

La Cantina de Puerto Portals funciona con mesas corridas. Y resulta que Miguel Arias, que por allí andaba, se sentó a comer con su mujer en nuestra mesa. Ahí estaba, con un borrador de la carta tomando notas, cambiando precios, observando todo y a todos los que por allí nos movíamos. Me pareció un hombre correcto, pausado, de mirada inteligente.

Para abreviar, resulta que al cabo de un rato, ya terminando de comer, entablamos conversación los cuatro que allí nos encontrábamos. Le hicimos muy pocas preguntas, le dejamos más hablar a él y la verdad es que resultó una conversación breve, pero muy interesante.

Nos comentó que era la primera vez que había encargado la decoración de uno de sus locales. En este caso había sido Sandra Tarruella, decoradora del Grupo Tragaluz (e hija de la fundadora) la encargada de decorar La Cantina. Sólo tenía dos “exigencias” Miguel Arias: que el techo fuera de cañizo y el suelo interior de micro cemento. El resto lo dejó en manos de ella (también decoradora del Bar Tomate, del nuevo Can Jubany, etc…), basándose en la carta de Café Pino, qué curioso. Creo que ha sido todo un acierto.

“La carta en este momento es un calco de la carta de Café Pino”, nos dijo.“Abel ha pasado unas semanas en Café Pino para empaparse de su funcionamiento” (señalar que la carta de Café Pino se compone de varios entrantes sencillos, ensaladas, pizzas, molletes, sándwiches y pastas, básicamente).

Le preguntamos por qué creía él que Gorki, su antecesor en ese local, había resultado un fracaso. “Le tengo mucho cariño a Iván y a su padre”, nos dijo, “pero comer a base de latas… da pereza. Cuando Iván venía a pedirme consejo sobre qué hacer con Gorki, ya que no funcionaba, yo le decía: chico, pues cambia de concepto”.

También nos dijo que la idea original era que el local se llamara La Cantina Poc a Poc, pero que le pareció muy largo. Yo no lo entendí muy bien, aunque tampoco pregunté, ya que el nombre actual es más largo todavía, pero la verdad, más que largo me hubiera parecido además un nombre muy malo. Siempre he pensado que en Puerto Portals no se debe llamar a ningún local con un nombre que contenga referencias mallorquinas, al igual que siempre he pensado que Gorki fracasó, además de por su afición al laterío, en parte por su nombre, que echaba para atrás. Puede sonar raro esto que digo, pero es algo que he tenido siempre muy claro.

Nos contó que su carpintero de toda la vida, ya fallecido, era quien le había proporcionado los mostradores de madera de chopo que presiden la entrada de Aspen y de Flanigan. Y que su hija, que ahora lleva el negocio, le había regalado la antigua mesa de trabajo de su padre que sirve de barra de apoyo en la terraza de La Cantina. Muy auténtica y muy trabajada. “Como su padre viera esto, no le haría mucha gracia”, dijo.

También han puesto unas estanterías a modo de herbolario que, según nos dijo, “están gustando mucho”. A mí, la verdad, me resultaron intrascendentes.

Nos presentó a su mujer, una Señora. Nos presentamos, se despidió muy amable y cuando al cabo de un rato pedimos la cuenta nos dijeron: “El Señor Arias les ha invitado”. Un placer, como no.

No comimos mal. Unos nachos con queso y guacamole, algo flojos, y a los que según nos dijeron estaban todavía trabajándoles el punto, ya que habían cambiado tres veces en una semana. Unos calamares muy buenos y unos huevos fritos con jamón y patatas fritas que fueron lo mejor.

Después de aquello nos tomamos un Gin Tónic en Cappuccino. Y un rato más tarde, vuelta a la realidad madrileña.

Afortunadamente nos queda La Plaza de La Moraleja, ese Puerto Portals de secano que pienso también trabajarme de arriba a abajo… y de derecha a izquierda. Es que soy muy “caparrut”…