El pasado viernes fui con mi mujer y con una pareja de amigos a ver el musical “Los Miserables”, que se representa actualmente en el teatro “Lope de Vega” de Madrid. Al poco de comenzar la función, justo después de sonar esa preciosa canción llamada “I dreamed a dream”, miré de reojo a mi amigo y vi que estaba completamente inmóvil. Parecía observar fijamente el suelo sin prestar atención a la obra que se estaba representando en esos momentos. En el escenario, la pobre Fantine vagaba llorosa por las calles de un pueblo francés. Para poder pagar la manutención de su hija, después de haber sido despedida de la fábrica en la que trabajaba, había puesto a la venta su collar, su cabello, su honra y sus dientes. Mientras se desarrollaba esta escena dramática, mi amigo se sujetaba la barbilla con la mano izquierda manteniendo el codo apoyado en el reposabrazos de la butaca; la otra mano reposaba lánguidamente sobre sus piernas; tenía el cuerpo inerte y la respiración acompasada. Vamos, que estaba como un tronco. Su sueño era tan profundo que me dio la impresión de que debía haberse quedado dormido justo en el momento en que se apagaban las luces del teatro y comenzaba la función. Normal, era viernes por la noche y estaba cansado. A su lado, yo seguía la obra con los ojos completamente abiertos, a pesar de haberme despertado ese día a las siete menos cuarto de la mañana y de no haber podido descansar ni un minuto a la hora de la siesta. Este fenómeno, que distingue a unos seres humanos de otros, tiene una explicación científica muy sencilla conocida por los nombres de hipersomnia y disomnia. Me explico. La hipersomnia es un trastorno del sueño caracterizado por una somnolencia excesiva. La disomnia viene a ser lo contrario, es decir, consiste en la dificultad de conciliar el sueño y de permanecer dormido. Yo, después de observarme mucho a mí mismo, he llegado a la conclusión de que soy hipersómnico por el día, con algún episodio aislado de cataplejía, y disómnico por la noche. Es decir soy un eritropoyésico.Los viernes voy al trabajo en transporte público. Les digo esto por dos motivos: primero porque creo que este dato tiene relación con lo que les estoy contando y, segundo, para darles a ustedes pena. Darles pena porque vivo muy lejos del curro, y esto me obliga a despertarme los viernes tres cuartos de hora antes de mi horario habitual, rompiendo así mis hábitos del sueño. Y por si fuera poco castigo el madrugón, lo normal es que me toque hacer el trayecto de pie, ya que a que a esas horas siempre hay en el tren muchos más viajeros que asientos y mi modorra matutina me priva de la agilidad necesaria para anticiparme a todos aquellos compañeros de viaje que, aunque caigan rendidos a las once de la noche y se duerman en el teatro oyendo las canciones de “Los Miserables”, por las mañanas son capaces de abalanzarse sobre los asientos libres como si fuesen fieras a la caza de su presa. Son disómnicos por el día, como “Belle de Jour”, e hipersómnicos por la noche, cual monjitas de clausura, por lo que un eritropoyésico, como yo, no está preparado para luchar contra ellos por un asiento a primeras horas de la mañana.
Pero si no son ustedes partidarios de derrochar su compasión en chorradas como esta pues no me compadezcan y ya está, que yo tampoco se lo voy a reprochar, pero sí les pido a cambio que no se enfaden conmigo por parecer tan frívolo, pues a estas alturas ya deberían estar acostumbrados a convivir con personas superficiales a las que parece molestarles más el límite de velocidad en las carreteras españolas que la guerra de Libia, o que se sienten más cercanas a las tribulaciones de un viajero somnoliento sentado en un asiento de un tren de cercanías que a las desgracias sufridas por las victimas de cualquiera de los desastres que asolan el mundo, siempre que ese mundo nos pille muy lejos. La cercanía es la clave, y las cosas nos preocupan más cuanto más probabilidades haya de que puedan llegar a afectarnos a nosotros mismos o a las personas de nuestro entorno. Ser un poco superficial es normal, no pasa nada. De la muerte procuramos no hablar, pues nos negamos a sentirla como algo cercano. Nos da miedo. Cuando se nos muere algún conocido, solucionamos el asunto con cuatro tópicos: “no somos nadie”, “la vida continua” y cosas así. Del paro tampoco nos gusta hablar porque es una tragedia que está demasiado próxima y su presencia nos está volviendo a todos un poco más infelices, un poco más cobardes, un poco más miserables.Los miserables siempre hemos querido que las cosas cambien. Le hacíamos los coros a Bob Dylan y cantábamos con él que los tiempos estaban cambiando, confiando en que las cosas pronto iban a mejorar. Éramos