lunes, 20 de diciembre de 2010

Leo, Leo, Barcelona


En el año 2002 o 2003, ya no me acuerdo, Woody Allen dirigió “Melinda y Melinda”, película en la que unos amigos quedan para cenar tras asistir al funeral de un compañero que acaba de morir de un infarto justo después de haberse hecho un electrocardiograma que dio un resultado perfecto. Después de la cena, durante la sobremesa, se ponen a discutir de cuestiones trascendentes y profundas. Discuten sobre si la esencia de la vida es trágica o cómica, sobre si en realidad no hay nada intrínsecamente gracioso en los terribles hechos de la existencia o si, por el contrario, todo es tan absurdo que al final no nos queda más remedio que reírnos de cualquier cosa. Discuten sobre si estamos rodeados de gente graciosa, guapa y divertida que siempre nos ofrece la posibilidad de afrontar los problemas diarios con una sonrisa en los labios, o si solo existen dos categorías de personas: los horribles y los miserables (en palabras de Woody los horribles son los enfermos incurables, los ciegos y los lisiados, mientras que los miserables somos todos los demás). Esa discusión les da pie para contar la misma historia desde dos puntos de vista diferentes: una mujer se presenta de improviso en una cena de amigos y su presencia acaba afectando a la vida de sus anfitriones de un modo trágico o cómico, según se mire, según como se cuente. A mí esta película me gustó mucho. No voy a decir que llegue a la enorme altura de las mejores comedias de Woody, porque entonces estaríamos hablando de que podría compararse con las mejores películas que se han hecho en los últimos cuarenta años y tampoco hay que exagerar, pero sí que me parece una historia original, compleja, ocurrente y divertida. Pero, bueno, si habéis visto la película y no os ha gustado, tampoco vamos a discutir por eso, que bastantes líos han tenido aquí algunos por decir que le gustan las películas de Ginger Rogers y Fred Astaire. Solo la menciono porque fue la última película que Woody realizó en Nueva York antes de irse durante una larga temporada a rodar fuera, primero a Londres y luego a Barcelona con Vicky y con Cristina.

“Vicky, Cristina, Barcelona” no está a la altura, ni de lejos, de las obras maestras del genio neoyorquino. Tampoco está al nivel de sus primeras comedias más despreocupadas y ligeras, películas que a pesar de no prestar demasiada atención a aspectos que se pueden considerar esenciales a la hora de definir un estilo cinematográfico de calidad, al menos sí que se caracterizaban por contener una sucesión de estupendos y divertidos gags que ponían de manifiesto un sentido del humor típico e inconfundible. Resumiendo: si hablamos de cine diremos que “Vicky, Cristina, Barcelona” resulta una película anodina y decepcionante, carente de la extraordinaria lucidez y de la creatividad, íntima y cercana, que Woody Allen saca a relucir cada vez que pasea la cámara por la ciudad de los rascacielos. Si hablamos de otras cosas, como por ejemplo del recorrido que realizan los protagonistas (los de aquí y los de allá) por Barcelona, entonces tendremos que decir que en nuestra opinión la película muestra una visión superficial y frívola de la capital mediterránea, visión más propia de turistas torpes y desinteresados que de observadores inteligentes dotados de la perspectiva avispada y sutil a la que Woody nos ha tenido acostumbrados durante muchos años. Algunos han achacado estos defectos a problemas relacionados con la edad. Es posible y lógico. Otros sostienen que Woody se empequeñece cuando sale de Manhattan (lo cual debe tener algo de cierto también, pues fue suficiente volver a plantar la cámara en las calles de Greenwich Village para que la cosa volviera a funcionar en la espléndida “Si la cosa funciona”, valga la redundancia). A lo mejor se trata simplemente de que no se puede acertar siempre. Pero, bueno, tampoco le demos más vueltas, ya que la única razón de que llevemos dos párrafos hablando de Woody Allen es porque su película “Vicky, Cristina, Barcelona” nos ha servido de inspiración para escoger el título de nuestro artículo de hoy: “Leo, Leo, Barcelona”. Ingenioso, ¿verdad?

Leo

El primer Leo se llama Lionel, se apellida Messi, y juega en el Barça, el muy cabrón. Messi es responsable de muchos de los males que últimamente me aquejan y que me han obligado a acudir otra vez a la consulta del psiquiatra. Ya sé que pensáis que soy del atleti y que por tanto, como buen antimadridista, no habrían de afectarme los éxitos del Barcelona, pero estáis equivocados. En realidad soy un madridista hasta la médula y a muerte con mis colores. Lo que ocurre es que cuando escribo comentarios en el blog suelo sufrir trastornos de personalidad múltiple disociativa, lo que provoca una extraña mutación en mi mente torturada y hace que, sin yo quererlo, me invada momentáneamente el temperamento de un entusiasta colchonero, y como si fuera Tristón (el compañero del león Leoncio, otro Leo) me pase el día repitiendo a quien quiera oírme la aburrida letanía de que yo soy el pupas y tú eres un presumido y un soberbio. Pero decía que soy madridista y que Messi me tiene preocupadísimo. No es que el Barcelona no haya contado antes con jugadores espléndidos, no. A eso ya estamos acostumbrados. Por allí han pasado Cruyff, Maradona y otros futbolistas galardonados con el Balón de Oro, antes de que Cannavaro, este defensa torpón y risueño que no tenía más gracia que la del patadón y tentetieso, recibiera el trofeo de manos de un jurado de ineptos. Es posible que Leo sea el mejor jugador de la historia del fútbol, no lo sé. Creo que a este tipo de jugadores se les debe juzgar solamente por su capacidad para destacar entre los futbolistas de su época y para hacer grandes a los equipos en los que juegan. Pero lo sea o no, no se trata solo de sobrellevar con cierta envidia el hecho de que un jugador tan maravilloso no juegue en el Real Madrid. El problema es que Messi juega rodeado de un equipo de fábula, mucho mejor que el de la época de Maradona o de Cruyff, y que este equipo parece haber alcanzado hoy la cumbre del fútbol jugando como uno imagina que deben jugar los ángeles en el patio del colegio del cielo a la hora del recreo. El problema es que, lo mismo que hace veinticinco años Dios se puso a jugar al baloncesto disfrazado de un jugador de los Chicago Bulls, hoy la belleza se ha puesto una camiseta azulgrana. Grandes equipos los ha habido siempre, pero es ahora cuando se ha materializado por fin mi ideal del fútbol, mi equipo soñado. Lo que me disgusta, lo que me tiene en un sinvivir es que ese equipo no es el Real Madrid, sino el Barça. Me disgusta que cuando esa orquesta dirigida por Xavi eleva de pronto la intensidad de la música y con un ligero toque de batuta le da la entrada al primer solista, yo empiezo a sentir palpitaciones en esa pequeña zona de mi pecho donde guardo el buen gusto y entonces se ponen a dar vueltas de campana a la vez mi admiración y mi envidia (mi insana envidia, que la envidia nunca puede ser sana, nunca lo es).

Este equipo ha conseguido que el club haya recuperado su orgullo y se muestre muy alejado de aquel insoportable victimismo, propio de la época de Núñez y de Gaspart, que lo convirtió en un grupo afectado de manía persecutoria, eternamente deprimido e incapaz de generar alegría a sus aficionados, los cuales, siempre resentidos por esto o por aquello, se desahogaban hablando de Guruceta, del corpus de sangre, de Felipe II, de Franco, de su señora esposa La Collares o de los Tercios de Flandes y, en permanente estado de mosqueo, se dedicaban a ocultar su condición de equipo de segunda fila proclamándose más que un club y lanzando cabezas de cerdo al terreno de juego: ¡aquest any, tampoc!, ¡aquest any, tampoc!

Pero hace unos años, bajo la presidencia de un personaje mediocre aspirante a libertador de Cataluña, el Barça ha emprendido un camino que en poco tiempo le ha llevado a convertirse en el equipo más alegre del mundo (además del mejor, naturalmente). Para colmo me aseguran mis amigos culés que esta alegría no va a ser pasajera y que está aquí para quedarse. Me dicen que en Barcelona ahora se discute poco de fichajes y de cantera. Que cada vez les importan menos los otros equipos (eso no es soberbia, es capacidad para reconocer la valía, aunque esta se encuentre en tu propia casa) y cada vez hablan más de fantasía y de belleza. Yo, qué quieren que les diga, aunque reconozco sin reparos que el Barça es hoy el mejor equipo del planeta, me consuelo pensando que el gran club de la historia del fútbol ha sido siempre el Real Madrid y que esto no va a cambiar por el simple hecho de que se prolongue durante unos años más esta racha afortunada de nuestros queridos rivales. Que la disfruten. Reconocemos que tiene todo el derecho de mundo a presumir. Mientras tanto, no subestimemos la indiscutible capacidad autodestructiva del club azulgrana. Y si tarda en hacer efecto, confiemos en que las investigaciones para crear el gen madridista iniciadas por el Doctor Bacterio a instancias de Florentino den pronto su fruto, de modo que el día menos pensado se puedan oír en las instalaciones de la Masía a Messi, Xavi e Iniesta cantando a tres voces el bello himno de las mocitas, ante el asombro de Guardiola y del resto de la plantilla. Si esto tampoco funciona, ya sólo nos va a quedar el recurso de la vela a Santa Rita. Eso o aficionarnos al fútbol americano.

