lunes, 27 de junio de 2011

Sobaos pasiegos

Abandonar la meseta y entrar en Cantabria supone dejar una alfombra de tierra y campos secos por un tapiz verde y sedoso trufado de vacas y caballos. Huele a humedad, a bosta bovina y, se atraviese por donde se atraviese la cordillera cantábrica, los caseríos anuncian sobaos y quesada, leche en abundancia.

Decía Camba que “a cualquiera se le ocurre que, dado el estrecho parentesco de la carne con la mantequilla, la mantequilla ha de acompañar a la carne mejor que el aceite. En un plato de carne, la mantequilla es como una restitución de las substancias perdidas, mientras que el aceite no puede ser más que una sustitución”. Se refería el escritor pontevedrés, por supuesto, a la mantequilla como guarnición, no como vehículo de la cocción.

Si esto es, a veces, cierto en España, le parece al viajero que en una zona que se asemeja a una gran ubre, la leche, sus derivados, debieran ser parte fundamental de la dieta. Sin embargo, nada de eso sucede en su preciosa capital, Santander, donde en los desayunos lo más cerca que está uno de la pradera cántabra son en el mejor de los casos, los sobaos que envasa en el valle del Pas, la casa El Macho. Lo que se sirve mayormente en los almuerzos son mantequillas industriales y de pésima calidad y leches que podrían igual tomarse en la Plaza Mayor de Segovia que en la de Cuenca. Santander, con ese aire tan británico que desprende –quizá sea por el ferry que le ha unido a Plymouth-, mira al mar y en las cartas de sus bares, e incluso en las de sus mejores restaurantes, las estrellas son los pescados y los mariscos: besugos, jargos, bonitos o merluzas, percebes y centollos. Como sucede en Galicia, con la que comparte riqueza vacuna, ni siquiera es fácil encontrar carnes de animales mayores.

Así las cosas, en el mejor restaurante de la capital cántabra, se ofrece, como aperitivo, una degustación de algunos de los mejores aceites de España. No digo yo que una buena arbequina o la cornicabra sean cosa de despreciar, pero me parece que una cosa es tomarse con cierta tranquilidad esa nueva filosofía “Km. 0”, que llevada al extremo confunde el producto local con el nacionalismo, y otra bien distinta no apreciar y traer a la mesa lo que la naturaleza te pone en las manos, sin esfuerzo alguno, sobre todo cuando es tan excepcional.

Porque a mí el sobao pasiego me parece un manjar. Comparte con el croissant la mayor de mis consideraciones a la hora de sumergirlo en un café con leche, soltando su pequeños ojos de grasa sobre el líquido. Como sucede en el hojaldre francés –en su versión original, claro-, explota en la boca, derramando deliciosa mantequilla, dulce, cremosa. Con su hermana la quesada, me parecen dos extraordinarios bizcochos, masas que rezuman mantequilla.

Concluía Camba en su maravillosa –y provocadora- exposición, que los españoles preferimos el aceite a la mantequilla, “porque estamos obligados a cocinar con él desde tiempo inmemorial”. No deja de ser cierto, porque a estas alturas y casi cincuenta años después de la muerte de D. Julio, en mi despensa hay al menos tres aceites, alguno de extraordinaria calidad. Y sin embargo en Madrid en el año 2011 sólo he encontrado una mantequilla que me parezca excepcional y es francesa, la normanda de Isigny.

lunes, 20 de junio de 2011

Rellenos


Quizá el primer recuerdo que me trae a la cabeza la palabra “relleno” sea el de un personaje del “Pulgarcito”, Gordito Relleno, un tipo rechoncho y bonachón especialista en destrozar básculas y organizar desastres por donde quiera que pasara. También me recuerda a muchos platos que comía de niño en las fiestas navideñas: pollos enormes rellenos de cualquier cosa; lomos de merluza al horno rellenos de una especie de pisto con cebollas, pimientos, tomates y gambas; aleta rellena de espinacas, jamón, tortilla francesa y pimientos morrones, como la que preparaba Pepe Carvalho en no recuerdo qué novela de Vázquez Montalbán, y que luego nos tomábamos caliente o cortada en rodajas frías que se servían acompañadas de mayonesa; berenjenas rellenas de berenjenas y carne picada con tomate; rollitos de jamón de York rellenos de huevo hilado; huevos duros rellenos a los que se les sacaba la yema y luego se les volvía a introducir mezclada con atún, mayonesa y aceitunas picadas; empanadillas, pencas de acelga, calamares, lomo de cerdo, calabacines, pimientos, tomates…, en Navidad todo estaba relleno de algo. De postre roscones rellenos y un trocito de turrón de Cádiz, dulce de mazapán relleno de trozos de frutas confitadas. Luego, a cantar villancicos y a ver la televisión.

