domingo, 23 de enero de 2011

Otro estúpido artículo sobre el tabaco.

Son muchas las cartas que se han recibido en la redacción de los Amigos de Ligasalsas pidiendo que aclaremos nuestra posición sobre la polémica generada por la ley antitabaco, ley que entró en vigor en nuestro país el pasado 2 de enero y que ha sido capaz, por primera vez en la historia de la democracia española, de mezclar y revolver las ideas de los dos principales grupos generadores de opinión que hay en este país, es decir los columnistas y tertulianos del Grupo Prisa y los de El Mundo y la Cope.

Por si acaso hubiera por aquí algún espíritu puro que no esté familiarizado con ellos, les diré que los primeros suelen ser bastante progres y se caracterizan por opinar con aparente conocimiento de causa de cualquier asunto siempre y cuando no se trate de un partido de fútbol (“es que a mí el fútbol….”, repiten con una pose estudiada que parece mezclar el sofoco de tener que reconocer su ignorancia en un tema, con cierto orgullo motivado por el hecho de estar al margen de una distracción tan mundana). Abusan de esa ridícula moda de utilizar sucesivamente los géneros masculino y femenino para referirse a un grupo, se supone que con objeto de no discriminar a la mujer, lo que les lleva a decir cosas tales como “nosotros y nosotras tenemos motivos para estar preocupados y preocupadas” y otras barbaridades semejantes. Si son machistas, racistas, homófobos o xenófobos procuran que no se les note, y además, aunque les pueda resultar a ustedes increíble, son capaces de pillarle la gracia a Miguel Sebastián, a Leire Pajín e incluso a Pepe Blanco. Los segundos, progres, progres, lo que se dice progres, no son. Defienden, por encima de todo, lo español: el sol español, el vino español, la mujer española, el queso español, el soldadito español, soldadito valiente (en cambio, el cine español no les gusta, ya que les caen muy gordos los actores españoles). Si son machistas, racistas, homófobos o xenófobos les importa un pito que se les note. La mayoría no pueden ver a un homosexual ni en pintura, aunque suelen decir en público que lo único que les molesta del matrimonio entre personas del mismo sexo son meras cuestiones semánticas. Sienten simpatía por el Papa de Roma y por los miembros de la Conferencia Episcopal, y en cambio opinan que Zapatero es medio tonto. No paran de criticar lo que llaman “la ola totalitaria de prohibicionismo que padecemos”, termino al que le dio alas esa gracieta tan tonta con la que Aznar pretendió hacer burla de una campaña de la Dirección General de Tráfico: “Pero, ¿y quién te ha dicho a ti que yo quiero que conduzcas por mí?

En general todos ellos son bastante pedantes, por lo que a nadie le resultaría extraño que empezaran hablando en su tertulia de una película de romanos y terminaran explicándonos el ablativo absoluto. Pero salvo por la pedantería y alguna otra cosa sin mayor importancia, las opiniones de los miembros de un grupo no coinciden en nada con las del otro. Unos admiran a Pilar Bardem, a Juan Echanove y a Willy Toledo (y piensan incluso que son grandes actores); otros los desprecian hasta el punto de hacer mofa de ellos, y en cambio aplauden a Bertín Osborne y a Julio Iglesias (y piensan incluso que son grandes cantantes). A unos les hacen gracia los chistes de Forges y a los otros no. A unos les parecen ordinarios y chabacanos Los Morancos y el Dúo Sacapuntas y a los otros… también.

Pero tanta disparidad ha cambiado con la ley antitabaco. Ante ella no hay progresistas ni conservadores, simplemente hay fumadores y no fumadores (también están los distribuidores de estufas de exterior, pero esa es otra historia). Es posible que haya algún no fumador tolerante al que no le guste la ley, e incluso es posible que algún fumador habitual la acepte entusiasmado, pero serán excepciones. Por eso conviene dejar claro cierto aspecto para que sepan ustedes a que atenerse antes de seguir leyendo.

