
Me gustan los callos. Me gustan en todas y cada uno de los guisos en los que los he probado. Me gustan en cualquier rincón de España, en todas sus variantes. Me gustan en baretos de barrio y en restaurantes lujosos. Me gustan desde los potentes y sin desgrasar hasta los más finos y elegantes, si es que un plato así se puede considerar fino y elegante. Me gustan tanto que soy capaz de interrumpir la reunión más solemne porque uno de los asistentes los haya mencionado de pasada. Porque me gustan tanto los callos que siempre llevo una servilleta doblada donde voy apuntando todos los sitios en que me los recomiendan.
Hablemos de callos pues. Dice la Larousse Gastronomique que los callos o tripas son el estómago y el intestino de los animales de carnicería y la preparación culinaria a la que dan lugar. Algo más concretos se muestran Juan Perucho y Néstor Luján en su gran obra El Libro de la Cocina Española cuando, hablando de Madrid, nos cuentan que la palabra callo deriva del latín callum y se refiere a pedazos del estómago de vaca o carnero que se comen guisados. La primera mención en castellano de éste humilde plato data, nada más y nada menos, de 1599. Impagable la receta de Teodoro Bardají que se reproduce a continuación.
Tanto Luján y Perucho como Don Antonio Campins Chaler en sus magníficos Las Mejores Recetas de los Callos y La Vuelta a España en 80 Callos cuentan que callos se pueden encontrar a lo largo y ancho de todo el país, en diferentes versiones. Y que, si bien lo habitual es que el plato consista en estómago de vaca, es común encontralo asociado a otras partes del mismo animal, como morros o manitas, o de otros, como el cerdo, el carnero, el cordero o el cabrito,y a chacinas varias.
Los amantes de los callos estamos de enhorabuena porque, ahora que las cosas están malas, los restaurantes se afanan en darle cierto valor a productos tradicionalmente baratos o poco considerados como los callos y la casquería en general. Y todo para conservar a un cliente cada vez más agobiado por su poder adquisitivo. Una dignificación que, como en muchas otras cosas, partió de Francia como forma de abaratar los menús a la hora del almuerzo y donde, por ejemplo, los convierten en fabulosas terrinas para sus menús dejeuners.
En estos tiempos en que el prestigio del país está en entredicho y la moral patria por los suelos, sabed que en esto de los callos somos una superpotencia mundial. Y sí no me creeis, seguidme en este pequeño paseo por las gloriosas tripas nacionales.
Me entusiasman, por supuesto, los callos a la madrileña. Los he probado en pequeñas tabernas, en bares cutres, en franquicias de centro comerciales, en restaurantes estrellados y hasta en el aeropuerto. Me gusta su contundencia y me gusta que se me peguen los labios cuando la salsa está bien reducida. Habrá miles de lugares donde comerlos, pero gozan de merecida fama los de Jockey, San Mamés o Lhardi. También los de Lucio, Castelló 9 o El Landó. En su versión más refinada, son maravillosos los de El Bohío (que ya sé dónde está), Mandi, el Asador Askua de Valencia (esté está aquí porque los elabora en su versión madriles) o La Tasquita de Enfrente. Pero hay tantos imprescindibles todavía por probar: sufro porque no he tomado los del Cardeño, Casa Ricardo, la Taberna de Pedro, Revuelta o los del Club 31 y porque no conozco los de la Taberna J. Blanco, Casa Mingo o Laredo. Sufro, en fin.
En Castilla los callos suelen nadar en una salsa más atomatada y, en ocasiones, más potente. Recuerdo los callos picantes del Nueva Generación, en la Plaza de San Juan Bautista de Salamanca, donde curábamos nuestros pecados alcohólicos, y los magníficos callos y morros que hacían en el bar del Casino de Tamames y que servían de preludio a su pantagruélico cocido. También me entusiasmaban en León, en el Barrio Húmedo, en un pequeño lugar llamdo Rocco por donde pasábamos camino de La Bicha, en busca de su morcilla picante y sus bocadillos inacabables. Y los callos maragatos de La Peseta en Astorga con ese eterno toque ahumado. Recuerdo con mucho cariño los del Mesón del Campesino de Segovia donde, asilvestrado de mí, llevaba a alguna novieta que me aguantaba estas cosas con santa paciencia. En su versión más ligera y burguesa, son muy buenos los de Támara, donde Lorenzo García los prepara a la manera palentina.
