lunes, 25 de julio de 2011

Empanada, marisco, ribeiro y más pulpo

1-Empanada

Como ya comenté me gustan los platos que llevan en su apellido su origen,sin banderas ni himnos, con productos y elaboración¡como debe ser!. En el caso de la empanada sin embargo debemos considerar que el apellido sobra , la empanada es gallega, es como el Nescafé no hace falta que digamos que es de Nestle,es el nescafé y punto. De verdad que no quiero pisar callos patrios y que me perdonen salmantinos, aragoneses,asturianos e incluso catalanes y mallorquines, pero la empanada es gallega.

No está de mas recordar que para los que nos criamos en ese Madrid de barquilleros, bandas en el Retiro, sesiones continuas, helados en Rosales, chachas y soldados ,bocadillos de calamares y triunfos merengues (esto último todavía pervive), la empanada era sinónimo de bares montados por emigrantes gallegos en las zonas de Salamanca y Centro. Barras de pimientos de Padrón, lacones degollados,nécoras desvaídas,tortillas adoquinadas ¿Dónde estabas entonces tortilla de Betanzos?, flacidos calamares, enlaminadas raciones de pulpo y la empanada, la empanada siempre al fondo con un corte que nos mostraba sus vísceras. Ese corte dejaba ver un exterior ligeramente dorado, color madera Ikea,una gruesa capa de miga ¡blanca que te quiero blanca! y acto seguido un picadillo de perdigones de carne con lágrimas de cebolla pochada y gruesos trozos de pimiento rojo, un auténtico desembarco de ácidos e hidratos de carbono en el estomago.

La otra versión al alcance de nuestros estudiantiles bolsillos era una auténtico monumento al Alka Seltzer, no existía Almax entonces, se trataba de la empanada de panadería, siempre de atún, siempre sobre una bandeja circular de cartón y siempre con un cuchillo al lado con el que nos cortaban un triangulo cuya parte inferior se doblaba hacía abajo nada mas despegarla de su féretro de cartón, a la boca resultaba ser un engrudo ácido de difícil masticación, peor deglución e imposible digestión.

Con estos antecedentes entenderéis mi precaución a la hora de probar la empanada, gallega como ya he dicho, adicionalmente es un plato a respetar, se trata de uno de los datados desde hace mas años de la gastronomía española,siglo VII nada menos ,y que incluso se encuentra retratado en el glorioso Portico de la Gloria, no soy muy religioso (el futbol y el cine no cuentan) ,pero ese pórtico impone. No es mi intención crear un listado con mis top 10 de las empanadas gallegas, ni discutir si la harina de maíz o de trigo, ni si el relleno de carne o pescado, ni si huevo batido o manteca para dorar, ni si comerla en grupo o en solitario.Si os voy a hablar de lo que para mi es una empanada perfecta, esta debe no debe ser muy gruesa ,un dedo tamaño Charles Laughton como máximo, el relleno debe ser jugoso, dulce o punzante, pero nunca ácido, debe prescindir de pimiento rojo y sobre todo la masa debe ser fina y tostada, no dorada, que exhale aromas de hornos, que acompañe con elegancia el relleno y que en su paso por la boca demuestre que es un ingrediente mas, el mas elegante,el que sabe ceder el paso a los demás.

Citaré solamente una la que sirve el catering de Pepe Solla ,que dirige su hermano, la de zorza o la de bacalao con pasas , auténticos ejemplos no de la auténtica empanada seguramente, pero si de lo que en mi opinión es sublime.

2-Marisco

No fue durante mi tierna infancia santo de mi devoción el marisco, tanto moluscos como crustáceos, si exceptuamos los mejillones. Se trataba de una comida que los mayores festejaban cuando lo había o lo había para festejar, rara vez lo compartían con nosotros y nosotros rara vez compartíamos con ellos el balón, una comida elitista en fin.