En televisión se llama “relleno” a aquellos capítulos de una serie que no tienen importancia dentro del argumento principal de la misma, pero que sirven para desarrollar alguna idea al margen de la historia o para dar profundidad a algún personaje cuya relevancia se quiere potenciar. Aunque esta sea la teoría, en realidad los capítulos de relleno se suelen utilizar en aquellos momentos en que los guionistas se encuentran desprovistos de ideas y necesitan un descanso (se supone que breve), para volver después llenos de energía y con toda su creatividad recuperada, cosa que, por desgracia, no siempre ocurre. Recuerden, por ejemplo, la célebre serie “Flashforward”, que partiendo de una idea prometedora, se quedó en una aburrida sucesión de capítulos de relleno que continuaron emitiéndose hasta que la productora decidió cancelar ese tostón con el beneplácito de un público que estaba ya harto de tanto desmadre futurista. Puede darse el caso de que los productores tarden en darse cuenta de la situación, y se pasen años y años rodando capítulos de relleno. Incluso puede que toda la serie sea puro relleno, en espera de alguna idea brillante que nunca termina de llegar. Cuando el relleno ya se nota demasiado, se puede seguir exprimiendo el limón rodando películas que den más lustre a la serie, como ha ocurrido por ejemplo con las películas de “Sexo en Nueva York”, que no son más que simples capítulos de relleno más largos y más aburridos.

A veces suena la flauta y esos capítulos de relleno consiguen su propósito de fortalecer la imagen de algún personaje secundario. En ocasiones, el éxito ha sido tan grande que ese personaje, que al principio tenía una presencia ocasional, no solo ha ascendido a la categoría de principal, compartiendo el protagonismo con otros personajes, sino que ha llegado a protagonizar su propia serie, rodeado por otros personajes que esperan pacientes a que algún afortunado capítulo de relleno pueda cambiarle también a ellos sus roles de personajes secundarios. Los americanos llaman a estas series spin-off: Bronco Layne, Los Roper, Los Colby, Frasier, Aída, Penélope Glamour y Pierre Nodoyuna, Pebbles y Bam-Bam…. El caso que a mí más me gusta recordar es el de “Lou Grant”, antiguo reportero, compañero de Mary Tyler Moore en “La chica de la tele”, y protagonista, ya como redactor jefe de un periódico, de una serie que tuvo un gran éxito y que a mí me gustaba mucho, no por el hecho de haber retratado mejor que ninguna otra el oficio de periodista, que también, sino porque puso de manifiesto lo que yo pensaba que ese oficio debería ser, o al menos como a mí me gustaría que fuese.

En la actualidad, el relleno televisivo se va extendiendo como la pólvora. La presencia de nuevos operadores, la proliferación de canales temáticos y las concesiones de licencias públicas y privadas para la creación de cadenas autonómicas, sumadas a los canales de pago, han hecho que pasemos en unos pocos años de los dos canales a este batiburrillo en el que se ha convertido hoy día la televisión. Si ya era difícil rellenar la parrilla con una programación interesante habiendo solo dos canales, con la situación actual ni les cuento: rellenos y más rellenos. Y es que la mayoría de los operadores en vez de preocuparse por tener una programación interesante y variada, han preferido ganar dinero (o perderlo, o hacérselo perder a los ciudadanos) con programas chorras de gran audiencia; lo demás son informativos tendenciosos, debates protagonizados por tertulianos cuyas opiniones pueden causar sonrojo o herir la sensibilidad del espectador, y programas de relleno. Hablando de sonrojos, es muy recordado un programa de los inicios de Telecinco (en un periodo anterior a Belén Esteban) en el que invitaron a ese ciclón llamado Jesús Gil para hablar del concepto del éxito, de la búsqueda del dinero y la fama como única salida posible para cualquier actividad que se acometa en la vida. Todo muy profundo. Jesús Gil, por si lo han olvidado ustedes, fue, entre otras cosas que no vienen ahora al caso, el precursor del nuevo manual de estilo del Atlético de Madrid, con el que se sienten identificados muchos aficionados rojiblancos: exaltación de lo hortera, encumbramiento de lo vulgar y odio a todo lo que vista de blanco. A ese sujeto, dueño de Imperioso, pionero de la bazofia intelectual que hoy día impera en las tertulias televisivas, y propietario de un cerebro relleno de queso fundido y de recalificaciones urbanísticas, le pusieron a conversar del éxito en un programa de televisión con Carlos Barral. Fue inolvidable.


