lunes, 27 de abril de 2009

Pizza: Chicago vs Nueva York

Barca y Real Madrid, Boca y River, Duke y North Caroline, Inter y Milán, Móstoles y Alcorcón. Sí, muy bien; todas ellas grandes rivalidades, pero ninguna supera la que se da en los Estados Unidos entre Chicago y Nueva York, al menos en lo que se refiere a quién se lleva la palma en cuanto al estilo de pizza. Masa gruesa en la ciudad de los Vientos y fina y delgada, en el caso de la Gran Manzana.

“When the moon hits your eye like a big pizza pie
, That's amore”
nos decía Dean Martin y, efectivamente, cuánta razón tenía. Pocos platos causan tanta unanimidad y tanta literatura como el que aquí nos ocupa. Las primeras fechas nos retrotraen hasta 1738, hasta un recóndito lugar en Nápoles, donde supuestamente se empezaron a distribuir, primero en la calle y luego, casi un siglo después, en 1830, en el primer restaurante que podríamos calificar como Pizzeria: AnticaPizzeriaPort’Alba, el cual continúa abierto y elaborando sus pizzas de la misma manera que casi dos siglos antes.

Para los puristas napolitanos, solo existen dos tipos de pizza: la Marinara, cuyo nombre no se debe a la utilización de pescado, sino a que era el plato preferido de los pescadores al regresar a tierra firme (orégano, albahaca, ajo y aceite oliva) y la Margarita, en honor a la homónima Reina de la Saboya (albahaca, mozzarella de Bufala de Campania y tomates de San Marzano). La "Associazione Verace Pizza Napoletana", fundada en 1984, establece unas reglas de obligado cumplimento en cuanto a los ingredientes y al completo proceso de elaboración y sólo reconoce a estas dos pizzas como las auténticas y genuinas pizzas napolitanas.

Habiendo sentado ya las bases del origen de la pizza, nos desplazamos ahora hacia el Nuevo Mundo, no al de Terrence Malik, sino al período que transcurre entre el que nos describía Marty en GangsofNew York y Francis Ford, en El Padrino II. Las primeras pizzas se empiezan a vender en Nueva York a finales del Siglo XIX, coincidiendo con las primeras oleadas de inmigrantes transalpinos, no en locales fijos, sino en la calle, normalmente en carros y bicicletas. No es hasta 1897 que se tiene constancia de la primera pizzería: Lombardis, cuyo restaurante en la esquina de Mott y Spring St. sigue horneando algunas de las mejores pizzas de Nueva York.La Gran Manzana vive en la actualidad un nuevo boom de Pizzerías. Entre las tradicionales, además de Lombardis, podemos citar Di Fara, TrattoriaZero Otto Nove,Grimaldis, Franny,s y Una PizzeriaNapoletana. Entre las modernas, Tonda, Keste y Co. La característica principal de todas la pizzas estilo neoyorquino es un fina y delgada masa y una palabra mágica: “CRUST”, que más que corteza, podríamos traducir como “crujiente”, en su punto óptimo, por supuesto.

Nos trasladamos ahora a orillas del Lago Michigan. Si bien, y al igual que en Nueva York, los primeros años del Siglo XX suponen la aparición en las calles de distintos tipos y variaciones de la pizza napolitana, no es sino hasta 1943 cuando podemos hablar del nacimiento de lo que tanta polémica ha creado desde entonces: la pizza estilo Chicago, también conocida como DeepDish; su nacimiento: Pizzeria Uno; su inventor, un antiguo jugador de fútbol americano de la Universidad de Texas: Ike Sewell.


La Pizza estilo Chicago se suele hornear en una cazuela con paredes de unos 5 a 10 cm, cubriendo sus bordes completamente de masa y situando sus diversos ingredientes en el centro, donde se pueden volver a cubrir de otra capa de masa (Stuffed Pizza); el resultado: una pizza de mucho más grosor, casi irreconocible para los puristas neoyorquinos y sus hermanos napolitanos. Los ingredientes utilizados en la pizza Chicago son quesos, normalmente mozzarella, carnes como salchichas italianas, salami o pepperoni, además de pimientos, cebollas, champiñones y, por supuesto, abundante salsa de tomate. Entre las mejores y más recomendables Pizzerías en la Ciudad de los Vientos, podríamos destacar, además de Pizzería Uno y su gemela, PizzeriaDue, LouMalnatis, Gino y Giordano,s.

