domingo, 27 de marzo de 2011

Los Miserables y los Eritropoyésicos

El pasado viernes fui con mi mujer y con una pareja de amigos a ver el musical “Los Miserables”, que se representa actualmente en el teatro “Lope de Vega” de Madrid. Al poco de comenzar la función, justo después de sonar esa preciosa canción llamada “I dreamed a dream”, miré de reojo a mi amigo y vi que estaba completamente inmóvil. Parecía observar fijamente el suelo sin prestar atención a la obra que se estaba representando en esos momentos. En el escenario, la pobre Fantine vagaba llorosa por las calles de un pueblo francés. Para poder pagar la manutención de su hija, después de haber sido despedida de la fábrica en la que trabajaba, había puesto a la venta su collar, su cabello, su honra y sus dientes. Mientras se desarrollaba esta escena dramática, mi amigo se sujetaba la barbilla con la mano izquierda manteniendo el codo apoyado en el reposabrazos de la butaca; la otra mano reposaba lánguidamente sobre sus piernas; tenía el cuerpo inerte y la respiración acompasada. Vamos, que estaba como un tronco. Su sueño era tan profundo que me dio la impresión de que debía haberse quedado dormido justo en el momento en que se apagaban las luces del teatro y comenzaba la función. Normal, era viernes por la noche y estaba cansado. A su lado, yo seguía la obra con los ojos completamente abiertos, a pesar de haberme despertado ese día a las siete menos cuarto de la mañana y de no haber podido descansar ni un minuto a la hora de la siesta. Este fenómeno, que distingue a unos seres humanos de otros, tiene una explicación científica muy sencilla conocida por los nombres de hipersomnia y disomnia. Me explico. La hipersomnia es un trastorno del sueño caracterizado por una somnolencia excesiva. La disomnia viene a ser lo contrario, es decir, consiste en la dificultad de conciliar el sueño y de permanecer dormido. Yo, después de observarme mucho a mí mismo, he llegado a la conclusión de que soy hipersómnico por el día, con algún episodio aislado de cataplejía, y disómnico por la noche. Es decir soy un eritropoyésico.

Los viernes voy al trabajo en transporte público. Les digo esto por dos motivos: primero porque creo que este dato tiene relación con lo que les estoy contando y, segundo, para darles a ustedes pena. Darles pena porque vivo muy lejos del curro, y esto me obliga a despertarme los viernes tres cuartos de hora antes de mi horario habitual, rompiendo así mis hábitos del sueño. Y por si fuera poco castigo el madrugón, lo normal es que me toque hacer el trayecto de pie, ya que a que a esas horas siempre hay en el tren muchos más viajeros que asientos y mi modorra matutina me priva de la agilidad necesaria para anticiparme a todos aquellos compañeros de viaje que, aunque caigan rendidos a las once de la noche y se duerman en el teatro oyendo las canciones de “Los Miserables”, por las mañanas son capaces de abalanzarse sobre los asientos libres como si fuesen fieras a la caza de su presa. Son disómnicos por el día, como “Belle de Jour”, e hipersómnicos por la noche, cual monjitas de clausura, por lo que un eritropoyésico, como yo, no está preparado para luchar contra ellos por un asiento a primeras horas de la mañana.

Pero si no son ustedes partidarios de derrochar su compasión en chorradas como esta pues no me compadezcan y ya está, que yo tampoco se lo voy a reprochar, pero sí les pido a cambio que no se enfaden conmigo por parecer tan frívolo, pues a estas alturas ya deberían estar acostumbrados a convivir con personas superficiales a las que parece molestarles más el límite de velocidad en las carreteras españolas que la guerra de Libia, o que se sienten más cercanas a las tribulaciones de un viajero somnoliento sentado en un asiento de un tren de cercanías que a las desgracias sufridas por las victimas de cualquiera de los desastres que asolan el mundo, siempre que ese mundo nos pille muy lejos. La cercanía es la clave, y las cosas nos preocupan más cuanto más probabilidades haya de que puedan llegar a afectarnos a nosotros mismos o a las personas de nuestro entorno. Ser un poco superficial es normal, no pasa nada. De la muerte procuramos no hablar, pues nos negamos a sentirla como algo cercano. Nos da miedo. Cuando se nos muere algún conocido, solucionamos el asunto con cuatro tópicos: “no somos nadie”, “la vida continua” y cosas así. Del paro tampoco nos gusta hablar porque es una tragedia que está demasiado próxima y su presencia nos está volviendo a todos un poco más infelices, un poco más cobardes, un poco más miserables.