Aparte del fallecido Jesús Gil, hay otros tipos de relleno en el mundo del deporte. Pongamos algunos ejemplos sin necesidad de recurrir a los periódicos deportivos (los cuales nos darían material suficiente para escribir varios capítulos de la Gran Enciclopedia Universal del Relleno). Veamos. Cuando un partido de baloncesto ya tiene decidido el resultado pero todavía no ha terminado, se dice que se están jugando los minutos de la basura; pero cuando los partidos los retransmitía Héctor Quiroga, esos minutos eran los de relleno. Son minutos que hay que jugar aunque no tienen ya mucho sentido y los entrenadores los aprovechan para dar una oportunidad de lucirse a los jugadores reservas mientras el público va desfilando hacia la salida. En el ciclismo, las etapas de relleno se llaman ahora etapas de transición; suelen ser largas y llanas (apenas salpicadas por pequeños puertos de cuarta categoría) ideales para acompañar sin sobresaltos las siestas de las tardes veraniegas. Esto de la transición también lo dicen mucho los escritores, los cantantes o los directores de cine cuando sacan una novela, una canción o una película que rompe con su estilo anterior, quizá porque por fin se han dado cuenta de que dicho estilo hace tiempo que había dejado de interesar al público: “Estoy pasando por un periodo de transición”, dicen entonces.

Los asaltos de relleno de un combate de boxeo se conocen como asaltos de tanteo. La expresión tuvo éxito y se ha extendido a otros deportes: “Estamos en los minutos de tanteo”, dicen los locutores cuando narran un partido de fútbol que ya ha comenzado a disputarse aunque los espectadores tengamos la impresión de que los jugadores no se han enterado todavía de ello. Pero en el boxeo, el auténtico relleno lo constituyen las peleas que preceden al combate estelar de la noche. Una vez le escuché a alguien decir que el boxeo era una representación exagerada de la vida. Entonces solo pensé en lo a gusto que se tiene que quedar uno después de decir una cosa semejante y en la cantidad de hostias que debía haber recibido ese pobre hombre a lo largo de su existencia, pero ahora en cambio creo que se trataba de un pensamiento muy profundo que hacía referencia a todos los momentos que pasamos en la vida en espera de algún fugaz acontecimiento estelar que podamos recordar para siempre. Pues vale. La vida es todo lo que nos ocurre mientras vamos pagando la hipoteca: acontecimientos fugaces y asaltos de tanteo. Pero nada sobra, salvo quizá las visitas al dentista y alguna comida en casa de los cuñados.

En el teatro, los personajes de relleno se encargan precisamente de rellenar el tiempo que necesitan los actores principales para descansar, cambiarse de ropa o retocarse el peinado o el maquillaje. Cada vez se encuentran en la cartelera menos obras de teatro que estén protagonizadas por amplios repartos con muchos actores secundarios y de relleno. Supongo que será debido fundamentalmente a que estos actores también quieren cobrar un sueldo, por muy pequeño que sea, sin comprender que con ello contribuyen a la baja productividad de nuestra economía y provocan graves disgustos a nuestros empresarios, de modo que los autores teatrales, conocedores del problema, se afanan en escribir obras con pocos personajes e incluso monólogos como “Cinco horas con Mario” o “Los monólogos de la vagina”.