tan optimistas que pensábamos que los cambios solo podían ser sinónimo de mejoras. Los más piadosos encontraban consuelo en la oración y en el cumplimiento de los principios de la Iglesia; cuando correspondía aliviaban su mala conciencia echando veinte duros en el cepillo de la iglesia, apartándose de los placeres de la carne o mortificando sus cuerpos con un cilicio. Otros entregaban su vida a la causa del proletariado. Pero hoy día ya no cree en el futuro del marxismo ni el secretario general del Partido Comunista, y el rollo de la vida eterna no se lo traga ni Rouco Varela. No se esperan mejoras. Si acaso, los únicos cambios que podemos esperar de momento son las reformas destinadas a empeorar nuestra vida y a retrasar un poco el tiempo que falta para que se vaya al carajo todo este tinglado. Hoy los miserables (y ahora ya no hablo de personas sencillas e infelices, sino de gentes ambiciosas, perversas y mezquinas) se dedican a especular con las cosechas del sudeste asiático de la segunda mitad del siglo XXI, a advertirnos que tendremos que trabajar más y ganar menos, o a escribir artículos en los periódicos explicando los beneficios que el terremoto de Japón puede reportarle a los bolsillos de los inversores más espabilados. Una corriente aparece en el horizonte proclamando que los problemas del mundo se deben a la falta de valores, a los inmigrantes, a los impuestos, al uso del preservativo y al matrimonio homosexual. El Tea Party, Marine Le Pen y la Conferencia Episcopal. Vuelven el mundo, el demonio y la carne. La que nos espera.
Pero dejémonos de reflexiones inspiradas en el doble sentido de la palabra que da título al musical que acabamos de ver y volvamos a la ciencia. Los que son hipersómnicos durante el día maduran demasiado rápido el eritroblasto ortocromático y sufren por ello ciertos desequilibrios en los niveles del líquido cefalorraquídeo, lo cual es capaz de provocar el sueño con más rapidez que una película de Lars Von Trier o que un partido del Atlético de Madrid. A lo largo del día se producen importantes oscilaciones en dichos niveles. Están altos por la mañana temprano, continúan subiendo durante la jornada laboral y alcanzan su cumbre mayormente a la hora de la siesta, durante la cual los eritropoyésicos si no están medios dormidos será porque están medio despiertos, pero en cualquier caso están más tontos que el tío Abundio (que cuando iba a vendimiar se llevaba uvas de postre). Los eritropoyésicos se pasan el día arrastrando el cuerpo desde el despacho a la máquina de café y desde la máquina de café al despacho, intentando a duras penas prestar atención a unos plúmbeos informes, de esos que analizan la situación actual de alguna cosa para luego identificar oportunidades de mejora que permitan optimizar la cosa analizada. Ahora las empresas están llenas de tipos optimizando cosas. Si se fijan en la jeta del hombre que aparece en la foto de al lado se darán cuenta de que tiene toda la pinta de ser un gran optimizador. La verdad es que la cara de este hombre acojona un poco, como los antidisturbios de la película de Berlanga. En cambio los eritropoyésicos no acojonan a nadie y se limitan únicamente a optimizar por la noche el equilibrio de su eritroblasto para convertirse en unos juerguistas de mucho cuidado; se vuelven disómnicos, siempre dispuestos a prolongar la fiesta todo lo que sea necesario, por más que sus hipersómnicos compañeros de velada los miren con una expresión aletargada, parecida a la que aquellos tenían antes, cuando el sol brillaba en lo alto del cielo y eran iluminados por las doradas hebras de los hermosos cabellos del rubicundo Apolo. Si por el día no son nadie, por la noche el mundo es suyo. ¡Camarero, otra ronda, por favor!Este tema siempre ha causado preocupación, incluso ha llegado a ocupar espacio en las letras de algunas famosas canciones de los grupos musicales más modernos e importantes de nuestro país. Y para que vean que aquí no nos inventamos nada y que traemos los temas bien documentados, les ponemos, a modo de ejemplo, un fragmento de una bonita canción de “Los Bravos” que se llama “Al ponerse el sol” y que aparecía en el LP de 1967 “Los chicos con las chicas”. Yo tenía el single (en realidad no era un single, era un tipo de disco de cuatro canciones que se llamaba EP, Extended Play); en la cara A “Los chicos con las chicas” y “Come when I call”, y en la cara B: “Al ponerse el sol” y “Bye, bye, baby”. Un disco muy recomendable. Ahora cantemos:
“Yo conocí una chiquita que era un caso especial
Pues de día las cosas le salían muy mal
Y he de confesar que a plena luz nunca estaba bien, eh, eh
Pero al ponerse el sol, Pero al ponerse el sol
Está como para parar un tren