Leo

El segundo Leo es un restaurante situado en el barrio del Raval, llamado Casa Leopoldo, el restaurante favorito de Vázquez Montalbán y de Pepe Carvalho. Creo que ambos contaron una vez que allí les llevaban sus papás de la mano cuando había algo que celebrar y dinero para gastarlo. Los entiendo perfectamente. A mí, mi padre me llevaba a comer patatas fritas a la inglesa en la Cruz Blanca. A veces un pollo asado en La Ostrería. Cuando tocaba, pocas veces, unos percebes en una cervecería de la calle Torrijos que se llamaba La Dorada y que a mí me parecían la cosa más rica del mundo, quien sabe si porque en realidad yo era capaz de apreciarlos tanto o era porque a mi padre le entusiasmaban y yo quería acercarme al mundo de los sabores imitando su gusto. Si se trataba de comer sentados acudíamos a tomar la fabada de marisco al Tulipán, entrañable restaurante de barrio que se mantiene abierto después de sesenta años para ofrecer comida y recuerdos de la infancia por el mismo precio. Decía Vázquez Montalbán que mientras que hay restaurantes y cocineros que se pasan la vida luchando por la estrella Michelín, otros consiguen pasar a la historia por el mero hecho de formar parte de la memoria de la gente, quizás porque sus paredes de azulejos y sus platos te devuelven sabores que son tuyos y que no puedes encontrar en otro sitio. Rosebud. Tara. Amarcord. Días de radio. Enterrad mi corazón en Wounded Knee. De esas cosas estábamos hablando cuando un camarero nos sirvió un pescado de triste aspecto que vino a culminar una cena igual de triste y eso nos hizo reflexionar sobre la evidencia de que el pasado está bien, pero si quieres formar parte de los recuerdos futuros de nuevos clientes o continuar renovando los de los parroquianos de toda la vida, tienes que seguir currándotelo. Es posible que a los dueños de Casa Leopoldo se les haya olvidado y ahora, por desgracia, no estén allí Vázquez Montalbán y Pepe Carvalho para recordárselo.

Barcelona

Y Barcelona es Barcelona, claro, pero aquí no voy a decir casi nada. Ya he llenado un folio por las dos caras y el boli se me ha quedado sin tinta. Además no sabría que escribir para no dar una visión todavía más superficial y frívola que la de Woody. Solo diré que he tenido la oportunidad de visitarla en unos días en los que los barceloneses la habían abandonado en masa, dejándola en manos de los turistas para que se la cuidáramos. Hemos podido pasear a gusto por barrios poco transitados y por algunos otros aderezados por montones de inmigrantes que no parecen representar ningún elemento de discordia, sino más bien de integración. Hemos recorrido de arriba abajo las Ramblas, añorando un poco los tiempos en los que parecía una calle en lugar de un transbordo en hora punta en la estación de la Avenida de América. Nos hemos encontrado con gente simpática y hospitalaria que, por una vez, me ha parecido más ocupada en sentirse orgullosa de su ciudad y de su equipo que en poner de manifiesto tantas absurdas rencillas con las que a veces nos enredamos todos. Hemos escalado montañas y hemos visto el mar. Nos hemos puesto morados de rebanadas de pan con aceite, tomate y sal. Hemos comido bien, aunque no en Casa Leopoldo. Nos gusta Barcelona.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Can Fabes


Santceloni no es un pueblo bonito, o al menos no lo son las calles que llevan desde la autopista del Mediterráneo a Can Fabes. Todo cambia cuando atravesamos la puerta del restaurante. El ambiente se vuelve cálido, ayuda el contraste con el frío que recorre la región del Montseny. Como decía, la sensación desde la recepción es acogedora con esa manera tan difícil de conseguir sencillez y buen gusto al tiempo. Recuerdo vívidamente el comedor de Can Fabes, apenas hace cinco años, lleno hasta los topes, hombres de negocios con su corbata y su tarjeta oro de empresa entre la decoración de Tapies. Las cosas han cambiado, somos los primeros en llegar a nuestro pequeño reservado pero, hoy, día de diario de noviembre del 2010, no llegarán muchos más clientes y casi hay más gente en la brigada que presta el espléndido servicio. “Sosegado, tranquilo”, pienso, cuando me viene a la cabeza esa frase que alguna vez he leído u oído a Santi Santamaría, “el reloj no entra a Can Fabes”.

Quizá uno se deje las prisas a la entrada, pero la llegada de Xavier Pellicer, uno de los mejores cocineros que he conocido, nos abre las posibilidades de encontrarnos con un nuevo Can Fabes, que, esperaba, hubiera heredado parte de la que fue su cocina de Abac; moderna y clásica, siempre elegante –perfectamente reflejada en el libro La cocina de Abac: Xavier Pellicer-. La cosa difícilmente puede empezar mejor, con una selección de panes entre los que destaca un pan del payés – un aspecto muy similar al de la fotografía de la portada de El Aprendiz de panadero de Reinhart-, probablemente el mejor pan que haya probado en un restaurante. Y un gran pan es una cosa difícil de ver, toda una declaración de intenciones.

El menú de otoño -228 euros- empieza con unos palitos de pan envueltos con un buen jamón de bellota. No baja el nivel con el foie –Pellicer trabaja bien este producto-, ni con la cuajada con erizos. Está rica la vieira marinada y, aunque agradable, me gustó menos el crujiente de una especie de pasta de conejo. Me parecen sensacionales tanto las setas de temporada con papada -diferentes temperaturas y texturas- como la calabaza “cruda, hervida, asada y frita” con chipirones. Si consideramos como parámetro para medir un plato su complejidad, este último estaría cerca del sobresaliente. Extraño y casi desagradable el pil pil con almejas de su “amigo Laureno” –Laureano Oubiña-, con alubias, hojas de remolacha y su raíz. Apenas les sacan partido a los buenos bivalvos que se pierden en un fondo extraño y, a pesar del nombre, poco ligado.

Mantiene el menú –en general- un nivel alto en los aperitivos y entrantes, pero, raro estos días -son los tiempos de cocineros de tapas-, por debajo de los segundos platos que son incluso mejores. Diseñar buenos principales sólo está al alcance de grandes cocineros y basados en un producto extraordinario, tanto la dorada –según el camarero, del puerto de Blanes- con brioche y crujientes como el pato mieral de sangre con hinojos braseados y salsa de miel con aromáticos, son platos para recordar. El pato, de sabor profundo, una auténtica maravilla, se presenta entero en la mesa, para luego trincharlo y, seguramente aprovechar sus jugos al acabar la salsa.

Nada, sin embargo, se me queda de los postres ni del gorgonzola con crema de pera que los precede. El queso sale demasiado frío –el único fallo de ejecución- y los postres son ligeros, refrescantes, pero apenas recuerdo la presentación de los petit fours y una sopa de fresa o fresón con helado. La carta de vinos, como el propio menú es muy cara, puestos a elegir nos tiramos al monte y tiramos por opciones más o menos lujosas: el Altenberg de Bergheim Brand Cru 2001 a 120 euros o el La Chapelle 97 de Jaboulet a 185 euros. Joyas bien tarifadas, claro. El sumiller, Juan Carlos Ibáñez, me pareció un buen profesional con las ideas claras, no es fácil separar el blanco alsaciano, un vino pleno y redondo, maduro, de un tinto del calibre de La Chapelle. Nos recomendó para ello el Smaragd Lobiner Berg 2004 -125 euros-, un riesling todavía vibrante, ácido y fresco que, finalmente, acabó ganando en complejidad hasta convertirse en un gran vino.

En Can Fabes conocen todos los resortes de la liturgia y la gran comida se puede rematar, por ejemplo, con una copa del armañac Domaine de Jaurrey 79 de Laberdolive -32 euros-. Precios estratosféricos, al nivel de algunos de los templos triestrellados de París, gran producto, espléndida ejecución y un servicio de alto nivel, en Can Fabes se puede disfrutar muchísimo -yo disfruté muchísimo-, Santi Santamaría ha levantado un gran restaurante. Sin embargo, como le pasa a España, mi corbata no luce tanto como hace cinco años y mi tarjeta de crédito ha caducado. Será, pues, una ocasión única en muchos años, en el sentido estricto de la palabra. Una gran experiencia en términos absolutos.

Cuadro que ilustra: Blanco con manchas rojas de Antoni Tàpies.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Cinco horas en El Bulli


A El Bulli, en diciembre del 2010, se sube en un zig-zag envuelto en un mar de oscuridad. Me había imaginado mil veces llegando a Cala Montjoi y hoy me resulta difícil reconocer la masía, que había visto en tantas fotografías a media luz, al atardecer; el letrero de El Bulli, un tatuaje de luz en la puerta. Dentro, Juli Soler canturrea, probablemente contento con la última paliza que el Barsa le ha propinado al Real Madrid y el servicio, tic-tac, nos recoge el abrigo, nos conduce a la cocina donde se apilan un montón de cocineros que, como si fuera un hormiguero, trabajan con rapidez y enorme pulcritud en líneas geométricas de acero. Líneas de producción. Por allí anda Ferrán, siempre dispuesto a charlar brevemente, a hacerse una foto. Hoy, a diferencia de Soler, anda con un aspecto entre tenso y cansado. Como me sucede con el entorno, también me cuesta reconocerle.

Flauta de mojito y manzana, almendra fizz con amarena, empanadilla de nori, chip de aceite con oliva, porra de parmesano, avellana-frambuesa, caramelo de avellana, galleta de caviar y avellana, palet de hibiscus y cacahuete.

A la entrada a la izquierda se encuentra nuestra mesa. El Bulli guarda sorpresas, esas cosas que no salen en las fotos. La primera es el jefe de sala, Lluis García, el jefe de sala, un profesional de esos que parece capaz de echarse al hombro un restaurante. Llegan las entradas, cócteles, sólidos: el hilo conductor parece el amargor, de la almendra al mojito, de la avellana a la amarena, luego el dulzor y finalmente juegos con las texturas como en el caso de la tortilla de camarón en dos versiones, primero esponjosa, después como una finísima coca crujiente que sostiene a los camarones. Es imposible fijar todos los bocados y todavía más difícil saber cómo pueden haberlos cocinado. Por momentos El Bulli te hace sentir en primero de gastronomía, quizá sea simplemente que ellos flotan en otro plano.