Tenemos ya las dos corrientes irreconciliables, divergentes y antagónicas de la Pizza en los Estados Unidos. Una tercera vía se abrió en California, a principios de los años 80, gracias a la neo-hippie Alice Waters (ChezPanisse, Oakland) y a EdLadou (Prego, San Francisco). La característica principal de la pizza Californiana, que luego Wolfgang Puck llevó hasta el último rincón de Hollywood Boulevard, es la utilización de ingredientes de estación y gourmets y, digamos, el dar un toque “frívolo” a la pizza. Todo muy, pero que muy, “ochentero”.

Sin embargo, y en esto está de acuerdo todo apasionado y fanático de las pizzas gringas, la mejor pizza en Estados Unidos no está ni en Nueva York, ni en Chicago, ni en Los Angeles, ni siquiera en San Francisco. La mejor pizza , hoy en día, se puede disfrutar en:

PIZZERIA BIANCO, en Phoenix. Un pequeño lugar, en medio del desierto de Arizona, es la Meca actual, el Santo Grial, el lugar de peregrinación de aquellos que pueden pasarse horas y horas hablando de la mejor harina para hornear, del tipo de levadura idóneo, de la frescura de los ingredientes, del lugar de procedencia de los tomates que vayamos a emplear.

PIZZERIA BIANCO es un pequeño restaurante con apenas una mesa comunitaria y una barra, donde no se admiten reservas- tan solo para grupos de seis o más personas- y donde el tiempo mínimo de espera no suele ser inferior a cuatro horas. Afortunadamente, el BIANCO BAR, contiguo a la Pizzería es el lugar ideal donde ver pasar el tiempo, a la espera de que Chris Bianco, dueño y cocinero, salga a avisarte de que ya hay un lugar disponible. Ingredientes frescos, cuidado sumo en su elección, elaboración artesanal de cada uno de los pasos de horneado.

No he estado todavía en Pizzeria Bianco, pero sé que, al igual que un día escribiré un libro, tendré un hijo y plantaré un árbol, algún día oiré a Chris pronunciar tres palabras mágicas: “Holden, your turn”.

jueves, 16 de abril de 2009

La dama y el vagabundo


Este artículo no tiene por objeto criticar los gustos de la mayoría de los niños y de los adolescentes, gustos donde reinan los doritos y gobiernan las big macs y las doble whopper con queso (aunque, ya puestos, también) sino reflexionar sobre las razones por las que, ya desde niños, algunos esperan con ilusión la hora de la comida y celebran con entusiasmo cualquier novedad en el menú mientras que otros acuden a un restaurante con la misma ilusión con la que acudirían a un dentista.

A Quintiliano se le atribuye la famosa frase “yo no vivo para comer, yo como para vivir”, y aunque con este hombre conviene tener cuidado ya que tenía una visión de la vida excesivamente pragmática (y por si lo dudáis, atención a esta otra frase: “Lo que no ayuda, estorba”, ¡toma ya!) lo cierto es que su sentencia ha calado y la suelen utilizar los inapetentes de este mundo para echar en cara a los voraces su glotonería

Pero, ¿por qué algunos comen para vivir y otros viven para comer?, ¿cuáles son las causas por las que algunos se olvidan de la cena mientras que otros contemplan los días como una sucesión de horas vacías entre comida y comida?, ¿qué nos ocurre a los humanos en nuestro camino desde el potito hasta el menú degustación?, ¿el gastrónomo nace o se hace?, y si se hace, ¿cómo llega uno a formar parte del grupo de aquellos a los que se les ilumina la cara cuando oyen hablar de un arroz bien hecho o de un pescado fresco en su punto exacto de cocción?, ¿basta con el buen ejemplo de los mayores o puede ayudar un acontecimiento, una imagen, una lectura, que actúen como una revelación?