Ese elitismo del marisco se vivía no solo en casa sino también en la calle y en los escasos medios de comunicación de entonces, eran manjares para poderosos, adinerados, queridas, faranduleros y políticos, valga la redundancia. La clase media se limitaba a disfrutar del mismo en Navidades y en las “mariscadas para dos”, ejemplo de cómo se puede llegar a desvirtuar un manjar victima de su propio prestigio. Los bares-restaurantes gallegos antes citados eran expertos en la formula, una inmensa bandeja de aluminio con toda clase de piezas amontonadas exhalando un intenso aroma a amoniaco y acompañado de cuartos de limón, vano intento de remediar lo irremediable. Cuanto mas barata era la “mariscada” mas intenso era ese aroma y mas desesperados los intentos de los comensales por sorber, robar y arañar unos pedazos de sustancia a semejante colección de cáscaras hueras, los niños a nuestra tortilla con pimientos.

Los tiempos cambiaron, las “mariscadas para dos” sobreviven, pero ese tierno infante despertó al marisco como nuestra patria despertó a la democracia, con ilusión, ganas, compromiso y sin un duro. El destello vino desde nuestra adorada TVE, un numero de Tip Y Coll , los maestros lanzaban pullas a diestro y siniestro a la vez que devoraban unas patas de centollo , eso no podía estar malo, eso tenía que tener un porqué. Manos a la obra probé mi primera mariscada y mi primera intoxicación aguda, seguirían muchas mas, hasta que mi pater familias cual senador canario tomó el mando de mi educación y me llevó a una marisquería en la calle Fuencarral, creo que todavía está abierto, donde me dijo una frase que todavía tengo en mi cabeza ”el marisco barato es una meiga”.

Y como haberlas haylas en mi último periplo por tierras gallegas me encaminé a O Carballiño, provincia de Orense, allí en Maside existe un restaurante llamado O Barazal, restaurante de interior pero con una materia prima en cuestiones de mar de primera ,el mostrador de entrada es toda una declaración de intenciones, el mar en plan carta de ajuste, todo tipo de piezas que surcan los mares expuestos para los visitantes

Me gusta mucho comer marisco, pero sigue sin gustarme una comida exclusivamente a base de marisco, para mi el menú perfecto ,al igual que la empanada perfecta, es el siguiente:

-media docena de longueirones

-tres ostras

-100 grs de percebes

-dos santiaguiños

-una nécora

-una cigala plancha

-un pescado o una carne.

En el caso de O Barazal, bien recomendado por Ligasalsas que es quien me dio la pista,el pescado debe pedirse a la plancha y ser muy severo a la hora de exigir que se quiere poco hecho. El resultado fue una mariscada de gran calidad, precio contenido y un rodaballo de quitar el hipo.

No contento con esa formula al día siguiente, afectado por la cena en Solla y queriendo reponer fuerzas, opte por la formula de mariscada contundente, es la siguiente:

-almejas marinera,para mojar pan y crear la base.

-media langosta

-anguilas fritas

-Paletilla de cabrito al horno

El resultado de nuevo me confirmó que la mejor forma de pegarse una buena mariscada es la de no comer solo marisco, las meigas , ya se sabe.

3-Ribeiro

El vino de ribeiro ha formado parte de otro de nuestros grandes suplicios juveniles madrileños, el acompañar el bocata de calamares post-cinema con una caña de cerveza posiblemente se debía a la imposibilidad de acompañarlo con un vino de Ribeiro sin sufrir una ulcera duodenal. Eran vinos ácidos, sin aromas, sin color y sin cuerpo, se empeñaban en servirlos en tazones blancos y se confundían con los igualmente lamentables albariños que se consumían en los madriles,eso si todo en su tazón blanco.

Me explicaban hace poco responsables de la D.O. que eso se debía a la mala vinificación y a la utilización masiva de palomino, hoy en día la preponderancia de la treixadura , la torrontés y la godello ayudado por unas mejores técnicas en bodega han conseguido dignificar esos vinos, punto con el que estoy de acuerdo .