Tortilla de camarones, won-ton de rosas con jamón de rosas y agua de melón, canapé de jamón y jengibre, crema de caviar con con caviar de avellana, cerilla de soja con yuzu al miso, langostino hervido, gamba dos cocciones, codornices con escabeche de zanahoria, tartar de tomate, tiramisú, caviar trufado, drap de tartufo, macaron de parmesano, blini trufado, anénoma fría con percebe, zamburiñas con rissotto de almendras, ostras Gillardeau con tierra negra y tuétano, ceviche de lulo y molusco, taco de Oaxaca, papillote de endivia 50%, gazpacho y ajo blanco.

Un wan ton de pétalos de rosas, un caviar que sabe a trufa, un blini que explota en la boca lleno de grasa y sabor, un taco que sabe a Mexico, muslitos de codorniz con tres o cuatro aliños de diferente potencia –“cómanlo de arriba hacia abajo”-, un monográfico sobre el yodo con percebes y anémonas, endivias cocidas y crudas. Cada plato, una tapa, cada tapa el inicio de un camino. Todo está bueno y por sí solo tiene sentido, pero a la vez todo parece el comienzo de algo, un kilómetro cero gastronómico que extiende sus dedos hacia otros lugares. Japón, Mexico, Perú, Galicia, Andalucía, fusión de aquí y de allá. Cuando más sorprende es cuando no sorprende –la gamba en dos cocciones- porque en la mayoría de los casos todo es endiabladamente complejo. En secuencias de tres o cuatro podrían marcar toda el camino de toda una carta. El Bulli se va transformando en el flujo de la cena, no es una cena, son varias, no es un restaurante sino muchos y ninguno se parece a cualquiera que ya conozca.

Capuccino de caza, tórtola con rissotto de moras al cardamomo, ravioli de liebre con su boloñesa y sangre, fresas calientes con consomé de liebre, castañas miméticas, helado de pandang con agua de coco, terrón de azúcar al té y lima, “filipinos”, “coca de vidre”, profiteroles flotantes con sopa de gin y frambuesa helada al cardamomo, caja de chocolates.

La última de las mutaciones va a dar en la caza y los postres, que se cruzan con el plato de fresas calientes con consomé de liebre. Me recuerdan estos platos una lección que quizá no siempre recordaba de Ferrán, por más que quedara reflejado en el espléndido El sabor del Mediterráneo: en su cocina la sorpresa es lo que viene después de la excelencia, el gourmetismo, la ejecución. Impresiona pensar que son cerca de cuarenta servicios por persona, por tanto miles de ellos al día con una precisión absoluta de sabores, temperaturas y presentaciones. Una tensión que, me dio la impresión, se refleja en la cara de Adriá. Queda para mí como culmen de ese “otoño puesto en el plato” que es la parte final del menú, el ravioli de liebre con su sangre.

El Bulli es la obra de un genio, un proyecto de tal complejidad que parece imposible de alargar durante demasiados años; debe suponer un enorme desgaste personal buscar el infinito, la perfección en cada detalle, no hay cuerpo ni equipo que lo aguante. La mezcla de taller de investigación y desarrollo que quedará plasmada en una red social, es simplemente la salida natural, prescindiendo del agotador esfuerzo que es el servicio en el restaurante, para preservar las ideas, el cerebro. Descansar el músculo para poder escribir el futuro.

Siempre creí que cenar en Cala Montjoi, si algún día sucedía –había perdido la esperanza-, supondría una especie de culminación gastronómica personal. Nada más lejos de la realidad, tras cinco horas en la mesa me di cuenta de que esto sólo acaba de empezar. El menú que cené, por sí mismo es un universo de posibilidades del que tan sólo un pequeño porcentaje está ya escrito. Contar en tan pocas palabras la locura que viví, transmitir la experiencia, no es posible; pero en el año 2010, crespuscular y apagando las luces, se me ocurre que un buen resumen de lo que es El Bulli es su excelsa caja de bombones, bonita, deliciosa y sorprendente. Prácticamente perfecta.

viernes, 26 de noviembre de 2010

La conspiración



Transcribo a continuación el relato de los tristes acontecimientos que se sucedieron en el inicio del siglo XXI que, Alberto de Mellanosporum, antiguo inspector de la guía Estrellín, me transmitió a mí, su discípulo, Crispín Bombay de las Indias y Tanqueray, en el lecho de muerte.

El cónclave se celebró en el año de Dios del 2009, en el barrio del Trastévere, en Roma, cerca del Castello de Sant’Angelo. Los masones llegaron poco a poco y se reunieron en una mesa repleta de burratta, bresaola y pizza. No faltaba ninguno de los miembros de las principales familias gastronómicas: la Estrellín, Madridpolis, o las guías Octanos y Tragontour. Tampoco se lo perdieron los críticos gastronómicos de los que recuerdo que, con gesto adusto, probaban con hambre atrasada y gesto a la par satisfecho y circunspecto la chacina.

El albino que oficiaba como maestro de ceremonias sacudió por tres veces el mortero, clac-clac-clac. De su capucha sólo se apreciaban sus ojos azules brillantes, el orden del día era sencillo, tan sólo una frase de tres palabras: dominemos el mundo. Dominemos el mundo, repitió el maestresala de la logia y en un cronograma empezó a pintar el flujo de hechos que cambiaron la historia.


El plan era sencillo y avieso: los masones de la Estrellín empezarían por publicar una guía subversiva en la que tomaría partido por determinadas regiones europeas sin otro criterio que el apoyar ciudades concretas. La Madridpolis sin embargo saldría defendiendo el producto, sin criterio geográfico alguno, con especial énfasis en la trucha y el cordero. La Tragontour se decantó por restaurantes que defendieran una componente intelectual en su propuesta -en su particular manera de interpretar la intelectualidad, claro-. La guía Octanos no fue capaz de definir criterio alguno –su propia confusión se lo impidió- pero creó un factor entrópico que fue el principal catalizador de los desastrosos hechos que contribuyeron a la destrucción de occidente.

La dispersión en la información fue devastadora y el mercado gastronómico empezó a generar desconfianza en los compradores. El principal mercado secundario europeo, el de la volatería, sufrió importantes tensiones. Así, el inversor, guiado por la Estrellín, tomó partido por el pichón francés, registrándose diferenciales de casi 200 puntos básicos respecto al pichón de Navaz. De nada valió que Pepe Juan Chapucero, el primer ministro español, convocara una rueda de prensa, expresando su confianza en la finura del ave española, “nuestro producto es el mejor del mundo”, dijo, brindando con la prensa con una copa de crianza Ribera del Huécar. Pero ya nada podía parar al inversor, aterrado ante tanta información enfrentada"


El resto es bien sabido”. Alberto de Mellanosporum escupió sangre y ginebra en su cama mientras recordaba los lamentables hechos que acaecieron en marzo del 2011. "La masonería gastronómica perdió el control de la situación. Los gastrobares, los restaurantes de fusión, las vieiras, los ceviches y las cocciones cortas se hicieron con el mundo. Se dejaron de utilizar conservantes y en Londres se gestó el virus del dim sum creativo. El virus se transmitió por Europa, primero cayó Irlanda, luego Portugal y a continuación España, después Bélgica, Italia, el este de Europa y finalmente Francia y Alemania. No fue sino en el año 2014, en el Gran Incendio Europeo, cuando se quemaron todas las existencias de pasta wanton y ají amarillo y la pandemia se detuvo. Fue tarde, a estas alturas la anarquía campaba a sus anchas".

“¡Perdonadme, perdonadme!”, el inspector castellano clavó su mirada en mí en su lecho suplicándome comprensión y perdón y finalmente falleció entre espasmos de remordimiento. Según sus deseos fue confitado, braseado, y finalmente enterrado en la tercera planta del parking del antiguo mercado de Chamartín, junto a los cubos de basura, cuentan las malas lenguas que lugar habitual de estraperlo.


Hoy los gastrónomos, proscritos, se reúnen en catacumbas y asan gatos en fuegos avivados con maderas que roban en los edificios en construcción. Se oye hablar del rumor de que circula entre ellos una guía de la Tragontour del 2009, que adoran como una Biblia y que fue prohibida por la Única Ministra Europea, por subversiva. De tanto en tanto surgen rumores sobre la llegada de una trufa, un vino antiguo de Borgoña o una becada. Son casi siempre un cebo policial; todavía así ellos acuden como zombies desesperados por una novedad, deseando ponerle nota a un restaurante, escribir una crónica en un blog; añorando un pasado que recuerdan vagamente aún sabiendo que no volverá.

Crispín Bombay de las Indias y Tanqueray

Madrid, a 24 de Marzo del año de Dios del 2045.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Santiago Segurola y "El País" de los 80

(Crónica gastronómica de la Taberna Arzábal)


El otro día me encontré a Santiago Segurola cenando en la Taberna Arzábal de la calle Doctor Castelo de Madrid. Creo que la primera vez que vi a Segurola en la tele fue una noche de hace muchos años hablando de baloncesto con Andrés Montes en Canal Plus, aunque ahora que lo pienso mejor, no fue una noche, no, sino una madrugada, que no es lo mismo. Por las noches hay sobremesa, tele en familia, charla, bienestar y compañía. Hay besos de buenas noches: ¡hasta mañana, cariño, que descanses! Las madrugadas, en cambio, son otra cosa. Las madrugadas de mi juventud eran sinónimo de juergas o de estudios frenéticos, consecuencia lógica de haberlo dejado todo para última hora y tener que preparar deprisa y corriendo algún examen. Aquellas madrugadas olían a colacao, a pastillas estimulantes, a libros jurídicos de la editorial Civitas y a música en la radio. A Ángel Álvarez dándonos la bienvenida a bordo del vuelo seiscientos cinco y a programas musicales de Radio Nacional de España o de Radio Peninsular.