Pues ni idea. Como no soy pedagogo, ni nutricionista, ni psicólogo infantil, lo único que puedo decir es que, en mi caso, sí que existió ese acontecimiento, ese momento concreto en el que me sorprendí a mí mismo pensando con emoción (y con apetito) en un plato de comida. Yo me caí del caballo viendo “La dama y el vagabundo” de Disney.

“La dama y el vagabundo” es una película que me gustó por muchas razones, algunas comunes a casi todas las películas de la factoría Disney, como la belleza del dibujo, la calidad de la animación, la banda sonora y ese hermoso doblaje latinoamericano que les daba a estas películas una dulzura especial. Pero la razón por la que la traigo aquí, ya lo sabéis, es por la cena de Golfo y Reina en el restaurante de Tony. Quien haya visto esta película recuerda esta cena y el menú de espaguetis con albóndigas, y como, sin darse cuenta, ambos perros comen del mismo espagueti y terminan juntando sus bocas mientras Tony, al acordeón, y su ayudante Joe, a la mandolina, les cantan una bonita canción italiana: "Bella notte". Creo que pocas veces una película infantil habrá mostrado una comida de una forma tan sensual.


La canción

Oh this is the night, it's a beautiful nightAnd we call it bella notteLook at the skies, they have stars in their eyesOn this lovely bella notte.Side by side with your loved one,You'll find enchantment here.The night will weave its magic spell,When the one you love is near!Oh this is the night, and the heavens are right!On this lovely bella notte!


La receta
Doramos una cebolla muy picada y la unimos con carne picada de ternera y de cerdo, miga de pan mojada en leche, ajo y perejil picado, sal, pimienta y huevo batido. Formamos las albóndigas, rebozamos en harina y las doramos en aceite. En otra sartén doramos cebolla picada, zanahoria y pimientos verdes. Añadimos tomates picados, salamos y corregimos la acidez del tomate con una pizca de azúcar. Añadimos un poco de tomillo y medio vaso de vino tinto. Dejamos cocer la salsa y al final añadimos las albóndigas teniendo cuidado de que queden jugosas. Con esta salsa cubrimos unos espaguetis cocidos en agua y sal, y a comer.

La cena

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Nota: El autor no se hace responsable de las opiniones del autor cuando se pone moñas.

domingo, 12 de abril de 2009

Lentejas


Al menos una vez por semana, siento la necesidad de comer lentejas. Quizá sea consecuencia de la crisis, del fracaso seguro que supone intentar comer decentemente con un menú del día en Madrid o de una educación espartana en la que las lentejas del martes eran un símbolo, un tour de force entre mi madre y yo, que acababa en una batalla semanal en la que las lentejas, malcomidas, se vertían un día sí y otro también en el retrete. Una pelea que moldeó mi gusto para siempre.

Fueron un símbolo de la postguerra, una época de España que –por suerte- casi nadie recuerda, tiempos de hambre, de necesidad, donde lo importante era nutrirse. Tiempos que esperan el tic-tac adecuado, que vuelven con la saña y la paciencia de un boomerang. Y es aquí, en tiempos difíciles, cuando se tornan imbatibles con su precio de saldo y su equipaje de hierro. Además, arrastran buena fama, como las espinacas, José Guardiola o Rafa Nadal; hay un algo de satisfacción en elegir lentejas para comer, uno ha cumplido con su cuerpo, con su economía y con la memoria familiar, con el ecosistema y con la sociedad. Las lentejas refuerzan el sistema inmunológico y borran cualquier sospecha de esnobismo del comensal que las elige. El comensal las ingiere con la misma finalidad que reza un rosario: liberan la conciencia, no aligeran el bolsillo y permiten dormir como Dios manda.