No estoy tan de acuerdo con la moda, tan actual, de hacer pensar que lo autóctono lo es desde tiempos inmemoriales y sobre todo de olvidar los logros de nuestros antepasados. En el caso del ribeiro es difícil encontrar menciones a los monjes que importaron la treixadura (originalmente rieslig) y sobre todo es casi imposible leer una mención a la importancia que tuvieron los comeriantes judíos en su comercialización en la edad media.

Para subsanar esos olvidos nada mejor que visitarel monasterio de San Clodio o el precioso pueblo de Ribadavia, capital de el ribeiro y donde es fácil emocionarse paseando por la antigua aljama,tapeando en los mesones,catando el Beade Primacia o el Sameiras 1040 y saliendo disparado a comer al Galileo, que no está en la comarca pero que es la mejor solución y donde Flavio Morganti realiza una curiosa y sensata cocina gallego-italiana o viceversa. Recomendables el carpaccio de ternera gallega, los gnocchi de patatas y castañas, el capón y el café ahogado con avellana garrapiñada, no podía dejar de mencionar un postre.

4-Mas pulpo

Se nos quedó en el tintero la semana pasada un punto importante, el pulpo a la gallega recién hecho mejora sensiblemente y es justo destacar la labor secular de las famosas pulpeiras. Como ya sabeis tatúan sus platos de madera con unas inciales, pues bien las que corresponden a AC son altamente recomendables, pulpos de casi cuatro kgs a los que les daba un tiempo de cocción de “depende”, esa fue la respuesta a mi pregunta, y que aliña con mano maestra ¡memorable!

lunes, 18 de julio de 2011

Fabada, pulpo, tortilla y buey

1. Fabada

La fabada la tomé en Prendes, en Casa Gerardo. Tenía judías, chorizo, morcilla y lacón. Una fabada asturiana de puta madre. Me suelen gustar los platos que adornan su nombre con su denominación de origen: fabada asturiana, cocido madrileño, pote gallego, paella valenciana, gazpacho andaluz, quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos. Todos presumimos de conocer el mejor sitio para comerlos. Son platos que, además de estar buenos, nos llenan el corazón de fervor patriótico: ¡viva el vino de mi pueblo, viva mi pueblo y viva la madre que me parió! La cocina no es la patria, ni el vino tampoco, pero algunos piensan que sí y buscan su identidad y su esencia en el paisaje, en el concepto de raza o en un plato de fabada, plato que sabrá mejor si al fondo suena el disco del abuelo Víctor o el de la planta 14 del pozo minero.

Antes de ir a Casa Gerardo ya sabía yo que era buena la idea de mezclar en una cacerola legumbres y carnes de cerdo, pero después de pasar por el restaurante de Prendes he salido todavía más convencido. En Casa Gerardo he vuelto a caer en la fascinación de la fabada. Y eso que yo suelo ser más partidario de los guisos con garbanzos: callos con garbanzos, potaje de vigilia, cocidito madrileño del ayer y del mañana, pesadumbre y alegría de la madre y de la hermana... Pero, ojo, que no es porque me emocione lo madrileño ni porque me guste defender las cosas de mi ciudad de esa forma bobalicona e irracional a la que estamos tan acostumbrados los españoles (aunque, eso sí: a muerte con mis colores). A mí no me tiembla vibrante el pecho cuando veo izada la bandera de la comunidad autónoma madrileña ni cuando contemplo la jeta de Esperanza Aguirre. Yo no me paso el día hablando de la movida madrileña ni se bailar el chotis. Me gustan mucho los vinos que se llaman Domaine, y nunca se me ocurriría decirle a los amigos que vienen de fuera: “te vi a llevá a probá un cocido que te vas a cagá; porque escucha, tú, que si nos has probado el cocido del sitio a donde te vi a llevá, es que no tienes ni puta idea de lo que es un cocido de verdá, y tal y tal”. No es eso, lo que ocurre es que en mi casa comíamos cocido todos los sábados, y debo tener el cuerpo más acostumbrado al garbanzo que a la judía. Como se dice ahora, soy más de la cultura del garbanzo.