Programas que se interrumpían cada sesenta minutos con las señales horarias, con el himno nacional y con el boletín informativo. Emisoras de radio que, entre himno y boletín, nos ayudaban a evadirnos del rollo del derecho administrativo y de la vulgaridad de un país dominado por la irritante estupidez de un caudillo de los cojones con unos programas en los que los disc-jockeys pinchaban canciones que nos gustaban y que desde entonces no han dejado de acompañarnos.

Programas de jazz en los que se podían escuchar canciones como Georgia on my mind, Summertime, It don’t mean a thing o Potato Head Blues. ¡Qué gran canción, Potato Head Blues! ¡Fantástica! Los tíos que saben de esto dicen que es una de esas canciones que marcó el inicio de una nueva era de la música. Y, aunque esto mismo se ha dicho de otras muchas canciones, esta vez es verdad, os lo juro. Esta canción es un paseo por la historia del jazz, es la historia del jazz. Es la obra maestra de un músico que fue capaz de sintetizar en tres minutos todos aquellos sonidos que iba escuchando de niño por las calles de Nueva Orleans. Sonidos que se pueden encontrar en el llanto de un bebé, en la monotonía de un grifo que gotea, en el ruido del tráfico o en un pájaro cantando mientras los rayos del sol se abren paso a través de las nubes. Ritmo. Ritmo. El sonido de una trompeta. Cosas que no se enseñan en la escuela. Discos de 45 revoluciones por minuto. Joyas. Todas las canciones de Louis Armstrong son buenas, pero ésta es excepcional. Tan excepcional, que Woody Allen considera que es una de las diez cosas por las que vale la pena vivir. ¿Qué cuáles son las otras nueve? A ver si me acuerdo: Groucho Marx, desde luego; el segundo movimiento de la sinfonía Júpiter; La educación sentimental de Flaubert; esas increíbles manzanas y peras de Cezanne; Marlon Brando; Frank Sinatra; los mariscos de Sam Wo; algunas películas suecas y el rostro de Tracy. Tracy es Mariel Hemingway. Woody Allen es Isaac y ahora está tumbado en un sofá hablándole a un magnetófono. De pronto, se escucha la música de George Gershwin (aunque no lo diga Woody, también vale la pena vivir para escuchar la música de Gershwin), y se levanta de un salto para salir corriendo a buscar a Tracy:

- ¿Qué haces aquí?
- Bueno, he corrido. He intentado llamarte por teléfono pero comunicabas, así que lo dejé después de dos horas. Luego no he encontrado taxi y he venido corriendo. ¿A dónde vas?
- A Londres.
- ¿Te vas a Londres ahora? ¿Quieres decir que si tardo dos minutos más estarías camino de Londres?
- Sí.
- Pues deja que vaya derecho al grano. Creo que no deberías ir. Que cometí un grave error y que yo preferiría que no fueras.
- ¡Oh, Isaac!
- Ya sé. Ya sé que he hecho muy mal las cosas, pero escucha: ¿te estás viendo con alguien?, ¿sales con alguien?
- No.
- Pero, ¿tú sigues queriéndome o ya se te ha pasado?
- Dios mío. Surges de pronto. No me telefoneas y de repente apareces. ¿Qué ha pasado con la mujer que conociste?
- Pues, te lo explicaré. Ya no salgo con ella. Digamos que me equivoqué. Qué quieres que te diga. Es así. Creo que no deberías ir a Londres.
- Pero tengo que ir. Ya tengo mis planes hechos. Todo está preparado. Mis padres están allí buscando un lugar donde yo pueda vivir.
- ¡Vaya! Pero ¿tú me sigues queriendo o qué?
- ¿Tú me quieres?
- Sí, claro que sí. De eso se trata precisamente. ¿Comprendes?
- ¿Sabes que cumplí dieciocho años el otro día?
- ¿De veras?
- Soy mayor de edad, pero sigo siendo una cría.
- No eres tan cría. ¡Dieciocho años! Hasta podrías ir al servicio militar. Sí, en algunos países podrías. Oye, estás muy guapa.
- Me hiciste mucho daño.
- No fue a propósito. Verás, yo estaba…. Todo fue por mi estúpida manera de ver las cosas.
- Bueno, volveré dentro de seis meses.
- ¿Seis meses? ¿Estás bromeando? ¿Seis meses vas a estar fuera?
- Hemos esperado hasta ahora. ¿Qué son seis meses si nos seguimos queriendo?
- Oye, no seas tan madura ¿quieres? Seis meses es mucho tiempo. ¡Seis meses! Y tú estarás trabajando en el teatro, entre actores y directores. Irás a los ensayos, tratarás con toda esa gente, almorzarás con ellos y… se van creando afectos. Sin querer te irás metiendo en el ambiente. Cambiarás y dentro de seis meses serás una persona completamente distinta.
- ¿Y ya no quieres que pase por esa experiencia? Hace tan poco que me decías todo lo contrario.
- Si, ya lo sé, pero podrías… Bueno, no sé, no querría que eso que tanto me gusta de ti cambiara.
- Tengo que tomar el avión.
- ¡Ah, vamos!, ¡vamos! No puedes irte, Tracy.
- ¿Por qué no hiciste esta aparición la semana pasada? Seis meses no es tanto. Y no todo el mundo se corrompe. Has de tener un poco de fe en las personas.

Entonces Isaac, la mira y sonríe tristemente. Y con esa sonrisa tan triste, Woody Allen nos dice que su personaje por fin ha comprendido que, efectivamente, hay que tener un poco de fe en las personas. Otros directores necesitarían diez minutos o media hora para explicarte esto. Algunos no lo conseguirían ni en diez horas, ni en diez vidas que tuvieran. A Woody Allen le basta una sonrisa para hacerlo. Pocas veces se ha dicho lo buen actor que es. Él no puede decirlo de sí mismo, claro, pero creo que para muchas personas, las películas de Woody Allen están en la lista de las diez cosas por las que vale la pena vivir.

Al grano. Decía que cuando vi la cara de Segurola por primera vez fue allá por el año 1996, cuando Canal Plus compró los derechos de emisión en España de los partidos de la NBA y contrató a Andrés Montes para que los narrara. Todavía faltaba algún tiempo para que apareciese por ahí un jovencito llamado Daimiel y formara con Montes una pareja que fue capaz de convocar delante del televisor a miles de trasnochadores a unas horas que hasta entonces parecían estar reservadas exclusivamente a los anuncios de Chuck Norris en la teletienda. Cuando aparecían los presentadores suplentes nos íbamos a la cama sin preguntar siquiera quién jugaba esa noche, pero si eran Montes y Daimiel quienes narraban el partido nos quedábamos a ver lo que fuera, y, así, mientras el vuelo número 23 despegaba del aeropuerto de Chicago con destino a un nuevo anillo de la NBA, los espectadores nos los pasábamos pipa oyendo canciones de Van Morrison, como Caravan, incluida en el fabuloso disco It’s too late to stop now, o escuchando a la pareja contar la historia del Calabaza’s club, las crónicas cinematográficas de las películas protagonizadas por ese genio de la sensibilidad llamado Steven Seagal o los comentarios gastronómicos sobre el peor restaurante italiano de la historia, el cual, por cierto, parece ser que se encuentra en la ciudad de Detroit.

Pero antes de que llegara Daimiel, allí estaba Segurola, manteniendo el tipo y poniendo rostro y voz a una visión sensata del deporte. Un tipo inteligente y sereno que escribía en el diario El País y que había sido capaz de llevar a sus páginas deportivas algo tan poco frecuente como la claridad de juicio, acompañada de una prosa creativa y de cierta calidad literaria. Resumiendo, lo nunca visto hasta entonces en la prensa deportiva española. Fueron buenos años los ochenta para el diario El País. Domingo por la mañana. Primero nos toca ordenar un poco los restos de la incruenta batalla de la noche anterior y, después, a la calle, a comprar el periódico, los churros y el pan.

- ¡Qué asco de churros!
- ¡Qué asco de pan!
- ¡Qué asco de noticias!
- Anda, pásame El País.

En la última página escribía Feliciano Fidalgo, brillante entrevistador, en una sección llamada Luz de Gas, como la película de Cukor (esa de Ingrid Bergman y Charles Boyer), y, al igual que en la película, sus preguntas conseguían hacernos dudar de nuestros razonamientos, de nuestras convicciones, de nuestro buen juicio, de nuestra percepción de la realidad. Feliciano solía despachar cada semana una entrevista llena de preguntas directas: pocas palabras, belleza formal y un significado preciso. Encendía su luz de gas y te mostraba una manera diferente de acercarte a las cosas. También me enseñó a comenzar la lectura del periódico por la última página, cosa que hago desde entonces, como si esperara encontrarme otra vez con una entrevista suya. Bueno, esto también me lo enseñó Manuel Vázquez Montalbán, que en la última página de El País lo mismo analizaba la crisis de la izquierda (cuando la izquierda todavía existía y podía, por tanto, permitirse el lujo de tener una crisis), se lamentaba por la marcha de Figo al Madrid o nos daba referencias de una nueva revista policiaca y de misterio llamada Gimlet y, ya de paso, nos revelaba la fórmula secreta del combinado: “Un gimlet no pretende cambiar el mundo; si acaso aspira ayudar a contemplarlo sin prisas pero sin pausas, como contempla Marlowe a las víctimas y los verdugos que le rodean. Amos y esclavos. Víctimas y verdugos. Estas verdades de fondo serán contempladas a través del filtro ocular de una copa de Gimlet: 1/3 de limón, 2/3 de ginebra, 2 gotas de ajenjo, 1/2 cucharada de azúcar, hielo, una rodaja de limón; se sirve en vaso estrecho.” Imprescindible la rodaja de limón.