Los miserables siempre hemos querido que las cosas cambien. Le hacíamos los coros a Bob Dylan y cantábamos con él que los tiempos estaban cambiando, confiando en que las cosas pronto iban a mejorar. Éramos tan optimistas que pensábamos que los cambios solo podían ser sinónimo de mejoras. Los más piadosos encontraban consuelo en la oración y en el cumplimiento de los principios de la Iglesia; cuando correspondía aliviaban su mala conciencia echando veinte duros en el cepillo de la iglesia, apartándose de los placeres de la carne o mortificando sus cuerpos con un cilicio. Otros entregaban su vida a la causa del proletariado. Pero hoy día ya no cree en el futuro del marxismo ni el secretario general del Partido Comunista, y el rollo de la vida eterna no se lo traga ni Rouco Varela. No se esperan mejoras. Si acaso, los únicos cambios que podemos esperar de momento son las reformas destinadas a empeorar nuestra vida y a retrasar un poco el tiempo que falta para que se vaya al carajo todo este tinglado. Hoy los miserables (y ahora ya no hablo de personas sencillas e infelices, sino de gentes ambiciosas, perversas y mezquinas) se dedican a especular con las cosechas del sudeste asiático de la segunda mitad del siglo XXI, a advertirnos que tendremos que trabajar más y ganar menos, o a escribir artículos en los periódicos explicando los beneficios que el terremoto de Japón puede reportarle a los bolsillos de los inversores más espabilados. Una corriente aparece en el horizonte proclamando que los problemas del mundo se deben a la falta de valores, a los inmigrantes, a los impuestos, al uso del preservativo y al matrimonio homosexual. El Tea Party, Marine Le Pen y la Conferencia Episcopal. Vuelven el mundo, el demonio y la carne. La que nos espera.

Pero dejémonos de reflexiones inspiradas en el doble sentido de la palabra que da título al musical que acabamos de ver y volvamos a la ciencia. Los que son hipersómnicos durante el día maduran demasiado rápido el eritroblasto ortocromático y sufren por ello ciertos desequilibrios en los niveles del líquido cefalorraquídeo, lo cual es capaz de provocar el sueño con más rapidez que una película de Lars Von Trier o que un partido del Atlético de Madrid. A lo largo del día se producen importantes oscilaciones en dichos niveles. Están altos por la mañana temprano, continúan subiendo durante la jornada laboral y alcanzan su cumbre mayormente a la hora de la siesta, durante la cual los eritropoyésicos si no están medios dormidos será porque están medio despiertos, pero en cualquier caso están más tontos que el tío Abundio (que cuando iba a vendimiar se llevaba uvas de postre). Los eritropoyésicos se pasan el día arrastrando el cuerpo desde el despacho a la máquina de café y desde la máquina de café al despacho, intentando a duras penas prestar atención a unos plúmbeos informes, de esos que analizan la situación actual de alguna cosa para luego identificar oportunidades de mejora que permitan optimizar la cosa analizada. Ahora las empresas están llenas de tipos optimizando cosas. Si se fijan en la jeta del hombre que aparece en la foto de al lado se darán cuenta de que tiene toda la pinta de ser un gran optimizador. La verdad es que la cara de este hombre acojona un poco, como los antidisturbios de la película de Berlanga. En cambio los eritropoyésicos no acojonan a nadie y se limitan únicamente a optimizar por la noche el equilibrio de su eritroblasto para convertirse en unos juerguistas de mucho cuidado; se vuelven disómnicos, siempre dispuestos a prolongar la fiesta todo lo que sea necesario, por más que sus hipersómnicos compañeros de velada los miren con una expresión aletargada, parecida a la que aquellos tenían antes, cuando el sol brillaba en lo alto del cielo y eran iluminados por las doradas hebras de los hermosos cabellos del rubicundo Apolo. Si por el día no son nadie, por la noche el mundo es suyo. ¡Camarero, otra ronda, por favor!