Al ponerse el sol
Por la mañana, caminado, va arrastrando los pies
Despeinada y mal vestida, tú la ves
Y me preguntaba yo que cara podría tener
Pero al ponerse el sol,
Pero al ponerse el sol
Está como para parar un tren Al ponerse el sol”
Más claro, agua. A la chica de la canción, que evidentemente era eritropoyésica, se le revolucionaba el metabolismo al ponerse el sol. Es algo muy sabido. Por el día todo son disgustos y desamores, pero cuando las tinieblas dominan el mundo, las mujeres eritropoyésicas olvidan su malhumor, se suben a un coche y comienza el desenfreno. Ellas no son belle de jour. Son las reinas de la noche. Lo cantaba Tino Casal: “Stop, mi hada, estrella invitada victima del desamor sube al coche, reina de la noche y olvida tu malhumor” Mi amigo se despereza en su butaca. En el escenario los protagonistas de la obra viven de forma diferente los días previos a la revolución. Todos cantan a coro “One day more” y termina el primer acto. Yo vi por primera vez “Los Miserables” en Londres en el año 1992 y ya entonces me pareció una extraordinaria adaptación de una novela grandiosa que narra a lo largo de más de mil quinientas páginas las vidas de una serie de personajes durante los primeros años del siglo XIX. Es difícil condensar una obra tan extensa y tan compleja en un musical, pero los autores, en mi opinión, lo consiguen plenamente. La historia es interesantísima, pero además, la producción de Madrid ha incorporado una escenografía espectacular que supera claramente a la que pude ver en Londres hace ya casi veinte años. Los maravillosos decorados nos conducen, sin esperas ni tiempos muertos en los cambios a un barco de esclavos donde rema el recluso Jean Valjean, a una fábrica, a un prostíbulo donde la infortunada Fantine nos muestra su desesperación, a una sala en la que se celebra un juicio, a una taberna, a las barricadas en las que los revolucionarios se enfrentaron a las fuerzas del rey Carlos X durante la Revolución de Julio de 1830, a las cloacas de París, o a un puente donde se consuma el suicidio de Javert en uno de los momentos más espectaculares de la obra. Las canciones son hermosísimas. Algunas de ellas son tan populares que se puede decir, sin miedo a exagerar, que ya forman parte de la cultura popular de los últimos años. Aquí os traigo alguna de ellas para que paséis, si os apetece, un rato agradable escuchándolas:
I Dreamed A Dream
Master of the House
On my Own
One Day More
Hasta aquí todo bien, pero lo malo es que en Madrid estas preciosas canciones que acabáis de escuchar son interpretadas por un grupo de cantantes que hacen buenos a los concursantes menos dotados de Operación Triunfo. En el Barbican Theatre de Londres, al papel de Fantine lo interpretaba la maravillosa Ruthie Henshall: “I had a dream my life would be so different from this hell I’m living….” En Madrid lo hace una chica con voz de gato. También anda por allí nuestro representante en Eurovisión del año pasado, ese que cantaba “algo pequeñito, uo, uo, uo”. Aquí sí que los ingleses nos ganan por goleada. No se si esto se debe a que el casting lo hizo un sordo, o a que se le ha dado más importancia al físico de los actores que a sus condiciones vocales, o a que no hay más cera que la que arde. Esto último no lo creo. En cualquier caso, con estos intérpretes en escena solo se consigue que los disómnicos nocturnos nos pasemos la representación pensando en tonterías que luego vayamos a escribir en algún blog, mientras a nuestro lado dormitan placidamente los hipersómnicos.
Y terminada la crítica teatral, ya solo queda sitio para el comentario gastronómico, imprescindible en estos artículos. Ahí va. Como el horario de la función nos hizo imposible plantearnos una cena convencional en algún restaurante cercano, nos fuimos a MUI, que no es la mejor barra de Madrid ni de coña, pero que no está mal. A mí lo que más me gustó de todo lo que comimos fue la ración de torreznos con yema de huevo.

En la planta baja de esa especie de caja que es el museo, casi colgada en un balcón al barrio de los Tiradores, con una imponente vista sobre el casco antiguo se encuentra el restaurante. Techos altísimos, unas 30 plazas tan separadas en una sala en la que cualquier bistró francés podría haber metido tranquilamente cien sillas sin despeinarse, manteles de lino y una cubertería preciosa. El comedor tiene una sensacional presencia y los aperitivos, desde la mantequilla trufada, al delicioso aperitivo de caballa con encurtidos y aire de guindilla auguran un gran almuerzo, aunque el pan sea fácilmente mejorable. La selección de vinos está centrada en la oferta nacional con énfasis en los vinos de la tierra. Sin concesiones ni apenas sorpresas.


