jueves, 25 de marzo de 2010

Modas


Apenas hace treinta años, en el límite de donde mi memoria recuerda, cambió la manera de entender la gastronomía en España.

Así sucedió en el final de los 80 proliferaron como setas las enotecas y sus solomillos de cerdo –quién hubiera dicho que el cerdo tenía solomillo- y la cebolla confitada. Infinitas combinaciones de rulo de cabra caramelizado, el foie y la torta del casar, platos salados que además eran dulces y mucho vino de la Ribera del Duero con su vainilla plenamente integrada, que rompía la hegemonía riojista, quedando grabada a fuego la pregunta que perdura y perdurará muchos años: ¿Ribera o Rioja? Nos parecía un gran avance pero apenas fue el comienzo.

Atravesando una crisis que ralentizó el cambio, se nos echó encima el siglo final del siglo XX y con él llegó la fiebre de lo asiático. El tipo más enterado sabía lo que era un sashimi o un tataki, se vendieron como roscas los aparejos para preparar sushi en casa. Qué felices fuimos mojando pan hasta el codo en el plato de wasabi y bebiéndonos la salsa de soja a cucharadas. Tanta espiritualidad no podía quedarse en agua de borrajas y caló en la alta gastronomía, o al menos en la del restaurante con pretensiones; empezaron a proliferar las preparaciones de pescado frío, el atún rojo llegó a nuestras cartas y el toro –la ventresca- se convirtió en el rey de la fiesta. De ahí a la cocina peruana, sus ceviches y los tiraditos, un paso: el atisbo de la fusión, palabra clave que marca el comienzo gastronómico del siglo XXI en Madrid. Fusión que se exalta y se sobrevalora por el simple hecho de su novedad, sin un espíritu crítico profundo que valore sus defectos además de sus abundantes virtudes.

El ritmo se volvió frenético, una rueda imparable: fuera el foie y el bogavante, arriba la gamba roja y los tendones. Prohibidas las vieiras y la merluza si es de origen vulgar–la de Celeiro está indultada- , se impone la caza, la becada, la royal de liebre o la grouse; los guisantes de lágrima, el chipotle o la gamba roja. Casquería y casquería de mar -hígados, callos, espinas. Este año la xantana está de moda y el siguiente se desprecia como la peor de las maicenas por tramposa, ¿Ito Togarashi? Bah, demodé. No sólo los productos, las técnicas también caducan, en apenas unas decenas de meses: esferificaciones, sifones, nitrógeno. Algunos quedan, pero la mayoría resultan tener cimientos que se hunden con un soplido, más o menos al ritmo que Carmen Lomana cambia de zapatos. Son los propios cocineros los que exigen y diseñan productos de moda -hoy minimalismo, mañana clasicismo-, con versiones diferentes del mismo plato según la temporada; la comparación con las pasarelas es continua y a menudo acertada.

Se celebran las novedades como los goles de Messi, con histeria desmedida. También en el mundo del alcohol. ¿Pierre Gimonnet? Fantástico –año 2007-, un bluff –año 2009- ¿Vino español? Lo más –año 1995-, mejor con gaseosa –año 2008-, ¿El Gin Tonic? Con beefeater y en vaso de tubo –año 1999-, melón y fever tree -2007- copa diseñada ad-hoc y rodaja de manzana –año 2009.

Éste es el presente. El tiempo de la sobreexposición en los medios de la alta cocina. El de los cocineros que alcanzan la cumbre cuando colman su agenda de ponencias en congresos gastronómicos. El momento de las agencias de comunicación, frecuentemente relacionadas con los críticos y por tanto con las empresas editoriales, máquinas oscuras que dicen qué nos vamos a comer y quién lo va a cocinar. La época en la que lo que importa son los nombres -frecuentemente anglosajones- para referirse a conceptos que siempre existieron. Sorpresas tan ligeras como una pompa de jabón. ¿Cuánto pesa esta gastronomía? ¿Calará y será sedimento? ¿Cuánto de esta época devenirá, finalmente, en cultura gastronómica? ¿Será el producto, el triunfador de la crisis del 2007, el final del camino o simplemente un estadio más?