Este tema siempre ha causado preocupación, incluso ha llegado a ocupar espacio en las letras de algunas famosas canciones de los grupos musicales más modernos e importantes de nuestro país. Y para que vean que aquí no nos inventamos nada y que traemos los temas bien documentados, les ponemos, a modo de ejemplo, un fragmento de una bonita canción de “Los Bravos” que se llama “Al ponerse el sol” y que aparecía en el LP de 1967 “Los chicos con las chicas”. Yo tenía el single (en realidad no era un single, era un tipo de disco de cuatro canciones que se llamaba EP, Extended Play); en la cara A “Los chicos con las chicas” y “Come when I call”, y en la cara B: “Al ponerse el sol” y “Bye, bye, baby”. Un disco muy recomendable. Ahora cantemos:

“Yo conocí una chiquita que era un caso especial
Pues de día las cosas le salían muy mal
Y he de confesar que a plena luz nunca estaba bien, eh, eh

Pero al ponerse el sol,
Pero al ponerse el sol
Está como para parar un tren
Al ponerse el sol

Por la mañana, caminado, va arrastrando los pies
Despeinada y mal vestida, tú la ves
Y me preguntaba yo que cara podría tener
Pero al ponerse el sol,
Pero al ponerse el sol
Está como para parar un tren Al ponerse el sol”

Más claro, agua. A la chica de la canción, que evidentemente era eritropoyésica, se le revolucionaba el metabolismo al ponerse el sol. Es algo muy sabido. Por el día todo son disgustos y desamores, pero cuando las tinieblas dominan el
mundo, las mujeres eritropoyésicas olvidan su malhumor, se suben a un coche y comienza el desenfreno. Ellas no son belle de jour. Son las reinas de la noche. Lo cantaba Tino Casal: “Stop, mi hada, estrella invitada victima del desamor sube al coche, reina de la noche y olvida tu malhumor” Mi amigo se despereza en su butaca. En el escenario los protagonistas de la obra viven de forma diferente los días previos a la revolución. Todos cantan a coro “One day more” y termina el primer acto. Yo vi por primera vez “Los Miserables” en Londres en el año 1992 y ya entonces me pareció una extraordinaria adaptación de una novela grandiosa que narra a lo largo de más de mil quinientas páginas las vidas de una serie de personajes durante los primeros años del siglo XIX. Es difícil condensar una obra tan extensa y tan compleja en un musical, pero los autores, en mi opinión, lo consiguen plenamente. La historia es interesantísima, pero además, la producción de Madrid ha incorporado una escenografía espectacular que supera claramente a la que pude ver en Londres hace ya casi veinte años. Los maravillosos decorados nos conducen, sin esperas ni tiempos muertos en los cambios a un barco de esclavos donde rema el recluso Jean Valjean, a una fábrica, a un prostíbulo donde la infortunada Fantine nos muestra su desesperación, a una sala en la que se celebra un juicio, a una taberna, a las barricadas en las que los revolucionarios se enfrentaron a las fuerzas del rey Carlos X durante la Revolución de Julio de 1830, a las cloacas de París, o a un puente donde se consuma el suicidio de Javert en uno de los momentos más espectaculares de la obra. Las canciones son hermosísimas. Algunas de ellas son tan populares que se puede decir, sin miedo a exagerar, que ya forman parte de la cultura popular de los últimos años. Aquí os traigo alguna de ellas para que paséis, si os apetece, un rato agradable escuchándolas:

I Dreamed A Dream
Master of the House
On my Own
One Day More

Hasta aquí todo bien, pero lo malo es que en Madrid estas preciosas canciones que acabáis de escuchar son interpretadas por un grupo de cantantes que hacen buenos a los concursantes menos dotados de Operación Triunfo. En el Barbican Theatre de Londres, al papel de Fantine lo interpretaba la maravillosa Ruthie Henshall: “I had a dream my life would be so different from this hell I’m living….” En Madrid lo hace una chica con voz de gato. También anda por allí nuestro representante en Eurovisión del año pasado, ese que cantaba “algo pequeñito, uo, uo, uo”. Aquí sí que los ingleses nos ganan por goleada. No se si esto se debe a que el casting lo hizo un sordo, o a que se le ha dado más importancia al físico de los actores que a sus condiciones vocales, o a que no hay más cera que la que arde. Esto último no lo creo. En cualquier caso, con estos intérpretes en escena solo se consigue que los disómnicos nocturnos nos pasemos la representación pensando en tonterías que luego vayamos a escribir en algún blog, mientras a nuestro lado dormitan placidamente los hipersómnicos.

