
En el año 2002 o 2003, ya no me acuerdo, Woody Allen dirigió “Melinda y Melinda”, película en la que unos amigos quedan para cenar tras asistir al funeral de un compañero que acaba de morir de un infarto justo después de haberse hecho un electrocardiograma que dio un resultado perfecto. Después de la cena, durante la sobremesa, se ponen a discutir de cuestiones trascendentes y profundas. Discuten sobre si la esencia de la vida es trágica o cómica, sobre si en realidad no hay nada intrínsecamente gracioso en los terribles hechos de la existencia o si, por el contrario, todo es tan absurdo que al final no nos queda más remedio que reírnos de cualquier cosa. Discuten sobre si estamos rodeados de gente graciosa, guapa y divertida que siempre nos ofrece la posibilidad de afrontar los problemas diarios con una sonrisa en los labios, o si solo existen dos categorías de personas: los horribles y los miserables (en palabras de Woody los horribles son los enfermos incurables, los ciegos y los lisiados, mientras que los miserables somos todos los demás). Esa discusión les da pie para contar la misma historia desde dos puntos de vista diferentes: una mujer se presenta de improviso en una cena de amigos y su presencia acaba afectando a la vida de sus anfitriones de un modo trágico o cómico, según se mire, según como se cuente. A mí esta película me gustó mucho. No voy a decir que llegue a la enorme altura de las mejores comedias de Woody, porque entonces estaríamos hablando de que podría compararse con las mejores películas que se han hecho en los últimos cuarenta años y tampoco hay que exagerar, pero sí que me parece una historia original, compleja, ocurrente y divertida. Pero, bueno, si habéis visto la película y no os ha gustado, tampoco vamos a discutir por eso, que bastantes líos han tenido aquí algunos por decir que le gustan las películas de Ginger Rogers y Fred Astaire. Solo la menciono porque fue la última película que Woody realizó en Nueva York antes de irse durante una larga temporada a rodar fuera, primero a Londres y luego a Barcelona con Vicky y con Cristina.
“Vicky, Cristina, Barcelona” no está a la altura, ni de lejos, de las obras maestras del genio neoyorquino. Tampoco está al nivel de sus primeras comedias más despreocupadas y ligeras, películas que a pesar de no prestar demasiada atención a aspectos que se pueden considerar esenciales a la hora de definir un estilo cinematográfico de calidad, al menos sí que se caracterizaban por contener una sucesión de estupendos y divertidos gags que ponían de manifiesto un sentido del humor típico e inconfundible. Resumiendo: si hablamos de cine diremos que “Vicky, Cristina, Barcelona” resulta una película anodina y decepcionante, carente de la extraordinaria lucidez y de la creatividad, íntima y cercana, que Woody Allen saca a relucir cada vez que pasea la cámara por la ciudad de los rascacielos. Si hablamos de otras cosas, como por ejemplo del recorrido que realizan los protagonistas (los de aquí y los de allá) por Barcelona, entonces tendremos que decir que en nuestra opinión la película muestra una visión superficial y frívola de la capital mediterránea, visión más propia de turistas torpes y desinteresados que de observadores inteligentes dotados de la perspectiva avispada y sutil a la que Woody nos ha tenido acostumbrados durante muchos años. Algunos han achacado estos defectos a problemas relacionados con la edad. Es posible y lógico. Otros sostienen que Woody se empequeñece cuando sale de Manhattan (lo cual debe tener algo de cierto también, pues fue suficiente volver a plantar la cámara en las calles de Greenwich Village para que la cosa volviera a funcionar en la espléndida “Si la cosa funciona”, valga la redundancia). A lo mejor se trata simplemente de que no se puede acertar siempre. Pero, bueno, tampoco le demos más vueltas, ya que la única razón de que llevemos dos párrafos hablando de Woody Allen es porque su película “Vicky, Cristina, Barcelona” nos ha servido de inspiración para escoger el título de nuestro artículo de hoy: “Leo, Leo, Barcelona”. Ingenioso, ¿verdad?