Me gusta la cap-i-pota (cabeza y pata, toda una declaración de intenciones) catalana. Esa versión menos contundete que suele incluir una picada y un sofrito y que bordan en sitios como Casa Leopoldo. A veces sueño que los como para desayunar en Pinotxo, o comparto una ración con Carvalho en La Fonda Europa de Granollers o que las hermanas Rexach me preparan una ración en su Hispania. Siento la necesidad imperiosa de probarlos en su versión más burguesa en Ca’l Isidre o Gaig.
Me gustan los callos con morros vascos y navarros. Con salsa vizcaína, añadirán algunos, pero en eso yo me mantengo neutral. Una visión magnífica de este plato. Los bordaban en Nicolasa. También gozan de fama los del Europa de Pamplona o el Etxanobe de Bilbao y los he comido de lujo en algunas tabernas del Viejo donostiarra. Una variante magnífica es el llamado patorrillo, con manitas de cordero y chistorra, que preparan lugares como el Túbal de Tafalla.
También me vuelven loco los callos a la andaluza que también se conocen como menudo y tienen un origen gitano. Un plato más líquido, más ligero, con muchas versiones, que incorpora garbanzos en ocasiones y una morcilla un tanto anisada en otras. Me han gustado todas las versiones que de ellos he probado. Desde el menudo gaditano de Juanito en Jérez o Casa Cristo en Cádiz a los de la Bodeguita Antonio Romero o Becerrita de Sevilla. Desde los canallas de la Venta La Morena en Mijas hasta los del Florida en Almería .
También me gustan los callos gallegos, aunque reconozco que he tenido menos oportunidades de probarlos. Cuando lo he hecho, normalmente ha sido en lugares excelentes, pero tan humildes que no recuerdo ni su nombre. Me gusta que compartan con los andaluces esos garbanzos y me gusta ese clima para tomarlos. Los probé magníficos en Betanzos y en Lugo, pero me quedan por probar los míticos de La Penela y los del Domínguez o los de Paredes en Santiago,
Hay muchos más, que no se me vaya a enfadar nadie, que uno no puede ir a todos lados. Sé que me dejo atrás muchos: los asturianos, que tengo anotado ir a probar a sitios como Casa Tataguyo en Avilés o La Tená de Alfredo en Noreña, por no hablar del Desarme, fiesta que sin conocer estaría dispuesto a patrocinar; los manchegos, que solía tomar en una venta llamada El Molino, en Laguardia, o el famoso baturrillo de Almadén; los riojanos del Echaurren o el Cachetero; los extremeños, que tan bien preparan en el Alejandro de Don Benito, en el Pizarro de Trujillo o en el Nicolás de Mérida; el mondongo murciano; los callos a la montañesa cántabros del Hotel del Oso… Y los que me quedarán por conocer.
Otro día os hablaré de cómo ven los callos en otras partes del mundo. Desde Portugal, con sus callos a la manera de Oporto, hasta Italia con su tripa a la romana o alla fiorentina, pasando por Francia y sus callos al modo de Caen. Desde Marruecos, con sus tagines y sus sopas de callos, hasta China con sus callos fríos y picantes, pasando por Oriente Medio con su arroz pilaf con tripa de cordero. Desde Louisiana hasta Argentina, pasando por el mondongo mejicano. Todos los que he probado, me han gustado.
Para terminar, echaréis de menos una referencia cinematográfica sobre el mundo de los callos. Por más que me he exprimido el cerebro no he sido capaz de encontrarla salvo, en el plano metafórico, con La Matanza de Texas o Viernes 13. Lo dejo en vuestras manos.
Y es que los callos se pueden definir en una palabra: untuomelosidad. Esa palabra que se acuñó por primera vez en este blog y que, no olvidéis, creó un antes y un después en la prosa gastronómica de este país. Ahora me voy corriendo a por mi servilleta para apuntarme todos los sitios que vayáis diciendo.
En la foto que ilustra el cocinero madrileño D. Agustín Lhardy.