Me gustan las clásicas, con ajo, laurel, chorizo, unas rodajitas de zanahoria. Podréis echarme en cara que falta el pimentón, pero no. El pimentón debe ir encapsulado en un buen chorizo norteño –ya no digo asturiano, porque en León o en Galicia los hay igual de buenos. Las he probado estupendas, con un caldo concentrado de marisco, prostituyendo su imagen de pobreza monacal al acompañarse con carabineros, nuevos ricos excesivos que ayer no valían para nada y hoy manejan las maracas en el mostrador de las pescaderías. En cualquier caso yo siempre busco sopas potentes para sostenerlas. A veces, cuando en mi bolsillo sólo flotan unos cuartos y me apetece volatería, compro unas codornices y, extrayéndoles sus carcasas, les saco hasta el último gramo de sabor en un caldo de puerros, cebollas y ajos, acompañándolas de unos bocados de panceta desalada, cociendo los muslos ligeramente y pasando por la plancha las pechugas del ave.

Las vi en París ligeramente rebozadas en grasa de panceta. Allí eran verdes y se apellidaban “de Puy”, incluso me pareció que iban bien con un vino blanco del Loira del productor Didier Dagueneau. Las que uso en casa habitualmente son las pardinas, me parecen de lo más resultón y, a diferencia con la mayoría de legumbres se pueden hacer sin pasar por el remojo. Cuando me arremango y les hago un acompañamiento sabroso, les busco siempre uno de esos vinos tintos que me gustan, modesto, sencillo y fresco, puede que de las orillas del Ródano, mallorquín o gallego. Un vino capaz de marcar el ritmo de una comida como un diapasón: cucharada, cucharada, cucharada, sorbo.

A diferencia de muchos otros ingredientes modestos, no han sido adoptadas por la cocina moderna, en pocos restaurantes de alta alcurnia las veréis. Ni estaban tan olvidadas como para fardar de descubrimiento, ni son fáciles de trabajar para que luzcan. Quizá en un par de restaurantes de madrileños sean la bandera, recuerdo un restaurante gallego donde las disfruté eligiéndolas por delante del yodo. Pero son la excepción.

Un plato de lentejas es una prueba dura, un cocinero que se atreve a jugársela con este plato y triunfa es un tipo que sabe de qué va esto de cocinar. No hay sorpresas, ni cartas escondidas en las mangas, el plato es el mismo que se sirve en tu casa. No son perlas, que son guijarros. Austeras, feas y con un nombre que suena áspero: nada menos que lentejas.

domingo, 5 de abril de 2009

La torre de Don Fradique, la capilla de San José y la casa de Pilatos (y de postre unas yemas de San Leandro)

En Sevilla conviene recomendar tres edificios que no se deben dejar de visitar, la Torre de Don Fadrique, la capilla de San José y la Casa de Pilatos. En realidad, edificios que no se pueden dejar de visitar en Sevilla hay muchos, pero no es cuestión de recomendar a estas alturas una visita a la Catedral o los Reales Alcázares, que hay cosas que al turista se le dan por supuestas.

La Torre de Don Fadrique es una preciosa muestra de la arquitectura de transición del románico al gótico y se encuentra en los jardines del convento de Santa Clara, lugar adecuado para reposar después del paseo mientras se admira la imponente silueta de la torre, sus ventanas y sus almenas y se leen antiguas historias que nos hablan de los planes de construcción de un palacio para Don Fadrique, hermano de Alfonso X el Sabio, y del escándalo que se produjo en Sevilla por los amores del Infante con la viuda de su padre, lo que supuso el exilio de esta y la condena a muerte del pobre enamorado, y paralizó, además, la construcción del palacio, quedando así aislada y solitaria la torre.

En el vecino convento ya no se pueden comprar las famosas yemas, desde que hace unos años las monjas hubieron de abandonar el edificio debido a su mal estado de conservación. Se dice que el origen de estas yemas se encuentra en la costumbre de muchas novias sevillanas que, ante el miedo de que la lluvia desluciera el día de su boda, solían acudir unos días antes al convento a llevar una docena de huevos a cambio de que las monjas elevaran al cielo unas rogativas. Y, claro, como alguna utilidad habían de darle las monjas a tanto huevo, preparaban con ellos unas yemas exquisitas. Lo que todavía no está demostrado es que las oraciones de las monjas hayan sido la causa de que en Sevilla llueva tan poco.

