Publicaba en su blog hace unos días, el periodista y escritor Santiago González, unas pinceladas sobre su experiencia en uno de los restaurantes punteros en Madrid, DiverXO. Parecía bastante impresionado, al punto de titularlo No tengo palabras. La entrada nació como respuesta a una desafortunada columna de Salvador Sostres sobre el pequeño restaurante del barrio de Tetuán, en Madrid, que lo convirtió en un muñeco de pimpampún. No ha faltado un día desde que la publicó en la que un compañero periodista o uno de sus seguidores de twitter, no le pasara su prueba personal del algodón.Sin embargo, lo que me llamó la atención, fueron las respuestas que se vertieron sobre el escueto texto del periodista. El blog no parece precisamente un reducto de usuarios de tuenti, sino más bien un grupo representativo de la sociedad civil española, ya con cierta edad. Lo delata el gusto por la ortografía -tan fuera de moda hoy en día- y el espíritu crítico. Unos cuantos prefierieron decantarse por el "como en mi pueblo...", que siempre es mucho mejor en el caso de las morcillas, las alubias o el botillo de su tierra. Otros simplemente utilizaron el viejo recurso de "plato grande, bocado mínimo, precio de artículo de lujo", incluso hubo algún reproche soterrado por estos excesos, en días tan duros como los que vivimos. En general, flotaba cierto choteo por el barroquismo de los nombres de los platos, a lo Ussía, con la consiguiente exaltación de lo nuestro de toda la vida. Del chorizo, vaya.
Esa sociedad civil, clase media española, desprecia la cocina creativa, la considera liviana y cara, excesiva como un poema en tiempos de guerra. Añadámosle además cinco millones de parados al cóctel, para que cualquier lujo parezca una provocación. Se lleva alimentarse y no comer, el placer está mal visto. El chuletón de kilo y medio, los bonos alemanes y los nombres cortos, a ser posible de matanza de marrano. No hay solución. Aunque haya regiones en España donde la gente se pasa la mitad de la vida comiendo y la otra mitad hablando de comida, al personal le toca los huevos que le cuenten un papeo donde el número de palabras multiplique por diez a la cantidad de bocados que le ponen en el plato. No es tan raro, mucha España ha pasado de lustros de hambre a la perspectiva de lustros de hambre. Entre medias, apenas la nimiedad de veinte años de audis y dinero negro, tiempo insuficiente para domar el hambre y elevarla a gastronomía. Pasarán generaciones antes de que las cosas cambien, si es que alguna vez sucede.
Aquí y ahora, nos queda por delante una década de pitarra y torrezno que, bien visto, tampoco está tan mal.