Y terminada la crítica teatral, ya solo queda sitio para el comentario gastronómico, imprescindible en estos artículos. Ahí va. Como el horario de la función nos hizo imposible plantearnos una cena convencional en algún restaurante cercano, nos fuimos a MUI, que no es la mejor barra de Madrid ni de coña, pero que no está mal. A mí lo que más me gustó de todo lo que comimos fue la ración de torreznos con yema de huevo.

lunes, 21 de marzo de 2011

Restaurante Ars Natura

Hasta hace unas semanas parecía que Cuenca, en lugar de estar a menos de doscientos kilómetros de Madrid, estaba a mil. Nada extraño si se tiene en cuenta que el viaje en coche raramente bajaba de dos horas en cuanto el tráfico de la A-3 se desbocaba o que el tren regional -conocido popularmente como "el ovejero"- tardaba casi tres horas en llegarse hasta la antigua estación. Así, desconectada de la realidad industrial, se fue construyendo una Vetusta que había entrado en el siglo XXI a lomos del funcionariado y de unos pocos servicios que, aparte del autoservicio más básico -debe ser una de las pocas capitales españolas sin una tienda de Zara-, cubrían la escasa demanda hostelera del turismo de fines de semana y festividades varias. Quién sabe si como consecuencia del aislamiento o de cierto conformismo inherente al espíritu conquense, la ciudad había quedado para los hábitos de la Semana Santa y la oferta gastronómica, salvo un par de excepciones, reducida a un puñado de restaurantes que ofrecían una dosis de tipismo -zarajos, morteruelo, cordero asado-, bien es cierto que lo suficientemente naive como para no caer en el esperpento.

Y sin embargo y a pesar de esta dinámica autodestructiva que había afectado a su riqueza arquitectónica, Cuenca sigue siendo una ciudad enormemente bella, una joya que hasta ayer estaba en la mitad de ningún sitio. Como a quien le toca la lotería, la han enchufado a Madrid por autovía y tren de alta velocidad, "la gran sequía, la gran remojá", que diría mi abuela. No debe ser tontería esto de las comunicaciones, porque desde que la ciudad se encuentra a menos de una hora de la capital, han aparecido algunas nuevas opciones gastronómicas. La más notable el restaurante del museo Ars Natura, un centro en el que se recogen (sic) "nueve Unidades Naturales que integran una gran variedad de ecosistemas". Diez, diría yo, porque el restaurante del museo lo gestiona Manuel de la Osa.


En la planta baja de esa especie de caja que es el museo, casi colgada en un balcón al barrio de los Tiradores, con una imponente vista sobre el casco antiguo se encuentra el restaurante. Techos altísimos, unas 30 plazas tan separadas en una sala en la que cualquier bistró francés podría haber metido tranquilamente cien sillas sin despeinarse, manteles de lino y una cubertería preciosa. El comedor tiene una sensacional presencia y los aperitivos, desde la mantequilla trufada, al delicioso aperitivo de caballa con encurtidos y aire de guindilla auguran un gran almuerzo, aunque el pan sea fácilmente mejorable. La selección de vinos está centrada en la oferta nacional con énfasis en los vinos de la tierra. Sin concesiones ni apenas sorpresas.

En la parte técnica, De la Osa se encarga de la gestión y el jefe de cocina es el catalán Jesús Segura -Arrop, Bálsamo de Fierabrás, R. de la Calle-. El menú de degustación, parece un intento comedido de introducir la cocina de Las Rejas en Cuenca. Porque en la carta, excepto en la parte relativa a las entradas, el resto ofrece lo que uno podría encontrar en cualquier restaurante de cierto nivel: jamón de Joselito, anchoas, salmón o terrina de foie. Es, como digo, en la parte de las entradas donde uno puede elegir la espléndida e hipersabrosa sopa de ajo caliente, las verduras ecológicas o el ajoarriero ahumado, todas con el sello de las Pedroñeras. Más agresiva es la propuesta del menú de degustación, de largo una opción más atractiva, en la que la dosis de riesgo se multiplica por diez con bocados maravillosos como el cremoso de piñones, trufa y piña o el foie, taninos de vino tinto.


La pequeña decepción con la propuesta de la carta se matiza con lo que se sirve en la mesa. La ensalada de perdiz, alubia y pimentos asados es fantástica -aunque quizá debería servirse con algunos grados más- y el plato del día, un arroz con pulpo y anisetes -marca de la casa de esa escuela a la que pertenece Segura- absolutamente sensacional. No alcanzan el mismo nivel los segundos platos. Es curioso el plato de pichón en dos servicios, donde se presenta el ave asada en un plato y una crema de patata con los interiores y uno de los muslos en otro plato. La ejecución es correcta, el pichón es de buena calidad, pero al plato le falta concreción. Lo mismo sucede con el cordero que ni tiene la piel crujiente con textura tierna y lechosa y aroma ahumado de la carne que se consigue en un asado clásico, ni la melosidad de las cocciones largas a baja temperatura. Me gustaron los postres, a la vez sencillos y deliciosos: tanto la gelatina de café con helado de avellanas y chocolate blanco, como la quesadilla con frutos rojos son una buena manera de cerrar el ágape.

