
Amanece. Es miércoles. Enero toca a su fin. La bruma no deja otear las montañas que se elevan como paredes alrededor del hermoso valle de Atxondo. La espesa niebla tampoco deja vislumbrar las vacas que pastan placidamente en las empinadas laderas, con el compás de sus cencerros como nítidos malsines.
Al mismo tiempo que un gallo afina sus cuerdas en su húmedo corral de Axpe, un coche sale de un pequeño pueblo alfarero de León camino de su primera visita al templo del que tanto ha oído hablar. El vehículo lo conduce, ilusionado como el niño que por primera vez ha montado en bicicleta sin las ruedas de apoyo, uno de los cancerberos del producto más respetados, José Gordon.
En unas horas llegará a casa de Bittor, que conociendo y admirando el memorable trabajo del leonés, le agasajará con la mejor selección de productos de la huerta, el mar y el campo durante las cerca de cinco horas de inconmensurable festival coquinario.
Un evento tan simple y al mismo tiempo –paradójicamente- tan extraordinario. Me refiero por supuesto a la reunión, a la comunión, de dos de los máximos exponentes de la obsesiva búsqueda de la excelencia en el producto y por tanto, de la gastronomía antropológica.
Pero sobre todo se trata de un hecho extraordinario por sus dimensiones históricas si tenemos en cuenta que esta experiencia, este encuentro, muy difícilmente podrá repetirse dentro de pocos lustros. Porque, ¿hasta cuando podremos seguir degustando las elaboraciones que surgen de las poleas de Bittor o asoman de la cámara de José en sus respectivos Etxebarri y El Capricho?
Se ha hablado mucho en “Los amigos…” acerca del colapso alimentario en el planeta. Y mi visión no es en absoluto positiva al respecto. De un tiempo a esta parte, mi pesimismo en torno al futuro del producto y por tanto, de lo culinario, de la alimentación y de la gastronomía tal y como la conocemos, se ha acrecentado en tamaño grado.
Por un lado, los masivos esquilmados en tierra y mar; y por otro, las terribles consecuencias de la intervención humana en el proceso natural del mundo vegetal y animal, ya nos pasan factura desde hace algunas décadas. Pero las consecuencias en el futuro son exponencialmente pavorosas y desmoralizadoras.
Por supuesto, los efectos de estas actuaciones no sólo afectan a los productos considerados “de lujo” como las ostras, el atún, las angulas o la chuleta de buey que todavía se pueden degustar en los asadores de Axpe y Jiménez de Jámuz. Todos somos conscientes de que cada día es más complicado encontrar, por ejemplo, un buen cardo, un huevo de gallina, un mango, unas lentejas, un mejillón o un correcto corte de presa de cerdo ibérico, constituyéndose éstos alimentos antes comunes en los nuevos lujos de la gastronomía.
Hace tan sólo 50 años se consumían anualmente en el mundo 25 millones de toneladas de pescado y marisco. Hoy esta cifra se multiplicado por ocho, siendo una tercera parte procedente de la acuicultura. Y decenas de especies desaparecen anualmente por culpa de la contaminación del agua o a causa del voraz exterminio sufrido por parte del hombre.
En el ámbito de los vegetales la situación no es menos aterradora. Conocemos tan solo un cinco por ciento de las hortalizas que existían hace un siglo. La causa principal ha sido la invasión celular desarrollada por compañías como Novartis, Monsanto o Dupont y que comenzó con la ingenua “Revolución verde” hace cuatro décadas escasas. El resultado no es otro que la aparición de enfermedades nunca antes conocidas, la propagación de una alarmante uniformidad genética de las especies y la aniquilación perpetua de especies que han convivido durante miles de años con el hombre. Y mientras los líderes europeos empiezan a bajar la guardia, los investigadores anglosajones aceleran los “proyectos Genoma” con cientos de hortalizas, plantas -y animales- por todo el planeta.
La pésima gestión de los territorios y la pérdida de la soberanía alimentaria por parte de agricultores, pastores, campesinos y granjeros de todo el mundo está a la orden del día, como vemos en casos como el de Hyundai en Madagascar, donde la multinacional coreana pretende explotar de forma intensiva grandes extensiones del norte del país africano durante los próximos cien años.
El actual mapa de distribución y planificación de los recursos alimentarios mundiales es disparatado: Mientras unos países dependen totalmente de las importaciones, otros acaparan las producciones de alimentos básicos por mera especulación inflacionista, ya sea para consumo alimentario o para la producción –generalmente subvencionada- de energías alternativas. Por no hablar del atrabiliario genocidio de guante blanco que supone la especulación en torno a los alimentos básicos, un producto financiero legal que puede llevar a un broker de Manhattan a matar de forma (in)consciente y a golpe de click, a miles de personas al otro lado del globo.
El crecimiento de los países emergentes y el escandaloso incremento del consumo de todo tipo de productos vegetales y animales han conseguido que la media recorrida por los alimentos que degustamos esté entre los 1.500 y 3.000 Kms., dependiendo del país donde nos encontremos, cuando no hace mucho nuestra dieta se basaba en alimentos del entorno más próximo.
Nunca el hombre había experimentado un fraude tan sistemático y de tal envergadura del completo espectro alimentario; un círculo vicioso atroz alimentado desde los productores a los restaurantes, pasando por los distribuidores e intermediarios de toda índole.
Si tampoco existe una concienciación medioambiental que nos permita rechazar las atrocidades que cometemos contra los ecosistemas de nuestros alimentos, ¿como vamos a rechazar que por cada Big Mac consumido en el mundo se emitan 2,2 kilos de CO2 a la atmósfera?
Una triste teoría afirma que para una gran parte de los humanos, el interés por la agricultura, la comida, la cultura entorno a la gastronomía, sus orígenes y posibilidades desaparece cada año. Poco o nada les importa lo que son los fertilizantes químicos nitrogenados, los antibióticos introducidos en piensos y cadenas genéticas, la Escherichia coli o la Campylobacter, la revolución –o invasión- genética y celular de los vegetales y animales, y mucho menos lo que es el Belgian blue, el glisofato o el Round Up.
No creo que la ciencia pueda arreglar ya lo que bajo mi punto de vista será -¿no ha comenzado ya?- la próxima crisis global. La solución está en la propia naturaleza, siempre que el hombre se lo permita. Aunque (perdónenme comenzar la semana con estas tribulaciones), algo me dice que tal vez sea demasiado tarde.
Nota: El cuadro que ilustra la entrada es “The Need to Know”, de Ryan McGuiness.