Dicen que lo que a uno le emociona de verdad es volver a probar una y otra vez los sabores de la infancia, pero, aunque eso sea verdad, a ciertos platos no se les puede nunca dar la espalda. La fabada es para mí uno de estos platos por más que su sabor me evoque más a una lata de Litoral que a la cocina de mi abuela. Pero tampoco es que haya comido muchos niguiris de niño, la verdad, ni muchos magret de pato, y ahora me gustan. Como cualquier otro plato mágico, una buena fabada tiene sus secretos y los asturianos los conocen mejor que nadie. Me gusta su nombre: fabada. Parece que basta con oírlo para que entre hambre. Yo no se prepararla; no me sale buena. A mí la fabada, al igual que el cocido, me gusta de plato único, mezclando algo de carne y de judías en cada cuchara o, mejor aún, alternando cucharadas: ahora una con judías y carne, ahora otra solo con judías. Me gusta estrellar la judía contra el paladar y que se muestre resbaladiza y pringosa. Si la fabada está buena, me gusta repetir. Cuando en Madrid me entran ganas de comer fabada, me acerco al restaurante Asturianos de la calle Vallehermoso, donde creo que la hacen muy rica. Pero en espera del veredicto de mis amigos asturianos, que de esto entienden una barbaridad, les diré que la fabada de Casa Gerardo me pareció fantástica. Ligera y sabrosa. Exquisita.

Si viviera cerca, me acercaría de vez en cuando a comer fabada, fabada y más fabada, pero como era la primera vez que iba, preferí tomar el menú degustación. Es cierto que el inicio no me pareció muy prometedor. Cuando después de un cóctel de tomate (que consistía en un vaso de agua de tomate con un tomate dentro) me sirvieron un jugo de pimientos morrones que sabía a jugo de pimientos morrones, y unas lascas de manzana y nabo que sabían a lascas de manzana y nabo, me empecé a acordar del nombre de algún cocinero vasco cuyos platos todavía hoy me provocan pesadillas. Pensé que a lo mejor me encontraba otra vez en presencia de uno de esos cocineros artistas que, en su búsqueda del santo grial, consiguen platos tan delicados, tan delicados, que solo saben a eso, a delicadeza. En los años sesenta surgió una tendencia en el cine que buscaba suprimir de las películas lo artificial y lo accesorio y terminó eliminado el guión, la interpretación y todo aquello que una vez hizo maravilloso al séptimo arte. Esta cocina, como aquel cine, goza del favor de los críticos y también tiene su público, así que, por mi parte, ningún problema. Pero no se equivoquen, en Casa Gerardo estos platos tan delicados fueron el preámbulo de un banquete sensacional. Pronto apareció en la mesa una suculenta croqueta del compango de la fabada y, luego, una maravillosa ostra a la plancha envuelta en un pilpil de plancton que sabía a alguno de esos platos que te sirven en un restaurante marinero del Puerto de Santa María. Siguió después un plato llamado “cigala, café, cigala, café...”, que consistía en una soberbia cigala aromatizada con aceite de café, y un exquisito consomé de cigalas acompañado de una galletita salada con sabor a café. Es un plato que seguramente no me habría apetecido mucho si me lo hubieran explicado antes, pero que funcionó de maravilla y que pienso repetir cuando vuelva. Probamos más cosas: un fantástico guiso de tripas y migas de bacalao, unos lomos de salmonetes acompañados de una estupenda crema de patatas, un delicioso cóctel sólido de manzana y un trozo de ternera asturiana con queso. Luego, la fabada. Como nos insistieron amablemente, tuvimos que repetir: - ¿Otro poquito? - Bueno, vale, pero traiga usted más pan. No faltó tampoco el arroz con leche. No faltó de nada. Si acaso, se echó de menos una camita para echar la siesta.