"4 tónicas, 8 guarniciones, 16 ginebras", por ejemplo Fentimans con jengibre y Brockmans. Original manera de ofrecerte un gin tonic que se hace imprescindible para poder alargar la tarde y disfrutar de la impresionante vista en la que el sol de finales de invierno va cambiando con premura los tonos pastel de las casas de la zona alta de la ciudad.



Si nos abstrajésemos del entorno, que por sí mismo podría ser motivo suficiente para visitarlo, lo que encontraríamos es un buen comedor en términos absolutos, porque en la cocina está la suma de dos talentos que aseguran una buena pitanza. Si mezclamos ambos factores, entorno+gastronomía, hablamos seguro de una gran experiencia. Sin embargo, creo que podrían llegar mucho más lejos. A pesar de estar cerca de mi casa, o quizá por ello mismo, no tuve la sensación de estar comiendo en Cuenca. Por supuesto que hoy en día en cualquier punto de España se puede disfrutar de foie y ostras de primer nivel -nadie lo duda-, el producto llega a todos lados, pero es que aparte de algunas interpretaciones ciertamente sofisticadas de recetas tradicionales manchegas -herencia de Las Rejas-, no hay apenas reflejo de la despensa y tradición de la provincia -recordemos que Cuenca no sólo es La Mancha, también existen la Alcarria y la Serranía-. Una paradoja que esto suceda en un museo cuyo principal objetivo es dar a conocer la diversidad de la flora y fauna de la meseta sur.

Ars Natura es un gran restaurante ya, en términos "michelín" en mi opinión merece una estrella sobradamente, con el aliciente de poder comer por apenas 60 euros. Pero también creo que es una casa de la que debemos esperar más. O al menos yo quiero esperar más. Que los granates vespertinos de los tejados de las casas que bordean al Huécar se transformen en el plato en perdices. Que huela a pan del pueblo de Arcas, tan cercano, y que la próxima Semana Santa, fiesta grande en las cocinas de los hogares conquenses, sirva como inspiración y no sólo para llevar turistas.

Restaurante Ars Natura
C/ Rio Gritos, 516004, Cuenca
Tlf 969 219 512
Web: Ars Natura

domingo, 13 de marzo de 2011

Una escena costumbrista y una idea

Callos, pata de ternera, cebollas, ajos, puerros,zanahorias... Se van ordenando los alimentos sobre la encimera buscando crear una escena ordenada y armónica, el orden a la hora de cocinar es básico. Mover carnes, vegetales una y otra vez, se intenta dar con un orden, las manos de forma involuntaria se empeñan en colocarlos unos sobre otros, hay armonía, pero no hay orden. Una escena costumbrista, un bodegón.

Limpio con cuidado los callos y las patas de ternera bajo el grifo,

pelo y troceo groseramente las verduras ,a la bolsa de cocción,

en una olla de hierro introducimos las carnes y llevamos a ebullición

al primer hervor retiramos el agua y volvemos a cubrir y llevar a ebullición

junto con las verduras.

No solemos hablar de pintura en los blogs gastronómicos, tampoco lo vamos a hacer hoy ¡Dios me libre!, pero si pasaremos de soslayo por escenas gastronómicas costumbristas.Una escena costumbrista inevitablemente me lleva a recrear en mi mente escenas gastronómicas madrileñas, aunque no ocurran en Madrid, tal vez porque vivo aquí o porque creo que Velazquez debió pintar “Vieja friendo huevos “ en la Villa y corte, aunque lo pintase en Sevilla es una escena madrileñísima, digna de Perez Galdós o de Baroja.

Cocemos durante tres horas a fuego lento y llega el momento de preparar

un sofrito y de utilizar los embutidos, pero llega tambien la idea, en aceite

de oliva virgen freimos un puñado de almendras, que queden bien tostadas,

picamos un buen puñado de perejil fresco y tostamos unas hebras de azafrán.

La escena me ha gustado desde pequeño, las jícaras a la derecha ,¿vino y vinagre?,el mortero metálico, supongo que un lujo para la época donde todavía desconocían las bondades del mortero amarillo, supongo también.