Yo ya no fumo. Lo dejé una noche de hace muchos años en la que (igual que le pasó al papá de Mafalda) me dí cuenta de que, aunque pensara que me estaba fumando un cigarrillo, en realidad era el cigarrillo el que me estaba fumando a mí. Supongo que el dato es absolutamente irrelevante, pero les diré que debió ser en primavera. Dejé de fumar sin apoyo psicológico, sin sesiones de acupuntura ni de magia negra, sin necesidad de hacer ejercicios espirituales ni catequesis, sin recibir siquiera orientación cristiana por parte de mi confesor. Lo hice sin parches ni chicles de nicotina, sin cigarrillos electrónicos ni chupa chups, sin masticar caramelos sugus a todas horas. Lo hice sin dosis extras de chocolate ni visitas al herbolario de la esquina para comprar hierbas medicinales milagrosas. No dejé de tomar café ni bebidas alcohólicas. No dejé de salir de casa para evitar la compañía de mis amigos fumadores, los cuales seguían fumando insensibles ante la ansiedad que me provocaba mi nueva situación. No comencé a practicar ningún deporte ni me hice budista. No me hice antisistema ni me afilié a las nuevas generaciones del Partido Popular. No me taladré los lóbulos de las orejas ni me hice ningún tatuaje en el culo. No dejé de dormir por no tener ganas de fumar al despertar, ni dejé de ir al cine por no querer encender un cigarro al terminar la película y salir a la calle. No cambié de pareja ni de periódico. No cambié de equipo de futbol (a muerte con mis colores). Simplemente dejé de fumar.

Lo cierto es que ya llevaba pensándolo bastante tiempo. Abandonar el tabaco es algo en lo que piensan casi todos los fumadores de vez en cuando y por cualquier motivo. A lo mejor porque se nota uno cansado después de subir un tramo de escalera, o porque a algún conocido le han diagnosticado un cáncer de pulmón, o porque tose mucho por las mañanas cuando se despierta, como le pasaba a Serrat:

“Enciendo un cigarrillo y otro más…

Un día de estos he de plantearme

muy seriamente dejar de fumar

por esa tos que me entra al levantarme…..”


Se lo puede uno plantear en cualquier momento del año pero lo más frecuente es que lo haga cuando se aproximan las navidades y todos empezamos a hacer planes absurdos para el año nuevo: voy a llevarme bien con mis cuñados, voy a ordenar mis cajones, voy a adelgazar, voy a empezar a desayunar Activia de Danone como José Coronado, voy a matricularme en un gimnasio, voy a comprarme una cinta andadora, voy a dejar de fumar… Pero el momento en el que esas buenas intenciones empiezan a tener más posibilidades de triunfar es cuando empezamos a notar los síntomas que nos anuncian la proximidad de la vejez.

Para darnos cuenta de que nos hacemos viejos tenemos que fijarnos un poco en nosotros mismos y en los demás. Tenemos que atender a los pequeños detalles. Un pequeño detalle es, por ejemplo, que nos pasemos toda una velada con los amigos hablando de Bonanza, del Superagente 86, de Joe Rígoli y del festival de San Remo. O que alguien nos pregunte dónde estábamos el día en que el hombre llegó a la luna. O que sepamos quien es Patxi Andión o Uri Geller. O que todas las tías que nos gustan tengan más de cuarenta años (bueno, más de treinta y cinco; en fin, más de treinta, no rebajo ni un año más). O que descubramos horrorizados que nos sabemos las letras de las canciones de Mari Trini, de Mocedades y del trío Los Panchos (si también se sabe las de Georgie Dann ya es más preocupante: además de viejo es usted un hortera). O si nos damos cuenta de que se nos hace muy pesado eso de ir al campo a ver el partido, y decidimos que mejor lo vemos en la tele, que más calentito que en casa no se está en ninguna parte (aunque eso a mí no me pasa, oiga, que yo a muerte con mis colores). O si comprobamos que nos hemos convertido en unos hombres blandengues de los que odiaba El Fary, y se nos pone un nudo en la garganta con las canciones de Perales o sufrimos inesperados ataques de emoción en los restaurantes (emoción que luego valoramos en los blogs gastronómicos, por ejemplo, con una nota de un ocho coma cinco). En fin, son muchos detalles. Podríamos incluir también el hecho de estar más irritables y de peor humor, lo que puede dar lugar a que seamos cada vez más radicales en nuestros gustos y en nuestras opiniones. Esa irritabilidad nos puede llevar a decir, por ejemplo, que el rap es un coñazo, que Belén Esteban es una imbécil, o que no hay quien aguante el doble umbral ni la insipidez del pivote (¿o es el doble pivote y el umbral de la insipidez?, es que a veces me hago un lío con los nombres de las cosas). Nos puede llevar a echar pestes del gobierno y, acto seguido, abominar de la oposición. Incluso puede hacer que nos entren ganas de pegarle una patada en los huevos a algún gilipollas que ande suelto por ahí (como por ejemplo a Sánchez Dragó).