Escribo esto dentro de uno de esos entornos angulosos, integrados, sostenibles, llenos de maderas y negros, de pizarra. Me pregunto cuánto tardará en un convertirse en un objeto extraño a su época, tan fuera de su tiempo como nos lo parecen ahora aquellos comedores kitsch y sobrecargados de los años 70.

domingo, 21 de marzo de 2010

Oscar al mejor tren de reparto


A la hora de valorar un restaurante, hay un factor al que no se le suele dar mucha importancia aunque yo creo que sí la tiene: la facilidad de llegar al mismo utilizando el transporte público. Todavía hoy se me ponen los pelos de punta recordando algún viaje en coche por estrechas y oscuras carreteras locales después de una cena bien regada con vinos y con licores. Por eso, para evitar que me vuelva a pasar algo parecido, llevo un tiempo intentando estrechar relaciones con aquellos conocidos que cumplan un triple requisito: ser aficionados a la buena mesa (dispuestos por tanto a gastarse de vez en cuando algo de pasta en un restaurante), ser abstemios y estar en posesión de un carné expedido por la Dirección General de Tráfico que les habilite para conducir vehículos automóviles. Pero mientras cultivo estas amistades y en espera de que florezcan, voy a prestar un poco más de atención a aquellos restaurantes que estén situados cerca de una parada de autobús, de una salida de metro o de una estación de tren.

Los trenes han sido siempre mi medio favorito de transporte, aunque reconozco que están perdiendo parte de su encanto a medida que van pareciéndose cada vez más a unos aviones sin alas. Pero en los barcos me mareo, qué le vamos a hacer, y no me apunto a un crucero así me lo ordene el Capitán Stubing. En los aviones siento una mezcla de aprensión, de claustrofobia y de miedo, y nunca he dejado de mirar con cierta envidia a aquellos pasajeros que son capaces de ponerse a ojear con indeferencia un periódico o una revista mientras los tripulantes de cabina nos explican donde se encuentran las salidas de emergencia. En barcos y aviones soy un compañero de viaje aburrido, incapaz de mantener una conversación que pueda ir más allá de un breve intercambio de frases. Tampoco disfruto de la comida, y no porque habitualmente ésta sea muy mala, que también, sino porque no se dan las circunstancias capaces de poner de acuerdo a mi estómago, mi paladar y mi cerebro. Jamás he hecho nuevos amigos en un avión ni en un barco y cuando embarco en ellos no tengo más deseo que desembarcar lo antes posible. Además me cuesta trabajo concentrarme en la lectura, por muy ligera que sea, o en la película que se exhibe; no puedo dormirme si no es por agotamiento y, desde luego, no creo que llegue nunca a formar parte de ese selecto club cuyos miembros se vanaglorian de haber hecho el amor alguna vez en un avión en pleno vuelo. Pero el tren es otra cosa. En el tren leo, como, duermo y hablo como una cotorra. En el tren me siento como en casa. Es el caballo de hierro.

Y ya que estamos, vamos a mantener la costumbre de hablar un poco de cine, sólo para comentar que la presencia del tren en las pantallas ha sido siempre más importante que la de cualquier otra máquina inventada por el hombre, con la única posible excepción de las pistolas, los rifles y las metralletas. Pero mientras que estas armas no han sido más que meras herramientas utilizadas por sus dueños para disparar contra sus enemigos, la mayoría de los trenes que han aparecido en el cine no se han conformado casi nunca con ser un simple escenario donde transcurre la acción y han querido ir más allá. Yo creo que muchos lo han conseguido, y aunque los miembros de la Academia de Hollywood todavía no se han dado cuenta, algunos trenes podían haber competido dignamente en la carrera anual del Oscar al mejor actor, por lo que no se sorprendan si empiezan a escuchar rumores que hablen de la posibilidad de establecer una categoría específica para premiar la mejor interpretación de los trenes que durante el año se hayan asomado a la gran pantalla.

