martes, 29 de noviembre de 2011

7 maneras tontas de perder un cliente

Andaba en mi tradicional repaso anual de facturas y papelotes variados, cuando me dio por repasar el capítulo de restaurantes. No soy especialmente mitómano, pero sí me gusta recordar por dónde he pasado, qué he comido y cuánta pasta me he gastado. Los recibos son una ayuda impagable. Me sorprendió recordar la cantidad de restaurantes a los que he dejado de ir, habiendo sido cliente habitual. Suele suceder bien por cansancio y evolución personal o porque línea de cocina o los precios ya no me convencen. Pero no siempre. A pesar de mi paciencia franciscana y buen talante, hay detalles concretos, fáciles de evitar, que consiguen sacarme de mis casillas. Os cuento, a continuación, algunos de los que me tocan las narices con probada efectividad:

"frutitas del bosque, montebajo y mineralidad fáber castell del 5"

Los clientes no tenemos, en un 95% de los casos, ni idea de vinos. Distinguimos el tinto del blanco por el color. Un buen sumiller es una bendición, pero uno malo -o peor, pesado- es un castigo divino. Las malas caras ante la elección del vino, la pedantería, o, en el peor de los casos, el intento de clavo en forma de vino caro, son motivo de tarjeta amarilla.

"enseguida le traigo la cuenta, señor"

Considero una parte fundamental de la comida la sobremesa. Pero no siempre quiero pasarla en el restaurante. A veces, simplemente estoy cansado, otras no tengo tiempo. El español es de naturaleza gumias, pero cuando se pide la cuenta, diez minutos es tiempo más que de sobra.

"qué marcha me llevas, máquina"

Me agobia el trato estirado. Pero de la naturalidad al colegueo va un trecho y las palmaditas en la espalda, salvo que de verdad tengas confianza con el cliente, sobran.

"lo siento señor, pero el punto del pescado es éste"

Es un hecho: los clientes no tenemos, en un 95% de los casos, ni puñetera idea de gastronomía. Abraham García dice aquello de que "el cliente, en su restaurante, raramente tiene la razón". Sin embargo enfrentarse a él no es una buena idea. Si te pide el filete bien hecho, dale plancha.

"le retiro el vino de la mesa, se lo iremos sirviendo"

Sí, queda más fino no tener el vino y el agua en la mesa. Pero es más importante tener la copa llena. Si el sumiller o el servicio deciden dar este paso, han de estar absolutamente seguros de que las copas no están más de un par de minutos vacías. Comer sin vino es muy triste.

"tengo unas centollitas magníficas fuera de carta..."

Soy de los que piensan que el S/M está muy bien -el mercado debe mandar-, pero hace ya veinte años que HP vende unas impresoras estupendas a un precio más que razonable. No hay razón ninguna para no imprimir los platos del día. Caso contrario, se debe comentar el precio. Los rejones inesperados son motivo de tarjeta roja.

"su mesa está casi a punto, haga el favor de esperar unos minutos"

Considero una descortesía llegar con retraso a un restaurante, y entiendo perfectamente que, caso de no avisar y a partir de quince minutos, puedes quedarte sin mesa. Recíprocamente, si un cliente reserva a una determinada hora, su mesa debe estar preparada. Una vez más, diez minutos de espera es demasiado. Si se juega a eso tan peligroso de los turnos, conviene decirlo cuando se hace la reserva, para que el cliente se atenga a las consecuencias.

Podréis decir en muchos casos que son nimiedades. Os doy la razón, en algunos casos soy muy tiquismiquis -o quizá algo peor-. Sin embargo, creo que es relativamente sencillo cuidar todos estos detalles y muchos otros, con los que, en cosa de segundos, un gran almuerzo puede convertirse en un recuerdo desagradable. Para evitar que esas facturas sean, como en las que os menciono, las últimas.

martes, 22 de noviembre de 2011

Lágrimas rojas



La semana pasada me llegaron los ecos de las visitas de un gourmet inglés a Madrid. El tipo alineó a los restaurantes en fila india usando la guía Michelín y visitó los más importantes. Ninguno más.