No digan que no damos pistas. Si empiezan a observar alguno de estos síntomas u otros parecidos, quizás es que haya llegado ya el momento de dejar el tabaco. Si es así no se preocupen: no es tan difícil. Como les decía, yo lo dejé una noche de primavera de hace muchos años. Hasta ese momento me había pasado la vida buscando excusas para retrasar la decisión. En invierno por el frío, y en verano por la calor. En primavera, la espera y en otoño, un retoño. Tu, yo, la luna, el sol, ella, él, la rosa, el clavel… Pero lo dejé. Y eso que yo era un fumador insoportable, un cenicero con patas incapaz de distinguir el vino tinto de la Pepsi Cola, uno de esos que fuman entre trago y trago, entre plato y plato, y entre polvo y polvo (eso mismo decía un chiste muy gracioso y más viejo que Carracuca: - “¿Y tú fumas entre polvo y polvo?”; - “Sí, unos veinte o treinta cartones”). Yo fumaba un cigarro y otro cigarro y otro cigarro, lo mismo que Javier Krahe:

“Otro cigarro que aún no es

el de después.

Es anterior,

por eso mismo lo destaco.

Gracias, tabaco”

¡Joder, qué tío!, le da las gracias al tabaco. Yo nunca llegué a ser tan agradecido.


En fin, ya me estoy enrollando demasiado. Lo que esperan ustedes es que les aclare mi opinión sobre todos los aspectos de esta ley tan polémica y así poder decir que soy un tipo sensato o un capullo, según coincidan o no mis ideas con las suyas. Si son ustedes fumadores les encantará que ensalce las llamadas a la insumisión de esos tipos que no creen haber visto jamás mayor injusticia social que la de no poder fumar en los bares, y les apetecerá volver a leer, una vez más, que ya basta de prohibiciones, que primero fueron los chanquetes, luego las bolsas de plástico del Carrefour, ahora lo del tabaco y, como sigan así las cosas, el año que viene nos van a prohibir los polvorones y el turrón de guirlache o, ya puestos, los apestosos perfumes que llevan algunas señoras y que también molestan una barbaridad. Si no lo son, les gustará que diga que cuando algunos hablan de “prohibido prohibir”, en realidad lo que está queriendo decir es “prohibido prohibir las cosas que a mí me gustan”, y aplaudirán todos los argumentos sensatos que aquí se puedan ofrecer sobre la salud y sobre los perjuicios que se ocasionan a los fumadores pasivos. Pero no pienso hacer ni una cosa ni otra. He pensado que en lugar de darles mi opinión, que supongo que no les importará absolutamente nada (y, además, bastante se me está viendo ya el plumero), mejor será que nos dediquemos a buscar respuestas en las letras de nuestro rico cancionero, crisol de sabiduría, a ver qué conclusiones sacamos.

Empezaremos con una sorpresa pues, aunque en general parece admitido que fumar es insano, no faltan los que opinan que el tabaco tiene sus ventajas, pues nos despeja la mente y nos ayuda a pensar con más claridad:

"Voy a parar en el camino,

y en lo que dura un cigarrito

voy a pensar en estos años;

todo lo que me ha pasado….