Mientras que algunos trenes serán cabecera de cartel, otros, la mayoría, tendrán que conformarse con participar en la categoría de mejor tren de reparto, por haberse limitado a ofrecer una interpretación breve, aunque intensa y decisiva para el devenir de los acontecimientos que se narran en la película: trenes que nos muestran el paso del tiempo; trenes cómplices en romances o en asesinatos; trenes malvados y crueles que transportan a hombres, mujeres y niños hasta campos de exterminio; trenes hospitalarios que dan la bienvenida en sus vagones de carga a vagabundos que no tienen dinero para pagar el billete; trenes…

Si decíamos que en los aviones no se pueden hacer nuevos amigos, en los trenes, en cambio, sí que es posible. Por ejemplo, Peachy Carnehan y Rudyard Kipling, que se conocieron en un vagón de primera clase del tren de Marwar, antes de que el primero iniciase junto con su amigo Danny un viaje que les llevaría a convertirse en los reyes de Kafiristán. También es posible hacer nuevos enemigos. Que se lo pregunten al señor Lonnegan, quien todavía debe estar recordando esa partida de póker en la que le desplumó un timador de tres al cuarto que olía a ginebra y que era incapaz de pronunciar bien su nombre: “me llamo Lonnegan, Doyle Lonnegan, recuérdelo señor Shaw si no quiere que juguemos a otra clase de juego”; o pregúntenselo a un tenista profesional llamado Guy Haines, que en un tren se encontró con un extraño que de pronto dejó de hablar de asuntos triviales para proponerle un intercambio de asesinatos.

En las viejas películas, la imagen de un tren en marcha sobre la que se mostraba un periódico que giraba como un torbellino hasta que se detenía para mostrar los titulares, era un medio del que se servían muchos directores para contarle a los espectadores que los protagonistas estaban de gira por el país. También recuerdo que fue una humareda negra saliendo de la chimenea de un tren la que anunció la llegada del tío Charlie a Santa Rosa, al hogar familiar de su hermana, como si fuera el propio tren quien quisiera avisar a los vecinos del pueblo que el monstruo se acercaba y que, a partir de ese momento, todos (aunque más que nadie las viudas ricas) estaban en peligro; y que fue otro tren también quien protegió con uñas y dientes a Charlie, la sobrina, cuando estaba amenazada de muerte debido a la maldad de su tío. A nadie le extrañó que un tren parado en una vía de la estación de Chicago, a punto de salir para Florida, resoplara excitado y nervioso al percibir el contoneo de las caderas de una preciosa rubia platino que cantaba y tocaba el ukelele en una orquesta de señoritas y que, según comentaba acertadamente uno de los protagonistas de la película, tenía una manera de moverse que recordaba a la jalea de membrillo: “debe tener un motorcito o algo así….”

No nos sorprende que los trenes adquieran rasgos humanos en la pantalla porque hemos sido testigos de cómo uno de ellos intentaba apurar su salida hasta el último segundo para procurar que Ilsa Lund llegase a tiempo a la estación, a pesar del miedo que le debía provocar al propio tren y a todos los pasajeros la inminente llegada de los alemanes. Yo creo que el tren estaba intentando retrasar su salida porque no sabía aún que ella no iba a acudir a su cita, ni que le acababa de enviar una nota de despedida al hombre que la estaba esperando en el vestíbulo de la estación, el cual, después de leerla, arrugarla y arrojarla contra el andén, subió a regañadientes al vagón con la gabardina tan empapada como sus ojos, jurándose que, a partir de ese momento, su nacionalidad sería la de borracho y que jamás, jamás se volvería a jugar el cuello por nadie.