Mientras tanto -es noviembre-, internet bulle a la espera de la concesión de los nuevos premios de la roja. Los lobbies gastronómicos -agencias de marketing y componedoras de congresos- presentan sus cuadras en perfecto orden de revista y los gastrofans -aspirantes a lobby, meritorios de estos- exhalan suspiros de amor por cocineros, como las adolescentes lo hacen por Justin Bieber. No deja de ser curioso que cualquier aficionado sepa si un restaurante es, o no, un dos estrellas Michelín, pero no sepa decir cuáles son los criterios de la guía en España y los descalifique en cuanto tiene oportunidad.

En realidad nadie podría concretar los criterios de una manera clara. Si nos atenemos a los datos, excluyendo nuestras opiniones, sabemos que en España se reparten pocas estrellas y que no tienen un especial aprecio por la cocina tradicional, sin llegar a seguir las tendencias al pie de la letra -ahí tenemos el caso de Noma, aspirando todavía a la tercera. ¿Conspiración contra España como potencial rival? En Italia, rival gastronómica de Francia, hay 250 restaurantes con una estrella.

Pero obviando sus motivaciones y sus estrategias -si las hubiera- el producto que ofrecen en España -el que le importa al cliente- me parece razonablemente fiable, aunque incompleto y alejado de mis gustos. Madrid es un caso palmario, habiéndolos visitados todos en los dos últimos años y aunque -en general- me parecen buenos comedores, no soy cliente habitual de ninguno de ellos. Ni siquiera para ocasiones especiales. Así que hay un tercer hecho constatado: sus criterios son muy diferentes de los míos. Claro, que eso me sucede con todas las guías y casi todos los criterios que conozco, excepto el mío propio.

En mi opinión el gourmet inglés bebió en espléndidas copas pero se perdió el alma gastronómica de Madrid. Queda también el corolario de que a las tarjetas de crédito, se llega a través de la Michelín. Por eso, el jueves, lágrimas rojas.

martes, 15 de noviembre de 2011

La puerta de Hakkasan

Paseando por la zona dedicada a Mesopotamia y Egipto, en el Museo Británico, se dispara mi curiosidad y algunos vagos recuerdos de mi educación primaria. Lo que en los libros eran fotos, fechas, mapas y obligaciones se convierte en momias, piedras, jeroglíficos y diversión. En arena y pirámides. Dos civilizaciones longevas que fueron fagocitadas por otras con hambre de gloria. En el otoño de Londres del 2011, los hombres de gabardina negra de la City, ejercen como fedatarios de otro cambio de ciclo por un buen puñado de libras.

Apenas a quinientos metros del museo, en un callejón sin salida, está el restaurante Hakkasan. Su propuesta: un conglomerado de platos de otra cultura milenaria, la china. Hakka por los nuevos pueblos de Hong Kong, San como muestra de respeto. Escondido y, desde fuera, se parece a las decenas de panasiáticos que he pisado en mi vida. De hecho, motu proprio, jamás hubiera entrado en ese sótano, que está tan cerca de parecer un restaurante, como una discoteca de moda.

La puerta se abre y se hace la noche. Sólo unas luces rojas y unos escalones. Una mujer hermosa y elegante nos recoge los abrigos y el comedor es otra vez oscuro, con pequeños focos de luz que apenas tienen la apertura en el haz para saber lo que estás comiendo. Como si guiaran tu atención, como si temieran que te centraras en otra cosa que no fuera la comida.


Hoy hemos venido a disfrutar de sus dim-sum. Hay una docena de ellos debajo del apartado "small eat" en la carta y en un pequeña hoja aparte, los especiales del día. Van apareciendo, como cuadros de Caravaggio en el medio de la mesa, cestas con tres o cuatro piezas de cada. Pasta wan ton u hojas de cebolleta, a la plancha o al vapor, cualquier cosa que pueda contener las combinaciones de verdura, marisco, carne y pescado, en las que el calor ha disuelto las gelatinas -las usan con profusión- para crear combinaciones a veces líquidas, jugosas, complejas, con chispa.