Vamos buscando La Campana para seguir por Sierpes y encontrar la capilla de San José, pero antes nos paramos, justo enfrente del Gran Poder, a tomar tapas en El Eslava, uno de mis bares favoritos de Sevilla, que siempre está hasta la bandera, lo cual es lógico porque todo está muy bueno. Al lado del bar de tapas está el restaurante, también llamado Eslava, donde en tiempos se preparaba un steak tartare delicioso.

Y ahora a pasear por Sierpes, calle peatonal y carrera oficial de la Semana Santa sevillana, que une La Campana con la plaza de San Francisco y que está llena de paseantes, de comercios, de vendedores ambulantes y de estatuas humanas que causan la admiración de los curiosos que se detienen a contemplarlas, tanto por su infinita paciencia para permanecer inmóviles a veces en incómodas posturas, como por su forma de manifestar agradecimiento cuando se les recompensa con alguna moneda.

Al llegar al cruce de la calle Jovellanos, a la derecha, nos encontramos con la capilla de San José, una de las joyas del barroco sevillano, donde conviene detenerse a contemplar su portada central de ladrillo, decorada con azulejos y esculturas, y, ya en el interior, admirar el impresionante retablo de Cayetano Acosta, escultor portugués del siglo XVIII, autor de algunos de los retablos más grandiosos de Sevilla, como los del convento de Santa Rosalía de la calle Cardenal Spinola o el de la capilla Sacramental de la iglesia del Salvador en la cercana plaza del mismo nombre, plaza que es también uno de los lugares donde los sevillanos rinden culto al dios Gambrinus, que Sevilla, ya se sabe, es una de las ciudades más “cerveceras” del mundo: el Tremendo, la Espumosa, el Jota… yo nunca entendí por qué le gustan tanto a los sevillanos estos sitios. Apretones, cerveza mal tirada cuanto más fría mejor, vaso tubo y tapas sin interés. Nosotros vamos a aprovechar que tenemos a dos pasos la calle Albareda y nos vamos al Barbiana, donde se puede tapear en la barra, comer en el interior o, si hace bueno, sentarse al solano en una mesa de la calle. Aquí conviene probar los guisos y las frituras, que las ortiguillas y las tortillitas de camarones nunca las he comido mejores en Sevilla. Y para beber manzanilla.


Y, ahora, a la Casa de Pilatos o Palacio de Medinaceli, según se quiera. Yo desde luego prefiero llamar al edifico la Casa de Pilatos porque me gusta la leyenda que encierra el nombre, que cuenta que le viene de ser copia de la casa de Poncio Pilatos en Jerusalén, mandada construir por un noble sevillano del siglo XV, quien impresionado de su viaje a Tierra Santa, ordenó también la construcción de una cruz de piedra a una distancia de su casa igual que la que separaba el palacio de Pilatos de la cruz donde murió Jesucristo. Los sevillanos llamaron desde entonces a la casa del noble “la casa de Pilatos”, a la cruz le llamaron “la cruz del campo”, y adornaron el camino entre la casa y la cruz con unos azulejos que representaban las catorce estaciones del Vía Crucis. En nuestros días se conservan trece de los catorce azulejos representativos de la Pasión y la cruz de piedra que, aunque ya no está en el campo, todavía se llama así. Igual que la fábrica de cervezas que se construyó a su lado.

Como nos hemos quedado con ganas de comer yemas y dulces de convento, nos dirigiremos por la calle Caballerizas a la vecina plaza de San Ildefonso para comprar las yemas de San Leandro en el convento del mismo nombre. Almíbar y yemas, nada más y nada menos.

Dejaremos las yemas para el postre y, ya que hemos comido de tapas, vamos a cenar de tapas también. Por ejemplo en el Becerrita, donde seguro que apetecen unas croquetas de rabo de toro y unas berenjenas fritas con salmorejo. Buenas tapas y buen postre, y, para cerrar la noche, una copa en La Carbonería si es que somos capaces de encontrarla.

Mañana será otro día.