Si empezabas por la última página, en seguida, en la penúltima, te esperaba Eduardo Haro Tecglen, el niño republicano, hablando de teatro, de televisión o de lo que le apeteciera ese día. Y Ángel Fernández Santos, otro más de esta colección de periodistas sabios, cultos y elegantes, diciéndonos que las películas, a veces, son mucho más que una historia. Que son emociones que sólo se pueden tocar con las yemas de los dedos del corazón, como dirían Joaquín Sabina o Corín Tellado, cualquiera sabe. Los deportes no te los podías saltar, porque allí, además de Segurola, el maestro Julio César Iglesias estaba poniéndole nombre a la Quinta del Buitre. Entonces había magia en las páginas deportivas de El País y magia en el césped del Bernabéu. Como corresponsal en Londres (también pasó por Nueva York y por Roma, donde se hizo amigo de Paloma Gómez Borrero y tifoso del Inter de Milán) estaba un jovencito llamado Enric González.

De la crónica parlamentaria se ocupaba Luis Carandell, autor de Celtiberia Show y hombre capaz de iniciar un telediario recitando un soneto de Lope de Vega. De toros escribía Joaquín Vidal, un escritor maravilloso que consiguió que leyéramos con interés sus crónicas incluso aquellos que mantenemos una actitud manifiestamente hostil hacia la fiesta. Joaquín Vidal fue otro columnista genial de la última página, pero, de pronto, un día empezó a escribir de toros y aquello fue la de dios. Para que sirva de ejemplo, vamos a transcribir un fragmento de una de sus crónicas. Se refiere a un acontecimiento que tuvo lugar en la Plaza de Almería, el día 24 de agosto de 1979. Fueron lidiados toros de la ganadería de don Felipe Bartolomé por los diestros Ruiz Miguel, Dámaso González y Macandro.

La crónica decía así: “Pilar Agriada de Lora preparó un guiso de patatas y carne, tantico picante a gusto del abuelo. Encarnación Ramonera, para ella y sus tres hermanas, aguja palá, que aprendieron a hacerlo en otras tierras costeras de esta Andalucía, donde tan bien se fríe. Antonio Llorca le pidió a su señora que simplemente le dorara unos salmonetes a la plancha, con bien de sal, que él se encargaría de darle una sorpresa, y llevó a los toros, en una bolsa de plástico que no quiso abrir hasta que fuera la hora, medio de gambas y tres cuartos de cigalas, que le costaron un dineral, pero merecía la pena.

Los postres no faltaron, ni en estas familias ni en ninguna. En la barrera, Juan Arqueros, de Roquetas, desempaquetó una cajita con delicias de aquí – lo más solicitado eran unos tocinitos de cielo – e hizo las convenientes pasadas a la parienta y a la cuñada, que guluzmearon a placer. A su lado, un apaño de italianos que estaban por Almería y aprovecharon para ir a los toros, miraban con envidia los dulces, pero sus vecinos de localidad, tan generosos como son, no debieron darse cuenta, porque no les ofrecieron. También es verdad que los italianos no ofrecieron a Juan puros toscani, largos, negros, retorcidillos y sabrosos, de los que tenían provisión, según observamos.

La media hora de la merienda fue lo mejor de la corrida. Por el graderío, empinaban botas, amorosamente tentadas, y todo el mundo comía a dos carrillos. A quien está metido en cosas de organización del espectáculo le pregunté si siempre dura media hora la pausa gastronómica, y me contestó que no, que puede ser más o puede ser menos, depende de lo que tarde en comerse la merienda el presidente. Y, en efecto, el presidente merienda como hijo de Dios que es y heredero de su gloria. Lo que siento es no poder informar qué comió ayer y cuanto, pues, sencillamente, no lo vi. Sin embargo, sí pude apreciar que retornaba al palco muy satisfecho y valiente, para encarar lo que quedaba de corrida. Lo mismo el público. Y si autoridad y espectadores durante la primera parte habían mostrado su generosidad y entusiasmo, en la segunda, con el estómago lleno, el optimismo aún era mayor.

Gran fiesta, en fin, la de la plaza de Almería, ayer y todos los días alegría desbordada en los tendidos, y así hay que reseñarlo antes de analizar lo que sucedió en el ruedo. Porque lo que sucedió fue de pena. Es decir, que antes y después de la merienda, no hubo nada.”

Maravilloso. Me gustaría reproducir algún otro artículo de don Joaquín, pero por razones de espacio, dejamos para otro día la historia del cabestro rijoso y el caso del toro asesinadito. Santiago Amón era el crítico de arte y reflexionaba sobre el papel de los críticos: “¿A quién se dirige el «crítico de arte»? ¿A los propios artistas?, ¿A un sector minoritario, en posesión de las claves del enigma? ¿Acaso se dirige a sí mismo?Fernando Lázaro Carreter ponía el dardo en la palabra para alertarnos de los petardos que continuamente ponemos en los cimientos de nuestro idioma: “oiga usted, después del descanso el partido no se reinicia, sino que se reanuda”. Firmas ocasionales: García Márquez, Vargas Llosa, Savater, Muñoz Molina… Ha pasado ya mucho tiempo. Muchos han muerto. Otros han dejado el periódico. Escribo deprisa y me olvido de unos cuantos. Segurola está ahora en el Marca

No sé lo que pidió Segurola en Arzábal, ni si le gustó el sitio. Nosotros tomamos unas anchoas, alcachofas fritas, croquetas, huevos fritos con trufa, cocochas de merluza, un guiso de paloma con salsa de vino, quesos y dulces. Y nos gustó mucho todo. Se come muy bien en la Taberna Arzábal.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Sketch

Y tras la puerta de un elegante y antiguo edificio del Mayfair londinense, aparece con una sonrisa de oreja a oreja David Kyle Boyd, un magnífico profesional que actúa como anfitrión y maestro de ceremonias y que nos guía por ese laberinto que es Sketch. Tras recoger nuestros abrigos, nos sugiere que podemos pasar al cuarto de baño -blanco y lleno de enormes huevos que albergan a los inodoros-; la recomendación no es trivial, por el camino nos enseña la sala de exposiciones, dejamos a un lado The East Bar -una pequeña coctelería- y atravesamos The Gallery, un espacio que hoy vacío se hace enorme -por las tardes y noches se convierte en una brasería-, donde se proyectan imágenes en 3D sobre las paredes. Sonidos electrónicos inquietantes para llegar a un impactante cuarto de baño que podría haber salido de cualquier libro de Asimov, del que, para ser sincero, sólo deseaba salir lo más rápidamente posible.

"It's frightening", le digo a David y él me responde, sobreactuando y con sorna "I've been telling my boss for the last ten years"; en realidad se le nota emocionado con las decenas de detalles del apabullante edificio, las obras de arte, la decoración y, por supuesto, con The Lecture Room & Library. Nos muestra orgulloso el salón que acoge al esplendoroso comedor principal que se encuentra en la primera planta. Como si fuera una emboscada silenciosa, los camareros van pasando de uno en uno por la mesa: preguntan y sirven el aperitivo, desaparecen tres minutos para que leamos la carta, nos toman la comanda y la sumiller -adusta, pero eficiente-, nos aconseja. Hay lujo en el mobiliario, la cubertería y cristalería y, por encima de todo, en el trato personal y agradable que dispensan a los clientes. En un momento en el que quieren hacernos tragar con ruedas de molino -servicios informales, así los llaman-, asistimos a un auténtico masterclass de lo que yo entiendo debe ser la sala de un restaurante que busque la excelencia; otra cosa es que sea fácil conseguir unos profesionales de ese calibre; otra cosa es que yo pueda -o no- pagarlo.

Detengámonos un segundo para hablar de Pierre Gagnaire, el cocinero y empresario -quizá ya más lo segundo que lo primero- que firma la carta. Con muchas similitudes con su compatriota alsaciano Jean Georges Vongerichten, Gagnaire representa a una corriente de cocineros que propuso una ruptura en la monolítica cocina francesa durante los años 80, introduciendo influencias y técnicas asiáticas en sus platos; sobre el papel, cocina de fusión y vanguardia. El menú a la carta puede irse en The Lecture & Library a las 130-140 libras con facilidad, por suerte entre semana mantienen un gourmet rapide lunch mucho más económico. Dos platos por 30 libras, tres platos por 35 libras y tres platos con vino, 48 libras -impuestos incluidos-, incluyendo una copita de manzanilla, media botella de agua y media de vino por persona. Elegimos este último, sustituyendo en mi caso el postre por un plato de quesos de la casa Antony d'Alsace.

Tras el aperitivo -una crema agridulce, otra de queso, una pequeña pieza de sushi y un milhojas de galleta y zanahoria con algo más de queso-, nos sirven tres piezas de buen pan y los cuatro platos -a la vez- que componen la entrada: berenjenas marinadas en mirin y saque, pasta de miso blanco, bonito seco y sake Jelly, quizá el plato más impactante de la comida; la berenjena con una textura que recordaría al membrillo, el miso en una espuma, el sake en gelatina y el bonito seco en unos finísimos chips. Cuatro texturas diferentes en un plato elegante y complejo.

Carpaccio de besugo con aguacate, grosella -otra vez en gelatina- y rábano picante, fresco, ligero. Potato espuma -así aparece en el menú- con níscalos y lardo di colonnata -grasa de cerdo curada en sal con especias-: un plato mucho más convencional pero delicioso, donde esta vez la textura modificada es la de la patata a la que acompañan unos níscalos tan pequeños como nunca había visto y la delicia de cerdo toscana. Finalmente llega el milhojas de foie gras con pimienta roja, chocolate y pan carasau -el pan de música sardo-: más bien una crema de foie con una gelatina de pimienta y dos capas, la primera del pan sardo, crujiente y la segunda de una lámina de chocolate.

