miércoles, 29 de febrero de 2012

Babá al ron

A las diez de la noche, la torre se iluminó como un árbol de Navidad. Esperado y celebrado con algarabía por los clientes que, desde dentro, apenas notaban un pequeño cambio de intensidad en la luz. El camarero aburrido de ver la misma ceremonia noche tras noche, trajo el pequeño pastel con forma de montaña y una vela encima: un babá bien mojado en bas armañac, que por fin estaba a la altura de lo que yo esperaba fuese la cocina de Alain Ducasse. A partir de ese momento Torre Eiffel empezó a parecerme un sitio interesante.

Cuenta la Larousse Gastronomique que el postre se lo inventó un rey polaco, Stanislas Leszczynsky, que decidió que el kouglof –bizcocho con forma de montaña-, era demasiado seco. En lugar de mojarlo en café con leche, como hubiera hecho cualquier mortal, decidió empaparlo en un jarabe de ron y lo llamó Babá, al parecer por su afición a Sherezade. El pastelero de la corte de Nancy –capital del ducado-, lo incorporó a su recetario y lo llevó a Paris, donde tuvo éxito e inspiró otro de los grandes postres clásicos: el Savarin.

Cada día es más difícil encontrar buenos bizcochos en los postres de los restaurantes. Es el momento de la ligereza y la harina está proscrita. Sin embargo a mí me gustan mucho, así que decidí hacerlo en casa. La fórmula no tiene gran complejidad, para aquellos que estéis acostumbrados a trabajar con masas.
A menos que decidáis usar una Thermomix, deberéis desparramar un cuarto de kilo de harina con forma de montaña. En el centro, haremos un volcán para ir añadiendo tres huevos, una cucharada de café de sal, 25 gramos de azúcar, 10 gramos de levadura de panadería disueltos en dos cucharadas de agua tibia y cien gramos de mantequilla –la mejor que podamos encontrar, marca la diferencia- en punto pomada.

Amasaremos hasta conseguir una textura homogénea, elástica y ligeramente húmeda, dividiéndola cuando lo hayamos conseguido en recipientes individuales –los modernos de silicona, o los antiguos de magdalena vienen al pelo- untados en mantequilla. Dejaremos reposar hasta que doble el volumen y hornearemos a 200 grados durante veinte minutos. Finalmente los dejaremos enfriar y los desmoldaremos.

Para hacer un buen jarabe, disolveremos 250 gramos de azúcar en 50 cl. de agua y dejaremos hervir durante 8 minutos, para finalmente añadir una copita de buen ron –el otro punto clave de la receta. A ser posible evitando usar esas botellitas de licores malos que regalan en las bodas y que suelen esconderse en las alacenas de las casas. Dejaremos unos pocos segundos para que evapore el alcohol y añadiremos el líquido a los bizcochos, que lo absorberán como camellos en el desierto o como mi ficus después de unas vacaciones de agosto

La semana pasada encontré otro babá en un restaurante de Madrid, el del AC Santo Mauro. Cosa rara en España. Carlos Posadas, de vocación francesa en buena parte de su propuesta culinaria, ofrece una versión excelente que corona con una quenelle de helado –creo que era de miel-. Una vez más, volvieron a encenderse las luces.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Comer como en casa



Solemos decir que comemos como en casa cuando estamos cómodos y a gusto en un sitio. Sin embargo, o el resto de las casas son muy diferentes de la mía, o no es una afirmación que se sostenga si lo miramos con cierto detalle. Imaginaos en vuestro restaurante favorito y haced un recuento, ¿os habéis dado cuenta de que los manteles en muchos casos son de lino? ¿y la cubertería y cristalería? En fin, he visto mesas en las que tras una de estas comidas caseras aparecían no menos de cuatro copas por comensal y se habían realizado tres o cuatro cambios de servicio, por no hablar de los extensísimos menús de degustación, tan de moda ahora mismo, donde pueden llegar a usarse tres decenas largas de cubiertos por comensal.

Viene vendiéndose en los últimos años que los clientes huyen de los restaurantes formales, de ese lujo que casi siempre se acompaña del adjetivo decimonónico –todo el lujo es decimonónico. Seguramente porque cuando hablamos de boato se nos vienen a la cabeza mesas desnudas y un servicio informal. Es la punta del iceberg, en todo caso aquello que se asocia a la ostentación. Se olvidan del dinero que cuesta que el plato llegue caliente a la mesa –no todas las cocinas son iguales-, al precio que cuesta un buen pan –esto al parecer no es un lujo- o del aparcacoches, el servicio de lavandería o de limpieza. O una buena bodega -¿acaso la sumillería no vale dinero?. Incluso en las casas de comidas más modestas de Madrid nos disgustamos cuando en lugar de una buena copa bebemos en un catavinos.