Dan dubi dubi dubi dan bambero

Y el conejo saca a un mago del sombrero”

Otros van más allá y, en contra de lo que advierten las autoridades sanitarias, sostienen que el tabaco nos ayuda a prolongar la vida y a conciliar el sueño:

“Y mientras fumo,

mi vida no consumo

porque flotando el humo

me suelo adormecer...”

Sin contar con el placer que proporciona:

“Fumar es un placer

genial, sensual.”

Placer que puede llegar a convertirse en pasión, en delirio, en embeleso y en éxtasis:

“Dame el humo de tu boca

Anda, que así me vuelvo loca”

Un placer divino a cuya capacidad de seducción no escapan médicos famosos, grandes artistas ni presidentes de gobierno. Ni siquiera el mismísimo Dios, que fuma puros habanos incluso por la noche:

“Dieu est un fumeur de havanes

je vois ses nuages gris

je sais qu'il fume même la nuit

comme moi ma chérie”

Las razones por las que fuma la gente son inescrutables, como los caminos del Señor. Unos fuman para aliviar el frío:

“Cuando amanezco con frío

prendo un cigarro de a vara

y me caliento la cara

con el cigarro encendido”

Otros porque les sienta bien el efecto visual que el humo provoca en su rostro inocente y melancólico. Eso le pasaba, por ejemplo, a Banacek:

"Que venga con su coche tan potente.

Que venga con su chófer tan prudente.

Que venga que hay que ver cómo está el tío.

Que traiga esa carita de inocente

y el purito encendido."

Algunos porque piensan que el tabaco puede ser un buen sustitutivo del sexo, y lo mismo que a falta de pan buenas son tortas, en ausencia de nuestra pareja habitual también puede ser mejor y más barato pasar la noche de cigarro en cigarro antes que irse por ahí a recorrer burdeles y tal y tal:

“Pensé buscar amor en otros brazos,

pero otra noche esperé,

otra noche sin ti

que aumentó mi dolor,

de cigarro en cigarro

cenizas y humo en mi corazón.”

Eso de ir por la vida de cigarro en cigarro y llenar el corazón de cenizas y humo tiene que ser fatal para la salud, aunque a muchos parezca no importarle y prefieran vivir la vida despreocupadamente:

“Vivo del cáncer a un paso

sin hacerles caso a

los que me dicen “eh, Sabina”

ten cuidado con la nicotina.”

Pero si por ser tan imprudentes terminamos palmando de un infarto, que quede claro que la responsabilidad será toda nuestra, no vayamos a ir echándole por ahí la culpa al pobrecito cigarro:

"Pobrecito mi cigarro,

un día te han de culpar,

cuando al corazón cansado,

se le duerma su compás”

Otros son más previsores y aconsejan practicar costumbres sanas y moralmente irreprochables: conducir con precaución, no ir a los casinos, alejarse de los fumadores de puros y usar una clase especial de gomina:

“Ponte gomina que no te despeine

el vientecillo de la libertad.

Funda un hogar en el que nunca reine

más rey que la seguridad.

Evita el humo de los puros,

reduce la velocidad.

Si lo que quieres es vivir cien años

vacúnate contra el azar”

Naturalmente. Si lo que queremos es vivir cien años tenemos que empezar a pensar en dejar de fumar (salvo que seamos Santiago Carrillo), pero si nos falta voluntad para hacerlo, por favor, que no se nos ocurra ahora volver a mirar para otro lado y echarle la culpa a nuestra pareja:

“Cuando estoy contigo fumo sin cesar,

yo no sé el motivo de tanto fumar.

Tú tienes la culpa que yo fume tanto,

serán como el humo tus fuertes abrazos”

Cuidadín, cuidadín, que si nos ponemos en este plan vamos a tener bronca seguro (a menos, claro está, que nuestra pareja sea una persona despiadada que se complazca viéndonos sufrir, y nos obligue a caer una y otra vez en el vicio del tabaco para apartar de este modo su recuerdo de nuestra mente torturada, y poder encontrar así, aunque solo sea por un breve instante, la felicidad, siempre tan fugaz y pasajera):

“Yo con un pitillo me siento feliz

y mirando el humo me olvido de ti.