En el cine no se trata de rellenar el tiempo, ya que para conceder descanso a los actores basta con que el director corte el rodaje por unos momentos, sino de rellenar el espacio. Los actores de relleno se llaman “extras”. Era divertida una escena de “El hijo de la novia” en la que Ricardo Darín y Eduardo Blanco discuten durante el rodaje de una película, arruinando totalmente la escena. Por un momento, los extras se convirtieron en actores principales y los actores principales se convirtieron en extras, y, de pronto, comenzaron a tener más importancia los problemas domésticos de un par de personajes anónimos sentados en una mesa situada al fondo del bar, que los grandilocuentes discursos del actor principal, como si se estuviera rodando un pequeño homenaje a esos asuntos de la vida, pequeños y cotidianos, que algunos llaman “de relleno”.

A mí padre le parecía que, en las películas de los Hermanos Marx, las canciones eran el relleno, y le molestaba que la acción trepidante y los chistes disparatados de Groucho, Chico, Harpo y Margaret Dumont se interrumpieran con números musicales. Por el contrario, de las películas de Fred Astaire opinaba que todo era material de relleno excepto las canciones y los bailes de Fred con su pareja de turno. Podría parecer una contradicción si no tuviéramos en cuenta las expectativas con las que cada uno se acerca a ver una película. Si hablamos de los Marx, el envoltorio eran los desternillantes números cómicos protagonizados por los hermanos, de modo que la música de sus películas (aunque incluya canciones tan bonitas como “Alone” compuesta por Nacio Herb Brown, autor entre otras de “Singin’ in the rain” o “Good Morning”) siempre ha sido considerada por muchos como una molesta interrupción, que aunque pudiera estar justificada en sus actuaciones en los escenarios de los teatros, no venía a cuento en sus películas. En el caso de las películas de Fred, nadie puede discutir que los argumentos son bastantes simplones. Historias un poco tontas, puestas al servicio de canciones hermosísimas que son interpretadas por el bailarín más grande de todos los tiempos. Son números musicales tan grandiosos que se siguen contemplando con la misma admiración más de setenta años después de haber sido rodados. Es cierto que en ambos casos (películas de los Hermanos Marx y de Fred Astaire) el envoltorio es formidable, pero a mí (también en ambos casos) me sigue gustando mucho el relleno.

El cine actual en cambio tiene cierta tendencia a saltarse el relleno, quizá debido a que ahora los espectadores estamos más acostumbrados a ir al grano rápidamente. Además disponemos de un arma contra la que no se puede luchar: el mando a distancia. Si Eric Rohmer empieza a hacer uno de sus dibujos de trazo finísimo sobre la evolución interior de un personaje, si Bergman se detiene durante horas en el proceso de desintegración de un matrimonio como prueba de lo imposibles que resultan las relaciones humanas, o si nuestro envidiado John Holmes tarda más de la cuenta en desenfundar su arma favorita, cogemos el mando a distancia y, o bien cambiamos de canal, o bien le damos al botón de avance rápido intentando llegar a toda prisa al momento mágico de la felación a dúo o, en el caso de que se trate de una película de Rohmer o de Bergman, a ese fugaz instante de su cine en el que ocurre algo. Aunque no seré yo quien defienda un estilo de cine pretencioso y aburrido, sí reconozco que se ha pasado de un extremo a otro, fomentándose un tipo de espectador acelerado; un espectador de cine porno que no tolera los momentos de relleno entre polvo y polvo, y que no siente el menor interés por el desarrollo pausado de una historia, por su coherencia interna, por el ritmo lento, por el análisis psicológico de los personajes o por la descripción de los mismos. A todo esto lo llaman “tiempos muertos”. En el caso improbable de que lean libros, se saltarán párrafos y capítulos enteros, o se conformarán con leer la contraportada para enterarse de qué va aquello. No les gusta el relleno porque ignoran que en muchas ocasiones este es tan relevante como el ingrediente principal y que, aunque es cierto que algunos acontecimientos pueden tener más importancia que otros, en las obras que realmente merecen la pena nada es superfluo ni innecesario. Todo es relevante. Como en una película de Ford. Como en las empanadillas. Como en la vida misma.

lunes, 13 de junio de 2011

El aprendiz de panadero: la miche de Poilâne

Hace casi tres años, paseando por una librería una imagen me llamó la atención: era la portada del libro El Aprendiz de Panadero, de Peter Reinhardt. Un pan rústico precioso, tostado, con pinta de tener una corteza crujiente e -imaginé- una miga firme. Llevaba ya unos meses intentando -a ciegas- conseguir un pan decente y lo que había obtenido eran panes incomibles. A veces blandos y flácidos como un brioche, otras veces con una corteza tan dura que era imposible de cortar con un cuchillo. Panes en el mejor de los casos peores que los que venden en cualquier supermercado de barrio.