Los clientes no evitan el lujo, sino que buscan pagar menos. No es lo mismo. Me decía un buen cocinero de Madrid que cada día le exigen más y que, probablemente, la gente no lo valora cuando mira la factura. No le ha quedado otra que montar un carro de quesos –que apenas le solicitan- y otro de licores con una docena de ginebras y las correspondientes tónicas de moda. Hoy en día o se ofrece la carísima merluza del puerto de Celeiro o lo que vendes es filfa. En realidad, al menos en Madrid, hemos entrado en una dinámica de esnobismo que debería llevarnos a la reflexión.

Los manteles de lino son carísimos, y las copas de la marca Riedel también. Además tienden a mancharse y a romperse, se gastan, cosas que sólo se ven cuando el cliente se levanta de la mesa. Es por todo esto por lo que sigo yendo a los restaurantes. Raramente se come como en casa.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Agricultura biodinámica



Xavier Pellicer, cocinero del restaurante Can Fabes, presentará en unos días su plato "becada a la royale con zanahoria biodinámica". De nombres de platos que mencionaban el origen -verduritas del huerto de la Tía María-, pasamos a aquéllos en los que lo que se remarcaba el tipo de cocción -a baja temperatura, “24 horas”, “60 grados", "dos minutos"-, para, por fin, enunciar la crianza de las verduras.

La agricultura ecológica nace como parte de la antroposofía. El austríaco Rudolf Steiner escribió en 1894 La filosofía de la libertad, en la que estudia la naturaleza del ser humano, cómo se relaciona con el cosmos: “La antroposofía es un camino de conocimiento desde lo espiritual en el hombre hasta lo espiritual en el universo.” Ensaya sobre la percepción espiritual, y la necesidad de no desligarla del objeto, de lo físico. En la antroposofía el cuerpo y el alma eran uno solo y no dos.

A petición de un conjunto de agricultores alemanos preocupados por el efecto que los fertilizantes –nitrógeno, fósforo, potasio, calcio- químicos podrían tener en la productividad de sus tierras, Steiner imparte en 1924 un curso de agronomía en la finca Koberwitz, donde desarrolla los conceptos del biodinamismo, que podríamos entender –simplificándolo- como un ejemplo de ingeniería de la antroposofía aplicada a la horticultura. Este mismo año escribe “Curso sobre Agricultura Biológico-Dinámica", documento fundacional de la agricultura biodinámica que, por ejemplo, se aplica en la finca alemana Dottenfelderhof.

En la parte biológica, sin renegar por completo de los fertilizantes, proponer sustituirlos por humus –digerido y producido por la propia tierra- y microorganismos: el estiércol es la base de la alimentación de la tierra. Considera la granja como un todo, donde la cadena de la naturaleza debe ser completa, incluyendo a la fauna que generará el estiércol o al propio agricultor. Cada tierra, por su extensión y propiedades producirá hortalizas diferentes. Digamos que esta es la parte más tangible de su discurso. La que tiene que ver con el agua y los minerales, con los barbechos que hacen que una tierra se mantenga sana y fuerte, y que pueda nutrir a las plantas.

No renuncia a los conocimientos naturales o científicos –algunos de su conceptos se enseñan hoy en las escuelas de agronomía-. Pero tampoco a lo espiritual –lo dinámico-, porque habrá de tenerse en cuenta que la granja está en contacto con el cosmos y por tanto hay fuerzas que no deben obviarse: estaciones, ciclos lunares y, en general, cualquier fuerza o energía astral: el yang taoísta. En la luna llena hay que cosechar, en la menguante, deberán plantarse los tubérculos, o remover el estiércol, para que su textura sea uniforme y su olor menos desagradable. Incluso la luz de la mañana, a diferencia de la del atardecer puede ser beneficiosa para según qué planta. Al fin y al cabo, la fotosíntesis se realiza con luz solar, ¿qué otra cosa es sino energía cósmica convertida en alimento?