Me sabe a humo, me sabe a humo

los cigarrillos que yo me fumo”

Otras personas refutan la ecuación tabaco-olvido y sostienen que, por el contrario, los pitillos para lo que sirven es para acordarse mejor de las cosas:

“Un olor a tabaco y Chanel

me recuerda el olor de su piel”

Y lo mismo que sirven para acordarnos de nuestra churri, también nos pueden provocar la evocación de nuestro país, aunque esto último solo en el caso de que encendamos el pitillo en una tierra extranjera a la que habremos arribado a bordo de un barco de vela:

“En medio del humo que forma el tabaco,

ve el viejo el lejano y brumoso país,

adonde una tarde caliente y dorada,

tendidas las velas, partió el bergantín...”

Entonces ¿en qué quedamos? ¿El tabaco es bueno para recordar o para olvidar? Aunque la doctrina no se pone de acuerdo sobre este extremo, parece que si de verdad lo intentamos, podremos conseguir olvidar a la pérfida enamorada, causa de nuestro dolor y de nuestro desconsuelo, sin tener que vaciar un montón de paquetes de Ducados:

“No hay por qué fumar mil cigarrillos

no hay por qué quemar el televisor

no hay que caer hasta el fondo del mar

para olvidarte”

Tampoco hay que quemar el televisor, ¡menos mal! La verdad es que se queda uno más tranquilo. Pero no hay que bajar la guardia, porque siempre existe el riesgo de que aparezca un amigo golferas para proponernos una buena juerga (juerga que casi seguro nos tocará pagar), con la intención de ayudarnos a matar las penas antes que las penas nos maten a nosotros:

“Vamos, alégrese compadre,

que lo van a matar las penas.

Vamos a darnos un trago,

que esta noche es la más buena.

Tabaco y ron.

Tabaco y ron”

Bueno, no siempre es así. Hay gente retraída y poco sociable que no demuestra ninguna predisposición a relacionarse con los demás, y así, sin camaradas ni parientes cercanos que le consuelen, tiene que terminar conversando con su único amigo, que no es otro que su cigarrillo:

"Anoche estuve conversando con mi cigarrillo

y al terminarlo pensando me quede entre suspiros

que en este verso triste, que es el mundo en que vivo

solo él me va quedando, como único amigo.”

Pero esto ya se ha acabado. A partir de ahora si queremos tener una charla seria con nuestro pitillo acerca del mundo tan triste que nos ha tocado en suerte vivir, más vale que nos quedemos en casa porque:

“En la boda de mi prima, no se puede fumar

en la tasca, en la cantina, no se puede fumar

en horarios de oficina, no se puede fumar

Lo dice la ministra, no se puede fumar

Lo dice la ley, no se puede fumar

Lo dice el Rey, no se puede fumar”

¡Mira tú! Tanta conversación sin llegar a ningún sitio y al final han tenido que venir los Mojinos Escozios para dejarnos a todos las cosas claras.

lunes, 17 de enero de 2011

Luces y sombras en los gastrobares


Empecemos por el principio. En España hace sesenta años no es que fuera difícil comer bien, es que era difícil comer. La tradición del ocio gastronóimco era para la mayoría inexistente. Veníamos de poco, casi nada, apenas unos cuantos restaurantes a la medida de la gente de mucho dinero. La primera evolución reseñable llegó a finales de los años 70, unos cuantos empresarios y cocineros -la nueva cocina vasca-, adoptaron y transformaron la nouvelle cuisine francesa. La guía Michelín, con pereza como suele, empezó a reconocer a los Arzak, Subijana, Oyarbide y Merino. Apenas unas decenas de referencias en toda España.

Y luego llegó Adriá para cambiarlo todo de manera drástica. La propia concepción de la experiencia sufrió un cambio dramático cuando impuso un menú único. Pero no un menú de degustación de ocho o diez platos, como los que ya existían en la alta cocina francesa, sino un menú de pequeños bocados, casi 40. Una larguísima serie de tapas creativas, despliegue que requiere de un esfuerzo descomunal en cocina y sala que, probablemente, sólo se ha visto y se verá en El Bulli.