Todo cambió cuando empecé a leer el libro de Reinhart. Empecé a entender que la cocina de pan se basa en pocos elementos -harina, agua, levadura y sal-, pero que su cocina es extremadamente sensible a variaciones, cantidades, calidades, tiempos y temperaturas. Comprendí que para conseguir un buen resultado necesitaba sistematizar el proceso, tal y como se hace en la pastelería.

De las decenas de recetas que aparecían en el libro, la que propongo aquí es una de las más interesantes bajo mi punto de vista: la que Lionel Poilâne vende en su tienda parisina. Censaré tiempos y cantidades, tipos de harina utilizada y marcas, tratando de reducir al mínimo mi ánimo creativo que tantos disgustos me ha dado en la pastelería y panadería.

Viernes 18:00. Primera fermentación.

Entendamos primero lo que es la "fuerza" de un pan. Se trata del parámetro que mide la cantidad de gluten que contiene la harina, una de las proteínas que la conforman. Por desgracia en España no es fácil saber cuál es la fuerza de una harina -no se suele etiquetar-. Además, de indicar algún dato, éste será diferente en función del país de origen de la harina -cero, doble cero, T55, T65, etc-. El sistema es un lío y no ayuda especialmente al principiante, quedémonos por el momento con el parámetro W -fuerza panadera-, que deberá ser superior a 150 para las harinas panificables. Por debajo, tendremos lo que se llaman harinas "flojas" de las que seguramente tengáis un paquete en vuestra despensa. Pondremos ejemplos concretos para simplificar el ejemplo.

Es difícil conseguir fermentaciones largas sin una harina con suficiente gluten, es decir una harina de fuerza. Utilizaré hoy para ello la de la marca Harimsa, que encontraréis disponible en El Corte Inglés. Es una harina blanca de trigo, con un parámetro W que debe estar alrededor de 300 y que podríais sustituir por la harina de fuerza que venden en Mercadona, bastante más barata. Usaré también barn, una levadura natural hecha a base de partes iguales de harina -cualquiera vale- y agua. Durante siete días iremos mezclando partes iguales de harina y agua agua, tirando la mitad de la mezcla al día siguiente y sustituyéndola por otra dosis equivalente, mezcla siempre de harina y agua. A partir del séptimo día se puede guardar en la nevera y realizar el refresco una vez por semana.

Con 108 gramos de harina, 52 gramos de agua y 86 gramos de barn, amasaré durante 15 minutos y dejaré en un bol tapado con papel film durante cuatro horas, momento en el cual llevaré nuestra masa a la nevera durante toda la noche. Caso de no usar barn, sustituir simplemente los 86 gramos por 43 de harina y 43 de agua. Es lo que se llama el pie de masa.

Sábado 9:00. Reposo a temperatura ambiente.

Recogeré la masa de la nevera y la dejaré reposando durante una hora a temperatura ambiente. La partiré en diez trozos con una puntilla afilada. Por otro lado separaré 220 gramos de agua, 386 gramos de harina, diez gramos de sal y 5 gramos de levadura seca de panadería o 25 gramos de levadura fresca. Yo uso esta última, en concreto la de la marca Levital, que viene en dosis de 25 gramos y que podréis encontrar en el Carrefour, donde también me hice con un kilo de su harina de trigo blanco ecológica -la marca es Carrefour- que es la que uso para esta segunda masa. Esta segunda fermentación será más corta, así pues necesito una harina de menos fuerza. Esta debe andar en el entorno de W=200.