Como plato principal elegimos las dos opciones posibles: el lenguado meuniere, mantequila de estragón, avellana y quinoa y el cerdo cocinado a baja temperatura con puré de radicchio, mango, arroz negro cocinado en salsa bigarade y ensalada de radicchio grumolo. Mientras el pescado ofrece pocas sorpresas -si acaso el acompañamiento de la quinoa-, la textura de la carne de cerdo, cortada en cubos era extraña, casi pastosa. Además el plato busca descaradamente sorprender con el contraste entre el arroz negro cocinado con los vinos -la bigarade es una salsa que se usa típicamente para cocinar el pato-, ligeramente dulce y con acidez, y el amargor extremo del radicchio. Un bocado tan extraño como interesante.

Como postres nos sirven crema de plátano con una capa de cristal de coco -un caramelo- y coulis de frambuesa, equilibrado, ni ácido ni empalagoso y, finalmente, un cremoso de chocolate con una capa de higos, envuelto en una fina galleta de chocolate. En ambos casos con un buen manejo del dulzor. Con el plato de quesos -comté, un queso macerado en alcohol, roquefort y vacherin mont d'or- uvas y una copita de La Gitana y con el café unos petit fours.

Juegos con texturas, ingredientes asiáticos -también italianos- y todo un fondo de armario de tradición francesa que sostiene como armazón la cocina de Gagnaire; incluso cierta complejidad en algunos de las recetas de este menú low cost. Si le añadimos una ejecución precisa y la excepcional puesta en escena, tenemos un restaurante de gran categoría. Seguramente he probado cocinas que me han impresionado más en los últimos tiempos -repito que hablamos de su menú más sencillo-, pero si hablamos de la experiencia, esta compite entre las mejores y lo hace a un precio muy competitivo, unas 110 libras para dos personas. Sketch ofrece precios diferentes a públicos diferentes, durante el día va transformándose, como un camaleón, en restaurante lujoso, bar de tapas, cafetería, lounge, lo que haga falta con tal de poder acceder a públicos diferentes adaptándose a su capacidad económica.

El agua, que cae abundamente mientras paseamos por Oxford Street, diluye el efecto del correcto merlot neozelandés Te Awa, un más que digno 2004 que venía incluido en el menú. Nos cruzamos con decenas de españoles ávidos de comprar en Primark, Mark&Spencer, Uniqlo, Zara, todas ellas situadas en la principal calle comercial de esta excitante ciudad.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Cabeza de cordero asada


Hace treinta años, para mí comer casquería era algo normal, especialmente los fines de semana. Así, en los bares donde tomábamos el aperitivo, nos ofrecían deliciosas mollejas de pollo –pequeñas, elásticas- con ajo y guindilla , sangre encebollada, riñones al vino blanco o salón –la carne de los corderos que morían prematuramente, secada al sol- con pisto, como tapita por parte de la casa. Si decidíamos pedir una ración, no era raro que escogiéramos unos zarajos, sesos rebozados o hígado con tomate.

Hasta hace bien poco, sin una alta cocina que hubiera adoptado o sofisticado las recetas, tal y como ha hecho la francesa, cocinar la casquería era más bien el resultado de una necesidad económica: en una zona pobre como era Castilla la Vieja, y en concreto La Mancha, no se podía tirar nada. La prosperidad, incluso en una época tan complicada como el final de la primera década del siglo XXI, ha ido eliminando la casquería de nuestra dieta y basta darse un paseo por cualquier supermercado para comprobarlo. Los despojos no forman parte de los platos que se sirven en los comedores escolares, ni en los menús del día de los restaurantes -la realidad gastronómica cotidiana- y sólo algunos platos como los callos o la oreja, sobreviven en los bares tradicionales.


Visto ahora, podría pensarse que comíamos casquería por una mera cuestión alimenticia. Nada más lejos de la realidad, en muchos casos eran los platos del domingo. De entre todos ellos recuerdo dos que entusiasmaban especialmente a mi familia: las manitas de cerdo –una receta, bien es cierto, desvaída la que utilizaban en mi casa-, y la cabeza de cordero asada, que siempre me pareció inabordable para aquellos que no tuvieran hambre, fueran insensibles o no sintieran auténtica devoción por la gastronomía. Porque, ¿qué hay más desagradable que comerse la cabeza de un animal al que le estás mirando a los ojos, por turbios que estos se hayan vuelto?

La cabeza de cordero es un compendio de casquería, los ojos, los sesos, los recovecos gelatinosos de la frente, la lengua y la maravillosa quijada, un bocado sensacional cuando se despega limpiamente del hueso y se resiste ligeramente al diente, tostada y sabrosa. La receta no tiene ningún misterio, basta con cortarlas en hemisferios, blanquearlas unos segundos en agua hirviendo, darles una capa ligera de aceite, añadirles ajo finamente picado, vino blanco, un golpe de vinagre y, finalmente, perejil. Las llevábamos al horno tal cuál, a veces con una cama de patatas debajo. Tenían mano y nos las devolvían caramelizadas y con olor a leña; repartíamos las partes más preciadas por pura jerarquía familiar. Las patatas bien empapadas en el jugo que sudan las cabezas, el vino blanco y el vinagre tampoco eran moco de pavo.

Hoy la casquería vuelve. Vuelve de otras maneras, en los restaurantes asiáticos y en la alta cocina: bien por influencia de la alta cocina francesa –foie, mollejas, tuétano-, bien como tendencia de la alta cocina de vanguardia –por qué llamarlo casquería, cuando se puede decir trash cooking-. En los hogares no es tan fácil, educar a un niño que come habitualmente palitos de merluza y carne bien escogida para que acepte unos sesos, debe ser tarea hercúlea, a menos que no haya otra cosa en la mesa. Son los inmigrantes asiáticos los que están haciendo viables tiendas de casquería tan maravillosas como las que todavía existen en el Mercado de Tetuán, en Madrid.

Esto no quiere ser un ejercicio de nostalgia, la gente come lo que quiere y la globalización de la cocina, especialmente influenciada por un estilo de vida en el que apenas se cocina en casa nos lleva irremediablemente a esto. Para casi todos los que puedan elegir, si se tiene dinero, es más cómodo poner en la mesa un solomillo que entraña. Es tontería soplar contra el viento. Sólo trato de recordar que estos despojos nos ofrecen la posibilidad de navegar entre mares de texturas diferentes, gelatinosas, mórbidas. De sabores intensos y diferentes. Cuando me escogen un pescado en la mesa, jamás dejo que se lleven la cabeza, en sus cuevas están los bocados más preciados.

domingo, 24 de octubre de 2010

Artículo dedicado a la Cerveza (Liebre, Cazador, Campo…)


En el cine (y me refiero al cine americano clásico, al cine de las grandes estrellas, al cine de la edad de oro de los estudios, es decir, al cine) el prestigio siempre lo han tenido el champán, los martinis y el whisky. El champán y los martinis lo bebían los tíos elegantes como Fred Astaire, William Powell, Maurice Chevalier o el Agente 007 cuando salían a conquistar chicas, es decir, a todas horas. Pedían estas cosas porque eran hombres con estilo y porque sabían que eran las bebidas favoritas de las chicas más chic de la pantalla, como Marilyn, como Natalie o como Audrey. (Hablando de Audrey y de tíos con estilo, ya sabréis que a David Larrabee se le desgarró el culo con una copa de champán que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón cuando acudía a su cita romántica con Audrey en el campo de tenis de su vivienda. Eso sí que es ser elegante y no lo mío, que casi me desgarré el culo cuando me caí en medio de una zarza mientras estaba comiendo moras junto a la valla de un prado). El champán y el martini, son bebidas que derrochan sensualidad por todos y cada uno de los enlaces químicos de sus moléculas, pero el whisky en cambio no es una bebida apropiada para la conquista. Lo beben los tíos cuando están solos o cuando la chica que les acompaña les importa un carajo. El whisky es cosa de Bogart y de los tipos duros del western. Con whisky se las agarra buenas Dean Martin en Río Bravo o Lee Marvin en cualquier película que se les ocurra a ustedes.

Champán, martinis y whisky, sí, pero ¿y cerveza? ¿Quién bebía cerveza en las películas del Hollywood dorado? Pues si quieren que les diga la verdad, nadie o casi nadie. Muy pocos. Quizás la razón se encuentre en que se trata de una bebida que siempre ha tenido muy poco glamour. Todos quedamos de vez en cuando con los amigos en el bar de enfrente para tomarnos una caña de cerveza y un pincho de tortilla o una tapa de boquerones en vinagre. Realidad a tope. Pero como entre nuestro cotidiano aburrimiento, nuestra caña de cada día y los realitys shows de Telecinco ya tenemos realismo de sobra, cuando nos asomamos al cine (y me refiero al cine americano clásico, al cine de las grandes estrellas, etcétera, etcétera) no nos apetece ver historias de tipos que se ligan a la cajera del DÍA en una discoteca cutre, valga la redundancia, mientras se beben una lata de Mahou cinco estrellas. Queremos champán, martinis y whisky. Y aunque es verdad que los jovencitos de hoy día estamos más acostumbrados que antes (unos más que otros, eso sí) a los champanes de pequeño productor, a los pelotazos de whisky de malta y a los cócteles de Le Cabrera, también lo es que de vez en cuando, sobre todo cuando no nos mira Weirdo, le damos un repaso a la cerveza y a los boquerones en vinagre.

Así que me pongo a buscar la gran película de la cerveza. Una película en la que, por ejemplo, un turbio crimen tenga lugar en una fábrica de cerveza, o en la que una historia de amor sea consumada apasionadamente en un campo de cebada, o que cuente una divertida aventura que conduzca a los protagonistas por las mesas de madera de las cervecerías de Gante o de Amberes. Busco y no encuentro nada. Pero como no voy a rendirme tan pronto, rebajo un poco las expectativas y decido conformarme con películas en las que la cerveza, aún no siendo la estrella principal, sí tenga un cierto protagonismo o, al menos, un pequeño momento de gloria.