En el año 2007 explotó la crisis. Los restaurantes de cocina creativa habían crecido en los tres lustros anteriores como setas por todo el país pero por desgracia su modelo de negocio se demostró insostenible para muchos de ellos. La excesiva complejidad y coste de las recetas lastraba los resultados económicos en una época en la que los clientes dispuestos a pagar más de 80 euros por un menú de degustación menguaban. ¿La solución natural? -¿es ésta la solución natural?-: crear negocios alternativos con los que explotar la marca: nacieron los gastrobares.

El concepto es sencillo: estamos en los medios día sí, día también, existe una tradición de tapeo, conocemos y sabemos trabajar mejor los productos que los bares tradicionales, los costes son muy inferiores a los de un restaurante y el resultado sorprenderá -en eso somos buenos- a una gran mayoría de clientes. Sería, por fin, el enlace entre la clase media que jamás había pisado un restaurante de cocina creativa y el big bang gastronómico español. Una manera de rentabilizar un prestigio conseguido a base de sacrificio y talento que parecía diluirse al mismo ritmo al que Standard & Poors devalúa la calificación de la economía española. Una salida para sobrevivir.

Como bien sabéis, he defendido los gastrobares contra viento y marea. Siempre he pensado que la mayoría de los bares españoles ofrecen un producto ínfimo: aceites requemados, falta de formación en la cocina y un trato... en fin, un trato directo. Los gastrobares serían una versión estilizada de la taberna, un bar 2.0 que resolvería todos estos problemas. Por desgracia la experiencia nos está demostrando que las cosas son más complicadas.

El primer problema es el precio. No veo a mis amigos de futbolín, mus y mahou gastándose más de 30 euros por persona por comerse unas tapas. Además son gente zafia, están acostumbrados a un chupito de aguardiente de El Afilador gratis con la tarta de Santiago del Lidl. El segundo es la falta de definición del concepto, o mejor dicho de elementos comparativos con conceptos que tenemos aprehendidos ¿es un restaurante? ¿es un bar? Ni una cosa, ni la otra. Mesas sin mantel, taburetes en muchas ocasiones, servicio atropellado -como en un bar-, condiciones de contorno no especialmente cómodas para el precio en el que nos movemos. El tercero es que un bar tiene sus propias reglas, no hay reservas, la gente llega en manada o no llega, quiere su comida encima de la barra con premura. Cuando se cocina con cierta finura y el microondas es tabú, no se consigue fácilmente el "aquí te pillo, aquí te mato". Los tiempos de espera se alargan. El cuarto es que en un restaurante de alta cocina se sirven 300 o 400 platos durante cuatro horas, en un bar de este tipo que funcione bien las cifras crecen exponencialmente, probablemente miles de aperitivos más o menos sofisticados durante todo el día. La tensión va a ser brutal, una trituradora de aprendices de cocinero -obviamente, no esperéis al patrón por esa cocina- que deberán ser capaces de conseguir regularidad y cierta excelencia a toda mecha. No creo que satisfaga a aquellos clientes que tengan la expectativa de comer al mismo nivel que en los restaurantes origen por menos dinero. Por último, empieza a haber muchos gastrobares, neotabernas o como los queramos llamar. La competencia va a ser dura y es imposible que sea el cliente habitual de restaurantes el que los llene -por puro volumen-, hay que llegar a más público.