Leo
El primer Leo se llama Lionel, se apellida Messi, y juega en el Barça, el muy cabrón. Messi es responsable de muchos de los males que últimamente me aquejan y que me han obligado a acudir otra vez a la consulta del psiquiatra. Ya sé que pensáis que soy del atleti y que por tanto, como buen antimadridista, no habrían de afectarme los éxitos del Barcelona, pero estáis equivocados. En realidad soy un madridista hasta la médula y a muerte con mis colores. Lo que ocurre es que cuando escribo comentarios en el blog suelo sufrir trastornos de personalidad múltiple disociativa, lo que provoca una extraña mutación en mi mente torturada y hace que, sin yo quererlo, me invada momentáneamente el temperamento de un entusiasta colchonero, y como si fuera Tristón (el compañero del león Leoncio, otro Leo) me pase el día repitiendo a quien quiera oírme la aburrida letanía de que yo soy el pupas y tú eres un presumido y un soberbio. Pero decía que soy madridista y que Messi me tiene preocupadísimo. No es que el Barcelona no haya contado antes con jugadores espléndidos, no. A eso ya estamos acostumbrados. Por allí han pasado Cruyff, Maradona y otros futbolistas galardonados con el Balón de Oro, antes de que Cannavaro, este defensa torpón y risueño que no tenía más gracia que la del patadón y tentetieso, recibiera el trofeo de manos de un jurado de ineptos. Es posible que Leo sea el mejor jugador de la historia del fútbol, no lo sé. Creo que a este tipo de jugadores se les debe juzgar solamente por su capacidad para destacar entre los futbolistas de su época y para hacer grandes a los equipos en los que juegan. Pero lo sea o no, no se trata solo de sobrellevar con cierta envidia el hecho de que un jugador tan maravilloso no juegue en el Real Madrid. El problema es que Messi juega rodeado de un equipo de fábula, mucho mejor que el de la época de Maradona o de Cruyff, y que este equipo parece haber alcanzado hoy la cumbre del fútbol jugando como uno imagina que deben jugar los ángeles en el patio del colegio del cielo a la hora del recreo. El problema es que, lo mismo que hace veinticinco años Dios se puso a jugar al baloncesto disfrazado de un jugador de los Chicago Bulls, hoy la belleza se ha puesto una camiseta azulgrana. Grandes equipos los ha habido siempre, pero es ahora cuando se ha materializado por fin mi ideal del fútbol, mi equipo soñado. Lo que me disgusta, lo que me tiene en un sinvivir es que ese equipo no es el Real Madrid, sino el Barça. Me disgusta que cuando esa orquesta dirigida por Xavi eleva de pronto la intensidad de la música y con un ligero toque de batuta le da la entrada al primer solista, yo empiezo a sentir palpitaciones en esa pequeña zona de mi pecho donde guardo el buen gusto y entonces se ponen a dar vueltas de campana a la vez mi admiración y mi envidia (mi insana envidia, que la envidia nunca puede ser sana, nunca lo es).Este equipo ha conseguido que el club haya recuperado su orgullo y se muestre muy alejado de aquel insoportable victimismo, propio de la época de Núñez y de Gaspart, que lo convirtió en un grupo afectado de manía persecutoria, eternamente deprimido e incapaz de generar alegría a sus aficionados, los cuales, siempre resentidos por esto o por aquello, se desahogaban hablando de Guruceta, del corpus de sangre, de Felipe II, de Franco, de su señora esposa La Collares o de los Tercios de Flandes y, en permanente estado de mosqueo, se dedicaban a ocultar su condición de equipo de segunda fila proclamándose más que un club y lanzando cabezas de cerdo al terreno de juego: ¡aquest any, tampoc!, ¡aquest any, tampoc!
