(Crónica gastronómica de la Taberna Arzábal)
El otro día me encontré a Santiago Segurola cenando en la Taberna Arzábal de la calle Doctor Castelo de Madrid. Creo que la primera vez que vi a Segurola en la tele fue una noche de hace muchos años hablando de baloncesto con Andrés Montes en Canal Plus, aunque ahora que lo pienso mejor, no fue una noche, no, sino una madrugada, que no es lo mismo. Por las noches hay sobremesa, tele en familia, charla, bienestar y compañía. Hay besos de buenas noches: ¡hasta mañana, cariño, que descanses! Las madrugadas, en cambio, son otra cosa. Las madrugadas de mi juventud eran sinónimo de juergas o de estudios frenéticos, consecuencia lógica de haberlo dejado todo para última hora y tener que preparar deprisa y corriendo algún examen. Aquellas madrugadas olían a colacao, a pastillas estimulantes, a libros jurídicos de la editorial Civitas y a música en la radio. A Ángel Álvarez dándonos la bienvenida a bordo del vuelo seiscientos cinco y a programas musicales de Radio Nacional de España o de Radio Peninsular.
Programas que se interrumpían cada sesenta minutos con las señales horarias, con el himno nacional y con el boletín informativo. Emisoras de radio que, entre himno y boletín, nos ayudaban a evadirnos del rollo del derecho administrativo y de la vulgaridad de un país dominado por la irritante estupidez de un caudillo de los cojones con unos programas en los que los disc-jockeys pinchaban canciones que nos gustaban y que desde entonces no han dejado de acompañarnos.
Programas de jazz en los que se podían escuchar canciones como Georgia on my mind, Summertime, It don’t mean a thing o Potato Head Blues. ¡Qué gran canción, Potato Head Blues! ¡Fantástica! Los tíos que saben de esto dicen que es una de esas canciones que marcó el inicio de una nueva era de la música. Y, aunque esto mismo se ha dicho de otras muchas canciones, esta vez es verdad, os lo juro. Esta canción es un paseo por la historia del jazz, es la historia del jazz. Es la obra maestra de un músico que fue capaz de sintetizar en tres minutos todos aquellos sonidos que iba escuchando de niño por las calles de Nueva Orleans. Sonidos que se pueden encontrar en el llanto de un bebé, en la monotonía de un grifo que gotea, en el ruido del tráfico o en un pájaro cantando mientras los rayos del sol se abren paso a través de las nubes. Ritmo. Ritmo. El sonido de una trompeta. Cosas que no se enseñan en la escuela. Discos de 45 revoluciones por minuto. Joyas. Todas las canciones de Louis Armstrong son buenas, pero ésta es excepcional. Tan excepcional, que Woody Allen considera que es una de las diez cosas por las que vale la pena vivir. ¿Qué cuáles son las otras nueve? A ver si me acuerdo: Groucho Marx, desde luego; el segundo movimiento de la sinfonía Júpiter; La educación sentimental de Flaubert; esas increíbles manzanas y peras de Cezanne; Marlon Brando; Frank Sinatra; los mariscos de Sam Wo; algunas películas suecas y el rostro de Tracy. Tracy es Mariel Hemingway. Woody Allen es Isaac y ahora está tumbado en un sofá hablándole a un magnetófono. De pronto, se escucha la música de George Gershwin (aunque no lo diga Woody, también vale la pena vivir para escuchar la música de Gershwin), y se levanta de un salto para salir corriendo a buscar a Tracy:
- ¿Qué haces aquí?
- Bueno, he corrido. He intentado llamarte por teléfono pero comunicabas, así que lo dejé después de dos horas. Luego no he encontrado taxi y he venido corriendo. ¿A dónde vas?
- A Londres.
- ¿Te vas a Londres ahora? ¿Quieres decir que si tardo dos minutos más estarías camino de Londres?
- Sí.
- Pues deja que vaya derecho al grano. Creo que no deberías ir. Que cometí un grave error y que yo preferiría que no fueras.
- ¡Oh, Isaac!
- Ya sé. Ya sé que he hecho muy mal las cosas, pero escucha: ¿te estás viendo con alguien?, ¿sales con alguien?
- No.