Y aquí sí que tenemos algo de material. Podríamos empezar con Groucho Marx haciendo de las suyas en Pistoleros de agua dulce: “¿Llama a esto una fiesta? La cerveza está caliente y las mujeres frías.” En Frenesí, la película que supuso la vuelta de Hitchcock a su Inglaterra natal, una pareja de gentlemen con paraguas y bombín, comentan divertidos delante de unas pintas de cerveza el último crimen del asesino de las corbatas, en un pub cercano a Covent Garden. Alfred Hitchcock. Crímenes, cerveza y humor negro.

También se bebía cerveza en una taberna de la campiña inglesa donde normandos y sajones compartían viandas sin saberlo y donde Sir Wilfredo de Ivanhoe daba buena cuenta de una jarra espumosa que le sirve el posadero. Siempre me han gustado mucho las escenas de banquetes en las películas medievales. Aves, venados y ciervos atravesados por palos que giran lentamente sobre el fuego de una hoguera, mientras las jarras de cerveza se deslizan por las mesas. Kirk Douglas en Los vikingos bebía la cerveza, no en jarras, sino en cuernos, mientras se preparaba para asistir al banquete de Odín, allí donde acudían todos los guerreros vikingos que morían frente al enemigo con una espada en la mano.

A veces la cerveza se muestra como símbolo de amistad y de camaradería. En la película Cadena Perpetua, la recompensa que Tim Robbins le pide a su carcelero por haberle ayudado a ahorrarse los impuestos correspondientes a una cantidad de dinero que éste había recibido de su hermano en concepto de herencia, es poder tomarse unas botellas de cerveza al aire libre con sus compañeros de cárcel. Pitillos y cervezas en la terraza. Es una escena magnífica, pero yo, puestos a elegir, posiblemente me quede con aquella de El cazador en la que un grupo de amigos se reúnen en un bar para celebrar que se marchan a la guerra del Vietnam y que nunca volverán a estar juntos como lo están en ese momento. De paso, celebran también la despedida de soltero de uno de ellos, juegan al billar, beben cerveza y cantan “Can’t take my eyes off you” a grito pelado.

Pero es tan difícil buscar ejemplos que me estoy alejando del Hollywood clásico. Vuelvo a él porque, si de cerveza se trata, hay una película que no se me puede olvidar: El hombre tranquilo. John Ford, cerveza irlandesa, canciones y puñetazos. Los héroes de Ford sí beben cerveza. Una buena jarra es lo que le pide John Wayne al camarero, después de cruzar el desierto en Tres padrinos. Supongo que es lo mismo que pediríamos usted y yo si entráramos en un bar después de cruzar a píe el desierto de Arizona.

También se bebe cerveza en El juicio de Nuremberg, una película que tiene una escena que a mí me encanta y que voy a proclamar como mi escena “cervecera” favorita de todos los tiempos. Los jueces se han reunido para tomar unas copas después de una sesión del proceso que ha resultado ser particularmente dura. En el bar se encuentran con el fiscal, quien parece haber bebido demasiado: “Perdonen” – les dice, - “he tomado una o dos copas de más, como con disgusto habrán advertido ustedes. Lo siento pero el espectáculo de esta tarde con el señor Petersen me ha quitado el apetito.” Llega el camarero con más cervezas. El fiscal (Richard Widmark) levanta un vaso, lo mira con admiración y dice antes de darle un sorbo: “Buena cerveza. La hacen buena en este país… Liebre, cazador, campo… Seamos justos. El cazador disparó sobre la liebre en el campo. Es bien sencillo. No hay ningún nazi en Alemania, ¿no lo sabía usted, juez? Los esquimales invadieron Alemania y se apoderaron de ella. No fue culpa de los alemanes, no. Fueron esos malditos esquimales.”

En el año 1948 tuvieron lugar los juicios de Nuremberg. Mientras en un proceso que avergonzó al mundo entero se juzgaba a los cabecillas del Tercer Reich, en otros juicios paralelos se llevó al banquillo de los acusados a funcionarios, a militares y a los jueces encargados de administrar justicia en la Alemania nazi. Sentar a los jueces en el banquillo es un buen asunto para una película, y así, en 1961, Stanley Kramer produjo y dirigió El juicio de Nuremberg subtitulada en España con el absurdo nombre de Vencedores o vencidos.

El juicio de Nuremberg no ha sido nunca considerada como una gran película por la crítica especializada. Buena sí, pero no excepcional. Todo lo más, una película convencional y entretenida, soportada por grandes interpretaciones, donde el director apenas aporta nada al desarrollo de la historia. Yo, en cambio, no estoy de acuerdo. Para mí, sí que se trata de una película excepcional. Un guión de estructura clásica da lugar a una película que, a pesar de su larga duración y a que se desarrolla casi en su totalidad en un único escenario, resulta muy entretenida. Pero además es una película valiente que se moja y que constituye una acusación contra todos aquellos que se limitaron “a cumplir órdenes” o que se dedicaron a mirar hacia otro lado, porque, a fin de cuentas “¿nosotros, qué podíamos hacer?”

Lo que sí es cierto es que la película cuenta con uno de los mejores repartos de la historia del cine. En ese aspecto, se puede decir que la película derrocha talento. Cuenta Kramer en sus memorias que desde un principio, él fue consciente de que una película de estas características, solamente podía resultar atractiva si contaba con grandes actores. No bastaban buenos actores, tenían que ser los mejores y, además, los más apropiados.

Para Kramer había dos nombres imprescindibles: Spencer Tracy para el papel del juez, y Montgomery Clift como fiscal del proceso. Con Spencer Tracy no hubo demasiados problemas. Leyó el guión, alcanzó un acuerdo con sus honorarios y firmó el contrato. Pero con Montgomey Clift, las cosas no iban a resultar tan sencillas. Así lo contaba Ángel Fernández Santos en una de sus memorables crónicas de El País:

Clift estaba en la cima de su carrera y al borde del mayor abismo de su vida. Unos años antes, un accidente de automóvil le había destrozado el rostro, que hubo que reconstruir centímetro a centímetro. Su hosco y agrio carácter se ensombreció más, y lo llevó a la frontera del suicidio cotidiano. Pero, dotado Clift de un férreo dominio de sí mismo, logró dar un violento giro a su carrera, volvió del revés como un saco a su método de creación de personajes, y, entre las brumas del alcohol y el Nembutal, cuando nadie daba ya ni un centavo por su carrera, realizó tres interpretaciones geniales en De repente, el último verano de Mankiewicz, Río salvaje de Kazan, y Vidas rebeldes de Huston.

Kramer localizó a Clift en un escondrijo anónimo de Puerto Rico y le envió el guión, pidiéndole que se interesase por el omnipresente personaje del fiscal, por cuya interpretación le pagaría 100.000 dólares. Luego sobrevino uno de los innombrables silencios del actor, jalonado por algún recorte de periódico donde se le localizaba borracho en una hedionda esquina, o apaleado a la puerta de un tugurio, enmarañado en los vericuetos de la compraventa de amor oscuro.

Unas semanas después Clift emergió del subsuelo e hizo ante el atónito Kramer una loca oferta: no quería interpretar al protagonista; había actores, como Richard Widmark, a quien el personaje les venía a la medida; en cambio le interesaba un personaje episódico, Petersen, un judío castrado por los nazis que testifica ante el tribunal. Haría este personaje con dos condiciones: que su escena fuera rodada en continuidad y que no se le pagara ni un solo dólar por ello.

Antes de rodar la escena, Clift pasó varios días mirando obsesivamente una fotografía de Kafka. Una mañana entró en la peluquería del hotel Bel Air, mostró el rostro de Kafka e indicó que le cortaran el peló así. La escena se rodó en abril de 1961, de un tirón y con varias cámaras. Tracy abrazó conmovido a Clift cuando este terminó. El resultado es un monumento del arte interpretativo. Nadie como Clift, dijo Richard Burton, salvo la Garbo, tiene la extraordinaria facultad de dar la sensación de encontrarse en inminente peligro, de que puede estallar o morir ante uno mismo en cualquier momento.

Es esta la mejor definición posible de la magistral escena, llena de violencia y contención, en la que Clift, casi totalmente inmóvil, jugando solo con su asustado y kafkiano rostro, hace un alarde de utilización sonora del silencio, y consigue comunicar con sus ojos dolor, estupor, inocencia, temblor, en un estado de total pureza y de total desastre.

En siete minutos, Clift entregó al futuro la esencia de un arte perfecto y en estado de gracia. Solo siete minutos le bastaron para fijar un prodigio de técnica incorporada a una inspiración torrencial. Solo siete minutos para que Clift, sin recibir un solo céntimo, se adueñara de la gloria del filme.


El juez, ya lo hemos dicho, era Spencer Tracy. Y allí estaban también un furioso Burt Lancaster, que echaba fuego por los ojos; Richard Widmark, asumiendo extraordinariamente el papel de fiscal que Clift había rechazado; Judy Garland, ofreciendo una interpretación conmovedora mientras intentaba sobrevivir a sus adicciones, a sus crisis nerviosas y a sus problemas personales, y Marlene Dietrich, deslumbrando todavía a sus sesenta años con su caída de ojos. Pero, además, estaba Montgomery Clift, quien escribió durante siete minutos una de las páginas más bellas del arte de la interpretación.