Si en los 90 el método científico entró en las cocinas -el gran logro de Adrià-, casi veinte años después miramos a la luna. Ignoro si existe una relación real de la biodinámica con la gastronomía, si es una tendencia o está para quedarse. Si estas granjas, aparte de ser sostenibles y mejorar la productividad, van a convertir la becada que Pellicer presentará en un plato mejor, o simplemente son parte de un enunciado que, como una buena canción de jazz, ayuda a que esa conexión espiritual con el universo se produzca.

miércoles, 8 de febrero de 2012

La pizza de Arce



Subí Raimundo Fernández de Villaverde espoleado por un frío pelón. De esos que saca las lágrimas sin preguntarte. En el 26, un poco más allá del cruce con Ponzano, el cocinero César Martín ha abierto su nuevo restaurante. Pequeño, luminoso y acogedor, lleno hasta la bandera este último viernes de enero, Lakasa es uno de esos restaurantes sencillos, que tienen la sana pretensión de dar de comer bien en un entorno agradable, que tanto gustan y tan bien definen a la hostelería de la capital. Saludé a unos cuantos amigos –va a ser sitio de reunión de buena parte de la afición- y disfruté de una gran comida. Desde los fritos de Idiazábal -reminiscencia de la Abacería de la Villa-, el espléndido tomate raff, los mejillones de roca, al sensacional pichón bravío, di buena cuenta de casi toda la carta del restaurante. Mientras iba comiendo, reparé que en la mesa estaba la carta de tapas y raciones para la barra. Un plato me llamó la atención: “La pizza de Arce”.

La primera referencia que tengo del cocinero vasco Iñaki Camba en Madrid, data del año 1982, cuando trabajó en Balzac, abierto por la cocinera y empresaria Marian de la Peña -actualmente regentando Donde Marian-. Seis años más tarde inauguró en el barrio de Chueca la que ha sido su casa hasta ahora, Arce. Forma parte, junto con Viridiana y Sacha, del triunvirato de restaurantes con más personalidad de la capital. Sitios, curiosamente, que los madrileños adoramos con la misma intensidad que las guías ignoran.

Es una local tan impregnado del carácter de Iñaki, que sin él presente, no habría manera alguna de que existiera Arce, siquiera un día. Allí uno va a que “le den de comer” –hay quien dice que incluso hay carta, pero no demasiados la han visto-. Si uno se relaja un poco –Iñaki tiene un genio arrollador-, puede disfrutar de grandes tardes gastronómicas, especialmente en otoños e inviernos: mares y montaña, guisos y sobre todo caza, incluyendo uno de los mejores morteruelos que recuerdo haber probado. No todo el mundo acepta las reglas con gusto, pero si lo haces, el juego es divertido.

La hostelería de una ciudad se escribe con paciencia, especialmente en una en la que hace cuatro décadas apenas había algo. Cuesta mucho tiempo y esfuerzo dejar huella y pocos restaurantes sobrepasan los 20 años. La de Arce será importante. De él quedarán el respeto a la temporada y muchas comidas servidas en Madrid, el amor por la caza y las setas, una exuberante personalidad. Arce es para mí Madrid en noviembe. Pero también una línea troncal que han seguido otros, como el propio César o José Miguel Valle de la mano de Álvaro Castellanos en la exitosa Taberna Arzábal. Sin pensarlo demasiado, se me ocurre que sólo Abraham García, y quizá Zalacaín, pueden presumir de dejarle un morral tan lleno a la ciudad.

Ahora es el momento de César. Hiperactivo, saludando a cada mesa –tiene una sonrisa para todos-, se acercó a la mía. Mientras yo daba buena cuenta de la paloma torcaz, le pregunté cómo era esta pizza de Arce. “Ahumamos ibéricos en Arce”, me dijo.

Finalmente llegaron unos buñuelos de chocolate y un gin tonic para brindar por la apertura –de aquí en veinte años, como dicen en Galicia-. Lamentando no haberme comido la pizza, emboqué la entrada del tren de cercanías de Nuevos Ministerios. Todavía llegan becadas, tengo que volver a Arce antes de que nos alcance marzo.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Cocinando callos

Croquetas, alitas de pollo, bravas, oreja, champiñones, callos…”. En el barrio de Tetuán todos los bares parecen el mismo. Una barra y alrededor un suelo de servilletas y restos de. Barras sucias con  recuerdos a miles de colillas de cigarro. La gente come pinchos de tortilla mojados en café y porras que, a las once de la mañana, ya son sólo masa fofa grasienta. Los camareros españoles, los de toda la vida, van jubilándose y con ellos el aire de displicencia castiza y chulería. Les sustituyen chicos sudamericanos  que van aprendiendo este negocio de caña, Marca y tapa gratis.