2. Pulpo

El pulpo lo tomé en Ribadeo, en Casa Villaronta. Si la fabada no es un plato de mi infancia, el pulpo menos aún. Además, a diferencia de la fabada, el pulpo no me gustaba de niño. Me parecía un plato de aspecto viscoso, de textura basta y gomosa, y con un sabor parecido al que podían tener los chicles malos después de haber sido masticado durante tres cuartos de hora, por lo menos. Se trataba del bicho que había atacado al submarino del Capitán Nemo servido en las barras de muchos bares cutres del centro de Madrid, cortado en rodajas y acompañado de una mayonesa que el diablo confunda y que debe ocupar el número tropecientos en mi ranking de mayonesas de bares cutres del centro de Madrid. Además de eso, solo había probado alguna lata de pulpo en aceite, sin demasiado interés. En mi ignorante opinión, se trataba de una abominación a evitar, como la sangre encebollada o como los entresijos que servían en la Freiduría de Gallinejas de la calle Embajadores:

Para la niña y la vieja
las mejores gallinejas.
Las gallinejas mejores
están en Embajadores.

Ahora ya sí que me gustan los entresijos, las gallinejas y el pulpo, La sangre encebollada todavía no, pero no me rindo.

Aunque no se pueda decir que el pulpo sea un plato típico gaditano, a mí me empezó a gustar cuando lo probé en un bar gallego que había en Cádiz. No recuerdo ni cómo se llamaba el bar ni dónde estaba. No se si seguirá abierto, no lo creo, porque lo llevaba una señora que era ya muy mayor hace ya muchos años, pero lo que sí recuerdo es que fue allí, en Cádiz, donde por primera vez comencé a apreciar el pulpo a la gallega, un plato que es delicioso si el pulpo es tierno y sale acompañado de un chorreón de buen aceite y de un baño de pimentón y de sal gorda. Nada más. Luego, descubrí que también está bueno si se acompaña de patatas cocidas. El pulpo de Casa Villaronta no llevaba patatas. Estaba muy bueno, pero si quieren que les diga la verdad no estoy muy seguro de que dé para tanta literatura como genera. Un compañero del trabajo, natural de Ribadeo, cuando le dije que iba a visitar su pueblo me escribió un correo en el que me hablaba de las Cuatro Calles y de los bares de la calle Villafranca: “allí están los mejores sitios para tomar pulpo”, me decía; “entra donde te parezca, pues en todos está bueno”. La realidad es que, a pesar de lo que diga mi colega, no creo que merezca la pena ni uno solo de los bares de la calle Villafranca y empiezo a pensar muy seriamente que la gente que conozco es muy propensa a exagerar las virtudes gastronómicas de sus ciudades o pueblos: la calle del Laurel en Logroño, el barrio húmedo de León, la calle de las tapas en Zamora, los bares de Granada y tantos otros sitios cuyos productos suelen ser recordados con pasión y descritos con entusiasmo por sus antiguos parroquianos pero que en realidad no valen ni un pimiento. Bueno, si lo pienso un poco creo que yo también soy así y, como todos, también intento mejorar la realidad disfrazándola con un vestido más bonito del que en realidad tiene.

Como ya he dicho antes, el pulpo de Casa Villaronta sí que estaba bueno. Quizás no tanto como el que nos sirvieron en una encantadora taberna del puerto de Viavélez en la que hace pocos años oficiaba Paco Ron, pero estaba bueno. Lo malo fue que vino acompañado de una ración de calamares fritos fríos que hubo que devolver a corrales y de un trozo de empanada parecida a esas que se venden envueltas en celofán en cualquier panadería cochambrosa. Mi consejo en Villaronta: un plato de pulpo, una caña y a otra cosa. Si estáis por la zona y queréis probar una empanada deliciosa, acercaros a Luarca, que no está tan lejos, y sentaros en el estupendo restaurante Sport a comer su empanada de merluza. No admite comparación.

Probé salpicón de pulpo en Peñalba, cazuela de pulpo y almejas en La Solana, y empanada de pulpo en un bar del casco viejo de Viveiro. Yo buscaba también comerme un plato de fabes con pulpo en su tinta, pero no encontré donde. He comido mucho pulpo. Tanto, que una noche un pulpo revivió en mi estómago y el bicho vengador comenzó a expulsar tinta y furioso atrapó mi lengua con sus tentáculos. Yo quería gritar, pero, como os podréis imaginar, resulta imposible hacerlo si tienes un pulpo vivo en el estómago que te agarra la lengua y te llena la boca de tinta. Era espantoso, pero cuando más angustiado estaba me desperté y fui al baño. Al día siguiente no pedí pulpo en el restaurante, pedí tortilla.