No me cabe ninguna duda de que la propia fuerza de la marca "cocina creativa española", impulsará estos negocios durante unos meses. El efecto sorpresa, la novedad. Otra cosa bien diferente es que sea algo que pueda perdurar en el tiempo. Los gastrobares tienen como reto diferenciarse del bar tradicional por calidad y de los restaurantes por precio, un limbo si no se es competitivo en ambos aspectos. Y al fin y al cabo, los bares de toda la vida son el reflejo de una sociedad, tienen serrín, mondadientes y servilletas de papel, sirven carajillos y sol y sombra porque nos gustan; están adaptados a nuestras costumbres y bolsillos como nuestro culo al sillón en el que vemos la tele. En los próximos años veremos si esa gran masa a la que ahora se dirigen los cocineros punteros españoles -la castigada clase media de una España cada vez más pobre- compra la idea. Ahí se juegan los cuartos.

viernes, 7 de enero de 2011

Bullabesa


"Este consomé levanta a un muerto", decían en mi casa cuando se servía en una enorme sopera un consomé de higadillos de pollo. Una de las cosas que más echo de menos en los restaurantes de alta cocina son las sopas. Quién sabe si porque a primera vista puedan parece algo vulgar o porque no permiten excesos creativos, normalmente lo más cerca que nos encontramos de un buen caldo -palabra horripilante cuando se usa para hablar de vino- es en una de esas reducciones exageradas con las que se acompañan las carnes.

Entre mis favoritas está la bullabesa, españolización del término francés boullabaisse que no es más que la unión de los verbos bouillir -hervir- y abaisser-reducir-. Un caldero marinero a base de pescado de roca, de origen marsellés y con decenas de variantes, en el que la única condición imprescindible es, según la Larousse Gastronomique, es el uso de la escórpora -Scorpaena scrofa-, o sea, del cabracho. No es casualidad que se utilizara este pez, un animal feo y lleno de espinas que llama poco a su trabajo en cocina de otra manera que no sea cociéndolo para sacarle el jugo.

Así pues, para dar de comer a dos personas, en una buena olla picaremos una cebolla, dos dientes de ajo y un poco de apio muy finamente y los pocharemos en aceite de oliva. Añadiremos medio kilo de morralla, las cabezas y espinas de los pescados que mencionaremos más adelante y un cabracho, avivando el fuego para que se tuesten en el fondo de la olla. Antes de que se nos tuesten en demasía cubriremos con agua, dejando cocer lentamente, digamos una hora, durante la cuál desespumaremos y limpiaremos de impurezas. Lo colaremos -si tenemos una superbag mejor que mejor- y si somos muy finos lo clarificaremos y le quitaremos la grasa sobrante.

En otra olla procederemos a pochar otra cebolla y otros dos dientes de ajo, a los que añadiremos un bouquet garni y un poco de ajo. Añadiremos un tomate cortado en concassé -escaldado para quitarle la piel y cortado finamente- y tras apenas un minuto de calor, cubriremos con nuestro caldo de pescado. Una vez empiece a hervir de nuevo, añadiremos los lomos de los pescados nobles perfectamente desespinados y cortados en grosores en tamaños similares -si es posible- y los mariscos. Mi favorito sin duda es el San Pedro, en cualquier caso peces con suficiente sabor -descartados por tanto los de piscifactoría- como los salmonetes o el congrio. En unas gotas de agua hirviendo, abriremos unos mejillones de roca y, colando el jugo que suelten, lo añadiremos a nuestra olla.

Freiremos unas rebanadas de pan candeal y las dispondremos en el fondo del plato. Sobre estos croutons vertiremos una rouille -su traducción es "óxido", "herrumbre"-, que puede ser muchas cosas, pero que en mi casa es una mayonesa de aceite de oliva con un poco de ajo blanqueado, carne de ñora, los hígados de los salmonetes brevemente cocidos y media docena de hebras de azafrán, aunque bien podría sustituirse esta emulsión por un alioli aromatizado como más os guste. Finalmente serviremos la sopa, casi hirviendo, sobre los curruscos de pan y serviremos los pescados limpios y los mejillones en otra fuente.

Por supuesto esta receta es inexacta, o mejor dicho, no será la que se usa en Marsella, ni en Martigues, santuarios del plato. Es simplemente una versión deliciosa cuyos ingredientes en enero del 2011 y en Madrid se pueden conseguir en el mercado de forma más o menos sencilla. Así pues, es el momento de gritar el "a table!" y divertirse viendo cómo los platos humean, los cristales de las gafas se empañan y los más ansiosos se queman.