Mezclaré los diez pedazos del pie de masa con el resto de los ingredientes, asegurándome de disolver la levadura fresca en parte del agua. Amasaré durante 15 o veinte minutos y dispondré nuestra masa en un banneton -cesta en este caso de mimbre- en el que habré dispersado un poco de harina para evitar que la masa se pegue. El banneton cumplirá una doble función: por un lado nos servirá para que la mezcla haga su fermentación secundaria, por otro lado le dará una bonita forma a nuestro pan. Caso de no disponer de uno, bastará con cualquier bol que enharinaremos previamente. En ambos casos deberá reposar un par de horas.


En este intervalo, las levaduras, tanto la natural -el barn-, como la fresca que hemos añadido, empezarán a hinchar la masa, fermentándola, transformando el almidón de la harina en dióxido de carbono y etanol. El gluten evita que el gas se filtre y nuestra masa va creciendo, engordando. De alguna manera esta proteína es el andamiaje de nuestro pan, de ahí la necesidad de tener una buena cantidad de gluten en las mezclas, si queremos una fermentación larga y que la masa no se rompa por la fuerza del CO2.

Sábado 12:00. Segunda fermentación, formado de la pieza y horneado.



Nuestra masa deberá haber crecido lo suficiente. Precalentaré nuestro horno a 250 grados y pondré una besuguera o similar con agua en la bandeja inferior para crear un ambiente húmedo. Verteré con cuidado nuestra masa desde el banneton a la bandeja de hornear -hay que sacarla antes de encender el horno- y le haré cuatro cortes para evitar que la última fase de la fermentación -la que sucede a toda velocidad dentro del horno durante los primeros minutos-, que produce una cantidad importante de gas dentro del pan, lo rompa y perdamos la bonita forma que hemos conseguido en la cesta de mimbre. Uso también un difusor de calor de hierro fundido que poso en la base del horno. Cuando introduzco el pan, le echo un vaso de agua encima y gracias al calor acumulado, crea vapor de agua durante aproximadamente diez minutos. El tiempo necesario para que se forme una corteza crujiente y dorada.

Mantendré el pan 20 minutos a 250 grados y unos 25 minutos a 200 grados. Lo sacaré y me aseguraré de que la corteza de la parte inferior también se ha cocinado y está dura -cuando lo golpeas con los nudillos suena a hueco-, caso contrario le daré lo vuelta y lo mantendré otra vez a 250 grados durante diez minutos. Sacaré el pan y lo dejaré reposar al menos una hora.

Conclusiones y mitos


Discutamos ahora un conjunto de afirmaciones que considero erróneas o, al menos, bastante matizables:

1) Los panes con fermentaciones largas son mejores. En realidad son diferentes. Las fermentaciones largas necesitan de harinas con gluten, menos sabrosas. El propio proceso añade matices diferentes y la harina pierde protagonismo. A mayor tiempo de fermentación, más acidez y color tostado de la corteza. De alguna manera podríamos asemejar el proceso al de la maduración de la carne de vaca o al del vino en las barricas.

2) Las piezas grandes son mejores. El sabor es el mismo, porque la mayor parte se forma durante la fermentación primaria y ahí la masa todavía no se ha dividido. Los panes grandes son más fáciles de moldear y cualquier aprendiz de panadero sabe de la dificultad de darle forma a un pan, es, en mi opinión, la parte manual más compleja del proceso. La principal diferencia es la relación de cantidad entre corteza y miga, un pan de gran tamaño es visualmente más llamativo, pero basta pasarse por el restaurante Le Bristol en París para comer unas piezas pequeñas extraordinarias.


3) No se hacen buenos panes en España porque las harinas son malas. Creo que lo que no hay es voluntad de hacerlos, se pueden hacer muy buenos panes con harinas industriales. Se está perdiendo el oficio. El gurú Dan Lepard en una de los últimos eventos que se han desarrollado en España usó harina Gallo. Está claro que es mejor usar buenas harinas -la de Rincón del Segura es extraordinaria-, pero no siempre las tendremos a mano. Un buen panadero debe ser capaz de extraer lo mejor incluso de harinas modestas.

4) No se deben usar levaduras que no sean naturales. Yo uso de ambos tipos -la mayoría de los panaderos lo hacen-, la natural para proporcionarle acidez a complejidad a mis panes y la fresca para asegurarme de que la reacción química de fermentación y generación de gas se acelere. Es importante saber que el gluten necesita de tiempo y tranquilidad para desarrollarse, así que si utilizamos harina de mucha fuerza, será necesario añadir la fresca o química en un segundo amasado.