Hemos visto un tren libertino, largo y afilado, que se divierte penetrando en túneles oscuros y estrechos, como si quisiera indicarle el camino a seguir a un alto ejecutivo de publicidad que, huyendo de la policía y más perdido que Carracuca, tropieza en el interior de las tripas del tren con una rubia nada inocente que pasaba por allí y con la que terminará compartiendo truchas, besos y habitación, además de una excursión por el Monte Rushmore. O una pequeña locomotora enamorada y tierna, llamada “La General”, capaz de inspirarle tanto amor a su maquinista que consigue que éste desafíe a todo un ejército con tal de recuperar a su amada de metal. Una vez, hace muchos años, conocimos un tren tan comprometido, tan comprometido que fue capaz de devorarse a si mismo al grito de “más madera” con tal de llegar a tiempo para impedir que la escritura de propiedad de un terreno cayera en manos de los malvados dueños de la compañía de ferrocarril. Y recuerdo un tren que estaba a punto de abandonar Viena, la Viena destrozada y dividida de la posguerra, para dirigirse a cualquier sitio mejor, es decir, a cualquier sitio, y que hizo todo lo posible para forzar que se apeara una modesta actriz de teatro que ya estaba instalada en su compartimento dispuesta para la marcha. Creo que el tren la obligó a bajar, posiblemente para permitirle que viera por última vez el rostro de un hombre que no la quería ni a ella ni a nadie pero que, por esos misterios que tienen la vida y los corazones humanos, había conseguido que a él sí le quisieran, tanto un escritor de novelas baratas del Oeste, como una modesta actriz de teatro y un gato al que le gustaba acurrucarse mimoso entre sus zapatos.

Y ya que alguien ha mencionado las novelas del Oeste, aprovecharemos para decir que el ferrocarril ha sido siempre un personaje más del western, como los caballos y las diligencias, o como las figuras de piedra del Monumental Valley que sirven de marco a las películas de Ford (y sólo nombro al maestro, porque creo que ningún otro director debiera atreverse jamás a rodar allí una película). Son muchas las películas del Oeste en las que los protagonistas esperan temerosos o impacientes la llegada o la salida de un tren. Son los trenes los que marcan el inicio y el fin de los paseos nerviosos de un sheriff que no encuentra ayuda entre sus vecinos para defenderse de unos pistoleros que llegan a la ciudad con la intención de vengarse de él. Cuando la civilización llegó al Oeste y las ciudades comenzaron a estar protegidas por hombres que llevaban una estrella de latón en el pecho y que representaban la ley y el orden, los bandidos y los pistoleros fueron poco a poco volviendo la vista hacia los trenes, más desprotegidos que los bancos aunque mucho más complicados de asaltar que las diligencias, lo que dio lugar a infinidad de tiroteos en los techos de los vagones, algunos de ellos memorables, como el que enfrentó a un grupo salvaje con sus perseguidores o como el que tuvo lugar entre unos rebeldes mexicanos y unos mercenarios profesionales, hijos de puta de nacimiento, contratados para rescatar a la mujer de un millonario, hijo de puta hecho a sí mismo, que había sido secuestrada por un hombre llamado Raza.

Todos los trenes que hemos citado hubieran merecido el Oscar. Pero si yo tuviera que escoger sólo a uno, si tuviera que nombrar sólo un tren al que darle todos los premios del mundo, elegiría sin dudarlo a uno que asoma sus ojos y su chimenea durante un instante de una película maravillosa, y lo hace para conducir a un matrimonio que vuelve al Este después de haber asistido al entierro de un hombre que lo había dado todo por ellos y que ahora está muerto, sin las botas puestas, dentro de una caja de pino sobre la que reposa una rosa de cactus.

Lo dejamos aquí. Me gustaría seguir hablando de cine y de trenes con ustedes, incluso intentando intercalar alguna referencia gastronómica, que a veces se me olvida que aquí nos gusta sobre todo hablar de platos y de vinos exquisitos, pero ahora no puedo. He quedado para cenar y tengo miedo a perder el tren.

domingo, 14 de marzo de 2010

Queso


Levantar la choza al lado del riachuelo aporta agua y verde, pero hiela los huesos en las mañanas. La levantada es dura, toses, esputos y estiradas antes de abrir la majada, lagrimeo y más toses cuando se aviva el fuego. El desayuno reconforta. En la cazuela se va ennatando la leche mientras se cortan rebanadas de pan pétreo que, ya sumergidas, se convierten en gachasopas, papilla para la tripa, calor para los pulmones.