- Pero, ¿tú sigues queriéndome o ya se te ha pasado?
- Dios mío. Surges de pronto. No me telefoneas y de repente apareces. ¿Qué ha pasado con la mujer que conociste?
- Pues, te lo explicaré. Ya no salgo con ella. Digamos que me equivoqué. Qué quieres que te diga. Es así. Creo que no deberías ir a Londres.
- Pero tengo que ir. Ya tengo mis planes hechos. Todo está preparado. Mis padres están allí buscando un lugar donde yo pueda vivir.
- ¡Vaya! Pero ¿tú me sigues queriendo o qué?
- ¿Tú me quieres?
- Sí, claro que sí. De eso se trata precisamente. ¿Comprendes?
- ¿Sabes que cumplí dieciocho años el otro día?
- ¿De veras?
- Soy mayor de edad, pero sigo siendo una cría.
- No eres tan cría. ¡Dieciocho años! Hasta podrías ir al servicio militar. Sí, en algunos países podrías. Oye, estás muy guapa.
- Me hiciste mucho daño.
- No fue a propósito. Verás, yo estaba…. Todo fue por mi estúpida manera de ver las cosas.
- Bueno, volveré dentro de seis meses.
- ¿Seis meses? ¿Estás bromeando? ¿Seis meses vas a estar fuera?
- Hemos esperado hasta ahora. ¿Qué son seis meses si nos seguimos queriendo?
- Oye, no seas tan madura ¿quieres? Seis meses es mucho tiempo. ¡Seis meses! Y tú estarás trabajando en el teatro, entre actores y directores. Irás a los ensayos, tratarás con toda esa gente, almorzarás con ellos y… se van creando afectos. Sin querer te irás metiendo en el ambiente. Cambiarás y dentro de seis meses serás una persona completamente distinta.
- ¿Y ya no quieres que pase por esa experiencia? Hace tan poco que me decías todo lo contrario.
- Si, ya lo sé, pero podrías… Bueno, no sé, no querría que eso que tanto me gusta de ti cambiara.
- Tengo que tomar el avión.
- ¡Ah, vamos!, ¡vamos! No puedes irte, Tracy.
- ¿Por qué no hiciste esta aparición la semana pasada? Seis meses no es tanto. Y no todo el mundo se corrompe. Has de tener un poco de fe en las personas.
Entonces Isaac, la mira y sonríe tristemente. Y con esa sonrisa tan triste, Woody Allen nos dice que su personaje por fin ha comprendido que, efectivamente, hay que tener un poco de fe en las personas. Otros directores necesitarían diez minutos o media hora para explicarte esto. Algunos no lo conseguirían ni en diez horas, ni en diez vidas que tuvieran. A Woody Allen le basta una sonrisa para hacerlo. Pocas veces se ha dicho lo buen actor que es. Él no puede decirlo de sí mismo, claro, pero creo que para muchas personas, las películas de Woody Allen están en la lista de las diez cosas por las que vale la pena vivir.
Al grano. Decía que cuando vi la cara de Segurola por primera vez fue allá por el año 1996, cuando Canal Plus compró los derechos de emisión en España de los partidos de la NBA y contrató a Andrés Montes para que los narrara. Todavía faltaba algún tiempo para que apareciese por ahí un jovencito llamado Daimiel y formara con Montes una pareja que fue capaz de convocar delante del televisor a miles de trasnochadores a unas horas que hasta entonces parecían estar reservadas exclusivamente a los anuncios de Chuck Norris en la teletienda. Cuando aparecían los presentadores suplentes nos íbamos a la cama sin preguntar siquiera quién jugaba esa noche, pero si eran Montes y Daimiel quienes narraban el partido nos quedábamos a ver lo que fuera, y, así, mientras el vuelo número 23 despegaba del aeropuerto de Chicago con destino a un nuevo anillo de la NBA, los espectadores nos los pasábamos pipa oyendo canciones de Van Morrison, como Caravan, incluida en el fabuloso disco It’s too late to stop now, o escuchando a la pareja contar la historia del Calabaza’s club, las crónicas cinematográficas de las películas protagonizadas por ese genio de la sensibilidad llamado Steven Seagal o los comentarios gastronómicos sobre el peor restaurante italiano de la historia, el cual, por cierto, parece ser que se encuentra en la ciudad de Detroit.