La cebolla roja, el plato con el cuchillo, lo que parecen ser unos trozos de pimiento choricero seco, el niño con una botella de ¿aceite? y una hermosa calabaza. Mas datos para el gastrónomo observador, el hornillo donde reposa la cazuela es lo mas parecido a un hornillo de ferroviario, parece que el siglo de Oro era técnicamente muy avanzado,pero sobre todo me ha llamado siempre la atención el hecho de que no está friendo huevos, los está cociendo a baja temperatura.Todo lo anterior me da que pensar, y mucho.

En un mortero, amarillo por supuesto, majamos las almendras, el perejil,

un ajo picado y el azafrán hasta conseguir una pasta lo mas fina posible, harina

de almendras , que desleímos con un poco de vino añejo.En la sarten sofreímos

una cebolla picada e incorporamos el majado, dejamos reducir lo mas posible.

Lo que me da que pensar, o me gusta pensar mejor dicho, es que mas que una escena cotidiana el cuadro rinde homenaje a una gran cocinera, me gusta pensar que la vieja permitió que Velazquez la reflejase justo en el momento en que ponía en práctica una idea, una idea genial desde el punto de vista gastronómico. Me gusta pensar que el siguiente paso del cuadro hubiese sido el de la vieja troceando finamente la cebolla, sobre la que colocaría los huevos, y que en ese mismo aceite de cocción subiría el fuego para freir los trozos de pimiento y echar un chorro de vinagre, que luego esparciría por encima de los huevos y que finalmente rompería las yemas apenas templadas con finas láminas de calabaza.

Desleimos el contenido de la sarten con un cazo de liquido de cocción y

lo incorporamos a la olla, junto con una hermosa guindilla seca y un clavo de

especia.Dejamos cocer media hora y un reposo al menos de dos horas .

A la hora de servir rociamos con abundante yema de huevo duro picada.

Espero que estéis de acuerdo conmigo en que el cuadro mejora sensiblemente, que podemos soñar en que la vieja tenía ideas y que quería dejar constancia de ellas , inmortalizarlas y que tenía su punto genial, crear recetas desde un su posado.Seguro que también se le hubiese ocurrido la idea de los “Callos en pepitoria” mirando solo los productos, a partir de un bodegón, de una escena costumbrista a una idea.

viernes, 4 de marzo de 2011

Cacahuetes

Esta feo que sea yo quien lo diga, pero este es un post muy oportuno. Últimamente tenemos un poco olvidado el producto, producto, producto. De hecho, creo que la última vez que tratamos el tema del producto, producto, producto fue hace ya varios meses cuando hablamos de casquería. Para subsanar este olvido, hoy traemos a nuestras páginas un tema interesante: los cacahuetes, producto, producto, producto frecuentemente olvidado por los gastrónomos jactanciosos y arrogantes, más partidarios de los anacardos y de las nueces de macadamia, y que, sin embargo, están riquísimos. Oriundos de América, fueron importados a Europa por los conquistadores españoles y desde entonces nos han entretenido muchas tardes de domingo. Cerveza, fútbol y cacahuetes. Aunque la Wikipedia diga que es una legumbre, el cacahuete ha sido un fruto seco toda la vida de dios. Un fruto seco como la almendra, la nuez o el piñón. Como el pistacho y como las pipas de girasol. Un fruto seco como la copa de un pino.

Es conveniente empezar aclarando estas cosas, pero una vez desecho el equívoco y antes de comenzar a transitar por los senderos insólitos del cacahuete, vamos a detenernos en algunas cuestiones semánticas que revisten gran importancia, y es que la palabra tiene lío. En México se llaman cacahuates (“¡guate!, ¡ponme unos cacahuates!”, pide Holden, con ese acento que tiene de mariachi de Chamberí, cuando viene de visita a casa). En España lo normal es decir cacahuete (plural: cacahuetes), pero como los catalanes dicen cacahuet, los castellanohablantes de Cataluña, por mimetismo, hablan de cacahué, ya que se manejan fatal con las palabras terminadas en “t”, y por eso les cuesta mucho trabajo decir “Generalitat”, “cacahuet” y “Atlético de Madrit”. El plural de cacahué podrá ser cacahués o cacahueses, cualquiera sabe, aunque yo me inclino más por cacahueses, vocablo que me parece mucho más eufónico que cacahués. Como muchas personas tienen la costumbre de escribir las palabras tal y como se pronuncian, no faltarán en nuestra geografía tiendas de frutos secos que vendan cacagüetes, palabra que me está costando una eternidad escribir por culpa del maldito corrector automático del Microsoft Word. Con menos problema
s la escribía el Tío Eulogio en la pizarra de los futbolines situados en la calle Juan Carlos I de la villa abulense de Cebreros: “Aquí no se fía. Hay cacagüetes y leche merengada”.