Hoy no se pastorea en las laderas. Se barrunta lluvia. Una a una las ovejas se enfilan hacia el corralillo. Al final del mismo la jaula de ordeño con el pesebre rebosante de hierbas. Eso las deja tranquilas. La banqueta y el cubo preparado, el cigarrillo apagado, las manos limpias y los riñones enfajados. El ordeño es delicado, pues el rebaño no es joven y la mama agrietada hay que manejarla con ternura, como a un bebé, con tirones suaves y regulares. Las muñecas cachetean sin ruido, ritmo y siseos son los mejores calmantes. De los cubos a las cántaras a través de un paño, que no es cosa que caigan bichos y porquerías, y las cántaras al río, para que se enfríen mientras se atiza el rebaño hacia la pradera. Ya guarda el perro a las ovejas, pero aún queda mucha faena.

En la choza ya está preparado el caldero. Se reparten las ascuas, pues el calor debe ser muy tenue, poco menos que el de las mejillas de los hijos. Gusta el momento de volcar las cántaras, es dulce y musical. Como la lira que hay que reparar, los alambres ya están un tanto herrumbrados y las maderas curvadas, pero hoy se usa, si llueve se reparará. El saquillo del cuajo esta muy flácido, cuajo para dos o tres días, no más. Al corderillo medio ciego le queda poco de vida, su estómago dará huesos y carne a los quesos. Sólo una pulgada de cuajo, la temperatura ya está. Ahora a lirear, movimientos circulares tocando todas las paredes del caldero, aroma dulce y control de los rescoldos, que no suba la temperatura.

También gusta el momento de exprimir el suero en el banquillo de la puerta de la choza. Se respiran enebros, sabinas, tomillos. Se respiran los primeros días de la primavera. Primero al río, a lavar las manos hasta el hombro, bien lavadas con jabón de sebo. La operación de desuerado es otro matariñones: las dos manos dentro del caldero y, mientras se presiona con los puños, poco a poco el molde va recogiendo la cuajada, las paredes apoyan y pacientemente se va enmoldando. Cuando al fin sale del caldero el molde circular aparece rebosante de la cuajada amarillenta. Entonces hay que seguir apretando con los puños, pues el suero gotea cada vez mas lentamente, abandonando el dulce cobijo de la cuajada.

No gusta sin embargo el salado. Las manos han vivido muchos fríos, tienen grietas como cañones y, cuando la sal entra en ellas, escuece mucho. Se voltea la pieza, las manos reparten la sal uniformemente, una y otra vez se frota con el conservante, tiene que quedar pegada, pero que no haga capa, secaría mucho y la sal es cara. Uno a uno los quesos se depositan sobre las piedras, al aire. Es la hora de comer, primero el cerdo, dos silbidos y viene sabiendo que el suero es para él. Una golosina. La sartén al fuego y un trozo de tocino se va derritiendo, rancio, dejando sus calorías, un par de ajos y rebanadas de pan, agua y en diez minutos va tomando cucharadas de sopas, bocado de cebolla cruda y trago de vino. Se puede reposar un poco, la lluvia no viene. Pero queda faena.

El burro es una buena ayuda, se acabo el pacer, ahora toca cargar los quesos y subirlos a la cuevilla. Desata la tosca puerta y recibe en las narices los aromas mohosos y lácteos del agujero. Los estantes rebosan de piezas. Primero a colocar los del día, uno a uno, secando cuidadosamente los estantes de madera combada. Luego a voltear a los veteranos, algunos ya acortezados, uno abombado (eso preocupa pero va al zurrón). Seca con más cuidado los estantes y raspa algún moho. Inhala una buena bocanada de aire y vuelta al vallecillo. En el camino va recogiendo algunas orugas y setillas tempranas, en el río unos caracolillos, para dar gusto.

El lavado de los cubos y cántaras es pesado y doloroso, los lienzos se secarán al fuego, sobre unas ramas. Se recoge hierba alta del gusto del burro, atada y al hombro. La hoz también necesita un buen repaso, pero no hay invierno suficiente para repararlo todo. Es hora de recoger el rebaño, cada día cambia el camino, buscando las zonas más verdes. El perro ha cumplido la guarda, compartirá con él el abombado.