La burguesía procura evitar estos antros que huelen a  litros de salsa brava y comida recalentada de supermercado barato. No extraña, pues, que se admiren de unos callos bien hechos, servidos en manteles de tela, con cuchillo y tenedor. Un plato que han redescubierto los restaurantes de enjundia en la categoría de “comida canalla”, normalmente a precios, tambien, bastante canallas. Éste que cuenta, tiene una severa adicción a la gelatina y al pimiento choricero, pero también cierto reparo a los callos envasados y el bolsillo esquilmado. La receta, aunque laboriosa, es sencilla. Por si estuvierais en mi caso, os la detallo a continuación.

Es imprescindible saber que en la casquería hay calidades. Es un producto delicado y conviene comprárselo a gente de confianza. Os diré que yo los compro en la Casquerioteca, en el mercado de Chamartín. También nos llevaremos una de las extraordinarias morcillas asturianas que sirven. Pondremos en la olla express medio kilo de callos –los oscuros tienen más gelatina-, los trozos de la pata de ternera deshuesada  y medio kilo de morro y le daremos un hervor. Tiraremos el agua y, esta vez sí, los tendremos cociendo en la olla en agua con apenas algo de sal durante 35 minutos –desde que empieza a silbar-. Reservaremos los callos e iremos reduciendo muy suavemente el agua de cocción, en la que pondremos  tres cucharadas de café de pimentón dulce y una de pimentón picante.

Simultáneamente pondremos a cocer en otra cazuela una guindilla, una zanahoria en rodajas, un trozo de puerro, una cebolla dulce con un clavo pinchado, media docena de canicas de pimienta negra y tres dientes de ajo. Añadiremos el hueso de la pata, otro de caña de ternera y una punta de jamón. Coceremos durante un par de horas, sacando el jamón cuando consideremos que está ya cocido –lo reservaremos para el último momento- y finalmente desgrasaremos –si es necesario- y batiremos el caldo de cocción con parte de las verduras –suelo usar la guindilla, un cuarto de cebolla, un ajo, algo de puerro y media zanahoria-. Cuanto más verdura echemos, más trabado quedará el fondo, hay quien dirá que más pesado, pero yo creo que es justo al contrario. Lo aligera. Si decidís usar sólo el fondo de verdura, os aconsejo aumentar el tiempo de cocción hasta las tres horas.

Añadiremos la crema al agua de cocción de la casquería, medio vaso de vino blanco y un cuarto de brandy, además de 50 gramos de pulpa de pimiento choricero, que yo diría que es más o menos lo que sacaríamos de cuatro ejemplares y quizá una cucharada de tomate natural -en este caso perderéis el sello de salsa vizcaína-.  Iremos removiendo mientras reduce, corrigiendo el punto de sal, hasta que alcancemos la textura gelatinosa y el sabor que deseamos. Quizá necesitemos un par de pellizcos de azúcar si la acidez es excesiva. Cuando consideremos que la salsa esté preparada, normalmente en ese punto en el que sella los labios como un pegamento, volveremos a incorporar los callos y dejaremos al fuego mínimo durante media hora, con la punta de jamón en taquitos. Finalmente reposará cuatro horas fuera de la nevera.

Es un guiso que mejora exponencialmente con un par de días de reposo, así que lo guardaremos en la nevera. Cuando se forma la gelatina, envaso raciones individuales de 350 gramos y las congelo. El día que decido darle un golpe a nuestro colesterol –suele apetecerme cada día, pero me doy el gusto apenas  una vez o dos por semana-, pongo a cocer una morcilla y un chorizo de buena calidad –los de Guadiala son estupendos- durante media hora a fuego suave, si es posible sin que llegue a hervir el agua. Caliento los callos y corto una rodaja de la morcilla, quitándole la piel y añadiendo la carne al guiso, que se desmigará cuando vayamos removiendo, actuando como un potenciador de sabor.

Mucho pan y un par de cucharones del guiso en un plato hondo. Encima, un par de rodajas de chorizo y otro par de morcilla.  Yo creo que es un plato que pide una bebida refrescante, cervezas de medio pelo que despeguen los labios y le devuelvan la sensibilidad a nuestro paladar, pero tampoco le van mal un Ribeiro o un Chablis.

El día que esto sucede, mi casa me parece el mejor bar de Madrid, y mis callos el top 1 de cualquier lista.