3. Tortilla


La tortilla la tomé en Valdoviño, cerca de Cedeira, en la Taberna do Puntal, acompañada de un Ribeiro Viña Mein. La podía haber acompañado de cualquier cosa, pues la tortilla sienta bien con el blanco, con el tinto y con el rosado; lo mismo liga con la Viuda de Clicquot que con el Marqués de Riscal; le va de perlas al Rioja, al Ribeiro y a la manzanilla de Sanlúcar de Barrameda; acompaña con acierto a la cerveza y al vermú, al bitter Cinzano soda y al whisky con hielo; marida con la Coca Cola, con la Fanta naranja (y delicioso limón) y con la tónica Schweppes; si le insistes un poco, se lo sabe montar con el zumo del desayuno, con el café con leche, con el Cola Cao y con el agua de Bezoya, que agranda el espíritu y ensancha el corazón.

Está buena con cebolla o sin cebolla; con el huevo así o asao; la de Lesaka, la de Gabino o la de Betanzos; la de mi madre o la de la tuya, en tu casa o en la mía; con tomate frito, con mayonesa, con salsa brava o con el mojo de Kalakahua. Se puede tomar en pincho, en ración o en bocadillo. El bocata de tortilla es ideal para la merienda, para el almuerzo de media mañana, para llevártelo al campo de excursión o para que te lo zampes en el intermedio de un partido de fútbol (aunque aseguran que si el partido es del Atlético de Madrid conviene tomar también, por precaución, un antiácido). Es un bocadillo que puedes comer despreocupadamente mientras estás en Babia o piensas en Las Batuecas, pero si lo prefieres puedes también prestarle la atención que se merece y reflexionar mientras tanto sobre la comida, sobre el acto de comer o sobre el sentido de la existencia. Es un bocadillo que sirve tanto para la segunda edición del Telediario como para la segunda parte de El Padrino, se que fuiste tú Fredo, me destrozaste el corazón. Es apto para matar el gusanillo o para matar el hambre, para celebrar una noticia que te provoca ilusión o para olvidar un desengaño amoroso. Se puede tomar leyendo una Égloga de Garcilaso o el Marca. Sirve para cualquier situación. Y si estás harto de la situación basta con que le des la vuelta a la tortilla.

La tortilla está buena a cualquier hora. No hay mejor aperitivo que un pincho de tortilla; ni mejor cena. Cuando me pongo a imaginar una velada veraniega ideal, no pienso en un buen champán francés ni en una cena con velitas para dos, que siempre es con otra, amor, nunca contigo, bien sabes lo que digo, sino que pienso en una tortilla de patatas, un tomate aliñado y un porrón de clarete. Puede ser una entrada o un plato principal. Destaca tanto en una cena informal como en un banquete de gala, en una boda o en un divorcio. La puedes compartir o comértela tú toda. Ná te debe y ná te pide y, como la bien pagá, sabe compartir contigo penas y alegrías. No es impaciente y te puede esperar si estás ocupado, pues está buena caliente, templada o fría (nunca recalentada). Si quieres la puedes servir acompañada de unas croquetas o de un plato de jamón, pero no es necesario porque ella sola se basta y sobra para dar placer. Es capaz de adaptarse a tu estado de ánimo y en mi opinión le va muy bien a las canciones de Concha Piquer, a las de Cole Porter y a las sinfonías de Beethoven, pero nada impide que tú lo intentes con los Sex Pistols, con Perales o con Georgie Dann, pues ella sabrá ponerse agresiva, mimosa o pachanguera, según convenga.