Pero hace unos años, bajo la presidencia de un personaje mediocre aspirante a libertador de Cataluña, el Barça ha emprendido un camino que en poco tiempo le ha llevado a convertirse en el equipo más alegre del mundo (además del mejor, naturalmente). Para colmo me aseguran mis amigos culés que esta alegría no va a ser pasajera y que está aquí para quedarse. Me dicen que en Barcelona ahora se discute poco de fichajes y de cantera. Que cada vez les importan menos los otros equipos (eso no es soberbia, es capacidad para reconocer la valía, aunque esta se encuentre en tu propia casa) y cada vez hablan más de fantasía y de belleza. Yo, qué quieren que les diga, aunque reconozco sin reparos que el Barça es hoy el mejor equipo del planeta, me consuelo pensando que el gran club de la historia del fútbol ha sido siempre el Real Madrid y que esto no va a cambiar por el simple hecho de que se prolongue durante unos años más esta racha afortunada de nuestros queridos rivales. Que la disfruten. Reconocemos que tiene todo el derecho de mundo a presumir. Mientras tanto, no subestimemos la indiscutible capacidad autodestructiva del club azulgrana. Y si tarda en hacer efecto, confiemos en que las investigaciones para crear el gen madridista iniciadas por el Doctor Bacterio a instancias de Florentino den pronto su fruto, de modo que el día menos pensado se puedan oír en las instalaciones de la Masía a Messi, Xavi e Iniesta cantando a tres voces el bello himno de las mocitas, ante el asombro de Guardiola y del resto de la plantilla. Si esto tampoco funciona, ya sólo nos va a quedar el recurso de la vela a Santa Rita. Eso o aficionarnos al fútbol americano.
Leo
El segundo Leo es un restaurante situado en el barrio del Raval, llamado Casa Leopoldo, el restaurante favorito de Vázquez Montalbán y de Pepe Carvalho. Creo que ambos contaron una vez que allí les llevaban sus papás de la mano cuando había algo que celebrar y dinero para gastarlo. Los entiendo perfectamente. A mí, mi padre me llevaba a comer patatas fritas a la inglesa en la Cruz Blanca. A veces un pollo asado en La Ostrería. Cuando tocaba, pocas veces, unos percebes en una cervecería de la calle Torrijos que se llamaba La Dorada y que a mí me parecían la cosa más rica del mundo, quien sabe si porque en realidad yo era capaz de apreciarlos tanto o era porque a mi padre le entusiasmaban y yo quería acercarme al mundo de los sabores imitando su gusto. Si se trataba de comer sentados acudíamos a tomar la fabada de marisco al Tulipán, entrañable restaurante de barrio que se mantiene abierto después de sesenta años para ofrecer comida y recuerdos de la infancia por el mismo precio. Decía Vázquez Montalbán que mientras que hay restaurantes y cocineros que se pasan la vida luchando por la estrella Michelín, otros consiguen pasar a la historia por el mero hecho de formar parte de la memoria de la gente, quizás porque sus paredes de azulejos y sus platos te devuelven sabores que son tuyos y que no puedes encontrar en otro sitio. Rosebud. Tara. Amarcord. Días de radio. Enterrad mi corazón en Wounded Knee. De esas cosas estábamos hablando cuando un camarero nos sirvió un pescado de triste aspecto que vino a culminar una cena igual de triste y eso nos hizo reflexionar sobre la evidencia de que el pasado está bien, pero si quieres formar parte de los recuerdos futuros de nuevos clientes o continuar renovando los de los parroquianos de toda la vida, tienes que seguir currándotelo. Es posible que a los dueños de Casa Leopoldo se les haya olvidado y ahora, por desgracia, no estén allí Vázquez Montalbán y Pepe Carvalho para recordárselo. Barcelona
Y Barcelona es Barcelona, claro, pero aquí no voy a decir casi nada. Ya he llenado un folio por las dos caras y el boli se me ha quedado sin tinta. Además no sabría que escribir para no dar una visión todavía más superficial y frívola que la de Woody. Solo diré que he tenido la oportunidad de visitarla en unos días en los que los barceloneses la habían abandonado en masa, dejándola en manos de los turistas para que se la cuidáramos. Hemos podido pasear a gusto por barrios poco transitados y por algunos otros aderezados por montones de inmigrantes que no parecen representar ningún elemento de discordia, sino más bien de integración. Hemos recorrido de arriba abajo las Ramblas, añorando un poco los tiempos en los que parecía una calle en lugar de un transbordo en hora punta en la estación de la Avenida de América. Nos hemos encontrado con gente simpática y hospitalaria que, por una vez, me ha parecido más ocupada en sentirse orgullosa de su ciudad y de su equipo que en poner de manifiesto tantas absurdas rencillas con las que a veces nos enredamos todos. Hemos escalado montañas y hemos visto el mar. Nos hemos puesto morados de rebanadas de pan con aceite, tomate y sal. Hemos comido bien, aunque no en Casa Leopoldo. Nos gusta Barcelona.