5) El pan no se puede congelar. En realidad la soporta bastante bien, basta con descongelar a temperatura ambiente y darle un golpe de horno en el último segundo. Prefiero un pan bien descongelado a uno hecho tres días antes por bien que se conserve.


6) No se pueden hacer buenos panes en los hornos caseros. Es evidente que estarán más ricos en uno de leña, pero con un poco de maña, incluso del más modesto sale un buen pan. Ser capaz de generar vapor de agua al principio es imprescindible.

Es importante entender que cada pan es diferente. Esta fórmula o receta no tiene nada que ver con con la de una baguette. De este pan deberíamos esperar una corteza crujiente, pero no especialmente fina y una miga densa y elástica. De una baguette yo espero una corteza muy fina y crujiente y una miga muy ligera y mucho más dúctil, que se deriva de una tasa de hidratación -proporción de agua en la masa- muy superior a la del pan que he descrito -para esta pieza queda aproximadamente en un 60%- y que resulta en alveolos grandes en la miga. La ligereza o la densidad, el sabor, el aroma, la corteza crujiente, la acidez, la elasticidad o la ductilidad son los parámetros que definen la bondad de cada pan.

Por muchas razonas hacer un buen pan supone para mí un reto, una superación. Requiere de mi paciencia para dejar que fermente, de fe en que la masa suba, de extremo cuidado con las cantidades y los tiempos. Mucha paciencia... incluso para dejarlo enfriar antes de comérmelo. En cualquier caso de pocas recetas me siento más orgulloso que de este pan francés, que inunda mi cocina de aromas deliciosos tantos sábados por la mañana.

lunes, 6 de junio de 2011

Réquiem por La Hacienda


Se cierra La Hacienda. Se va el último representante de una lejana época dorada en Marbella. No, no es esa de alcaldes sorianos, equinos asesores de urbanismo y princesas con más sangre rosa que azul en la que están pensando ustedes. Es una anterior a que llegasen los petrodolares y mucho antes de que lo hiciesen los hijos de la Perestroika. Les hablo de la época en la que Cary Grant y Eduardo de Inglaterra se cruzaban a las seis de la mañana en el vestíbulo del Marbella Club o en la que por la ciudad pululaban entre fiestas y camas Frank Sinatra, Jimmy Stewart, Audrey Hepburn, Lauren Bacall, Grace Kelly, Ava Gardner, los Kennedy o los Rothchilds. Más tarde llegarían Sean Connery, Kim Novak, Omar Sharif o Brigitte Bardot.

A la estela de todos ellos llegaron muchos dispuestos a dar de comer y de beber a tan selecta clientela: La Meridiana, La Fonda, el Grill del Marbella Club, La Hacienda. Casi todos desaparecidos, algunos convertidos en una sombra de lo que fueron, otros sobreviviendo como pueden. Entre todos ellos destacaba un joven cocinero belga, Paul Schiff, que abrió La Hacienda el 1 de Abril de 1969. Pocos saben que Schiff era ya un maestro en esa época y que provenía del restaurante Villa Lorraine de Bruselas avalado por sus 3 estrellas en la Guía Michelin como uno de los grandes restaurantes de Europa. No tardó en llegarle su primera estrella. No olvidemos nunca que fue la primera que jamás se había otorgado en Andalucía y un hecho ciertamente impensable unos años antes. Ahora que todo nos suena posible y que algunos cocineros pasean triunfales nuestra cocina por el mundo se nos hace difícil comprender la valentía y la trascendencia que tuvo romper esquemas y empezar a utilizar ingredientes locales y humildes en una alta cocina dominada en aquellos años por los ingredientes lujosos.