La tortilla se puede hacer de muchas formas, pero hay que hacerla con cariño porque si no, puede volverse desagradable. En muchas cafeterías se pueden comer tortillas desagradables. Mi tortilla favorita tiene cebolla, mucha cebolla, la patata frita a fuego medio y abundante huevo para que quede jugosa pero sin pasarse. En Madrid, la que más me gusta es la que sirven en La Penela. La que tomé en la Taberna do Puntal era fantástica. Fue una recomendación de Yerga que yo os transmito. Comí percebes, tortilla y una ración de marrajo que nunca olvidaré. Fue una gran comida. Durante el viaje hubo otra tortilla, en La Casilla de Betanzos, pero no me gustó tanto.

4. Buey


El buey (cecina, hamburguesa y chuletón) lo tomé en Jiménez de Jamuz en El Capricho, cuando volvía para Madrid.

Estaba cojonudo.

lunes, 11 de julio de 2011

Reflexiones sobre la resaca


No hay nada más normal para un cristiano educado en la culpa, que aceptar la resaca como algo natural. Según la tercera acepción de la RAE es el “malestar que padece al despertar quien ha bebido alcohol en exceso”. Como la diarrea o la gota, es el resultado de demasiado placer, la consecuencia de falta de disciplina y control. Debe haber, sin duda, algún tipo de equilibrio cósmico, porque al gozo de la ensoñación y la alegría de la noche previa, le sigue el dolor. Una mañana de espesura, agonía de cinco o seis horas en la que el tiempo va demasiado despacio y los ruidos se convierten en flechas que laceran el cerebro.

Mis mañanas de resaca, normalmente en fin de semana, se inician pronto. Considero una bobada perder el tiempo durmiendo demasiadas horas, puesto que por alguna razón que se me escapa mi cuerpo apenas descansa. Los sueños, que deben ser algo así como el tubo de escape de la vida, se vuelven vívidos, a veces desagradablemente reales. Así pues, a eso de las nueve de la mañana, abro las persianas con mimo, tapo las ventanas con las cortinas para que filtren la luz -todo son enemigos-, me doy una ducha que me calma levemente y me pongo en marcha dispuesto a subir al Gólgota, un puerto de primera categoría que tardo en escalar al menos cinco horas.

Es justo el momento en que la gente de bien pasea a sus perros y compra churros con la sensación del trabajo bien hecho –descansar-, yo sólo soy capaz de tomarme un par de cafés con sus correspondientes gelocatiles. No me pide el cuerpo desayuno, a pesar de que entre la multitud de remedios que he oído en mi vida contra la resaca, está el de desayunar fuerte. Claro, que también cuentan que yemas de huevo o crema de tomate, calditos de pollo, beber agua y Dios sabe qué santerías extrañas. No me lo creo. Me rebelo contra la humanidad -¿cómo es posible que en siglo XXI la medicina no haya resuelto este problema?-, pero mi naturaleza pragmática me lleva a pensar que he de sufrir las consecuencias de mis actos y, con dolor, purificar mi cerebro, mi hígado, mi intestino, el casi todo que conforma mi alma pecadora.

Mientras los minutos discurren con una lentitud exasperante es conveniente hacer acto de contrición. O mejor, siendo más prácticos, echar cuentas de la cantidad de alcohol –a ser posible en centilitros-, que nos ha llevado a esta situación. El bebedor inteligente debe calibrar el alcance de sus resacas, de la misma manera que un pastelero mide la cantidad de azúcar o harina que le echa a un pastel. Cuando no es posible –hay días que a uno se le olvida la báscula de precisión-, la única solución realista es esperar al aperitivo. Considero que la dosis de dos botellines de cerveza fríos y seis u ocho torreznos –debe haber proporcionalidad al número de paracetamoles ingeridos- es la única medicina que calma la resaca. Nunca antes de la una de la tarde, pues de otra manera sólo conseguiremos diferir el problema.