Pero antes de que llegara Daimiel, allí estaba Segurola, manteniendo el tipo y poniendo rostro y voz a una visión sensata del deporte. Un tipo inteligente y sereno que escribía en el diario El País y que había sido capaz de llevar a sus páginas deportivas algo tan poco frecuente como la claridad de juicio, acompañada de una prosa creativa y de cierta calidad literaria. Resumiendo, lo nunca visto hasta entonces en la prensa deportiva española. Fueron buenos años los ochenta para el diario El País. Domingo por la mañana. Primero nos toca ordenar un poco los restos de la incruenta batalla de la noche anterior y, después, a la calle, a comprar el periódico, los churros y el pan.
- ¡Qué asco de churros!
- ¡Qué asco de pan!
- ¡Qué asco de noticias!
- Anda, pásame El País.
En la última página escribía Feliciano Fidalgo, brillante entrevistador, en una sección llamada Luz de Gas, como la película de Cukor (esa de Ingrid Bergman y Charles Boyer), y, al igual que en la película, sus preguntas conseguían hacernos dudar de nuestros razonamientos, de nuestras convicciones, de nuestro buen juicio, de nuestra percepción de la realidad. Feliciano solía despachar cada semana una entrevista llena de preguntas directas: pocas palabras, belleza formal y un significado preciso. Encendía su luz de gas y te mostraba una manera diferente de acercarte a las cosas. También me enseñó a comenzar la lectura del periódico por la última página, cosa que hago desde entonces, como si esperara encontrarme otra vez con una entrevista suya. Bueno, esto también me lo enseñó Manuel Vázquez Montalbán, que en la última página de El País lo mismo analizaba la crisis de la izquierda (cuando la izquierda todavía existía y podía, por tanto, permitirse el lujo de tener una crisis), se lamentaba por la marcha de Figo al Madrid o nos daba referencias de una nueva revista policiaca y de misterio llamada Gimlet y, ya de paso, nos revelaba la fórmula secreta del combinado: “Un gimlet no pretende cambiar el mundo; si acaso aspira ayudar a contemplarlo sin prisas pero sin pausas, como contempla Marlowe a las víctimas y los verdugos que le rodean. Amos y esclavos. Víctimas y verdugos. Estas verdades de fondo serán contempladas a través del filtro ocular de una copa de Gimlet: 1/3 de limón, 2/3 de ginebra, 2 gotas de ajenjo, 1/2 cucharada de azúcar, hielo, una rodaja de limón; se sirve en vaso estrecho.” Imprescindible la rodaja de limón.
Si empezabas por la última página, en seguida, en la penúltima, te esperaba Eduardo Haro Tecglen, el niño republicano, hablando de teatro, de televisión o de lo que le apeteciera ese día. Y Ángel Fernández Santos, otro más de esta colección de periodistas sabios, cultos y elegantes, diciéndonos que las películas, a veces, son mucho más que una historia. Que son emociones que sólo se pueden tocar con las yemas de los dedos del corazón, como dirían Joaquín Sabina o Corín Tellado, cualquiera sabe. Los deportes no te los podías saltar, porque allí, además de Segurola, el maestro Julio César Iglesias estaba poniéndole nombre a la Quinta del Buitre. Entonces había magia en las páginas deportivas de El País y magia en el césped del Bernabéu. Como corresponsal en Londres (también pasó por Nueva York y por Roma, donde se hizo amigo de Paloma Gómez Borrero y tifoso del Inter de Milán) estaba un jovencito llamado Enric González.
De la crónica parlamentaria se ocupaba Luis Carandell, autor de Celtiberia Show y hombre capaz de iniciar un telediario recitando un soneto de Lope de Vega. De toros escribía Joaquín Vidal, un escritor maravilloso que consiguió que leyéramos con interés sus crónicas incluso aquellos que mantenemos una actitud manifiestamente hostil hacia la fiesta. Joaquín Vidal fue otro columnista genial de la última página, pero, de pronto, un día empezó a escribir de toros y aquello fue la de dios. Para que sirva de ejemplo, vamos a transcribir un fragmento de una de sus crónicas. Se refiere a un acontecimiento que tuvo lugar en la Plaza de Almería, el día 24 de agosto de 1979. Fueron lidiados toros de la ganadería de don Felipe Bartolomé por los diestros Ruiz Miguel, Dámaso González y Macandro.