Vieiras con salsa XO, pato ahumado con chiles, cangrejo de pasta blanda y su sopa, carne de cerdo con verduras, ternera macerada y amalgamada. Infinitas combinaciones -algunas muy complicadas- de ingredientes mezclados de cinco en cinco, algunos tan complicados de usar como el sésamo, la lima, el genjibre, el apio, el hinojo, o el chile. Como si tuvieran la fórmula magistral usan lo justo, los justos. Provocan y abren una puerta en el paladar, estimulando la curiosidad. Los siete u ocho que probamos eran, sin excepción, deliciosos e indescriptibles.

Noodles con carne y huevo para acabar la tercera cerveza -la carta de vinos es impracticable- y un exquisito té de jazmín. Siempre me pregunté qué era exactamente un dim-sum, cuáles eran las reglas que lo definían, si es que las había. Según la Wikipedia significa tanto "bocado", como "tocar el corazón". Quizá no sea para tanto -lo segundo-, pero sí me pareció un mecano exquisito extremadamente fácil de disfrutar, independientemente de mi paladar, tan occidentalizado y, seguramente, limitado


A las cinco de la tarde apenas hay diferencia entre la intensidad de la luz del interior y la de Hanway Place. Paseando por el West End, llegamos a Yauatcha, parte de esa cadena de franquicias, mezcla de glamour y gastronomía, que nació con Hakkasan y que ha sido tantas veces imitada. Allí, a precio de oro, venden el exquisito té verde de jazmín.

martes, 8 de noviembre de 2011

St. John y Dinner by Heston Blumenthal


Al aficionado a la gastronomía, Londres empieza a parecerle una granja gigante. En el restaurante Villandry, al parecer uno de los mejores sitios para desayunar de la ciudad, se apilan cajas de madera a la entrada, sujetando la puerta. Harinas, mermeladas, vinos, frutas, salvados, chocolates y conservas, todo ello eco-bio-orgánico. Productores locales, estacionalidad y artesanía. Uno se siento un poco más biodegradable después de comerse el scone o las tostadas de pan de masa madre, siempre acompañados de mantequilla francesa y -cómo no- mermelada de naranja de la campiña inglesa. Todo tan sano como rico.

Nada como la carta de presentación de la cadena Pret-a-Manger -un local en cada esquina-, para entender la fiebre tradicionalista y naturalista que invade Londres: "Pret creates handmade, natural food, avoiding the obscure chemicals, additives and preservatives common to so much of the 'prepared' and 'fast' food on the market today." En este entorno, no es extraño, que dos de los restaurantes con más caché del momento sean St. John y Dinner by Heston Blumenthal.

Dinner by Heston Blumenthal

En la puerta del hotel Mandarin, a la orilla de Hyde Park, nos abre la puerta el botones. Llueve a cántaros y hace frío. Sin embargo el contraste con el interior no llega tanto por el cambio de temperatura, como por el olor a comida, en concreto a romero, ya desde la recepción. A la entrada del restaurante -el último éxito en Londres-, el bar: oscuro, atestado de gente, hay mucho alcohol, tipos de traje y chicas que se ríen demasiado alto. Echo en falta el humo en el decorado.

Una cocina a la vista con una decena larga de cocineros y unas cuantas piñas tostándose en un lateral de la misma -luego formará parte de su postre estrella. El pan es extraordinario y los precios de la carta de vinos excesivos. Rebuscando con paciencia -a falta de dinero, ródanos sencillos- acabamos por encontrar un syrah de Yves Gangloff que no escarba demasiado en mi tarjeta de crédito. La sumiller se alegra de nuestra elección -siempre lo hacen-, se lleva la botella y se encarga de servirlo a la velocidad que le pido. Mucha.