La primera interpretación de la RAE de resaca es “el movimiento en retroceso de las olas después que han llegado a la orilla”. Me parece una hermosa y acertada manera de plasmar lo que siento en ese momento. Como en playas sucias, mis pensamientos se adentran en mi cerebro y se pierden, devolviendo un cúmulo de basura. Quizá sea porque el alcohol se supura por el cerebro.

lunes, 4 de julio de 2011

Víctor Merino y la gastronomía cántabra

El 13 de octubre del año 1982 moría el riojano Víctor Merino en accidente de tráfico. Se trasladaba a Madrid desde Santander, donde iniciaba la expansión en la capital de un negocio que había comenzado en el mesón El Riojano, legado de su abuelo. Tenía la costumbre de supervisar los fines de semana el restaurante Cabo Mayor que unos meses antes abría junto a su yerno, Pedro Larumbe -jefe de cocina-, situado en la calle Juan Ramón Jiménez.

La historia había comenzado apenas una década antes. Merino navegó sobre la incipiente pujanza económica de España y montó en el año 1970 un restaurante que se convertiría rápidamente en una referencia en Cantabria: El Molino, situado en Puente Arce, a la orilla del río Pas. En él reprodujo –a la manera de la cocina vasca- la nouvelle cuisine francesa, matizándola con el producto local. Poco después -1974- abrió La Sardina de Plata en Santander, en un crecimiento que no sólo incluía restaurantes, sino también servicios de catering a empresas.

Fue un empresario extremadamente hábil, entendió perfectamente que para lograr repercusión y éxito necesitaba a la crítica y por ello cuidó especialmente la metagastronómia. Así, por ejemplo, en el año 1981 coordinó en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo los cursos Historia y cocina y Cultura culinada, cultura literaria: los escritores gallegos y la cocina, donde participaron escritores y gourmets del calibre de Xavier Domingo, Jean Françoise Revel o Néstor Luján. No faltaron grandes reuniones, ágapes alrededor del salmón del río Pas o celebraciones sobre el vino recordando a Cunqueiro o Camba, la actividad de Merino alrededor de la gastronomía, ligándola a la literatura o pintura, era constante. Gracias a su empuje, Cantabria lideró con El País Vasco una renovación profunda y compleja. De esa manera queda reflejado en alguno de los libros del periodista coruñés Jorge Víctor Sueiro donde las recetas de Merino –aunque no fuera cocinero-, se alternaban con las de Arzak que ya entonces se empezaba a consolidar como el gran referente español de los años 80.

En Madrid su único legado fue el Cabo Mayor y, que yo sepa, Pedro Larumbe el único cocinero -y posteriormente empresario- de su escuela que ha cosechado éxito en la capital. Allí se servía esa cocina afrancesada y actual con materia prima de su tierra adoptiva: pastel de verduras frescas, solomillo con queso Tresviso o merluza Marea negra con tallarines de chipirón. Aunque los negocios primigenios de Merino ya no están -La sardina de Plata es hoy un italiano y sus hijos vendieron El Molino-, en Cantabria su huella es enorme. Ahí están los cocineros Nacho Basurto, José Antonio González, Fernando Sáinz de la Maza o el que para mí es uno de los mejores cocineros españoles, Jesús SánchezEl Cenador de Amós-, para dar fe de ello.

La semana pasada tuve la oportunidad de cenar en El Serbal, en mi opinión el mejor restaurante de Santander. La experiencia, esos “120 minutos llenos de emociones” que esperan disfrutes –así encabezan la carta- fue como siempre espléndida. Permanentemente pivotando alrededor de un gueridón, nos sirvieron unos deliciosos bocartes, de perfecta cocción, acompañados de ajo finamente picado y crema de tubérculos o un jargo con tagliatelle de calamar sencillamente espectacular. El carro de panes y de quesos, la bodega a la vista –con una carta interesante- o el mimo en el servicio son la marca de una casa que no ha desperdiciado la historia ya vivida: cocina sólida, de producto y moderadamente creativa, envuelta en un servicio primoroso y acompañada de una buena gestión empresarial. Todo ello conduce al éxito.

Ahora que España busca los porqués del fracaso de un modelo de negocio muy centrado en la exigencia creativa, no viene mal del todo echarle un vistazo a la trayectoria, las decisiones y la herencia de Víctor Merino, que aunó éxito y calidad culinaria, cuestión nada sencilla al parecer.