Esos siete minutos constan de dos partes. En la primera, el fiscal le interroga hasta concluir que fue condenado a ser esterilizado, que realmente lo había sido y que la sentencia fue firmada por algunos de los jueces que se encuentran ahora sentados en el banquillo. En la segunda, el abogado defensor (Maximilian Schell) toma el relevo del interrogatorio y se dirige al testigo:

Defensor: - “Señor Petersen, ha dicho usted que en el Tribunal de Stuttgart le hicieron dos preguntas: las fechas de nacimiento de Hitler y de Goebbels. ¿No es cierto?”
Petersen: - “Sí, en efecto”
D: - “¿Qué más le preguntaron?”
P: - “Nada más.”
D: - “¿Podría decirme, señor Petersen, cuanto tiempo fue a la escuela?”
P: - “Seis años.”
D: - “¿Seis años?, ¿por qué no fue más?”
P: - “Tuve que ponerme a trabajar.”
D: - “¿Diría que fue usted un buen estudiante en la escuela?”
P: - “¿En la escuela? De eso hace ya tanto tiempo que no sé…”
D: - “Tal vez no era usted capaz de seguir a los demás y por eso…, por eso no continuó.”
P: - (No contesta)
D: - “¿Era usted capaz o no era usted capaz de seguir a los demás?”
P: - (No contesta)
D: - “Voy a referirme al informe sobre el señor Petersen librado por su propia escuela: No pudo progresar y fue trasladado a una clase para retrasados mentales.” (Ahora dirigiéndose al señor Petersen): “¿Dice usted que sus padres murieron de muerte natural?”
P: - “Sí.”
D: - “¿Querría usted describir con detalle la enfermedad de que murió su madre?”
P: - “Murió del corazón.”
D: - “En las últimas fases de su enfermedad, ¿dio muestras su madre de alguna peculiaridad mental?”
P: - “¿Mental? No, no.”
D: - “En el informe recibido de Stuttgart consta que su madre sufría debilidad mental hereditaria.”
P: - (Muy alterado) “Eso no es, eso no es verdad, no es verdad, no es verdad.”
D: - “Entonces podrá darnos usted una explicación de por qué el Consejo de Sanidad hereditaria de Stuttgart llegó a tal conclusión.”
P: - “Eso fue sólo algo que dijeron para ponerme en la mesa de operaciones.”
D: - “Con que sólo fue algo que dijeron.”
P: - “Sí.”
D: - “Señor Petersen, había un sencillo test que el Consejo de Sanidad empleaba en los casos de retraso mental. Ya que dice usted que no se lo hicieron entonces, quizás podría hacerlo ahora: forme una oración con las palabras liebre, cazador, campo. Tome el tiempo que quiera.”
P: - “Liebre, ¡bah!... Liebre…. Cazador…. Ya estaban de acuerdo cuando, cuando me hicieron entrar en el Tribunal, ya estaban de acuerdo. Ya estaban de acuerdo (gritando). Me metieron en el hospital igual que un criminal. Nada pude decir. Nada pude hacer. Tuve que… que quedarme allí. Mi… mi madre, ¿qué dicen de mi madre? Era una mujer, una sirvienta que trabajaba a todas horas, una mujer que trabaja sin descanso y no está bien lo que dicen de ella. ¡Ah, sí!, Quiero enseñárselo. Aquí tengo su fotografía. Me gustaría que la vieran. Querría que ustedes juzgaran. Les pido que ustedes me digan si ella era débil mental. Mi madre, ¿era débil mental? ¿Lo era?”
D: - “Considero que es mi deber señalar al Tribunal que el testigo no puede regir sus facultades mentales.”
P: - “Sé que ya no puedo. Desde aquel día. Hicieron de mí una sombra de lo que había sido.”
D: - “Este Tribunal no sabe cómo era usted antes, y nunca lo sabrá. Tiene sólo su palabra.”

En ese momento el juez suspende la sesión.

Liebre, cazador, campo…. No me extraña que el fiscal y los jueces necesitaran tomarse una cerveza al salir del Tribunal. Yo voy a tomarme una ahora mismo. Por si a ustedes les interesa les diré que me gusta mucho la Chimay etiqueta azul, y que nunca pierdo la oportunidad de pedir una botella de tres cuartos de litro cuando me acerco a la barra del Restaurante Juanito de Jerez de la Frontera. Me encantan las cervezas de abadía, oscuras y espesas, que compro a veces en el Carrefour o en el Supermercado de El Corte Inglés. Me gusta mucho el amargor de la cerveza Alhambra Reserva 1925, “la caducá”. Sé que no voy a ser muy original si les digo que fue en la cervecería “U Fleku” de Praga, donde me sirvieron la cerveza más rica que yo haya probado nunca. También me apetece de vez en cuando tomarme una pinta de cerveza negra en algún pub irlandés. En Madrid, cuando paseo por la zona, me gusta acercarme a la Taberna La Ardosa, para tomarme un vaso de cerveza tostada y un pincho de tortilla de patatas. A veces me lío yo solo y sigo con los canapés de tomate y anchoa, con el salmorejo, con la mojama y con las croquetas. Y entonces pido otro vaso de cerveza.

Ya no se me ocurre nada más que decir. Releo lo escrito y creo que como comentario de cine igual tiene un pase, pero como artículo dedicado a la cerveza ha resultado bastante penoso. Bueno, ¿qué le vamos a hacer? Será porque yo nunca he sido muy cervecero, ya que no cabe duda de que el tema da mucho más de sí. En cualquier caso, vamos a bebernos juntos este post, porque aunque un vaso de cerveza no pueda compararse con una copa de vino, de vez en cuando también apetece.

jueves, 14 de octubre de 2010

Nikkei 225

Agazapado durante estos últimos años tras las barras de los exitosos imperios Kabuki y Sushi Bar, Luis Arévalo ha sabido aprovechar su momento para dar el salto hacia la mayoría de edad.

Ha bastado su desaparición durante un par de meses de la escena madrileña para que muchos de sus incondicionales seguidores intuyeran que algo estaba tramando. La respuesta se llama Nikkei 225. Pocos restaurantes han generado una expectación tan grande entre los sushívoros de la capital, que ya son legión. El escenario: un local espectacular en la calle Fernando El Santo, semiesquina con Paseo de la Castellana. Intachable la decoración, un híbrido entre un teatrillo art noveau y ambientes que recuerdan direcciones artísticas de Stanley Kubrick o Vincenzo Natali. Podrá gustar más o menos, pero es innegable su personalidad y marca una distancia con la corriente minimalista imperante. En ese sentido, cabe destacar el buen hacer del estudio de García de Vinuesa para proyectar una geometría imposible a priori, con dos salones separados por un prolongado pasillo. Un galimatías resuelto con inteligencia rompiendo la excesiva longitud del corredor mediante elementos visuales rítmicos y convirtiendo ese pasillo en una de las señas de identidad del local. Manierismo del bueno.

No sé si premeditadamente o no, pero esta declaración de intenciones en lo arquitectónico se ha trasladado a lo gastronómico. Si Arnold Hauser levantara la cabeza hablaría de gastromanierismo, de búsqueda del equilibrio entre la armonía del producto y la trasgresión de lo clásico; creación, no imitación. La relación entre tradición e innovación es materia que ha de resolverse mediante la inteligencia. Y si algo sobra en la cocina de Nikkei es inteligencia.

Por lo pronto nadie podrá acusar al nuevo Nikkei 225 de plagiar a los restaurantes de cocina japonesa en boga, a los asiáticos fusionados trendy, a los cañí-fusión o a los chinos para chinos y no tan chinos. Porque aquí no sólo encontraremos los sushis, nigiris y makis imaginativos a los que nos tiene acostumbrados Luis Arévalo; sus tartares acebichados o cebiches atartarados y esa habilidad innata para incorporar ingredientes de las cocinas japonesa, peruana y española. La cocina no se reduce a un sushiman y una “zona de calientes” marginal. La cocina en Nikkei 225 es sushiman, sí, pero es Cocina con mayúsculas.

Un delicadísimo tartar de salmón con chimichurri sobre papa frita, la perfecta tempura de cocochas con salsa de berberechos, el carabinero en sashimi con yuca y quinoa, su bacalao con erizo y berberecho, las carrilleras con salsa teriyaki, los adictivos yakitoris de pollo y langostino, un espectacular gunkan de tartar de vieiras con salsa huancaína y crujiente de algas; o unas monumentales y adictivas albóndigas de rabo de toro en salsa teriyaki, candidatas sin duda al premio Tupperware de Oro del año. Conceptualmente toda la evolución de la cocina de Arévalo queda compendiada en su nigiri de pez mantequilla con salsa de anticucho, fusión en estado puro, un monumento a la simplicidad, pero que reúne en un centímetro cuadrado todo su complejo universo creativo.

Otro acierto es el esfuerzo por consolidar una carta de postres propios, todos ellos muy personales. Entre todos ellos, destacar, conmocionado, el suspiro limeño con helado de haba tonka. No traten de llamar a Häagen Dazs para que lo incorpore en su catálogo. Ya lo hice yo.

Pieza clave en la concepción de Nikkei es Lai Rueda, al que todos conocerán por su paso por los más conocidos asiáticos de Madrid. Aquí le encontramos desarrollando una dirección de sala impecable. Profesionalidad y siempre una buena cara, algo tan elemental pero tan extraño de encontrar hoy en día. Él es el responsable de una carta de vinos descomunal a la altura del proyecto y que merecería un capítulo aparte. Orgiástica. Pero también es el responsable de todos esos intangibles que terminan haciendo que toda una maquinaria como ésta funcione.

La libertad creativa que se le ha otorgado a Luis Arévalo es plena, todo un acierto por parte de los socios de este proyecto, gente ajena a este circo de lo gastronómico, pero que han demostrado un gran sentido común y buen ojo en la elección de sus compañeros de viaje. Si alguno dudaba del talento de Luis o su capacidad para hacerse con el timón de una cocina de nivel, aquí está la prueba. Para los rezagados, para los incrédulos e incluso para los que siempre hemos diagnosticado en él todos los síntomas de la genialidad, ha nacido una estrella.

Restaurante Nikkei 225.
Paseo de la Castellana, 15 esquina c/Fernando el Santo

Tfno 91 3190390