La crónica decía así: “Pilar Agriada de Lora preparó un guiso de patatas y carne, tantico picante a gusto del abuelo. Encarnación Ramonera, para ella y sus tres hermanas, aguja palá, que aprendieron a hacerlo en otras tierras costeras de esta Andalucía, donde tan bien se fríe. Antonio Llorca le pidió a su señora que simplemente le dorara unos salmonetes a la plancha, con bien de sal, que él se encargaría de darle una sorpresa, y llevó a los toros, en una bolsa de plástico que no quiso abrir hasta que fuera la hora, medio de gambas y tres cuartos de cigalas, que le costaron un dineral, pero merecía la pena.
Los postres no faltaron, ni en estas familias ni en ninguna. En la barrera, Juan Arqueros, de Roquetas, desempaquetó una cajita con delicias de aquí – lo más solicitado eran unos tocinitos de cielo – e hizo las convenientes pasadas a la parienta y a la cuñada, que guluzmearon a placer. A su lado, un apaño de italianos que estaban por Almería y aprovecharon para ir a los toros, miraban con envidia los dulces, pero sus vecinos de localidad, tan generosos como son, no debieron darse cuenta, porque no les ofrecieron. También es verdad que los italianos no ofrecieron a Juan puros toscani, largos, negros, retorcidillos y sabrosos, de los que tenían provisión, según observamos.
La media hora de la merienda fue lo mejor de la corrida. Por el graderío, empinaban botas, amorosamente tentadas, y todo el mundo comía a dos carrillos. A quien está metido en cosas de organización del espectáculo le pregunté si siempre dura media hora la pausa gastronómica, y me contestó que no, que puede ser más o puede ser menos, depende de lo que tarde en comerse la merienda el presidente. Y, en efecto, el presidente merienda como hijo de Dios que es y heredero de su gloria. Lo que siento es no poder informar qué comió ayer y cuanto, pues, sencillamente, no lo vi. Sin embargo, sí pude apreciar que retornaba al palco muy satisfecho y valiente, para encarar lo que quedaba de corrida. Lo mismo el público. Y si autoridad y espectadores durante la primera parte habían mostrado su generosidad y entusiasmo, en la segunda, con el estómago lleno, el optimismo aún era mayor.
Gran fiesta, en fin, la de la plaza de Almería, ayer y todos los días alegría desbordada en los tendidos, y así hay que reseñarlo antes de analizar lo que sucedió en el ruedo. Porque lo que sucedió fue de pena. Es decir, que antes y después de la merienda, no hubo nada.”
Maravilloso. Me gustaría reproducir algún otro artículo de don Joaquín, pero por razones de espacio, dejamos para otro día la historia del cabestro rijoso y el caso del toro asesinadito. Santiago Amón era el crítico de arte y reflexionaba sobre el papel de los críticos: “¿A quién se dirige el «crítico de arte»? ¿A los propios artistas?, ¿A un sector minoritario, en posesión de las claves del enigma? ¿Acaso se dirige a sí mismo?” Fernando Lázaro Carreter ponía el dardo en la palabra para alertarnos de los petardos que continuamente ponemos en los cimientos de nuestro idioma: “oiga usted, después del descanso el partido no se reinicia, sino que se reanuda”. Firmas ocasionales: García Márquez, Vargas Llosa, Savater, Muñoz Molina… Ha pasado ya mucho tiempo. Muchos han muerto. Otros han dejado el periódico. Escribo deprisa y me olvido de unos cuantos. Segurola está ahora en el Marca…
No sé lo que pidió Segurola en Arzábal, ni si le gustó el sitio. Nosotros tomamos unas anchoas, alcachofas fritas, croquetas, huevos fritos con trufa, cocochas de merluza, un guiso de paloma con salsa de vino, quesos y dulces. Y nos gustó mucho todo. Se come muy bien en la Taberna Arzábal.