De Paul Schiff y su Hacienda escribió Vázquez Montalbán en su Guía de Restaurantes Obligatorios. Era, sin duda, el jardín más buscado de la costa y su cocina deslumbraba. Desde aquellos ya míticos boquerones rellenos de espinacas y jamón hasta hoy día que triunfan gazpachos, ajoblancos y espetos. Como he leído por ahí, platos que se convirtieron en el antes y después, en el símbolo que anunciaba la nueva cocina andaluza. Contaba, además, con una de las mejores brigadas de sala que ha operado en la Costa del Sol. Una sala en la que siempre ha brillado Teresa, su mujer. Trabajadora incansable, reina de la discreción y el saber estar. Dispuesta a conversar con quien lo requería o a callar durante horas si era menester. No creo que Paul, tristemente fallecido en 1994, tenga nada que reprocharle a ella o a su hija Cati. Una magnífica cocinera, con un buen gusto innato y una fiel continuadora del legado de su padre.


La Hacienda se va como ha venido trabajando durante cuatro décadas: en silencio, con discreción. Apenas un correo electrónico y un par de semanas de un menú histórico para despedir 42 años de trabajo. Ni una nota de prensa, ni agencias de comunicación. Apenas alguna reseña de esos críticos que hace unos años mataban por una mesa allí o por ser los invitados a alguna fiesta privada en sus jardines. Y muchos clientes abandonados entre la nostalgia y la tristeza de ver que se van.

En parte se acaba una forma de hacer las cosas. Un lugar donde se iba a cenar con amigos, en pareja, incluso sólo. Donde se iba a disfrutar, no a recibir instrucciones. Donde ningún camarero osaba interrumpir la conversación de los comensales para enunciar los ingredientes de un plato. Donde un dry martini o un negroni se preparaban y servían con precisión y naturalidad. Donde el vino – que siempre fue caro – se servía con ceremonia pero sin dar lecciones de enología. Donde uno podía pedir cualquier cosa que no estuviese en carta y que el cocinero tuviese al alcance de su mano. Donde la hora de cierre la marcaba el cliente porque, simplemente, así eran las cosas. Pero las cosas cambiaron. Las modas, la clientela, todo cambió. Y ellos lo intentaron todo, me consta. Menús cada vez más ajustados, con ingredientes más sencillos. La bodega se redujo. Llegaron el descorche, los menús temáticos y los recortes de personal.

Para la historia queda un puñado de recetas que son historia pura de la gastronomía andaluza. A modo de homenaje os ofrezco dos de las mejores:

PINTADA ASADA A LA CREMA DE UVAS PASAS

2 Pintadas de unos 800 gramos
100 gramos de pasas picadas
½ litro de nata
2 cucharadas de fondo oscuro
4 decilitros de Oporto
Aceite, sal, pimienta

Salpimentar la pintada interior y exteriormente. Colocar en una placa de horno con el aceite y asarla en el horno a 200 grados durante 40 minutos. Mientras tanto, hacer una reducción con la nata, las pasas picadas, el fondo oscuro y la mitad del Oporto. Sazonar.

Una vez asadas las pintadas, retirarlas de la placa y ponerlas en la fuente de servicio, manteniéndolas calientes en el horno ya apagado. Tirar la grasa de la placa y desglasar con el resto del Oporto. Añadir la reducción de la nata y rectificar el sazonamiento si fuese necesario.


Lonchear las pechugas de las pintadas, disponerlas en un plato y salsear. (Se solían acompañar de un gratinado de patatas dauphinese.

SABAYON AL VINO OLOROSO

¼ de litro de vino oloroso seco
100 gramos de azúcar
¼ de litro de nata montada
1 huevo entero
4 Yemas

Flambear el vino con el azúcar y reducirlo a la mitad. A continuación, montar las yemas con el huevo hasta espumarlo e ir añadiendo la reducción de oloroso. En un bol y, con suaves movimientos para que no baje, mezclar con la nata montada con suaves movimientos circulares. Servir templado o frío.

Ahora, cuando acababan de cumplir 42 años, La Hacienda echa el cierre. Sin más explicaciones que un “estamos cansados” aunque muchos sabemos que eran tiempos difíciles para ellos. Me dicen que van a echar abajo el restaurante para construir un chalet. Al final, un cierto atisbo de esperanza, “quizás en un años…”

Mi reconocimiento para el magnífico artículo “La Hacienda” escrito por Rafael de la Fuente en la sección Opinión de La Tribuna de Marbella. Espero que no le moleste que haya tomado prestadas alguna de sus frases más brillantes.