En la majada repasa el rebaño: cojea la de la cola manchada. En la choza el cerdo y el burro buscan su rincón. El perro busca las rodillas. La sartén vuelve a buscar el fuego, derrite tocino, pela las orugas, limpia levemente las setillas y guarda en cesta de mimbre los caracoles, saca algunos ya curados. En la cazuelilla engaña a los caracoles, lentamente. Orugas, setas y caracoles a la sartén, unas rebanadas de pan y agua. Comparte el abombado con el perro, tiene que tener más cuidado, empuñar más el queso.

El cigarro de la noche mezcla sus aromas con la lluvia que ya está cayendo. Queda mucha faena.

domingo, 7 de marzo de 2010

Preferiría no cocinar

Llamadme Ismael” es el comienzo de una de las grandes epopeyas de la Literatura Universal, con ella su autor Herman Melville hizo el trasvase de persona de carne y hueso a inmortal, John Huston le ayudó y puso rostro a su capitán Achab de la mano de un discutido Gregory Peck.

Hoy no hablaremos de dicho libro ni de la lucha entre el bien y el mal, ni de una obsesión como meta en la vida. Hoy nos detendremos en una obra que la pantalla de tan majestuosa obra tapó, silenció, nos referimos a una novela de lectura obligada, su nombre es “Bartleby el escribiente”. Si les soy sincero descubrí esta obra gracias a uno de mis escritores de culto, alguien que novela tras novela sigue sorprendiéndome, nació en Barcelona y responde al nombre de Enrique Vila Matas. En el año 2000 publicó su novela “Bartleby y compañía” en la misma designaba como bartlebys a aquellos escritores que por diferentes circunstancias dejaron de escribir.

Todos ellos son herederos de la máxima de Bartleby “Preferiría no hacerlo”, su sentido es diverso, podríamos aludir a la atracción por la nada, al nihilismo más absoluto.
Recogiendo dichas hipótesis, yo la amplio al ansia de libertad, a no dejarse atrapar por los compartimentos estancos que nos marca la sociedad, por huir de la demanda que provoca el talento.

Dentro del mundo de las letras, mis favoritos son Salinger -Holden un abrazo-, y Juan Rulfo, el cual tanto en su libro de cuentos como en su archiconocida Pedro Páramo, curiosamente con otro inicio para la posteridad, alcanzó cotas difícilmente igualables. Mi Bartleby del cine es sin lugar a dudas el gran en todos los sentidos menos para Hichcock, Charles Laughton, con su icono La noche del cazador, al igual que Melville con el tema del bien y del mal, bajo el prisma de necesidad de justicia.

Por qué siendo poseedores de un inmenso talento dieron a su don tan poco recorrido?. Qué pasó por sus mentes para apartarse de su mundo intelectual? Sin haberles conocido siempre me ha llamado la atención la historia de la Gastroteca, por qué Stephane y Arturo, cuando tenían el respeto de todos, decidieron dejarlo todo?

¿Qué empuja a un creador a abandonar la creación?. Alejados de la civilización, ¿Dudarán en volver?.

Yo tengo la suerte de haber conocido y disfrutado de dos auténticos Bartlebys en la Gastronomía, uno es asturiano y el otro torea en Ronda. Pedro Martino convirtió su Restaurante L'Alezna es un lugar de peregrinación, cocinero emotivo, sabio, capaz de desarrollar platos clásicos con propuestas novedosas, alguien en definitiva que sabe conjugar perfectamente el verbo “cocinar”

Qué decir de Benito Gómez, su pichón a la quinoa tatúa mi mente, abandonó el púlpito donde oficiaba magisterio para al igual que Pedro autoexiliarse en lugares más recogidos, menos exigentes y no por ello menos respetables.

Estos días en los medios de comunicación, Adriá es portada, en el 2014 cambiará su vida, ¿Se convertirá en un nuevo inquilino de la morada de Bartleby?. El tiempo nos sacará de dudas, hasta entonces les encomiendo a que busquen en sus vidas a descendientes del personaje de Melville, recomendándoles la lectura tanto del libro original como del de Vila Matas.

Aunque respeto que “Prefieran no hacerlo