En Madrid mucha gente los llama alcahueses, probablemente debido a extrañas influencias lingüísticas que vienen a demostrar que los madrileños siempre han sido un poco puteros. Tampoco se libran de sospechas los habitantes de otras tierras castellanas cercanas a la capital, quienes, cuando se acercan a un bar, piden para acompañar la caña “un platito de alcahuetes”. Si cruzamos Despeñaperros, la cosa comienza a complicarse más, y en Cádiz ya ni les cuento. Los gaditanos nunca han tenido la costumbre de llamar a las cosas por su nombre. En Cádiz, por poner un ejemplo, al puerto le dicen muelle. Si un taxista le pregunta en Cádiz: “-¿Dónde vamos, jefe?”, y lo que usted quiere es acercarse a recibir a unos parientes que vienen de crucero en el Queen Elizabeth, no se le ocurra responder: “- Lléveme al puerto”, porque si lo hace le puedo asegurar, sin ningún genero de duda, que terminará usted en El Puerto de Santa María viendo el puerto de Cádiz desde el otro lado de la bahía. Si alguien le manda a la plaza de toros, usted no verá ninguna corrida, p
ero lo más probable es que acabe comiéndose unos pepinillos bañados con cacahuetes en el restaurante Lumen, próximo a la Plaza Asdrúbal. Cosas de Cádiz. En Cádiz un vagoneta es un bujarrón, un miarma es un sevillano, y un chícharo es un guisante. Un nota es un tonto del culo, un picha es un compadre, y un amarillo es un autobús que va a Sanlúcar de Barrameda. En Cádiz un puchero es un cocido, un sieso es un chufla y un cañailla es cualquier animal, vegetal o mineral que proceda de San Fernando. Una jartá es un puñao, un lacio es un malencarao y un carajote es un nota, aunque más tonto todavía, de esos que prefieren tomarse un bocadillo de chope antes que una cazuela de papas con langostinos. Después de todos estos ejemplos verídicos y sinceros habrán comprendido ustedes que es imposible que los gaditanos llamen cacahuetes a los cacahuetes. Al cacahuete en Cádiz se le dice avellana. Pero como de ese modo se confunden los cacahuetes con las avellanas de verdad, a estas las llaman “avellanas de los toros”, pues se solían empezar a consumir a dos carrillos cuando salía de toriles el primero de la tarde, aquellos lejanos años en los que había plaza de toros en Cádiz capital, justo en el solar que se encuentra en la Plaza Asdrúbal, muy cerca del restaurante Lumen.

En Cuba y en otros país
es de Hispanoamérica el cacahuete se llama maní:

Maniiiiiiiiií.
Esta noche no voy a poder dormir
sin comerme un cucurucho de maní


Este bolero ha sido interpretado por muchos cantantes. La orquesta de Xabier Cugat, en los años cuarenta, solía incluir en sus conciertos una versión melódica del mismo. Judy Garland lo cantaba en la película de George Cukor A star is born. También Julio Iglesias lo incorporó a su repertorio para hacer de las suyas con esta canción. Pero yo siempre la identifico con Antonio Machín. Me acuerdo muy bien porque este hombre siempre cantaba las mismas canciones: empezaba con Dos gardenias para ti, canción con la que tienen una importantísima deuda de gratitud todas las floristerías del mundo hispano; seguía con El manisero y terminaba con Angelitos negros, alegato espiritual y bondadoso que recordaba a los pintores especializados en asuntos religiosos el importante papel que podrían desempeñar, ellos también, en la lucha contra la discriminación racial. La orquesta la dirigía el maestro Rafael Ibarbia.

Los canarios llaman manises a los cacahuetes pelados. En Madrid (y no sé si también en otras zonas de España) cuando están tostados y salados se llaman panchitos, y se venden en las tiendas de frutos secos y en algunas churrerías. Son muy agradables de comer, nada que ver con los indigestos kikos, ruidosos, grasientos, fundamentalistas y sectarios, indignos de compartir bolsa con los alegres panchitos. Los kikos nunca me han gustado. Ni solos ni asociados con otros frutos secos. En general, no soy partidario de esas bolsas (o latas) que venden en los supermercados y que contienen diversos ingredientes mezclados (cóctel, se llaman), porque si quiero masticar una almendra, no me apetecerá encontrarme con una avellana, con una uva pasa y mucho menos con un kiko. En algunas bolsas (o latas) de cócteles mixtos, incluso se mezclan frutos secos pelados con otros con cáscara, lo cual me parece una barbaridad, ¡hombre!, que está uno masticando distraídamente sus panchitos mientras piensa en las luces y sombras de Casa Manteca, y de pronto se encuentra con que la cáscara de un pistacho le ha saltado el empaste de una muela.