El camarero, ufano, nos comenta que los platos no sólo están ricos, sino que son el resultado de una búsqueda por la historia de la cocina británica de Heston Blumenthal. En la carta aparecen las referencias originales de algunos de ellos -libros, historias, recetas-. A mí me viene a importar lo justo si el Meat Fruit que me pido como entrada era la comida favorita de María Estuardo, pero el caso es que este paté de higadillos, envuelto en una crema de mandarina y forma de la misma -trampantojo ciertamente naive- y el pan con romero tostado que lo acompañan está realmente bueno. Todavía más sorprendente, por deliciosa y extraña, la combinación de vieiras con ketchup de pepino y borrajas.

En este punto empezamos a darnos cuenta de que aquello no es otra cosa que una taberna sofisticada, un bistró vestido de fiesta, donde vamos a cenar realmente bien. Por ejemplo la chuleta de cerdo de pata negra -sic-, rosada y tierna, con un ahumado finísimo, o el bacalao con salsa de sidra y mejillones de roca, acompañados ambos con una buena guarnición de patata machacada. El tipsy cake, bizcocho empapado en brandy, con crema de vainilla y rodajas de piña es imprescindible, marca el máximo de placer que vivimos esa noche.


Hay un algo pretencioso en esa necesidad de justificación histórica de la propuesta. No lo necesita, aparte de cierta lentitud al final del servicio, Dinner by Heston Blumenthal es una buena referencia, con eso tan raro hoy en día que son platos de cierta complejidad acabados con finura y un producto bien escogido.

St. John

La línea circular del metro está en obras. Tengo la sensación de que esa línea siempre está en obras y en domingo no es fácil encontrar un taxi en Londres. Llegamos con algo de retraso y mucha hambre al cuadragésimo primer mejor restaurante del mundo, según la lista Pellegrino. Nos soprende que la entrada parezca un garaje y el interior un patio. En un lateral una barra, en el otro una panadería -hacen su propio pan- y en el centro unas mesas de madera conformando un bar que uno no sabría decir si es un espacio interior o exterior. El restaurante se sitúa en una nave anterior, a la que se llega subiendo por una pequeña escalera. "Esto era la antigua panadería", me dice el camarero-cocinero que nos atiende.

La carta de vinos da para disfrutar. Precios razonables y buena selección, como por ejemplo la garnacha que hace Eric Texier al sur del Ródano o el pinot noir de Vignoble Guillaume en Comté, ambos del 2009 y ambos en el entorno de los 30 euros. Así que con los cocineros danzando entre las mesas -tan de moda ahora- mientras toman nota y la cocina más o menos a la vista, nos sirven otro buen pan y el vino con dos copas que no desmerecerían en un bistró parisino. Aquí no hay duda, estamos en una taberna y no hace falta hacer un doctorado para estar seguro de que se trata de cocina tradicional inglesa ejecutada por buenos cocineros


No hay trampa ni cartón, la sensación global es de cierta crudeza. Si pides mejillones de roca con pepino, aparecen los mejillones al vapor y un poco de pepino cortado. Si tuétano, pues el tuétano según su receta clásica y su pan tostado. La desnudez de las paredes -no, no se han gastado la pasta en decoración- y la simplicidad del entorno tienen su continuación en la comida. Buenas materias primas como el excelente lenguado a la plancha con patatas fritas -en aceite de girasol, eso sí-, en una versión del fish and chips o la panceta de cerdo de Gloucester ahumada y después lentamente cocida -pot roast smoked Gloucester old spot- con ciruelas, para finalizar con una crema catalana acompañada por galletas escocesas shortbread -mantequilla, mucho azúcar y trigo blanco-. St. John es una casa de comidas de buen nivel, su clientela es gente del barrio, mejor medida que la del guiri -como es mi caso- con guía bajo el brazo.


Dos versiones diferentes de lo mejor que la gastronomía británica puede ofrecer. La primera más sofisticada y pretenciosa, pero muy bien acabada y con cierta ambición. La segunda extremadamente sencilla, pero rebosante de frescura y autenticidad. Cocina rústica en ambos, no es casualidad que los mejores postres tengan más que ver con la panadería -la harina y el agua- que con la pastelería.