Mi abuela hacía por navidad un turrón de panchitos. Os daría la receta si la supiera. También compraba en el economato tabletas de turrón de chocolate con frutos secos, que básicamente eran cacahuetes. Los cacahuetes son más baratos que las almendras y también combinan bien con el chocolate. Prueba de ello son los conguitos. Mi primo Luisito estaba completamente enganchado a los conguitos. Todos los días al llegar a casa se sentaba delante de la tele con varias bolsas de conguitos y no se levantaba hasta que se las terminaba todas. Le daba igual que pusieran Un mundo para ellos, Los ángeles de Charlie o el telediario. No sé de donde sacaba la pasta para comprar tanto conguito, pero el caso es que llegó a tener serios problemas de adicción. Eran su vía de escape, lo único que le rescataba de sus momentos de angustia y de ansiedad. ¡Pobre Luisito! Ya va por los ciento veinte kilos.

Pero basta de historias familiares. Los cacahuetes también tienen sitio en la alta cocina. Creo que Ferrán Adrià sirve en su menú de este año unos cacahuetes miméticos. No estoy seguro, yo no soy goloso. Quienes los han probado dicen que no son cacahuetes, pero que parecen cacahuetes porque están hechos de cacahuetes. Vale, así es El Bulli. Pedro Subijana servía en su menú degustación un helado de foie acompañado de un bizcocho de cacahuetes. En Lúa (un restaurante muy recomendable, por cierto) comimos una vez lubina con verduras, sopa de maíz y crema de cacahuete. Y hablando de sopas, la sopa de cacahuetes, de herencia africana, es típica de los estados del sur de Estados Unidos.

Y es que en Estados Unidos también se comen muchos cacahuetes. En las películas antiguas de Hollywood, cuando alguien buscaba algo de comer en la nevera lo primero que se encontraba era la mantequilla de cacahuetes. Una de las tiras cómicas más importantes del siglo XX se llama Peanuts, y también hay algún buen ejemplo de grandes canciones protagonizadas por cacahuetes. Les cuento. Dizzy Gillespie fue un magnífico trompetista de jazz estadounidense que impulsó el bebop, junto a Charlie Parker. El bebop es un estilo jazzíztico que supuso uno de los primeros puntos de ruptura con la música swing, característica de las Big Bands. En los años cuarenta, el swing se estaba quedando anclado en unos ritmos que parecían repetirse una y otra vez, sin capacidad para evolucionar. Cuando ya daba la impresión de que había sido exprimido hasta el máximo, apareció el bebop. Su nacimiento estuvo motivado, como tantas cosas en la vida, por una feliz coincidencia. En Harlem había un club en la calle 118 llamado Minton's Playhouse. El club estaba situado en la primera planta del Cecil Hotel y lo regentaba un hombre llamado Teddy Hill, quien tuvo la idea de abrir las puertas de su local a la hora en que los demás clubes de Nueva York cerraban las suyas. El club empezó a ser frecuentado por músicos de jazz que antes habían actuado en salas de swing repartidas por toda la ciudad, y que acudían al Minton’s porque allí tenían la oportunidad de dar rienda suelta a su creatividad en interminables jam sessions. En esas sesiones informales, de la mano de Dizzy Gillespie, nació el bebop (el origen de la palabra no está muy claro; cuando a Charlie Parker le preguntaron sobre el tema, dijo que la palabra bebop sonaba igual que la porra de un policía chocando contra la cabeza de un negro, pero supongo que estaría de broma). El estilo bebop pronto comenzó a tener éxito, debido sobre todo a un quinteto que actuaba en las salas de jazz de la calle 52, y que estaba formado por Dizzy Gillespie (trompeta), Charlie Parker (saxo), Al Haig (piano), Curley Russell (contrabajo) y Stan Levy (batería). Casi nada.

Pues bien, una de las canciones más características del nuevo estilo se llama Salt Peanuts y fue compuesta por Dizzy Gillespie en 1942. Cacahuetes salados. Quien quiera escucharla que
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